jueves, 21 de diciembre de 2017

Háblame de papá

Le daba miedo alzarte, tan pequeñita en una cuna que parecía tan grande. Y yo le decía que no eras de vidrio, que no te ha­rías añicos ni te quebrarías... "¿No ves la fuerza que tiene tu niñita cuando te aprie­ta el dedo?", como si temieras que él hu­yera, lo sujetabas con tu manito llena de hoyuelos.
No se animó a bañarte él solo, pero sí lavó pañales sucios cuando no pude hacerlo.
Y se levantó por las noches a entibiar la mamadera y a pasearte en brazos cuando te dolían las encías porque cortabas los dientes.
Vio tres veces La escuela de las hadas y La Cenicienta y Hansel y Gretel porque te gustaba volver a ver cada obra de teatro infantil.
Y le contagiaste la rubéola: a vos te atacó suave, la pasaste saltando y corrien­do... pero él estuvo una semana en cama, colorado, con fiebre y dolor en los huesos.
Te ayudaba a construir castillitos de arena en la playa, en cambio... sólo pu­dieron hacer una inexplicable cajita para guardar clips con las quinientas piezas rojas y blancas de un Rasti en cuyo pros­pecto se veían maravillosos edificios, mo­linos y barcos "que cualquiera podía reali­zar siguiendo las fáciles instrucciones adjuntas".
Te regaló un tambor con el que no lo dejaste dormir la siesta durante dos meses. Y una guitarra que aún tocás a veces...
Te sorprendió haciéndote la rabona con una compañera, y se las llevó a las dos a almorzar, arrancándoles la promesa de que no lo repetirían.
Era el encargado de llevarte a los baile­citos y buscarte a las tres de la madrugada, junto con un montón de chiquilinas que repartía casa por casa.
Los chicos amigos tuyos lo llamaban por su nombre de pila y le hacían confidencias. Amaba la juventud, el barullo, la música
atronando. Siempre estaba prohijando a los que no tenían sólidos hogares, dinero para entradas a los recitales, alguien con quien charlar.
-¿Ustedes vinieron a conversar con él o conmigo? -los increpabas, doblemente celosa de unos y otro.
Mi papá, decías. Y eran dos palabras redondas y orgullosas, llenas de luz y admi­ración. Todo lo sabe y todo lo resuelve. Era verdad. Para todo tenía una explica­ción, y conocía los engranajes y el motor de las cosas.
Nunca habló mal de nadie, pues pen­saba que el que obraba mal algún motivo profundo y doloroso tenía, y había que entenderlo y ayudarlo.
Le interesaba todo: escuchaba con aten­ción, se solidarizaba al punto de no dejar desprotegido y solo a nadie que conociera.
Nunca se aburría. Se aburren los idio­tas, decía, Yo siempre tengo algo que hacer, que oír, que leer, que pensar, que mirar...
Disfrutaba trayéndonos cosas que nos gustaban para que supiésemos que está­bamos en su pensamiento: ramitos de vio­letas, chocolatines, medialunas todavía ca­lientes, una goma de borrar con olor a frutilla, hebillitas de mariposas...
Respondía a tus preguntas con largas explicaciones que te cansaban, y solías pe­dirle Decime que sí o que no, pero no me expliques por qué.
Nunca se alabó a sí mismo ni humilló a nadie.
No dejó cosas por la mitad.
Fue pacifista y pacífico, conciliador, arriesgado y emprendedor. Pero creo que sus dos cualidades más bellas fueron su ge­nerosidad y su ternura.
Sí, algún defecto tuvo. O varios. Pero todos quedaban empequeñecidos por una estrella de primera magnitud que brilló en cada instante de su vida: la solidaria amistad.
No tendremos, hija mía, otro amigo como él: que nunca nos pidió cuentas de nada y estuvo de nuestra parte siempre, sin poner condiciones, ayudando primero, preguntando después.

