viernes, 27 de junio de 2014

En Urberuaga

Los ojos de Aurelia

Cestona es un hotel elegante, mundano,confortable; Urberuaga es una casa de enfermos. Tal vez Cestona os produzca la impresión, con sus anchos corredores simétricos que parecen salones, de un modernísimo colegio de jesuítas; acaso Urberuaga, con sus estrechos pasillos tortuosos, encalados y de baja techumbre, os dé la idea de un convento modesto de franciscanos. La misma posición tienen uno y otro balneario en el fondo de un valle; pero en Urberuaga las vertientes se estrechan más; el riachuelo es más ramblizo; los castañares son menos amplios, y algo como un ahogo, como una leve opresión—ya iniciada por un prejuicio— os sobrecoge cuando llegáis ante su puerta. Mas esforzaos en ocultarla y dominarla; traspasad los umbrales del balneario. La construcción total del edificio es un ensamblaje de navadas y pabellones construidos, sucesivamente, al correr de los años. El cuerpo principal se levanta en una tenue hondonada; descendamos cuatro peldaños... Ya estamos ante la puerta; penetremos en un zaguán estrecho; en el fondo se abre un pasillo, desnudo, largo, que acaba en una espaciosidad dividida por tres columnas. Aquí hay una puertecilla que da ingreso a la gruta de donde surte un blanco y cristalino hilo de agua vivificante. Avancemos un poco más; un diminuto salón con divanes y cajones con plantas aparece ante nuestra vista. Y luego cruzamos por un patizuelo a otro corredor, y después encontramos otra espaciosidad, donde se halla el correo, el gabinete médico, y largos mostradores con baratijas y chucherías. Caminemos un poco; otro salón y otro largo pasillo nos llevan a las salas de pulverizaciones y baños de vapor... Y luego, tornamos a descorrer lo andado; de nuevo volvemos a ver la gruta, el gabinete médico, la administración de correos; de nuevo avanzamos por el pasillo primordial en busca de la escalera que nos conduzca al piso alto. Y ya en él, nos vemos en un estrecho corredor lleno de puertas diminutas; el piso es de recias tablas, enceradas, brillantes; un angosto reflejo se pierde allá en la lejanía; se percibe un olor penetrante de frescas y silvestres hierbas aromáticas, de cloruro de éter. ¿Por qué no avanzar por el pasillo? ¿Hay nada más grato que la inspección de una casa desconocida para nosotros? ¿Existe sensación más agradable que la de ir sorprendiendo poco a poco las cosas y los hechos insólitos que ante nuestros ojos surgen de pronto?
Este pasillo conduce a otro pasillo. Torced a la derecha; atravesad un corto salón con un cierre acristalado; ascended por unas escaleras y os hallaréis al cabo en un ancho rellano, ante otras escaleras, por las que será preciso bajar para entrar en un salón anchuroso, bordeado de divanes, con espejos apaisados y un piano vertical, que hace, en el fondo, destacar la mancha roja de su reverso. ¿Estáis satisfechos? ¿Habéis llevado ya a vuestro espíritu ávido una sensación sintética del nuevo medio en que acabáis de hacer irrupción?Todos estos corredores, todos estos rellanos, todas estas salas, están desiertas, silenciosas; el pavimento, brilla; las paredes aparecen enjalbegadas. Y de cuando en cuando, en el silencio, oís una tos breve, seca, o una tos larga, pertinaz. Y sentís que hay algo en este ambiente de íntima y profundamente provinciano: por el enredijo de salas y pasillos con pisos desnivelados, por la simplicidad del mueblaje, por los alterones y honduras de las camas, por la llaneza e ingenuidad de la servidumbre, por el prosaísmo castizo de la cocina... Mas vosotros, como yo, estáis en un momento en que gustáis de todas estas cosas tan españolas. Dentro de un poco, cuando llevéis una hora más en el hotel, vuestro gusto va a ser plenamente satisfecho. Porque os percataréis de que el ambiente que respiráis, no sólo es hondamente provinciano, sino que, por una concatenación lógica y necesaria, está también saturado de un romanticismo ensoñador y melancólico. ¿Desconoceréis acaso la virtualidad de estas aguas? ¿No sabéis que a estos manantiales acuden los enfermos «estéticos», en la verdadera y primitiva acepción de esta palabra? Y ¿cómo podréis negar la intima relación que existe entre el romanticismo y la tez pálida, las ojeras, la delgadez y la infinita desesperanza trágica? Si vosotros amáis esas muchachas románticas de pueblo, tan suaves, tan tristes, tan delicadas, tan fantaseadoras, que gimen, que lagrimean, que pasan súbitamente de una alegría a un desconsuelo, que guardan en el fondo de un cajoncito un retrato desteñido y unas cartas con timbres de un café o de una fonda, que tienen una enredadera, que tocan en el piano «La marcha fúnebre de una muñeca», que leen a Campoamor y a Bécquer en un libro forrado con un periódico, que se miran al espejo de pronto para ver si se han puesto feas, que aguardan tras los visillos, en los días foscos del invierno, el paso de un transeunte desconocido, que tal vez es un galán que puede revolucionar nuestra vida...; si vosotros amáis a estas muchachas, venid a Urberuaga. Yo he conocido estos días a Eulalia, a Juanita, a Lola, a Carmen, a María, a Enriqueta. Y he visto, sobre todo, los ojos anchos, vagos y tristes de Aurelia.
