Cuando el maestro llegó a mi rancho para llevarme a la escuela, me asusté tanto que quise salir corriendo.
Era un hombre alto y vestía como la gente de la ciudad. Sabía hablar muy bien y la quería convencer a mi mamá de que me mandara a la escuela.
Yo nunca había agarrado un lápiz y ni sabía dónde estaba parado. Todo lo que conocía era mi casa, un poco el pueblo, y las ovejas que cuidaba todos los días.
El maestro empezó a enseñarme despacito y con paciencia. Antes que escribir, tuve que aprender a hablar en castellano, porque el idioma que yo manejaba era el quechua.
Casi enseguida aprendí las letras, luego los números y de pronto me di cuenta de que podía escribir un montón de cosas. El mundo se me abrió de golpe y todo empezó a parecerme más interesante. La escuela, un rancho pobre, se fue poniendo linda con nuestro trabajo. Las plantas del patio comenzaron a crecer y el aula se puso más calentita y acogedora.
El maestro siempre tenía la palabra justa cuando había que poner orden. Alguna vez me habré enojado con él, pero después de un tiempo me daba cuenta de mi error. Lo que él me brindó en aquellos días a mí y los cuarenta salvajes de la escuela no se nos olvidará jamás.
Revista Anteojito N°1714, pp.27
2 enero 1998
https://archive.org/details/RevistaAnteojito1714/page/n27/mode/1up
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