Poldy Bird

martes, 19 de diciembre de 2017

Ya vendieron el piano

Los vi desde la ventanilla del tren y saqué medio cuerpo afuera para llamarlos. Papá tomó a mamá por un brazo y prácticamente la arrastró hasta llegar frente a mí. Yo miraba, asombrado, cómo había aumentado el volumen de su vientre desde que me marchara un mes atrás y Margarita, mi prima, que se había peinado unas veinte veces durante el viaje, me tironeó de la camisa gritándome que le ayudara con el bolso. Toda la gente está bajando, ¿pensás quedarte arriba del tren? Papá me arrebató el bolso en cuanto pisé la plataforma. Mamá me estrechó, como pudo, contra su pecho y los cuatro caminamos hacia la salida de la estación.- ¿Lo pasaste bien, Pablito? ¿Cómo se portó el nene, Margarita? ¿Hizo rezongar mucho a la tía Carmen? ¿Todavía sigue en cama tío Miguel? ¿El médico piensa que tendrá para mucho? Cuánto te agradezco, querida, las molestias que te tomaste por Pablito. Pero si supieras qué trajín con todo lo que pasó y yo no me sentía muy bien. No sabes lo que te agradezco la ayuda que nos prestaste.
Mamá dijo todo esto, casi sin respirar, y Margarita le contestó de un tirón que yo me porté como un hombrecito, la tía Carmen encantada de tenerme allá, el tío Miguel todavía en cama y tenía para rato porque el médico le había ordenado reposo absoluto durante un mes más por lo menos.
Llegamos a casa a la hora de la cena; la mesa estaba puesta y en seguida de lavarnos las manos nos sentamos a comer.
Mamá se echó sobre el sillón de la salita diciendo que le dolían los riñones y le pidió a Tina, la muchacha, que le llevara la comida allí. Margarita ocupó la silla de mamá y entonces noté que el lugar del abuelo estaba vacío.
- ¿Y el abuelo? pregunté con sorpresa.
Los grandes se miraron entre sí y luego, lentamente y dando muchos rodeos, papá me comunicó que el abuelo se había ido de viaje, un largo viaje con destino al cielo o algo así.
Un largo viaje, abuelo. Y así supe que te habías muerto. Y de pronto me di cuenta de que todos estaban tristes y yo también.
- ¿La muerte es para siempre?
No me contestaron y no repetí la pregunta. Nadie comió esa noche.
Margarita se quedó en casa hasta que nació la nena. Roja y arrugada. La llamaron Mariana y me prohibieron levantarla de la cuna. Con el tiempo se volvió blanca y gorda y aprendió a decir algunas palabras, entre las que se encontraba mi nombre.
Fue entonces cuando pusieron una sillita alta en tu lugar, y desde allí Mariana, metía las manos en el puré, mientras mamá le daba de comer por cucharadas.
Ellos dejaron de nombrarte, abuelo. Pero yo me acordaba de vos. De tu cabeza canosa, de tu voz fuerte, del bonito reloj de bolsillo que se llevó tío Antonio, de tus cuentos de cacería con el imponente rifle que se llevó tío Juan. Papá hizo un atado con tu ropa y la mandó al Ejército de Salvación.
Un día al volver de la escuela, entré a tu cuarto, y en lugar de tu cama de bronce, me encontré con la cuna de Mariana y unas cortinas nuevas en la ventana. Unas cortinas con escarabajos verdes y flores anaranjadas.
Me daba rabia ver cómo te iban sacando de la casa que era tuya, que vos mismo mandaste construir; que se llenaba con tus rezongos cuando ponían alto el televisor y cuando te negabas a tomar los remedios que te recetó el médico, y cuando peleabas con mamá porque a ella le daba nauseas el olor del tabaco de tu pipa. (Ella la tiró a la basura, pero yo la recogí y la tengo guardada en la caja de los soldados de plástico).
La casa también se llenaba con tu música cuando tocabas el piano. Papá te decía que por qué no cambiabas, pero a mí me gustaban esas cosas antiguas que tocabas; especialmente la marcha esa de los aliados en la primera guerra.
Yo la tarareo cuando juego a los soldados y los indios y me imagino que me acompañás con el piano.
Te extraño, abuelo. Aunque me tirabas del pelo cuando hacía ruido para tomar la sopa y te quedabas dormido mientras jugábamos a las cartas.
Tengo ganas de verte, pero no sé dónde. Aquí en casa no, abuelo. Mejor no porque si vinieras sería un verdadero problema, no sabrían dónde meterte. No hay lugar para vos en casa. Se armaría un lío. Además, ya vendieron el piano.

Poldy Bird

martes, 26 de septiembre de 2017

Espantapájaros N°18

Llorar a lágrima viva. Llorar a chorros. Llorar la digestión. Llorar el sueño. Llorar ante las puertas y los puertos. Llorar de amabilidad y de amarillo. 
Abrir las canillas, las compuertas del llanto. Empaparnos el alma, la camiseta. Inundar las veredas y los paseos, y salvarnos, a nado, de nuestro llanto. 
Asistir a los cursos de antropología, llorando. Festejar los cumpleaños familiares, llorando. Atravesar el África, llorando. 
Llorar como un cacuy, como un cocodrilo... si es verdad que los cacuies y los cocodrilos no dejan nunca de llorar. 
Llorarlo todo, pero llorarlo bien. Llorarlo con la nariz, con las rodillas. Llorarlo por el ombligo, por la boca. 
Llorar de amor, de hastío, de alegría. Llorar de frac, de flato, de flacura. Llorar improvisando, de memoria. ¡Llorar todo el insomnio y todo el día! 
Oliverio Girondo

viernes, 15 de septiembre de 2017

Espantapájaros N°7

¡Todo era amor... amor! No había nada más que amor. En todas partes se encontraba amor. No se podía hablar más que de amor. 
Amor pasado por agua, a la vainilla, amor al portador, amor a plazos. Amor analizable, analizado. Amor ultramarino. Amor ecuestre. 
Amor de cartón piedra, amor con leche... lleno de prevenciones, de preventivos; lleno de cortocircuitos, de cortapisas. 
Amor con una gran M, con una M mayúscula, chorreado de merengue, cubierto de flores blancas... 
Amor espermatozoico, esperantista. Amor desinfectado, amor untuoso... 
Amor con sus accesorios, con sus repuestos; con sus faltas de puntualidad, de ortografía; con sus interrupciones cardíacas y telefónicas. 
Amor que incendia el corazón de los orangutanes, de los bomberos. Amor que exalta el canto de las ranas bajo las ramas, que arranca los botones de los botines, que se alimenta de encelo y de ensalada. 
Amor impostergable y amor impuesto. Amor, incandescente -y amor incauto. Amor indeformable. Amor desnudo. Amor-amor que es, simplemente, amor. Amor y amor... ¡y nada más que amor!
Oliverio Girondo