—¿Qué hace usted, Aurelia?—le dice un joven con quien la he visto bailando anoche.
—Nada—contesta ella—; miro el agua del río...
Aurelia está inclinada sobre el antepecho del puente, en una de esas actitudes de absorción, de elegancia y de abandono en que Gavarni colocaba, en la terraza de un jardín o sobre los brazos de un diván, a las finas y pálidas mujeres de 1850. Aurelia mira las aguas mansas del río; pero sus ojos, fijos, absortos, no ven la aguas mansas del río. Su silueta se recorta sobre el cielo pálido del crepúsculo.
Esta es la hora en que la carretera ejerce su tiranía sobre el bañista; pero vosotros no cumplís con esta práctica ineludible. Hay detrás del balneario, junto al riachuelo, una extensa avenida de álamos. Hacia allá dirigís vuestros pasos. La tierra está tapizada de fino césped; a un lado se levantan las laderas cubiertas de castañares; a otro se extiende una línea de manzanos bajos, achaparrados, que arquean sus ramas sobre las aguas. Tres, cuatro ringlas de álamos parten esta alameda en anchos caminos. Los troncos de los árboles son finos, rectos, gráciles; el follaje no comienza en ellos sino muy alto, de suerte que vosotros paséis por esta fronda como por entre una sutilísima columnata que sostiene una bóveda verde. Y cuando os habéis cansado de devanear a un lado y a otro, os sentáis en la orilla del río, junto a un ancho remanso. Una multitud de girinos patina, con sus carreras intermitentes, sobre las aguas, extendidas las cuatro patas, ligeros, volubles. Ya avanzan rápidos, ya se detienen, ya dan repentinas y violentas revueltas. Y cada uno de sus movimientos forma un círculo sobre las aguas, que va a mezclarse y trabarse con infinitos otros círculos en un momentáneo y caprichoso arabesco.
Pero la noche va llegando. Es preciso que retornéis al balneario. Una campana acaba de tocar con un son persistente. Vosotros volvéis a recorrer los pasillos de la planta baja y ascendéis a los del piso principal. Las luces han sido encendidas, y el largo reflejo de la madera encerada, como una estrecha cinta de azogue, se pierde allá a lo lejos. Un rumor sonoro de voces, algo como un coro susurrante y melódico llega a vuestros oídos: es que en la capilla próxima los bañistas rezan, como todas las tardes, el rosario. Entonces dais un  paseo porel corredor, mientras escucháis esta mística salmodia, y vuestros ojos observan por primera vez las viejas y simpáticas campanillas colocadas encima de las puertas, antecesoras venerables de los locos timbres eléctricos. Y ya este nimio detalle acaba de sumiros en un ensueño de lejanías románticas. ¿Qué más os hace falta? Aún os queda algo principalísimo. Después de la cena es preciso bajar un momento al salón. Aquí volvéis a encontrar a Juanita, a Lola, a Carmen, a Enriqueta, a Eulalia, y volvéis a ver los ojos anchos, vagos y tristes de Aurelia, que miran absortos, sin verlo, el paisaje de un abanico. El piano lanza unas notas lentas y sonoras; todas estas muchachas lindas y pálidas, se levantan, salen hasta el medio de la sala, avanzan, retroceden lentamente, se traban de las manos un instante, se alejan de nuevo haciéndose reverentes cortesías, bailan, en fin, uno de estos sosegados «lanceros» que nuestras madres o nuestras abuelas bailaban con sus anchos trajes llenos de pliegues. Y ya parece que os halláis intensamente saturados de idealidad sentimental; pero la concurrencia pide que cante María, y María protesta riendo alegremente, y luego se pone seria, y después tose un poco, y al fin entona una canción lánguida, melancólica, plañidera...
Y os retiráis, llevando en vuestro espíritu algo que no acertáis a definir. Los pasillos estan silenciosos. Acaso escucháis una tos lejana, repentina, seca, o larga, pertinaz. Y cuando os acostáis, os dormís pensando en los ojos anchos y soñadores de Aurelia, y creyendo sentir el mayor de los absurdos y la mayor de las ingenuidades: creyendo sentir una vaga sensación de amor. 

