Hay algo más triste que un terreno baldío?
Es la pregunta que siempre se ha formulado Rosa, al pasar frente a uno de ellos. Parece que no tuviera dueño. Nada hermoso hay en él. Y como si nadie lo quisiera, lo hacen depositario de cuanto ya no sirve.
De vez en cuando recibe la alegría de unos pequeños, que buscan su amistad y lo de gracias y de risas.
En alguna oportunidad oyó decir a su padre:
-La tierra que no se trabaja es muy triste, hija mía. Ella se alegra cuando la azada, el pico o el arado la hieren. Porque así cumple su misión: la de ser útil dándose en belleza, en lumbre o en pan.
Un día cualquiera, Rosa llena su bolso con semillas de violetas, de pensamientos, de amapolas; se allega hasta el baldío y le arroja al azar puñados de semillas. Oportunamente, cae la lluvia y las semillas se confunden en la tierra. Echan raíces, crecen las plantas y algunas ya comienzan a florecer.
Rosa está alegre, pero teme por las plantas. Los chicos pueden destruirlas; el borriquillo, que suele pastar en el baldío, pisotearlas... Y en sus ojos limpios hay como un ruego para que nadie destruya la pequeña felicidad del terreno baldío.
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