jueves, 14 de septiembre de 2017

Espantapájaros N°11

Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido.
Apenas se desvanece la musiquita que nos echó a perder los últimos momentos y cerramos los ojos para dormir la eternidad, empiezan las discusiones y las escenas de familia.
¡Qué desconocimiento de las formas! ¡Qué carencia absoluta de compostura!
¡Qué ignorancia de lo que es bien morir!
Ni un conventillo de calabreses malcasados, en plena catástrofe conyugal, daría una noción aproximada de las bataholas que se producen a cada instante.
Mientras algún vecino patalea dentro de su cajón, los de al lado se insultan como carreros, y al mismo tiempo que resuena un estruendo a mudanza, se oyen las carcajadas de los que habitan en la tumba de enfrente.
Cualquier cadáver se considera con el derecho de manifestar a gritos los deseos que había logrado reprimir durante toda su existencia de ciudadano, y no contento de enterarnos de sus mezquindades, de sus infamias, a los cinco minutos de hallarnos instalados en nuestro nicho, nos interioriza de lo que opinan sobre nosotros todos los habitantes del cementerio.
De nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios, las risitas irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde, nos atormentan en tal forma los minutos del día y del insomnio, que nos dan ganas de suicidarnos nuevamente.
Aunque parezca mentira -esas humillaciones- ese continuo estruendo resulta mil veces preferibles a los momentos de calma y de silencio.
Por lo común, éstos sobrevienen con una brusquedad de síncope. De pronto, sin el menor indicio, caemos en el vacío. Imposible asirse a alguna cosa, encontrar una asperosidad a que aferrarse. La caída no tiene término. El silencio hace sonar su diapasón. La atmósfera se rarifica cada vez más, y el menor ruidito: una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se desprende, retumba, se amplifica, choca y rebota en los obstáculos que encuentra, se amalgama con todos los ecos que persisten; y cuando parece que ya se va a extinguir, y cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta el sueño para siempre.
¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir...!

Oliverio Girondo

martes, 12 de septiembre de 2017

Recuerdo infantil

Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.

Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.

Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.

Y todo un coro infantil
va cantando la lección:
mil veces ciento, cien mil,
mil veces mil, un millón.

Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales
dentro de mi corazón.

Antonio Machado

lunes, 11 de septiembre de 2017

Soneto de repente

Un soneto me manda hacer Violante
que en mi vida me he visto en tanto aprieto;
catorce versos dicen que es soneto;
burla burlando van los tres delante.

Yo pensé que no hallara consonante,
y estoy a la mitad de otro cuarteto;
mas si me veo en el primer terceto,
no hay cosa en los cuartetos que me espante.

Por el primer terceto voy entrando,
y parece que entré con pie derecho,
pues fin con este verso le voy dando.

Ya estoy en el segundo, y aun sospecho
que voy los trece versos acabando;
contad si son catorce, y está hecho.
Lope de Vega

domingo, 10 de septiembre de 2017

Pueblo de las Ausencias

Mi pueblo se fue quedando allá donde los olvidos…
Mi pueblo de tardes largas que duermen en los caminos
Mi pueblo de las ausencias eternas como un domingo

Tan sereno, tan abierto
Tan amable, tan sencillo
Y resuenan en silencio las voces que ya se han ido…

Mi pueblo ya está de vuelta y casi que no se ha ido
Mi pueblo de casas viejas, de corredores vacíos

Mi pueblo está siempre lejos cerquita del infinito
Lleva el paso de los viejos y el asombro de los niños
Aunque cambie con el tiempo mi pueblo siempre es el mismo

Trío Laurel

jueves, 7 de septiembre de 2017

Por Achaval nadie daba dos mangos

La verdad es que por Achával nadie daba dos mangos. Y si terminó atajando para nosotros en el desafío Final que armamos contra 5to 1ra. en marzo del ‘86 fue porque se sumó una cantidad descomunal de casualidades, de situaciones y de contingencias que si no se hubiese dado, habría hecho imposible que Achával terminase donde terminó, es decir, defendiendo nuestro honor debajo de los tres palos.