¿Qué es poesía?


¡La poesía! Pugna sagrada;

radioso arcángel de ardiente espada;
tres heroísmos de conjugación:
el heroísmo del pensamiento,
el heroísmo del sentimiento
y el heroísmo de la expresión.

Flor que en la cumbre brilla y perfuma;
copo de nieve; gasa de espuma;
zarza encendida do el cielo está;
nube de oro, vistosa y rauda;
fugaz cometa de inmensa cauda;
onda de gloria que viene y va.

Nébula vaga, de que gotea,
como una perla de luz, la idea;
espiga herida por la segur;
brasa de incienso; vapor de plata;
fulgor de aurora que se dilata
de Oriente a Ocaso, de Norte a Sur.

Verdad, ternura, virtud, belleza,
sueño, entusiasmo, placer, tristeza,
lengua de fuego, vivaz crisol;
abismo de éter que el genio salva;
alondra humilde que canta el alba;
águila altiva que vuela a sol.

Himno que brota de la montaña;
nostalgia obscura, pasión extraña;
sed insaciable; tedio inmortal;
anhelo eterno e indefinible;
ansia infinita de lo imposible;
amor sublime de lo ideal.
Salvador Díaz Mirón; Declamador, pág. 12.

lunes, 23 de junio de 2014

En Layola

LA PIEDRA GRIS

La tarde está limpia, plácida, fresca. La carretera blanca serpentea, con suaves curvas, en lo hondo de las verdes gargantas; el río inmóvil, callado, espejea, junto al camino, la silueta de los esbeltos y finos álamos. Una rana hace «croá-croá»; resuena a lo lejos el grito de un boyero: «¡aidá!, ¡aidá!» Las montañas, de un verde obscuro, cierran el horizonte y se levantan en empinados recuestos, a una y otra banda. Arriba, en las cumbres, un pedazo de peña azulina, grisácea, brillante, aparece; más bajo, entre el verdor obscuro de los castañares, se extiende un ancho cuadro de pradería, claro, suave, con redondas manchas obscuras que en su tapiz colocan los manzanos; más bajo, destaca una ringla de nogueras que corre a lo largo de una senda; más bajo, un festón de espesos matorrales araña el cristal sosegado del río. Una rana hace «croá-croá»; se oye a intervalos el grito de un boyero: «¡aidá!, ¡aidá!» Y de la techumbre roja de una casita, colgada allá en lo alto, se escapa un humo tenue, azul, que se difluye poco a poco en el aire, mezclándose con la blanca neblina que avanza, avanza, hasta cubrir las aristas y los picachos de las montañas...
Y cruzamos Azpeitia. Las calles son estrechas, formadas de casas con enormes aleros, con balcones de anchurosa repisa, con zaguanes obscuros, negros, en cuyo fondo aparece una escalerilla lóbrega. En las pueitas, las comadres trabajan en sus labores, y los alpargateros, sobre sus lustrosas mesillas, enarcan a intervalos los brazos y dan sordos golpeteos. Y nos detenemos un instante en la «Bustinzuriko plazachoa»; y luego, por una estrecha calleja, salimos otra vez al campo. Allá, en el fondo, sobre el verdor de las montañas, aparece una enorme masa grisácea, trepada por diminutos cuadros de sombra. Es el monasterio de Loyola. En los días del invierno vasco, cuando el horizonte se enfosque y la lluvia caiga perenne, toda esta mole de sillares grises se tornará negra, tenebrosa, y en todas estas espaciosas estancias y claustros largos, de paredes desnudas, ahora en estío en penumbra, se hará un lóbrego ambiente, cruzado y recruzado por sombras caliadas, ligeras, cuyos pasos resonarán sonoramente en las anchas tablas de roble del pavimento...
Entremos en el monasterio. Ante la puerta principal se alza una escalinata que conduce a un pórtico de columnas jónicas; pero hay otra puertecilla lateral que es la que nosotros hemos traspuesto. Un patizuelo silencioso y limpio se ha ofrecido a nuestra vista; en el fondo, sobre una puerta, rezan las letras doradas de una lápida negra: «Casa solar de Loyola». Estamos frente a la casa en que nació el esforzado guerreador místico. Nos acercamos a la puerta, claveteada con agudos y amplios chatones; en una de las hojas pende un blanco cartel con una larga lista manuscrita. «J. H. S.»—dice ante todo a la cabeza. Y luego sigue: «Distribución del tiempo durante los santos ejercicios.—«Mañana: cinco y media, levantarse; seis, meditación; siete, misa; siete y media, desayuno, tiempo libre; ocho y media, lectura espiritual; nueve y cuarto, puntos de la meditación; nueve y media, meditación; diez y media, examen, tiempo libre; once y tres cuartos, examen; doce, comida». «Tarde: dos y cuarto, rosario o «Vía Crucis»; tres, lectura espiritual; tres y tres cuartos, puntos; cinco, examen, paseo en silencio; seis, preparación para la confesión; seis y tres cuartos, puntos; siete y cuarto, tiempo libre». Y al final, en letras grandes, enérgicas, resaltantes: A. M. D. G.
La casa de San Ignacio ha sido conservada en su exterior, intacta; mas dentro, las estancias, los pasillos, las alcobas, la cocina, todas, todas las piezas se han convertido en oratorios, capillas, altares, sacristías. Grandes lienzos de una pintura infantil cubren las paredes; en los techos resalta el vigamento barroco, tallado, dorado, repleto de rostros, figuras, santos, vírgenes, soles eucarísticos, ángeles, nubes. De trecho en trecho un retablo destaca con su pesadez enorme y recargada; las lámparas titilean mortecinas; veis la figura de un jesuíta callado, recogido, en la penumbra de un rincón, que ora con la cabeza inmóvil sobre el breviario; oís el crujir de una falda o el tintineo de un rosario, y seguís pasando, pasando de una estancia a otra, de uno a otro altar. Y penetráis en la diminuta alcoba en que el místico torturado sintió el primer ímpetu de su sino: otro altar, igualmente pesado, igualmente recargado, cubre el paño del fondo. Ya en esta estancia no queda ni un hálito, ni un rezago lejano del hombre aquí nacido. Serán inútiles vuestros esfuerzos imaginativos: no intentéis evocar su figura. Los retablos, las columnas, las pinturas, las lamparillas, los cortinajes, las hórridas vidrieras de colores han traído un ambiente de piedad y de religiosidad femenina, blanduzca y anodina, a este paraje donde liabitara un temperamento férreo, indomable, audaz, incontrastable.
Salid de estas capillas y oratorios; entrad en el convento. La piedra gris vuelve a saltaros a los ojos en la grande escalera, chata y maciza, en los largos claustros de bóvedas rechonchas, en los anchos patios de eminentes muros desnudos, en los salones vastos, pavimentados con recias tablas. Un jesuíta pasa, a intervalos, a lo largo de las paredes, encorvado, juntas las manos. Os asomáis a una ventana y contempláis el vasto panorama de la huerta conventual. Por sus rectos caminos van, vienen las manchas negras de los ejercitantes que en estos días limpian y sahuman sus conciencias en el retiro... Y volvéis, después de esta visión rápida, a recorrer los claustros interminables y obscuros, las salas anchas, las escaleras lóbregas. Deteneos un minuto en este patio adornado de un jardincillo; allá, enfrente, una puerta de cristales acaba de abrirse, y por ella van surgiendo dos largas filas de novicios, delgados, finos, un poco pálidos, un poco inclinados, con los brazos en cruz, con la vista en el suelo. Un pedazo de cielo gris, plomizo, se columbra en lo alto, encuadrado por los muros altísimos de piedra gris...
La tarde ha ido enfoscándose. Cuando salís veis que una densa neblina vela las cercanas montañas. Los grises sillares de la inmensa edificación se han tornado negruzcos y resaltan formidables sobre el verde obscuro del monte. Va llegando el crepúsculo. El campo está en silencio. Densos y anchos vellones se van partiendo y desgarrando en los castañares. Las aguas del río forman, bajo el ramaje corvo, anchos remansos negros. Una rana hace «croá-croá», y el grito de un boyero resuena en el valle callado: «¡aidá! ¡aidá!»

