domingo, 29 de diciembre de 2013

Pingüinos, estrella y moños....



Los Andes

La niebla se va disipando a medida que el sol se levanta y la montaña comienza a mostrar su perfil de piedra hasta que aparece en toda su naturaleza. ¡Los Andes!
El viento parece hablar por la garganta de la cordillera. Y es la voz de la cordillera misma la que se oye:
-Soy la muralla de la patria. Me abrí para dar paso a un ejército de valientes que no tenía ideal más generoso que el de libertar a los pueblos. San Martín iba al frente. No le arredró el peligro de la travesía, ni mis abismos, ni mis cumbres, ni mis laderas escarpadas; ni la nieve ni el viente. Lo vi pasar sereno en su cabalgadura. Vi pasar centenares de soldados con sus armas, sus tambores, sus clarines, sus banderas... El viento desparramó a todos los rumbos, entres ruidos de cascos de las cabalgaduras y de sables chocando contra el cuero duro de los recados, la canción de la República.
El cóndor de mis montañas fue su guía. Lo supo Andrade y lo cantó en estrofas vibrantes y armoniosas.
Hoy crecen a mis plantas pacíficos pueblos de pastores que agradecen el agua de mis manantiales y bendicen el verdor de mis valles, mientras me arrullan con música de quenas y letras de vidalitas.
Saludo como a camaradas al ferrocarril que me atraviesa y a los aeroplanos que pasan sobre mí con mensajes de paz. Y aun cuando parezca separar dos pueblos, no hago sino hermanarlos más, bajo la protección de esos cuatro clavos luminosos que forman en el cielo la Cruz del Sur.

jueves, 26 de diciembre de 2013

Para bajar a un pozo de estrellas

Elementos necesarios:
Un espejo; un sitio descubierto (puede ser una azotea); una noche oscura y estrellada.

Instrucciones:
  1. Se toma el espejo y se sube a la azotea. 
  2. Se pone el espejo boca arriba. 
  3. Se tiende uno al lado del espejo. 
  4. Se acerca la cabeza al espejo, pero no demasiado: sólo lo suficiente para ver las estrellas allá en el fondo. 
  5. Se mira con atención las más cercanas, hasta poder calcular con exactitud a qué distancia está; luego se cierran los ojos. 
  6. Se lleva despacio un pie hacia la estrella: después de tocarla hay que asegurarse de que se ha asentado bien el pie. 
  7. Asiéndose con una mano del borde del pozo, se busca con el otro pie una nueva estrella, y se la pisa con firmeza. 
  8. Se busca con la mano libre otra estrella, y se la encierra con la palma. 
  9. Se suelta entonces la boca del pozo y se busca con la otra mano una estrella más. Al encontrarla y sujetarla, se mueve el pie que había pisado la primera. Así, descolgándose de estrella en estrella, se continúa hasta llegar al fondo del pozo. 
  10. Para salir del pozo se tapa el espejo con la mano y se abren los ojos.
Marcial Souto

martes, 24 de diciembre de 2013

La joya única

Cruzando el desierto, un viajero inglés vio un árabe muy pensativo sentado al pie de una palmera. A poca distancia reposaba sus caballos, pesadamente cargados, por lo que el viajero comprendió que se trataba de un mercader do objetos de valor, que iba a vender joyas, perfumes y tapices a alguna ciudad vecina.
Como hacía mucho tiempo que no conversaba con nadie, se aproximó al pensativo mercader, diciéndole:
—Buen amigo, ¡salud! Parecéis muy preocupado. ¿Puedo, acaso, ayudarnos en algo?
—¡Ay! -respondió el árabe con tristeza- Estoy muy afligido porque acabo de perder la más preciosa de las joyas.
—¡Bah! -replicó el otro- La perdida de una joya no debe ser gran cosa para vos, que lleváis tesoros sobre vuestros caballos, y os será fácil reponerla.
—¡Reponerla! ¡Reponerla! -exclamó el árabe- Bien se ve que no conocéis el valor de mi pérdida.
—¿Qué joya era esa, pues? -preguntó el viajero.
—Era una joya -le respondió el árabe- como no volverá a hacerse otra. Estaba tallada en un pedazo de piedra de Vida y había sido hecha en taller del Tiempo. Adornaban la veinticuatro brillantes, alrededor de los cuales se agrupaban sesenta más pequeños. Ya veis como tengo razón al decir que joya igual no podrá reproducirse jamás.
—A fe mía -dijo el inglés-, vuestra joya debía ser preciosa. Pero, ¿no creéis que con mucho dinero pueda hacerse otra análoga?
—La joya perdida -respondió el árabe, volviendo a quedar pensativo- era un día, y un día que se pierde no vuelve a encontrarse jamás.