Cuando lo conocí, en 1ro. 2da, pensé: "Este tipo tiene cara de otario". Pero me dije que no tenía que ser tan mal bicho como para juzgar a alguien simplemente por la cara, de modo que me obligué a darle una oportunidad. Jugamos contra 1ro 1ra por primera vez en mayo de 1981. Apenas nos conocíamos, y Cachito —que iba a terminar atajando durante toda la secundaria— todavía se daba aires de mediocampista y se negaba a ir al arco. Por eso no tuvimos mejor idea que decirle a Achával. Error de pibes, claro. Porque cuando hacíamos gimnasia el tipo ya nos había demostrado que era un paquete que no servía ni para una carrera de embolsados. Pero en el apurón de juntar los once para el desafío, y ante la evidencia cruel, el viernes a la tarde, de que éramos diez y de que el resto de la división eran mujeres y ninguno de los diez quería ir al arco, Perico lo encaró y le dijo que teníamos un partido el sábado y que si quería podía jugar de arquero. El otro aceptó encantado, y yo pensé: "Bárbaro, un problema menos".
El asunto fue en la mañana del sábado. Cuando lo vi llegar se me bajaron los colores. Se había puesto una chomba blanca, un short con bolsillos, unas medias de toalla hasta la mitad de la pantorrilla y zapatillas blancas. Me quise morir. Un tipo que te viene a jugar al fútbol vestido de tenista es un augurio de catástrofe. Mientras nos calzábamos los botines detrás del arco el fulano se mandó para la cancha. Se paró bajo el arco y lo miró con curiosidad, como si fuese la primera vez en su vida que veía un artefacto como ese. Los chicos que estaban peloteando cerca le tiraron un pase. Esperó con las manos a la espalda, como un alumno aplicado. Que un tipo te venga a jugar en chomba blanca es delicado. Pero que espere el balón con las manos cándidamente cruzadas a la espalda se parece a una tragedia. Supongo que mi cara dejaba traslucir el espanto, porque Agustín me codeó y trate de tranquilizarme: "Andá a saber, capaz que al arco el tipo es una fiera". Pero ni él se lo creía. No hace falta que diga que cuando la pelota le llegó hasta los pies la devolvió sin intentar siquiera el más modesto de los jueguitos. Y le pegó de puntín, sin flexionar la rodilla. "Dios santo", pensé. Pero era tarde.
Cuando empezó el partido salimos todos como salvajes contra el arco de ellos. Pavadas que uno hace a los trece años, qué se le va a hacer. Nos esperaron, nos aguantaron, y a los diez minutos nos tiraron un contraataque que parecía el desembarco en Normandía. Cuando los vi disparando hacia nuestro arco, con pelota dominada, cuatro tipos contra Pipino, que era el único juicioso que se había parado de último, dije: "Sonamos". Pero guarda, que ellos también tenían trece, y cada uno estaba dispuesto a hacer el gol de su vida. De manera que el petisito Urruti, que jugaba de siete, en lugar de tocar al medio, lo pasó a Pipino por afuera y se jugó la personal. La pelota se le fue larga, pero Achával seguía clavado a la línea como si fuera un arquero de metegol. La verdad es que viéndolo así, alto, tieso, con las piernas juntas, lo único que le faltaba era la varilla de acero a la altura de los hombros. Cuando el petisito le pateó tuve un atisbo de esperanza. La pelota salió flojita, a media altura. Fácil para cualquier tipo que tuviera la mínima idea de cómo se juega a este deporte. Pero se ve que Achával no era el caso. Porque en lugar de abrir sencillamente los brazos y embolsar la pelota se tiró hacia adelante, como para cortarle el paso al balón en el camino. Pobre, supongo que habría visto alguna vez un partido por la tele y pretendía que lo tomásemos en serio. Lo doloroso fue que calculó tan horriblemente mal la trayectoria que la pelota, en lugar de terminar en sus brazos, le pegó en el hombro izquierdo, se elevó apenas y entró en el arco a los saltitos. En lo personal hubiera deseado insultarlo en cuatro idiomas y dieciséis dialectos, pero como no había nadie dispuesto a tomar su puesto en la valla me mordí los labios y volvimos a sacar del medio.
El segundo gol fue, sin dudas, más pavo que el primero. Un tiro libre más o menos desde Alaska. Pipino la dejó pasar al grito de "Tuya, arquero", porque el delantero más cercano estaba fácil a diez metros de la pelota. Pero Achával no estaba listo para semejante momento. No atinó a agachar su metro ochenta y cuatro para tomar la pelota con las manos. Intentó un despeje con la pierna derecha. Y pasó lo que tenía que pasar cuando el tipo que intenta pegarle de derecha te viene a jugar un desafío con medias tres cuartos de toalla blancas y zapatillas de tenis: le pifió, la pelota le pegó en la pierna izquierda y siguió el camino de la gloria. Riganti —el que había pateado— tuvo al menos la honestidad de no gritarlo. Yo ya tenía tal calentura que para no insultar a Achával estaba masticando mis propios dientes como chicles.
Cuando los de 1ro. 1ra. vieron el paquete que teníamos al arco decidieron aprovechar el festival hasta las últimas consecuencias. Pateaban desde cualquier lado, y si nos comimos solamente siete fue porque Agustín y Chirola terminaron jugando pegados uno a cada palo y sacando pelota tras pelota de la propia línea. El tercero y el cuarto fueron casi normales. En el quinto había pateado Zamora. La pelota fue al pecho de Achával, quien, dispuesto a complicar todo lo complicable, dejó que el balón le rebotase y le quedara servida a Florentino. En el sexto gol Achával quiso experimentar en su propia piel qué sentía un arquero al despejar un centro con los puños. Fue casi un milagro: logró que sus puños se encontraran con la pelota en el aire. Lástima que el puñetazo lo dio sobre propio arco, y tan bien colocado que lo sobró a Chirola, que estaba cuidándole el primer palo.