sábado, 21 de junio de 2014

El grande hombre en el pueblo

¿Cuándo lo conocí? ¿Dónde lo vi por vez primera? Lo he contado otra vez. Fue por estos mismos días estivales, en un pueblecillo levantino. «Un carácter —ha dicho Emerson— tiene necesidad de espacio; no conviene juzgarlo cuando está rodeado de muchas personas, ni entre el apremio de los negocios, ni por pasajeras vislumbres entrevistas en raras ocasiones». El grande hombre vivió allí durante seis u ocho meses. A las seis, todos los días, ya estaba en pie. El pueblo comienza a despertar a esta hora. Aún las fuentes tienen el mismo rumor sonoro de la noche; las golondrinas cruzan raudas sobre el cielo de intenso .azul, piando voluptuosamente; acaso, por una retorcida calleja moruna se columbran los manchones negros de dos o tres devotas con sus sillitas en las manos. Y una campana va tocando lenta, en el sosiego matinal, con golpes cristalinos, espaciados...
Todas las cosas tienen durante el día un breve instante en que irradian su verdadero espíritu, y será inútil visitarlas y contemplarlas a otra distinta hora; así los jardines, los museos, los viejos palacios, las iglesias, las tiendas, las calles, las fábricas, los obradores. En estos momentos precisos, todos los detalles, todos los elementos de la belleza—la luz, el color, el aire, los ruidos, las líneas—forman una síntesis suprema, algo como una armonía inefable, desconocida, que adquiere su máximum en un punto y que poco a poco va disipándose, fundiéndose en el ambiente vulgar del resto del tiempo, que hace que desaparezca el color propio del muro vetusto, y la penumbra de la estancia abandonada, y la claridad crepuscular que bañó una sauceda junto a un estanque, y los sones extraños de un piano que parten, a media noche, de una ventana iluminada... La hora viva, exultante, del pueblecillo en que el insigne hombre habitaba, era esta de los primeros albores matutinos. La edificación se asienta en las laderas de un montecillo que remata en un peñón ingente, agudo, enrojecido por los siglos, coronado por un castillejo morisco; un riachuelo contornea la montaña; ancha zona de umbríos huertos destaca en sus orillas. Y las casas, agazapadas entre el peñasco y la arboleda, vueltas de espaldas a los huertos, abren sobre la verdura sus largas solanas con toscas barandillas de madera, o muestran, a través del boscaje, los negros cuadros de sus ventanas misteriosas.
Y a una de estas solanas daba el despacho del hombre ilustre. El se asomaba un momento todas las mañanas, a las seis, y contemplaba el panorama verde, suave, de las cuencas del río. Acaso a esta hora, frente a él, al otro lado de los huertos, bordeando el hondo cauce, allá en lo alto, un agudo silbido rasgaba de pronto los aires, y una negra masa pasaba vertiginosa, con un sordo estrépito, perdiéndose a lo lejos, mientras difuminaba con un trazo fuliginoso el añil radiante. Y luego, todo volvía a quedar en silencio: una golondrina trina, rauda; croan las ranas en el estanque; la campana sigue tocando, tocando cristalina. Y entonces, el grande hombre, desde su ventana, sólo ante la Naturaleza, acaso sentía esa repentina e inexplicable opresión de angustia que sentimos nosotros, ciudadanos, cuando en plena campiña contemplamos un tren que pasa.
Y el hombre ilustre tornaba a entrar en su despacho y se sentaba ante la mesa, cargada de libros, pruebas, cuartillas, cartas y telegramas. La estancia era pequeña: era una salita de estas casas levantinas, construidas de maciza piedra, que parecen cajas sonoras. Las paredes son blancas, estucadas, brillantes; el pavimento, de diminutos mosaicos, frotado y refrotado por la aljofifa, tiene claridades e irisaciones de espejo; el pasamanos de la escalera, de caoba pulimentada, refulge bajo la luz que cae de la alta claraboya y forma en torno a los peldaños un culebreo luminoso. A media mañana, cuando ya la limpieza se ha terminado, las puertas y las ventanas se entornan; una suave penumbra se extiende por toda la casa, y en el silencio y la semioscuridad, mientras fuera el sol desciende cegador y ardoroso, las estancias—salas, alcobas, corredores—se ponen a tono, y un grito, un golpazo, una carcajada resuenan con estruendo, y los arpegios de un pájaro repercuten con matices desconocidos, y las melodías inesperadas de un piano cantan poderosas, vibrantes, y os arrebatan con desvaríos románticos. ¿Comprendéis cómo, llevados por el secreto destino de nuestra vida, un egregio panteísta no podía pasar los últimos días sosegados de su vivir, sino en esta tierra levantina—Grecia moderna—, donde las cosas hallan sus síntesis?
Pero el grande hombre está ya sentado ante su mesa. En las paredes del despacho cuelgan oleografías de Gisbert y Pradilla, un cuadro en que aparece bordado en cañamazo un perrico de lanas, un enorme calendario que hace lucir sus negros guarismos en la blancura. En un rincón, sobre una mesa, aparecen amontonados, revueltos, desencuadernados, los libros que han sido traídos para el trabajo; libros todos sobre la Revolución francesa, o sobre la época prerrevolucionaria: los «Orígenes de la Francia contemporánea», de Taine; los estudios de los Goncourt; las obras de Blanc, de Lamartine y de Michelet; «El antiguo régimen», de Tocqueville; las crónicas de Touchard-Lafosse... El grande hombre trabaja desde las seis hasta las doce; ante él, un secretario va escribiendo rápidamente sus palabras. Yo veo un abultado rimero de cuartillas con la escritura flamante, y junto a ellas —tengo vivo el. recuerdo—un volumen de la colección de «Mujeres célebres», el de la Virgen, manoseado, doblado, y con tales o cuales párrafos cruzados con gruesas rayas de tinta. Ya el grande hombre, viejo, cansado, enfermo, ofrece escaso trabajo original, y sus crónicas y sus correspondencias para Europa y América son una misma correspondencia o una misma crónica, trastocadas en su fraseología, o simples glosas e injertos de antiguas páginas.