Rabindranath Tagore

domingo, 22 de diciembre de 2013

Cleta y su hombre (Velmiro A. Gauna)

Cerca de media legua al norte de Esquina, al margen del camino que va a Goya se alzaba el rancho. Al frente había dos enormes palmeras de las llamadas "yataí" y al fondo varios espinillos, aromitos y un florido "niño rupá".
Una mujer, pequeña, de rostro cobrizo y cabellos negrísimos se inclinaba afanosa sobre la mesa rústica extendiendo, con ayuda de una botella, la masa para las empanadas. Al otro día iban a correr el "Cunumí" de don Gauna y el "Saguaypé" de los Almadas y tendría ocasión de vender su mercancía entre la concurrencia.
Hubiera querido hacer también chicharrón y chipá-quesú, como otras veces, pero no tenía con que comprar los elementos. Apenas si le habían fiado la carne y la harina con la promesa de pagarlas el lunes sin falta. Las pasas y las aceitunas se las dió de "yapa" el hijo del bolichero, pero bien sabía ella la intención que ocultaba esa condescencia.
-Güeno -dijo resignada-. ¡Qué pa le vamos a hacer!
-Sí, por lo menos, su hombre tuviera la "víarada" de irse a trabajar en "La Forestal" por unos meses o se acercara al puerto, como antes, a ayudar en la descarga de los barcos... Pero no había peligro que eso sucediera porque ya se había "enviciado" en no hacer otra cosa que dormir todo el día, tomar mate y tocar la guitarra. Cuando ella ganaba unas monedas él tranquilamente se las sacaba para ir a emborracharse en el almacén y volver ebrio a darle unas palizas brutales con su rebenque de cuero de carpincho que, donde se asentaba, arrancaba la piel o levantaba una roncha.
-¡Y güeno... qué pa le vamos a hacer! - volvió a decir con su eterno fatalismo.
Pensándolo bien ni siquiera lo quería. Cariño fue el que le tuvo a Lencho que, una noche, la robó de la casa de sus padres en Concepción y la dejó abandonada al poco tiempo o a Ciriaco Vera, "El Empedradeño", con quien vivió un loco romance durante tres meses hasta que lo mataron, en un comité de los autonomistas, la víspera de una elección. Despues anduvo un tiempo de mano en mano como mate en noche de velorio, hasta que se "acollaró" con este: Anicio Benítez, "El Tape" por mal nombre.
-¡Cleta!... -llamó el hombre desde el catre donde acababa de dormir su larga siesta- cebá unos mates...
La mujer pensó que con sólo unos minutos más podría terminar su trabajo y rogó:
-¿Podé esperar un momento Anicio?
Pero el hombre no se dignó contestar y ella temerosa de su cólera, se limpió la mano en la falda y llenó de yerba la calabaza, acomodó después la bombilla y echó el agua de la pava que estaba a la vera del fuego encendido junto al horno y por cerca de una hora anduvo yendo y viniendo con el amargo brebaje hasta que, al fin, Anicio, gruñó:
-Ta lavao, no quiero más...
-¿Si querés le cambeo la yerba?
-No, no servís pa cebadora... Dame unas chirolas pa'l almacén.
-No tengo, Anicio, si hasta la harina me la dieron fiada...
Calló el hombre y la miró intensamente. De haberle mentido se hubiera puesto a temblar bajo la frialdad de esa mirada escrutadora, pero como le había dicho la verdad, esperó tranquila.
De pronto él alcanzó a ver dos argollitas de oro que llevaba en las orejas, regalo de su madrina.
-Dame los aros... -ordenó-. Se los vua a empeñar a don Matías, no me ha de dar mucho pero ha de alcanzar pa unas copas...
Mansamente ella obedeció. Esos aros eran recuerdo de otros tiempos más felices, de su niñez sin aprietos en Concepción. Esos aros le traían el recuerdo de sus seres queridos y los había conservado a pesar de todas las necesidades. Sin embargo, su hombre se los había pedido y ella no pudo resistirse.
Haciéndolos saltar en la palma de la mano Anicio salió hacia el camino y se perdió en la distancia.
Cleta volvió a las empanadas y estuvo trabajando, en ellas hasta muy entrada la noche.
Volvió él a la madrugada y, como de costumbre, empezó a reñirla y terminó azotándola brutalmente. Cleta se acurrucó en un rincón a recibir los golpes, mordiéndose los labios para no gritar. Al final, Anicio, cansado cayó al suelo y quedó tendido con un sueño estertoroso.
Cleta lentamente se levantó. Las heridas le ardían y hubiera querido aplacar su dolor mojándolas con agua fresca, pero antes debía atender a su marido. Con esfuerzos sobrehumanos consiguió levantarlo hasta la cama, allí lo libró de sus ropas y lo acomodó en el lecho. Ya para entonces se habían calmado sus dolores y se tendió cuidadosamente en el borde de la cama, encogiéndose cuanto le fue posible para no turbar el reposo de "su hombre".