Perder 7 a 3 en nuestro primer desafío fue traumático para nuestros tiernos corazones adolescentes. Pero por lo menos sacamos dos conclusiones importantes: Cachito renunció a sus aspiraciones de ocho gambeteador y se resignó a vivir el resto de la secundaria bajo los tres palos. Y a Achával no volvimos a llamarlo en la perra vida para jugar los desafíos. Quedamos con diez, pero gracias a Dios lo solucionamos rápido. En junio nos cayó Dicroza directamente de los cielos. Le habían dado el pase del ENET para no echarlo. Creo que no hubo un solo año en el que el tipo terminase con menos de veinte amonestaciones. Pero su espíritu belicoso, que según el rector García lo convertía en un individuo 'totalmente indisciplinado", bien orientado por el plantel, bien contenido, bien guiado hacia las pantorrillas de los contrarios, era algo así como una espada de justicia que disuadía a los rivales de peligrosas osadías.
De manera que el debut y despedida de Achával se había producido en mayo de 1981. Y así hubiesen quedado las cosas de no ser porque el pelotudo de Pipino tiene más boca que cerebro. Nos recibimos en diciembre del '85, con una estadística preciosa. Verdaderamente una pinturita. Treinta y dos ganados, seis empatados, dieciocho perdidos. Por supuesto que ésa era la estadística general, de primero a quinto. Pero los parciales también nos fueron favorables. Empezamos quinto año sabiendo que 5to. 1ra. no podía alcanzar a nuestro 5to. 2da., salvo que jugásemos doce mil partidos en el año. Igual mantuvimos la distancia. Jugamos ocho, ganamos cuatro y empatamos uno. ¿Qué más podíamos pedirle a la vida? Nada, absolutamente nada. Cuando nos dieron los diplomas colgamos una banderita en el salón de actos. Me dijeron que García, el rector, preguntó que eran esos números, "32-6-18", en tinta roja, imitando sangre. Pero ninguno de los del palco sabía una pepa del asunto. Los que sí sabían eran, lógicamente, los de 5to. 1ra., que sufrieron como viudas toda la ceremonia y que intentaron vanamente quemarnos la insignia una vez iniciada la desconcentración, cuando los invitados se encaminaron hacia el gimnasio para el brindis.
De manera que listo, la vida ya estaba completa. Pero no: va el imbécil de Pipino y se encuentra en Villa Gesell con Riganti y con Zamora, dos de nuestros archienemigos, y los otros lo hacen calentar con que somos una manga de fríos y que por qué no jugamos un Desafío Final a la vuelta de las vacaciones, para "terminar de definir quién era quién en la promoción '85". Y el inocente, el idiota, el boludo de Pipino, en la calentura del momento les dice que sí, que no hay problema. ¿Puede alguien ser tan inútil? Bueno, sí, Pipino puede.
Cuando en febrero empezamos a contactarnos con la idea de seguir jugando juntos, Pipino se vino con la novedad del desafío que había pactado. Chirola se lo hizo repetir varias veces, para asegurarse de haber escuchado correctamente. Después tuvimos que agarrarlo entre cuatro porque lo quería moler a golpes, pero la cosa no pasó a mayores. Agustín y Matute dijeron que ellos no iban a agarrar viaje, ni a arriesgar un prestigio bien ganado a lo largo de todo un lustro, porque cualquier estúpido se fuera de boca hablando con el enemigo.
Pero códigos son códigos, qué se le va a hacer. De manera que cuando se nos pasó la bronca del momento nos dimos cuenta de que no había escapatoria. Agustín insistió todavía con alguna protesta. Nos dijo que pensáramos en el bochorno y en el lugar en el que nos íbamos a tener que meter la bandera si nos ganaban justo ese partido. Nos llamó la atención sobre que el último año del colegio había venido bastante parejo, que nos habían ganado tres de ocho, y que el riesgo de que nos acostaran era grande. Que se hiciera cargo el imbécil de Pipino, a fin de cuentas. Tenía razón. Seguro que tenía razón. Pero ahí habló Pipí Dicroza, nuestro zaguero sanguinario, y dijo que si vos tenés un perro y tu perro muerde a una vieja que pasa por la vereda, al veterinario lo tenés que garpar vos, porque no podes hacerte el otario si el perro es tuyo. Y después lo miró a Pipino, como para que no nos quedaran dudas de la alegoría. Ahí no quedó margen para seguir discutiendo. Había que jugarlo. Jugarlo y punto.
Pero nuestras dificultades recién empezaban. Cuando nos juntamos el sábado siguiente a patear en el colegio, faltaban Rubén, Cachito y Beto. Los esperamos un buen rato, y al final lo encaramos a Pipino, que para expiar parte de su pecado había quedado encargado de convocar a los que faltaban. Con un hilo de voz, muy pálido, nos dijo simplemente que eran "clase '67". Algunos no entendieron, pero a mí se me heló la sangre. Recorrí las caras que tenía alrededor. Todos eran del '68, menos Dicroza, que se había salvado por número bajo. Así que teníamos a tres jugadores haciendo la colimba. Maravilloso, definitivamente maravilloso.