A mediodía, cuando cae la primera grave campanada de las doce, el hombre ilustre levanta la mano con gesto de cansancio, y el trabajo queda suspendido en redondo. Y ya la hora de la comida es llegada. Pero el grande hombre apenas come. Ante él desfilan estos manjares primarios y suculentos de la cocina provinciana, que él ama tanto, y él los contempla con ese aire, mezcla de displicencia y de ansiedad con que los enfermos miran lo que les ha proporcionado el placer y les ha aparejado el dolor... Y ya también ha venido la hora de la siesta; pero el grande hombre tampoco duerme. Estas horas largas, abrasadoras, él las pasa_anonadado en un dulce sopor, allá, en el huerto, o bien escuchando la lectura monótona de los periódicos. Hay entre la fronda del arbolado, en lo más recóndito y umbrío del jardín, un cenador tapizado de enredaderas y pasionarias. Aquí se sienta el hombre ilustre. La bravía luminaria solar inunda la campiña; los matices y gradaciones del verde han desaparecido; la vega es un manchón de azul negruzco. Todo calla; el surtidor de una fuente susurra y las cigarras cantan con sus chirridos clamorosos.
Y a medida que van pasando las horas, las sombras se alargan; vienen a intervalos ráfagas de aire fresco, y los verdes, obscuros o presados, de los herrenes, del arbolado, de los maizales y de las viñas, van surgiendo y ensamblándose en un inmenso y grato mosaico. Entonces el grande hombre y sus amigos salen del huerto. El grande hombre aparece vestido sencillamente; va enfundado en una ligera levita negra de alpaca; su cabeza está cubierta por un sencillo tiongo, y la nitidez, del cuello y de la pechera resalta en la nota fosca del traje. El grande hombre camina despacio, con una leve inseguridad en sus movimientos, apoyado en un alto paraguas. Su cara, antes redonda, llena, es ahora alargada, flácida; sus ojos grandes, pasan por las cosas y atisban las lejanías con miradas en que hay dolor y espanto, y sus manos, finas, blancas, tenues, acarician con ademán inconsciente, de cuando en cuando, el largo bigote de plata que cae lacio por la comisura de los labios. El grande hombre y sus amigos salen del huerto, y una vez recorrido un angosto camino que serpentea entre la verdura pomposa y húmeda de los bancales, entran bajo un anchuroso emparrado, que entolda la portalada de una casa vetusta. Cerca, se oye el estruendo de un salto de agua; dentro, una tarabilla marcha, marcha con su eterno «tic-tac, tic-tac»... Y las gallinas revuelan y cacarean en un cercado de cañas, y una bandada de palomas se abate y picotea entre la tierra, y luego torna a remontarse y a perderse a lo lejos.
Este es el momento en que el hombre insigne, sentado bajo el ancho parral, oreado por la brisa fresca del crepúsculo propincuo; este es el momento en que vive enteramente esta vida que se le escapa. Su alma se funde con el alma de la Naturaleza entera; una sonrisa asoma a sus labios, y de sus ojos grandes, claros, desaparece el espanto infantil que los velaba. ¿Diré que la Naturaleza no puede ser sentida en todas las épocas de nuestra vida, ni, aun teniendo el ánimo propicio a ello, siempre que nosotros queremos? Un poeta o un pintor noveles pueden darnos una sensación intensa de las cosas; pero no llegaréis a sentir la completa e inexpresable fusión con la energía universal sino sólo cuando hayáis trafagado mucho por el mundo y os hayáis saciado de sus satisfacciones, o cuando una abrumadora catástrofe moral haya caído sobre vuestro espíritu y lo haya limpiado de deseos, vanidades o concupiscencias, o acaso al salir de una larga e incierta enfermedad que os ha mostrado abierto ante vuestras miradas el eterno vacío... El grande hombre ha pasado por todos estos trances; y he aquí cómo sus ojos contemplan ávidos los árboles verdes^ y las lejanas montañas zarcas, y el agua que discurre con gorgoteos sonoros por ancho azarbe, y los pájaros que cruzan aleteando presurosos. Un grupo de amigos del pueblo y de admiradores, venidos para verle un instante, le rodea. Y él habla, y habla, y habla mientras la tarabilla del molino tecletea con sus golpes inacabables, y en el cielo comienzan a parpadear las primeras estrellas. Y ya las campanadas del «Ángelus» han sonado; la comitiva regresa al pueblo...
Y después de la cena, el grande hombre pasa al diminuto salón en que destaca el piano. Un tropel de lindas muchachas acaba de entrar: Amparito, Lola, Aurelia, Carmen, Asunción, Remedios, Angustias, Clarita... todas estas muchachas que os dicen sonriendo que ellas no valen nada, puesto que viven en un pueblo, y os ruegan luego, palmoteando, que les contéis cómo son las conocidas y amigas que tenéis en Madrid. El grande hombre no les cuenta estas cosas: su fantasía exuberante les habla de las gracias y atavíos de las remotas y gráciles egipcias, de las helenas, de las romanas, o bien les pinta los paisajes de Suiza, o las noches de «la oriental y orgiástica Venecia», o los faustos pródigos de París bajo el imperio del tercer Napoleón. De rato en rato el piano sonsonea una sonata de Beethoven, un nocturno de Chopín, una sinfonía de Rossini, o una de estas muchachas canta, después de sonrojarse un poco, una melodía de Tosti. Y a las once el salón queda desierto y el grande hombre, con su paso inseguro, tardo, se cetira a su alcoba.
Era esto en el ocaso de su vida. Pocos meses después, moría. Yo tengo vivo el recuerdo de estos días agradables que el hombre ilustre —Emilio Castelar— que lo había sido todo, pasó en un pueblecillo levantino, entre estos provincianos afables —don Juan, don Fernando, Pepita, doña María, Lolita, doña Isabel, don Fernando— que no eran nada.