* * *
La reunión fue un éxito para "El Cunumí" y la fiesta se prolongó después con discretas jugadas de taba y algunas otras carreras de menor cuantía.
Cleta vendió a buen precio su merienda y aprovechó la presencia del carnicero y de don Matías para librarse de sus deudas. Cuando llegó Anicio le sacó los pocos pesos que le quedaban que fue a derrochar alegremente en juegos de azar y en copas de caña.
Cleta, sabedora de sus costumbres, se quedó sentada en cuclillas junto a sus canastos vacíos, para llevarlo de vuelta al rancho cuando concluyese su juerga.
Allí la encontró José, el hijo del almacenero, que le dijo:
-Esta noche, a las diez voy a ir por tu rancho.
-No sé a qué...
-¡No te hagás la zonza! Te voy a silbar tres veces para que salgas.
-¡Ajá! ¿Y mi marido?
-¡Bah! Ese al paso que va estará más borracho que mi abuela.
-No sé, José, a lo mejor estoy dormida.
-Dejate de macanas y recordá que a las diez voy a ir. ¡Hasta luego!
-¡Hasta luego!
Sacó un cigarro de su seno y lo encendió. Fumaba con fruición lanzando al aire grandes bocanadas de humo.
Las sombras iban borrando el paisaje en la lejaníá. Cleta se incorporó y fue en busca de su marido.
La brasa del cigarro iba adelante brillando como una gigantesca luciérnaga. Se metió e inquirió en los grupos postreros sin obtener noticias.
Regresó a su hogar malhumorada. Anicio tampoco estaba allí y supuso que, con algunos amigotes, habría ido al almacén a emborracharse. Encendió fuego y se dispuso a prepararla cena mientras se confortaba con algunos mates.
* * *
Anicio llegó bien entrada la noche con un humor de todos los demonios.
Rechazó la tortilla que ella había preparado para la cena y pidió mate.
Al recibir uno de ellos, de sus manos inseguras por la ebriedad, resbaló el recipiente haciéndose pedazos contra el suelo.
-¡Viste, idiota, lo que has hecho! - tronó.
-Per... - intentó ella defenderse.
Mas él ya enarbolaba su rebenque y lo hacía caer inmisericorde sobre sus espaldas. Cleta echó a correr por el patio y él, furioso, la siguió golpeándola implacable.
Los lamentos de la mujer y los improperios del hombre espantaron el silencio y desde lejos se oyó el rumor de unos pasos que se acercaban.
Anicio, babeante y fuera de sí, alzaba el brazo y lo dejaba caer sobre el bulto sufriente de Cleta que mordía la tierra en su impotencia.
De pronto, vibró a sus espaldas, la voz de José.
-Sosiéguese, don Anicio, ¡déjela!...
El borracho, iracundo, dióse vuelta y enfrentándolo rugió:
-Y a vos quién te mete ¡hijo'e perra!
-¡Quieto, don Anicio, quieto!
-¡Qué quieto ni ocho cuartos...! ¡Te vua a dar por entrometido...!
Y rebenque en alto se lanzó contra el intruso. El joven, más ágil, esquivó el ataque y con un golpe en la muñeca hizo volar el rebenque que cayó junto a la mujer desvanecida.
Anicio, no obstante, no cejó y se arrojó sobre el rival enviándolo al suelo. Sobrevino, entonces, una lucha sorda y sin cuartel. Revolcáronse jadeantes por el patio y clavábanse los dedos como garfios buscando la garganta del contrario. El odio los enceguecía y pronto comprendieron que en ese combate uno de ellos habría de quedar por siempre. Al fin, José, más joven y sereno consiguió montar a horcajadas sobre Anicio y le cerró las manos en el cuello.
Lentamente los dedos se hundieron en la carne y la respiración del vencido se tornó dificultosa.
Cleta, saliendo de su desmayo, vio a su frente la masa informe de los contendores. La luna, enorme y redonda, apareciendo de improviso detrás de una nube, mostróle el rostro angustiado de su hombre debatiéndose en la desesperada agonía. José, dueño de la situación, lo apostrofaba:
-¡Aprendé, desgraciado, a golpear mujeres...!
Los labios de Anicio se movieron desesperados. Ningún sonido pudo brotar de ellos pero Cleta entendió el llamado.
Tendió la mano al rebenque y asió la lonja, húmeda aún con la sangre de sus heridas. Después, irguióse y con toda su fuerza descargó un recio golpe con el pesado cabo sobre la cabeza de José.
Se aflojaron las manos del joven y cayó sobre el vencido con el cráneo partido por la violencia del impacto.
Anicio retiró el cadáver de sobre su cuerpo y se levantó respirando ruidosamente. Dio unos pasos y vólvió a caer vencido por la fatiga y por el alcohol.
Entonces, la mujer se acercó a su lado y levantándole la cabeza la puso en su regazo. Luego, suavemente, empezó a acariciarle los cabellos como si fuesen los de una criatura.
Velmiro A. Gauna