Agustín trató de mantenerse sereno, preguntándole a Pipino si sabía dónde estaban destinados. Ahí Pipino se aflojó un poco. Evidentemente tenía alguna buena noticia al respecto. Con una sonrisa, nos dijo que Beto y Rubén la estaban haciendo en el distrito San Martín, porque el tío los había acomodado y salían cuando querían. A mí me preocupó un poco que después se quedara callado, porque de Cachito no había dicho nada. Agustín lo interrogó al respecto, sin perder la calma. El otro respondió en un murmullo, tan bajito que tuvimos que pedirle que lo repitiera. "Río Gallegos", suspiró. Eso fue todo. Nos sepultó la sombra del silencio. Jugarles un Desafío Final y darles a esos turros la posibilidad de puentear la estadística y abrazar la gloria era un desatino. Pero jugarles sin Cachito al arco era como ponernos un revólver en la sien nosotros mismos. Yo me quise morir. Chirola, en cambio, aprovechó la distracción del resto para ponerle una buena mano a Pipino como un modo de sacudirse la angustia. Pero hasta él sabía que de ese modo tampoco arreglaba nada.
De manera que terminamos por tirarnos bajo los árboles a rumiar las peripecias de nuestro plantel, hasta que alguien tuvo la hombría de sumar dos más dos, pensar en voz alta y decir que íbamos a tener que llamarlo a Achával, porque era el único varón disponible. El Tano preguntó si no era preferible jugar con diez, pero Agustín, que es un estudioso, nos dijo que no valía la pena, porque la cancha medía como ciento cinco metros por setenta y pico, y que en semejante pampa un jugador menos se notaba demasiado. "Un jugador ya sé, pero Achával...", el Tano sacudía la cabeza sin convicción.
Nos pasamos cuarenta y cinco minutos discutiendo en qué puesto ponerlo. Finalmente consideramos que el sitio menos peligroso era ubicarlo delante de la línea de cuatro, como para tapar un poco el aire a la salida del círculo central. A lo mejor era capaz de obedecer un par de órdenes concretas, al estilo de "No te le despegues al cinco" o "Pegale al diez bien lejos del área". A lo mejor algo había aprendido en esos años.
Lo que no fuimos capaces de calcular era que el punto ese se viniera con exigencias al momento de la convocatoria. Cuando lo llamó Agustín le dijo que sí, que se prendía encantado, pero al arco. Agustín no estaba listo para eso. Y cuando insistió, el otro volvió a retrucarle que no tenía problema en asistir, pero que jugaba sí o sí al arco, que era "su puesto natural". Cuando Agustín nos contó me acuerdo que Pipí Dicroza se agarraba el pelo con las dos manos y se reía como loco, pero de los nervios. "¿Cómo que el puesto natural? ¿Se le fundieron los tapones al boludo ese?" Yo pensé que tal vez era una venganza, una cosa así. Al tipo nunca lo habíamos convocado en toda la secundaria, y ahora nos tenía en el puño. Se iba a dejar hacer los goles como un modo de castigarnos. Así que me fui hasta la casa a encararlo.
Pero cuando me abrió la puerta me desbarató las intenciones. Salió a darme un abrazo con cara de Virgen María. Estaba chocho. No me dejó ni empezar a hablar, y de movida me informó que se había ido esa misma mañana a comprar guantes y medias de fútbol. Que durante la semana estaba trabajando en Cañuelas en el campito de unos tíos, pero que me quedara tranquilo porque ya había pedido permiso, y el sábado iba a salir de madrugada para llegar cómodo a su casa, descansar un rato y venirse después de comer para el partido. Y cuando me invitó a pasar y tomar unos mates a mí se me había atravesado como una angustia terrible, de pensar cómo carajo le decía a este tipo que lo íbamos a poner de tapón en el mediocampo para que no estorbara. Mientras la pava silbaba me dediqué a mirarlo. Estaba igual que a los trece. Altísimo. Flaquísimo. Con las patitas enclenques y un poco chuecas. La espalda angosta y los brazos largos. Capaz que para el béisbol prometía, qué sé yo. Pero lo que era para ponerlo al arco en el Desafío Final contra 5to. 1ra, ni mamados. No había modo. Pero ahí se volvió a mirarme con una sonrisa de angelito y me dijo: "Ya sé que cuando jugué con ustedes en primer año los hice perder, pero quédate tranquilo. Esperé demasiado tiempo una oportunidad como ésta, y no los voy a hacer quedar mal".
Si me faltaba algo para terminar de sentirme el tipo más hijo de mil puta sobre el planeta Tierra era eso. Al mono ese lo habíamos colgado hacía cinco años. Nunca jamás lo habíamos llamado para jugar, por perro. Y en lugar de estar tramando una venganza de Padre y Señor Nuestro, el tipo lo único que pretendía era no defraudar a sus compañeros de 5to. 2da. con un nuevo fracaso.
¿Qué iba a hacer? Me paré, le di un abrazo y le dije que estuviese tranquilo, que sabíamos que no nos iba a fallar. Cuando me acompañaba hasta el portoncito del frente le pregunté, como al pasar, si en estos años había estado jugando en algún lado. Me dijo, con el mismo rostro de beatitud infinita, que no, que en realidad su último partido de fútbol había sido ése, porque el médico le había recomendado que se dedicara a correr y él le había hecho caso.
Cuando me tomé el colectivo para casa pensé que estábamos perdidos íbamos a jugar un partido inútil contra nuestros rivales de sangre. Sin necesidad, simplemente porque el Pipino era un imbécil bravucón. Íbamos a jugarlo sin Cachito al arco, porque estaba haciendo la colimba en Río Gallegos, íbamos a poner al arco a un fulano que no la veía ni cuadrada y que durante los últimos cinco años se había dedicado a maratonista. Y yo era el estúpido que tenía que decírselo a los muchachos.