domingo, 15 de junio de 2014

Mi padre

Yo tengo en mi hogar un soberano, 
único a quien venera el alma mía,
es su corona de cabello cano,
la honra su ley y la virtud su guía.

En lentas horas de miseria y duelo,
lleno de firme y varonil constancia,
guarda la fe con que me habló del Cielo
en la horas primeras de mi infancia.

La amarga proscripción y la tristeza
en su alma abrieron incurable herida;
es un anciano y lleva en su cabeza
el polvo del camino de la vida.

Ve del mundo las fieras tempestades,
de la suerte las horas desgraciadas,
y pasa, como Cristo el Tiberiades,
de pie sobre las ondas encrespadas.

Seca su llanto, calla sus dolores,
y sólo en el deber sus ojos fijos,
recoge espinas y derrama flores
sobre la senda que trazó a sus hijos.

Me ha dicho: «a quien es bueno, la amargura
jamás en llanto sus mejillas moja;
en el mundo la flor de la ventura
al más ligero soplo se deshoja.

Haz el bien sin temer el sacrificio,
el hombre ha de luchar sereno y fuerte,
y halla quien odia la maldad y el vicio
un tálamo de rosas de la muerte.

Si eres pobre, confórmate y se bueno;
si eres rico, protege al desgraciado;
y lo mismo en tu hogar que en el ajeno
guarda tu honor para vivir honrado.

Ama la libertad, libre es el hombre
y su juez más severo es la conciencia;
tanto como tu honor guarda tu nombre,
pues mi nombre y mi honor forman tu herencia.»

Este código augusto en mi alma pudo
desde que lo escuché quedar grabado;
en todas las tormentas fue mi escudo,
de todas las borrascas me ha salvado.

Mi padre tiene en su mirar sereno
reflejo fiel de su conciencia honrada;
¡cuánto consejo cariñoso y bueno
sorprendo en el fulgor de su alma!

La nobleza del alma es su nobleza;
la gloria del deber forma su gloria;
es pobre, pero encierra su pobreza
la página más grande de su historia.

Siendo el culto de mi alma su cariño,
la suerte quiso que al honrar su nombre,
fuera el amor que me inspiro de niño
la más sagrada inspiración del hombre.

Quiera el Cielo que el canto que me inspira
siempre sus ojos con amor lo vean,
y de todos los versos de mi lira
estos dos dignos de su nombre sean.

Juan de Dios Peza
En el libro Declamador, 1899, pág 151.

Más muñecos de medias


sábado, 14 de junio de 2014

La inmiscusión terrupta

Como no le melga nada que la contradigan, la señora Fifa se acerca a la Tota y ahí nomás le flamenca la cara de un rotundo mofo. Pero la Tota no es inane y de vuelta le arremulga tal acario en pleno tripolio que se le ladea hasta el copo.
—¡Asquerosa! —brama la señora Fifa, tratando sonsonarse el ayelmado tripolio que ademenos es de satén rosa. Revoleando una mazoca más bien prolapsa, contracarga a la crimea y consigue marivolarle un suño a la Tota que se desporrona en diagonía y por un momento horadra el raire con sus abroconjantes bocinomias. Por segunda vez se le arrumba un mofo sin merma a flamencarle las mecochas, pero nadie le ha desmunido el encuadre a la Tota sin tener que alanchufarse su contragofia, y así pasa que la señora Fifa contrae una plica de miercolamas a media resma y cuatro peticuras de esas que no te dan tiempo al vocifugio, y en eso están arremulgándose de ida y de vuelta cuando se ve percivenir al doctor Feta que se inmoluye inclótumo entre las gladiofantas.
—¡Payahás, payahás! —crona el elegantorium, sujetirando de las desmecrenzas empebufantes. No ha terminado de halar, cuando ya le están manocrujiendo el fano, las colotas, el rijo enjuto y las nalcunias, mofo que arriba y suño al medio y dos miercolamas que para qué.
—¿Te das cuenta? —sinterruge la señora Fifa.
—¡El muy cornaputo! —vociflama la Tota.
Y ahí nomás se recompalmean y fraternulian como si no se hubieran estado polichantando más de cuatro cafotos en plena tetamancia; son así la tofifas y las fitotas, mejor es no terruptarlas porque te desmunen el persiglotio y se quedan tan plopas.
Julio Cortazar, Último round (1969) 