En términos de estoicismo esta dibujada Cleta, en Cleta y sus hombres, que no obstante soportar todos los abusos, los malos tratos y borracheras de su marido, termina por defender valientemente a su "hombre", atacado por el que, en un momento de debilidad suya, estaba casi por recibir como amante.

Castelli, E. (s/a) Velmiro Ayala Gauna Hombre y tierra del litoral, p.22. Ediciones Colmegna. Santa Fe. Argentina

Como estudiar a último momento...

Mis manos tiemblan como nunca. Mi cuello, totalmente contracturado. Mi espalda sudorosa…

Estoy sentado, viendo como los docentes reparten esos temidos exámenes. Avanzan fila por fila, haciendo zigzag entre sus víctimas, casi en cámara lenta. El papel llega a mis manos. “Prueba de…”, “Recuperatorio de…”, “Trimestral de…” El título no tiene importancia… ¿¡A quién miento!? Si es prueba, el miedo aumenta por no saber con que nos matarán. Si es recuperatorio, el miedo aumenta por ser la última oportunidad. Si es un trimestral… ¡queda en mi libreta de notas!
No tengo escapatoria. Pego una primera leída rápida, y parece que estuviera leyendo en árabe. Cierro los ojos, pego un profundo respiro, y lo intento de nuevo. Primer punto…Chino básico. Segundo punto…En algún lado escuché hablar de esto. Tercer punto…Algo puedo inventar. Cuarto punto… ¡Esta pregunta estaba en la carpeta! ¿¡Por qué no estudié!?
Los segundos pasan lentamente, algunas palabras salieron de mi birome. Faltan siete minutos para entregar y alguien hace una pregunta en voz alta, esas preguntas con respuesta incluida. Me convenzo de que se saben la vida, de que practican a la perfección las técnicas de estudio, y hacen la pregunta sólo para demostrarnos a nosotros, simples mortales, que somos inferiores en esa materia.
Con su pregunta empiezo a recordar algo del primer punto, y empiezo a escribir como desesperado. Las palabras son ilegibles, parece que estuviera hechizado. Mi lapicera se mueve como nunca…Todo perfecto, todo demasiado perfecto. Tenía que llegar esa palabra, esa maldita palabra para estropearlo todo… “¡ENTREGUEN!”. Intento anotar algo más, pero el profesor amenaza con irse, y sé que ese es mi final.
Decadente ¿No? Seguro que les pasa a muchos de ustedes.
En mi vida es algo que se repite con bastante frecuencia. Demasiada. Pero el círculo no cierra ahí.
Comienza el nuevo cuatrimestre. Me prometo a mi mismo que no voy a repetir la escena antes descripta. Cómo estudiar: “Si tengo que leer 260 hojas para dentro de un mes, con leer 10 diarias, me quedaría un momento para repasar antes del examen”.
“Si resuelvo una guía práctica por semana, la última voy a poder hacer ejercicios de exámenes”.
Suena bien, ¿no? Suena perfecto. Una de las más perfectas técnicas de estudio. En teoría.
Primera semana de clases: es ya bastante tarde, y estoy yendo a casa. Voy con la mente centrada en cumplir mi propia meta. Pero ya en mi cuarto, la cama parece demasiado atractiva. Y me tiro a dormir. Total, es la primera semana. Hay que tomarse un tiempo para acostumbrarse a los horarios.
Segunda semana: llego a casa, y un capítulo de Halloween de los Simpsons, interrumpe mi visión de los libros de texto.
Tercera semana: llego, y como no ponerse a chatear con ese simpático chico de España.
Debo haber encontrado millones de excusas para no sentarme y ponerme a leer.
¡Momento! ¡Momento! ¡Momento! ¡Casi me olvido! ¿¡Cómo no estudiar el fin de semana!? Si, a veces es posible… pero no nos engañemos:
Viernes a la noche. Ya sea ir al cine o a bailar, necesitamos olvidarnos de ese maldito tema que nos molesto durante cinco días seguido. Sino, podes levantarte a las 9:30, y… ¡Tenemos aquí dos horas para estudiar! ¿Serás capaz de hacerlo? (Yo no). Sábado al medio día. Almorzamos tranquilos. Nos sentamos frente al televisor, para finalmente enganchar alguna película que hayamos visto cien veces para no pensar. Navegamos un rato por Internet, y sin que no demos cuenta… “¡Son las 19:30 y todavía no organicé nada! ¡Mi sábado está perdido!”. Cosa que nos cierto, pero buen susto nos llevamos.
Sábado a la noche: En mis años de vida, juro que no escuché a nadie decir que estudió en este momento sagrado. No creo que haya ninguna religión que prohíba cosas como estudiar un sábado a la noche, pero si conozco a una cultura que lo hace: la del estudiante. Y ahora lo decreto, es ley. Está prohibido estudiar un sábado a la noche. Sin importar si hemos decidido quedarnos en casa haciendo nada.
Domingo a la mañana: Hace un tiempo que borré este momento de mi vida. Ya sea con, o sin resaca de la noche anterior, no logro levantarme antes de las 12:30, con suerte.
Domingo al medio día: Debe ser la comida más larga de la semana. Empieza a las 13 con una entrada. A las 13:30 está lista la comida, que no termina hasta las 14:30. Café, algún budín, torta y/o bombones acompañando las charlas sobre todas las cosas que nos pasaron en la semana. Y… ¡Mmmmmmmmm! ¡Qué sueño! (con todo lo que comimos, cómo no vamos a tenerlo). Una hora y media de siesta, fútbol o TV. Y ya son las 19:30. Hora de comer algo y leer el diario del domingo.
Domingo a la noche: ¡Maaaaaaaaaaaa! ¿Qué comemos?
arece una exageración, pero no lo es. Podemos cambiar alguna actividad. Por ejemplo, el domingo podemos ir a pasear con amigos. Pero el tiempo en el fin de semana pasa como nunca.
Y así como me fui de tema con el fin de semana, se nos pasan volando las semanas de clase. Y sin darnos cuenta… ¡EN DOS DÍAS ES EL EXAMEN!
¡No todo está perdido! Aun tenemos algo de tiempo. Organicémonos. Hoy a la noche, en tres horas, termino de leer todo lo que no leí en un mes y medio: 90% de 260páginas, no es imposible, y mañana a la noche hago un repaso general. ¡Qué buen plan!
Llaga la noche: Termino de cenar, y las voces de “Arma Mortal 3” (elijan una buena película en su caso) sales del televisor del living. ¡¿Qué maldita persona habrá inventado ese maravilloso aparato?! Y en 1 hora, “leo” 225 hojas. Los títulos, las cosas en negrita, los recuadros, y el resumen de 3 hojas que conseguí de un compañero. Termino exhausto.
Día anterior al examen: Tengo 18 horas para estudiar. Que con comida y otras tantas distracciones se hacen 6. Las aprovecho leyendo una y otra vez el resumen.
Ya son las 00:30. Mis ojos se caen. Algunos prefieren seguir despiertos, y dormir al final unas horas. Personalmente, las neuronas ya no me responden. Prefiero dormir 4 horas, y despertarme fresco como un tomate podrido al día siguiente. La cama me recibe tan acogedora como siempre.
Finalmente llega el gran día: Me despierto a las 4:30 ¡AM! Pego una leída al resumen. Trato de leer los apuntes. Todo a los apurones. Y me pregunto cómo pueden dar tanto material de estudio. Nadie tiene tiempo para leer tantas cosas. Empiezo a leer, salteando cada vez más. Leo los títulos, aún sabiendo que sólo me servirá para recordar en el examen que ese tema estaba ahí, y yo no lo leí de pura vaga. Ya no hay más tiempo. Garro todas las cosas (como si todavía tuviera tiempo de leerlo todo), y salgo de mi casa con la esperanza de encontrar un paro docente, una amenaza de derrumbe, o cualquier catástrofe que me de unos días más. Se que eso sólo me haría repetir mi rutina, pero la esperanza es lo último que se pierde. Nada pasa.
Llego y busco un asiento por el medio…
Mis manos tiemblan como nunca. Mi cuello, totalmente contracturado. Mi espalda sudorosa…