Cuando nos encontramos para entrenarnos el jueves a la tarde, hice lo único que correspondía hacer en semejante situación. Les mentí como un cochino. Les dije que estábamos totalmente a cubierto, que Achával era una fiera bajo los tres palos, que el tipo se la había jugado de callado todos estos años pero que había llegado hasta la quinta división de Ferro y que estaba esperando club. Paro acá porque me da vergüenza escribir todas las mentiras que dije en ese momento. Para peor las dije tan bonitas, o los muchachos estaban tan necesitados de escuchar buenas noticias, que se abrazaban, saltaban, cantaban canutos de cancha. Estaban chochos. Alguno hasta comentó como un buen augurio el hecho de que Cachito estuviera haciendo la colimba en el culo del mundo. Yo los dejé. ¿Para qué les iba a amargar la vida? Si bastante se la iban a amargar el sábado a la tarde.
El día señalado estuvimos temprano, después de comer. Pasé lista a las dos y media y estaban todos excepto nuestra nueva estrella. Con los de 5to. 1ra. nos saludamos de lejos. Parece mentira, cinco años en el mismo colegio y había tipos de los que nos sabíamos sólo los apellidos. Pero, qué se le va a hacer, cosas de la guerra.
Cuando llegó Achával, cerca de las tres, hubo un momento de cierta tensión. Los muchachos se pusieron de pie y le estrecharon la mano. Supongo que cuando lo vieron, con la misma pinta de poste de alumbrado de toda la vida, sospecharon que el asunto de la quinta división de Ferro era un invento. Igual fueron cordiales. El que estaba raro era Achával. Les sonrió a todos, es cierto. Pero estaba muy pálido, y nos miraba atento y a la vez distante, como si nos viese a través de un vidrio. "El tipo debe estar más nervioso que nosotros", pensé. De reojo, vi que los de 5to. 1ra. lo habían localizado, y los más memoriosos debían estar recordándoles a los otros las virtudes arquerísticas de nuestro crack recién recuperado. Tuve un momento de zozobra cuando Achával se sacó la campera y los pantalones largos de gimnasia. Pero cuando lo vi me volvió el alma al cuerpo. Buzo verde y amplio, medio gastado. Pantaloncito corto pero sin bolsillos. Medias de fútbol. Zapatillas bien caminadas. "Arrancamos mejor que la vez pasada", festejé para mis adentros.
Cuando empezó el partido se notó que los tipos esos de 5to. 1ra. estaban dispuestos a lavar sus desdichas de cinco años en noventa minutos. Se lanzaron a correr como galgos hambrientos. Ponían pierna fuerte hasta en los saques de arco. Se gritaban unos a otros para mantenerse alertas y no mandarse chambonadas.
Y nosotros... ¡ay, nosotros! Parece mentira cómo diez tipos que se han pasado la vida jugando juntos, que se saben todas las mañas y todos los gestos, que tocan de memoria porque se conocen hasta las pestañas, pueden convertirse en semejante manga de pelotudos en un momento como ése. Fueron los nervios. Por más que tratásemos de no pensar, la idea se te imponía, me cacho. Les ganaste treinta y dos veces, pero si te ganan ésta, sonaste. Y no importa que Pipino sea un enfermo. Es de los tuyos y arregló el desafío. Así que si perdés, fuiste para toda la cosecha. Como cuando estás en el picado y algún iluminado de tu equipo, que va ganando por diecisiete goles, no tiene mejor idea que decir, para animar el asunto, la maldita frase "El que hace el gol gana". ¿Pue-den existir semejantes otarios? Existen. Juro que existen. Bueno, el Pipino había sido una especie de monumento al idiota de esa categoría. Y yo no me lo podía sacar de la cabeza, y supongo que los demás tampoco. Porque si no, no se explica que hayamos arrancado jugando tan, pero tan, pero tan como los mil demonios. No dábamos dos pases seguidos. Hasta los laterales los sacábamos a dividir, y perdíamos todos los rebotes. Dicroza, sin ir más lejos, estaba hecho una señorita dulce y temerosa, una bailarina clásica, mal rayo lo parta.
A los cinco minutos del primer tiempo yo ya estaba mirando el reloj. A los siete, ellos se acercaron por primera vez seriamente al área. Se armó un entrevero apenitas afuera de la medialuna. Zamora la calzó con derecha, de sobrepique, y la bola salió como si le hubiese dado con una bazuca.
Yo recé. La pelota pegó en el travesaño y picó apenas afuera. Achával, que algo hubiera debido tener que ver en el asunto, la miraba como si se tratase de un objeto extraño y hostil, difícil de catalogar, que atravesaba el aire a su alrededor. Despejó Chirola con lo último de lo último. Cuando iba a venir el corner me acordé del despeje con los puños que Achával había perpetrado en 1981 y sentí profundos deseos de llorar. No sabía si cavar una trinchera, llamar a la policía o retirar al equipo. Daba lo mismo. Ellos lanzaron un centro precioso, al primer palo, para que la peinara Reinoso y la mandara para alguno de los altos en el segundo. Para cualquier arquero era un balón complicado. Para Achával era imposible. Cerré los ojos.
Cuando los abrí, el área se estaba vaciando de gente. Chirola pedía por derecha y Agustín por izquierda. Ellos volvían de espaldas a su propio arco. Y ahí, en el borde del área chica, con la pelota bajo un brazo, las piernas apenas abiertas, el chicle en la boca, la mirada altiva, estaba Juan Carlos Achával. El amor de Dios es infinito, pensé. Nacimos de nuevo.