domingo, 1 de junio de 2014

Una ciudad

Yo quisiera expresar con palabras sencillas todo el encanto que las cosas—un palacio vetusto, una callejuela, un jardín—tienen a ciertas horas. Esta vieja ciudad cantábrica ofrece también, como las ciudades del interior, como las ciudades levantinas, momentos especiales, momentos profundos, momentos fugaces en que muestra, espontáneo y poderoso, su espíritu... Son las ocho de la mañana: si sois artista, si sois negociante, si queréis hacer una labor intensa, levantaos con el sol. A esta hora la Naturaleza es otra distinta a la del resto del día; la luz refleja en las paredes con claridades desconocidas; los árboles poseen tonalidades de color y de lineas que no vemos en otras horas; el horizonte se descubre con resplandores inusitados, y el aire que respiramos es más fino, más puro, más diáfano, más vivificador, más tónico. Esta es la hora de recorrer las callejas y las plazas de las ciudades para nosotros ignoradas. Estamos en Santander. ¿Hacia dónde dirigiremos nuestros pasos? Dejad los planos; dejad las guías; no preguntéis a nadie. Tal vez el vagar a la ventura por el laberinto de las calles es el mayor placer del viajero. Y ocurre que si visitáis Toledo, o Sevilla, o Burgos, o León, insensiblemente, sin daros cuenta, llegará un momento en que os hallaréis frente a la Catedral, ante una puerta gótica en que habrá mendigos sentados que gimotean, viejas dobladas y tullidas, hombres con redondos sombreros y capas parduscas, tal como Gustavo Doré los ha trasladado a sus dibujos. En Santander también os encontráis, tras breve caminata, en los umbrales de la vetusta portalada.
Y entráis en la Catedral. La Catedral de Santander es sencilla y pequeña; mas en su misma pequenez y austeridad, tiene un poderoso atractivo, que no poseen aquellas otras suntuosas y anchas. Las tres naves están en estos instantes desiertas; un reloj, sobre el coro, lanza nueve agudas campanadas. Y lentamente van asomando los canónigos... ¿No os interesan los canónigos? Yo os aseguro que son interesantes: hay entre ellos una variedad grande. ¿Quién es éste de la cabeza fina, pelada, y de los ojos grandes, luminosos, que anda raudo, callado, con las manos sobre el pecho? ¿En qué viejo caserón vive? ¿Qué hace? ¿Cuáles son sus ideas? ¿Qué libros tiene en su estante? En una de las grandes catástrofes morales de la vida, ¿cuál sería su primera actitud, su primer ímpetu, su primer gesto? Tal vez vosotros, viéndole andar majestuoso, sigiloso, os figuráis tener delante uno de aquellos grandes psicólogos españoles—dominicos, agustinos, simples clérigos— que, como Fray Diego Murillo o Fray Antonio Arbiol, escribieron tan sutiles tratados de cosas de la conciencia, que aún hoy, entre los grandes analíticos contemporáneos, no encuentran superiores... Mas ya esta misteriosa figura se ha perdido en el coro; otra solicita vuestra atención. Y es un hombre recio, corpulento, que marcha con un tantico de movimiento a un lado y a otro, y que, como el Arcipreste de Hita, tiene encendido el color, el pescuezo recio y las cejas pobladas. ¿Quién es este canónigo?—os tornáis a preguntar. ¿En qué estancias hará resonar sus joviales carcajadas? ¿Amará, con franco y sano amor, como Juan Ruiz, las troteras y danzaderas? ¿Le placerá, como a Juan Ruiz, correr por las ferias de los viejos pueblos en compañía de ruidosos estudiantones nocherniegos? Y si lee, por acaso, alguna vez, en los ratos de aburrimiento, ¿qué es lo que leerá? Y esta figura, como la anterior, se pierde por la puertecilla del coro. Otra aparece. Es un mozo joven, acaso un poco desgarbado, pero vivo, pronto, ligero, nervioso. ¿De qué pueblo ha salido este mozo? ¿Qué paisajes han visto sus ojos en la infancia? ¿Qué mujeres enlutadas, sollozantes, le han besuqueado y le han apretujado en sus brazos siendo niño y le han llevado luego a los largos claustros sombríos, monótonos, del seminario? Y van saliendo, saliendo todos los canónigos y refluyendo hacia el coro. De pronto, una larga y sonora melopea resuena bajo las bóvedas; los altos ventanales dejan caer suaves resplandores azules, amarillos, rojos... Y vosotros, absortos, sumidos en la penumbra, dejáis vagar libremente el espíritu. Y pensáis que esta Catedral de Santander, junto al muelle, frente a la implacable legión de los barcos que van y vienen despreocupados por el planeta, es, en medio de tales tráfagos mundanos, como un oasis de la fe, del recogimiento, de la meditación y del dolor. Y ésta es la nota que a esta hora y en este lugar encontraréis aquí vosotros...
Cuando volvéis a trasponer la puerta, bajáis las escaleras abovedadas 'y os encontráis en plena calle. Ha llegado otro momento supremo. Paraos un momento; volved la vista. Esta calle se llama del Puente; es corta, pero hay a esta hora en ella una sugestión profunda. Apenas si transcurre alguien de cuando en cuando; las ventanas están abiertas de par en par, como para recibir la frescura matinal; los muros son negruzcos; oís los trinos de un canario; en los miradores de cristales veis las mecedoras en reposo, y en el fondo de la vía, cerrando la vista, como una decoración de teatro, destaca airoso sobre la escalinata el torreón de la Catedral, ancho, fornido, negro, con la redonda y blanca esfera del reloj en lo alto. Una grata sensación de íntima y profunda armonía—la armonía de las cosas—os hace permanecer inmóviles un momento. Pero todavía una nota final, suprema, ha de acabar de completar vuestra visión. A la derecha, frente a vosotros, hay una farmacia. No pone «Farmacia» el rótulo áureo de su dintel; esto quizá desentonaría un poco. Las letras rezan castizamente: «Botica». Y dentro veis que todo está limpio, simétrico, que el piso es de azulejos diminutos, y que los botes son blancos, con sencillos dibujos pintorescos. Y observáis que no hay nadie en la botica. Y a vuestro espíritu vienen, evocadas por el recuerdo, sensaciones de niño: figuras de señores ya muertos, que habéis visto en otras boticas; cosas, que habéis oído leeer allí, en voz alta, en periódicos; discusiones sobre temas que entonces no comprendíais, horas plácidas, sedantes, pasadas en la trastienda sombría, húmeda, mientras en el morterico de mármol va majando un mancebo y remezclando misturas que esparcen por el aire aromas extraños...