Y ya todo cierra.

El pájaro mecánico

Estábamos en clase cuando llegó hasta el aula el ruido de un motor de aeroplano. Hubo inquietud en todos los alumnos. Las miradas se dirigieron a los ventanales. La señorita maestra comprendió aquella actitud y dijo: 
-Salgamos al patio.
Sin apresuramiento, sin causar desorden, abandonamos el aula. Estábamos alegres porque una vez más nos había comprendido.
Ya en el patio, nadie dejó de levantar la cabeza y mirar hacía el cielo para contemplar el pájaro mecánico.
Exclamaciones de júbilo. Comentario breve.
-El hombre se hizo de alas para volar -dijo alguien.
Esta expresión sorprendió a la maestra y sonrió.


-El hombre, pequeños, ha dominado todos los elementos. No se contentó con poseer la tierra; quiso también adueñarse del mar, del aire y del fuego, y logró hacerlo... ¡Ved con qué serenidad cruza el espacio! Nuestras aves mecánicas recorren los caminos del cielo de la patria y a veces atraviesan las fronteras llevando un mensaje de paz entre los hombres. Además de ser un símbolo de progreso, son un vínculo de amor: transportan correspondencia, acortan distancias, salvan vidas...
-Pero también arrojan bombas... -dice Alcides.
-Desgraciadamente, es verdad lo que dices. Pero nuestras naves aéreas son aves de paz, pequeño mío. ¡Y ojalá nunca dejen de serlo, aunque, si alguna vez llegáremos a estar en peligro, ellas no defenderán la patria desde el cielo!

viernes, 20 de diciembre de 2013

La gallina degollada (Horacio Quiroga)

 

Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
- ¡Hijo, mi hijo querido! -sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
- A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
- ¡Sí! ¡Sí! -asentía Mazzini- Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?
- En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Más por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
- Me parece… -díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos- Que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
- Es la primera vez… -repuso al rato- Que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
- De nuestros hijos, ¿me parece?
- Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? -alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
- ¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
- ¡Ah, no! -se sonrió Berta, muy pálida- ¡Pero yo tampoco, supongo! ¡No faltaba más! -murmuró.
- ¿Qué no faltaba más?
- ¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
- ¡Dejemos! -articuló, secándose por fin las manos.
- Como quieras; pero si quieres decir…
- ¡Berta!
- ¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidose casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
- ¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?
- Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa:
- ¡No, no te creo tanto!
- Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!
- ¡Qué! ¿Qué dijiste?
- ¡Nada!
- ¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
- ¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?
- Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa:
- ¡No, no te creo tanto!
- Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!
- ¡Qué! ¿Qué dijiste?
- ¡Nada!
- ¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
- ¡Al fin! -murmuró con los dientes apretados- ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
- ¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes? ¡Sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
- ¡Víbora tísica! ¡Eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación… Rojo… rojo…

 - ¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
- ¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
- ¡Soltáme! ¡Déjame! -gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
- ¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! -lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
- Mamá, ¡ay! Ma…
No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
- Me parece que te llama. -le dijo a Berta.
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

martes, 17 de diciembre de 2013

La vendedora de cerillos

Qué frío tan atroz! Caía la nieve y la noche estaba llegando. Era la noche de Navidad. En medio del frío y la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnudos.

De hecho, cuando salió de casa tenía zapatos; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes que la niña las perdió al apresurarse a cruzar la calle para que no la atropellasen los carruajes que iban en direcciones opuestas. 
La niña caminaba, pues, descalza, y tenía los pies rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de cerillas y tenía a la mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: Ningún comprador se había presentado y, por ello, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y un aspecto miserable. ¡Pobre niña! Los copos de nieve se ponían sobre sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos. Veía relucir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se sentía por todos lados. Era el día de navidad y en esta festividad pensaba la infeliz niña.
Se sentó en una plaza, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todas las cerillas y ni una sola moneda. Su madrastra la maltrataría y, además, en su casa también hacía mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las grietas más grandes habían sido tapadas con paja y paños viejos. Sus manecitas estaban casi muertas de frío. Ah! ¡Cuanto placer le causaría calentarse con una cerilla! Si se atreviese a sacar una sola de la caja, a rascarla contra la pared y a calentarse los dedos! Sacó una Ritx! Cómo iluminaba y cómo quemaba! Desprendía una llama clara y caliente como la de una vela cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan bonita! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente. Quemaba el fuego de una forma tan bonita! Calentaba tan bien!
Pero todo acaba en este mundo. La niña extendió sus pies para calentarlos también; pero la llama se apagó: Ya no le quedaba a la niña más que un trocito de cerilla. Rascó otro, que quemó y brilló como la primera vez; y allá donde la luz cayó sobre la pared se hizo tan transparente como una gasa. A la niña le pareció ver una habitación en la que la mesa estaba cubierta por un manto blanco con finas porcelanas, y sobre el que un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. Oh sorpresa! Oh felicidad! De repente tuvo la ilusión que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo pintiparado en el pecho, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se apagó y no vio delante suyo más que la pared impenetrable y fría.
Encendió otra cerilla. Entonces creyó verse sentada cerca de un magnífico pesebre: era más rico y más grande que todos los que había visto en aquellos días en los escaparates de los más ricos comercios. Mil luces brillaban en los árboles; los pastores parecían moverse y sonreír a la niña. Esta, boquiabierta, levantó entonces las dos manos y la cerilla se apagó. Todas las luces del nacimiento se elevaron y comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de ellas dejó una estela de fuego al cielo.
- Eso quiere decir que alguien ha muerto. -pensó la niña; porque su abuela, que era el única que había sido buena con ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, se ve que una alma sube hasta el trono de Dios".
Aún rozó la niña otra cerilla a la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la que estaba su abuela de pie y con un aspecto sublime y radiante.
- Abuela! -gritó la niña- Llévame contigo! Cuando se apagué la cerilla sé muy bien que ya no te veré más! Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el bonito nacimiento!
Después se atrevió a rozar el resto de la caja, por que quería conservar la ilusión de que veía a su abuela, y las cerillas dejaron ir una claridad muy intensa. Nunca la abuela le había parecido tan grande ni tan bonita. Cogió la niña por debajo del brazo y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un lugar tan elevado, que allá no hacía frío, ni se pasaba hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios.
Cuando llegó el nuevo día seguía la niña sentada entre las dos casas, con las mejillas rojas y un sonrisa en los labios. Muerta, muerta de frío en la noche de Navidad! El sol iluminó aquel tierno ser acurrucado allá con las cajas de cerillas, de los cuales una había quemado completamente.
- Ha querido calentarse, pobrecita! - dijo alguien.
Pero nadie pudo saber las bonitas cosas que había visto, ni en medio de que resplandor había entrado con su anciana abuela al reino de los cielos.
Hans Christian Andersen