¿Dónde ir después de haber gozado de esta sensación íntima? El día va avanzando. Yo no quiero fatigar vuestra atención con un examen minucioso del horario diurno; por fuerza hemos de condensar y sintetizar las cosas. Saltemos al crepúsculo vespertino. ¿Ha béis paseado a esta hora, en Santander, por la calle Blanca?. La calle Blanca y la de San Francisco son una misma calle; le llamaremos a toda ella la calle Blanca. Y bien: vosotros conocéis la calle Blanca; vosotros, en Granada— donde se llama el Zacatín—, y en Murcia— donde lleva por nombre las Platerías—, y en otras tantas ciudades, habéis visto una calle como esta calle. En nuestras viejas urbes españolas no hay nada más típico, más original, más consubstancial con la raza y con el medio. La calle Blanca es una calle estrecha, torcida, embaldosada, formada por dos líneas de casas altas y viejas llenas de tiendas y bazares en sus pisos bajos. No envidiéis las anchas,, simétricas y mundanas vías de las grandes capitales universales; no oigáis a los modernos y terribles arquitectos que miran con ojos furibundos las pintorescas sinuosidades, desniveles y altibajos de las calles vetustas. Si sois artista, venid aquí; paseaos por la calle Blanca, o por Zacatín, o por las Platerías, a la hora del crepúsculo, cuando la estrecha cinta que se ve en lo alto va palideciendo y cuando comienzan a encenderse las luces de las tiendas. A esta hora toda la intimidad, toda la sonoridad de estas calles parece que se intensifica y que redobla. No es una calle; es el corredor de una casa. Los edificios todos, diríase que se han fundido momentáneamente en un mismo pensamiento; las tiendas, ya encendidas todas, dejan escapar hacia la angosta vía su espíritu, contenido durante el día, y algo jovial, algo expansivo, algo que os hace andar como en una atmósfera de bienestar y de novedad, se difunde en el aire.
Pasead, pasead cuanto queráis por la calle Blanca. Y cuando ya este instante en que los comercios muestran su alma vaya pasando, volved a casa. Si vivís en el Sardinero, otro espectáculo se os va a ofrecer, a las nueve, a las diez, cuando la noche vaya avanzando. Esta es la hora que podríamos llamar de «las ventanas iluminadas», y que podría dar tema para un hermoso libro a un poeta que fuese a la vez analizador y fantasista. Es la hora en que las ventanas cobran la plenitud de su vida, en que de la inercia, del apagamiento, de la opacidad en que han estado durante el día, pasan a la acción y a la elocuencia. En el Sardinero, en el grupo formado por los chalets y los hoteles, todas las ventanas irradian en estos instantes sus claridades, destacándose en vivos cuadros de luz, formando en el cielo fosco, con los múltiples y joviales resplandores, un nimbo de tenue claridad, que se va gradualmente perdiendo en las alturas. En el horizonte tenebroso, el faro del Cabo Mayor se enciende con un vivo reflejo, decrece, torna a encenderse; y el otro faro diminuto de la Magdalena, inmóvil, uniforme, aparece como un microscópico diamante en la negrura... Mas bajad a la playa; no podréis gozar de todo el misterio de este espectáculo si no contempláis las ventanas desde la rosca lejanía.
La playa está desierta; durante las primeras horas de la noche el mar se ha ido retirando lentamente. A lo lejos, en la noche negra, aparece acá y allá, casi apagada, la nota blanca de la espuma que el oleaje levanta. Se oye el rumor sonoro, incesante, ronco, pavoroso, de las ondas que llegan. Alejaos más, caminad hacia adentro; corred... Ya la claridad pálida, verde, de las luces del gas surge radiante por las ventanas henchidas de vitalidad, allá a lo lejos; delante de vosotros, la negrura se abre inmensa; a intervalos, en el confín remoto, fulgura tenuemente un relámpago; el estrépito formidable de las olas eternas atruena el aire. Y de pronto oís un grito largo, largo, desgarrador, que os sobrecoge. Y en la ancha zona de arena encharcada veis inmóvil el vivo reflejo luminoso de las distantes ventanas verdes...
Y vosotros recogéis absortos toda esta síntesis profunda de ruidos, de claridades y de sombras. El faro del Cabo Mayor prosigue con su parpadeo lento. ¿Qué dice con su luz en este momento este faro? ¿A qué espíritus perdidos en la inmensidad habla? ¿Qué ojos le miran desde la noche infinita y qué ansiedades y conturbaciones aplaca? Acaso en las tinieblas inmensurables que se abren delante de vosotros divisáis una microscópica lucecilla. Vuestro corazón se oprime. La lucecilla imperceptible aparece, desaparece, va corriéndose poco a poco hacia la derecha. En el fondo surge la claridad leve de un relámpago; el ronco zumbido de las olas prosigue...
Y las horas han ido pasando; ha disminuido el nimbo resplandeciente de las ventanas; una tras otra van desapareciendo, apagándose. Hay durante todas estas horas de prima noche algo como una lucha, como una porfía, entre las ventanas, el faro y el oleaje. Pero las ventanas son más débiles; son inconstantes; son delicadas; son volubles. Y así van cediendo, como con cierta ironía, elegante y plácida, ante la constancia inquebrantable del faro y ante la tozudez indómita de las olas. Y ya todos Tos cuadros luminosos han desaparecido. Un profundo silencio, una densa obscuridad reina en el mar y en la costa. Y entonces, ya solos, frente a frente, en el misterio de la noche, comienza el coloquio —símbolo eterno— entre el faro —que es la fuerza del hombre —y el oleaje inquieto y perdurable— que es la fuerza de la Naturaleza.

Faroles de latitas