La Independencia

La tierra estaba yerma, opaco el cielo,
la derrota doquier. Nuestros campeones,
que en la tremenda lid fueron leones,
ven ya frustrado su arrogante celo.

América contempla en torvo duelo
la bandera de Mayo hecha jirones.
El enemigo avanza: sus legiones
cantan victoria estremeciendo el suelo.

Pero la Patria, irguiéndose entre ruinas:
"Atrás!" prorrumpe, libre se proclama,
rompe el vil yugo con potente brazo;

y triunfantes las armas argentinas,
llevan la libertad, su honor, su fama,
desde el soberbio Plata al Chimborazo.

Carlos Guido y Spano

viernes, 6 de diciembre de 2013

El baldío



Hay algo más triste que un terreno baldío?
Es la pregunta que siempre se ha formulado Rosa, al pasar frente a uno de ellos. Parece que no tuviera dueño. Nada hermoso hay en él. Y como si nadie lo quisiera, lo hacen depositario de cuanto ya no sirve.


De vez en cuando recibe la alegría de unos pequeños, que buscan su amistad y lo de gracias y de risas.
En alguna oportunidad oyó decir a su padre:
-La tierra que no se trabaja es muy triste, hija mía. Ella se alegra cuando la azada, el pico o el arado la hieren. Porque así cumple su misión: la de ser útil dándose en belleza, en lumbre o en pan.


Un día cualquiera, Rosa llena su bolso con semillas de violetas, de pensamientos, de amapolas; se allega hasta el baldío y le arroja al azar puñados de semillas. Oportunamente, cae la lluvia y las semillas se confunden en la tierra. Echan raíces, crecen las plantas y algunas ya comienzan a florecer.


Rosa está alegre, pero teme por las plantas. Los chicos pueden destruirlas; el borriquillo, que suele pastar en el baldío, pisotearlas... Y en sus ojos limpios hay como un ruego para que nadie destruya la pequeña felicidad del terreno baldío.

Estrella

Árbol navideño de tapitas

Simpático árbol navideño hecho con tapas de botellas de plásticas. También en Navidad podemos hacer algo para beneficiar a nuestro sufrido planeta Tierra. Podemos celebrar estas fiestas familiares y entrañables de una forma sana y sostenible sin tener que incurrir obligatoriamente en gastos excesivos.

¿Qué os parece este arbolito? Original, sobrio y elegante? Vamos sin más dilaciones a ver cómo podemos elaborarlo paso a paso.
Materiales:
  • Tapas de botellas de plástico.
  • Pintura verde.
  • Cinta de tela.
  • Brillantes adhesivos en color rojo y blanco.
  • Marcador marrón.
  • Pistola de pegamento caliente.
  • Cartulina blanca.

Pondremos unos periódicos o revistas para proteger la superficie de trabajo y pintaremos las tapas plásticas. Podemos conseguir varios tonos de verde añadiendo un poco de pintura blanca. Así nuestro pequeño árbol lucirá una bonita decoración.

En cuanto seque la pintura podemos comenzar a pegar las tapas sobre la cartulina blanca. El tronco lo pintaremos con rotulador marrón o con cualquier pintura que tengamos de ese color, témpera, acuarela, óleo, la que tengamos más a mano.
Después procederemos a pegar los brillantes adhesivos formando tiras diagonales sobre las tapas. Con la cinta de tela haremos un moño para colocar en la cima de nuestro árbol de Navidad. Colocado en un marco nuestro árbol de tapones podrá decorar cualquier lugar de la casa.