Lástima que el asunto recién empezaba. Supongo que todas las chambonadas que no cometimos en cinco años de secundario estábamos decididos a llevarlas a la práctica en esa tarde miserable. A los veinte les dejamos libre el camino para el contraataque y quedó Pantani cara a cara con Achával. Encima ese Pantani es más frío que una merluza. En lugar de patear al voleo lo midió, le amagó y se tiró a pasarlo por la derecha. Lo escribo y todavía no me lo creo. Achával, con su metro ochenta y pico a cuestas, estuvo en el piso en una fracción de segundo, hecho un ovillo en torno de la pelota. Ahí los nuestros sí que le gritaron. Y el tipo, cuando se levantó, estaba radiante. Era como si cada cosa que le salía derecha le fortaleciera las tripas, porque de a poco se soltaba en los movimientos y le volvían los colores a la cara. Cuando a los treinta minutos se colgó del aire y sacó al corner, con mano cambiada, un tiro libre de González, yo ya casi no me extrañé. Era como si simplemente lo hubiese estado esperando. Como cuando tenés fe ciega en tu arquero. Como en los mejores días de Cachito. Y al terminar el primer tiempo, cuando le tapó otro mano a mano al nueve de ellos, yo mismo, que soy más callado que una planta, me encontré felicitándolo a los alaridos.
Cuando a los tres minutos del segundo tiempo le sacó un cabezazo a quemarropa a Zamora mientras los otros malparidos ya gritaban el gol, yo me dije: "Hoy ganamos". Esas cosas del fútbol. Cuando te revientan a pelotazos durante todo un partido y no te embocan, por algo es. A la primera de cambio los vacunas. Dicho y hecho. Por supuesto que no fue un golazo. Con la tarde de mierda que teníamos todos, como para andar convirtiendo goles inolvidables. Fue a la salida de un corner, en medio de un revoleo descomunal de patas. Le pegó Pipino, se desvió en uno de los centrales, pegó en el palo y entró pidiendo permiso. Por supuesto que lo gritamos como si hubiese sido el gol del milenio. La bronca que tenían esos tipos no se puede explicar con palabras. Pero guarda: estaban recalientes pero no desesperados. Faltaban treinta y cinco minutos. Y si nos habían metido diez situacio-nes de gol hasta ese momento, calculaban que cuatro o cinco más iban a tener de ahí en adelante.
Se equivocaron, pero porque se quedaron cortos. Yo conté catorce. Y paré ahí porque no quería saber más nada, aunque deben haber sido como veinte en total. Nosotros nos metimos atrás como si fuéramos Chaco For Ever ganando uno a cero en el Maracaná. De giles, qué se le va a hacer. Pero el asunto es que con esa táctica lo único que logramos fue cortar clavos como beduinos. Nuestro delantero de punta estaba parado a la salida del círculo central, pero del lado nuestro. A la cancha faltaba ponerle una de esas señales de tránsito negras y amarillas, con el autito por la subida, para indicar que el pasto estaba en pendiente pronunciada contra nuestro arco. La revoleábamos de punta y a los cielos, y a los veinte segundos la teníamos de nuevo quemándonos las patas.
Menos mal que estaba Achával. Sí. Aunque parezca increíble. En medio de semejante naufragio, el único tipo que tenía la cabeza fría y los reflejos bien puestos era él. Se cansó de tapar pelotas, de gritar ordenando a la línea de cuatro, de calentar a los delanteros de ellos para hacerles perder la paciencia. Vos lo veías esa tarde y parecía que el tipo había nacido en el área chica, debajo de los tres palos. A los quince del segundo cacheteó una pelota por encima del travesaño que a cualquier otro, incluso a Cachito, se le hubiese metido. A los veintidós cortó un centro abajo cuando entraban cuatro fulanos de 5to. 1ra. para mandarla a guardar, y sin dar rebote. A los treinta se lanzó como una anguila para sacar un puntinazo que se metía en el rincón derecho contra el piso. Más le tiraban y el tipo más se agrandaba. Le llovían los centros y Achával los descolgaba como si fueran nísperos.
Nunca en la perra vida vi a un tipo atajar lo que esa tarde le vi atajar a Juan Carlos Achával. La cara se le había transformado. Estaba rojo de la alegría, de la tensión y de la manija que le dábamos nosotros con nuestro aliento. Gritábamos sus tapadas como si fueran goles. Estábamos en sus manos enguantadas, y el tipo lo sabía. Lo malo era que no lo ayudábamos para nada. Lo único que hacíamos era pegotearnos contra el área y hacer tiempo en cada ocasión que teníamos. Pero el reloj parecía de goma.
A los treinta y cinco yo sentía que íbamos por el minuto ciento quince. Me acuerdo de que iba justo ese tiempo porque Agustín acababa de gritarme que faltaban diez, que parásemos la pelota en el mediocampo. Pero no tuve ni tiempo de contestarle porque lo que vi me dejó helado. El nueve de ellos acababa de pasar a los dos centrales y estaba entrando al área recto al arco. Por primera vez en la tarde, Achával, aunque le achicó bien, erró el zarpazo cuando el otro se tiró a gambetearlo. Estábamos listos, porque el petiso acababa de dejar a nuestro arquero en el piso a sus espaldas. Supongo que Urruti (el mismo que le había embocado el primer gol en aquella jornada fatal del 7 a 3) debe estar todavía el día de hoy preguntándose qué cuernos pasó que terminó pateando el aire en el lugar en que debía estar la pelota. Seguro que no vio (no pudo ver, porque nadie pudo verlo) la manera en que Achával se incorporó y desde atrás se tiró como una lanza, con el brazo arqueado por delante de los pies del otro, para tocarle apenitas la bola hacia el costado, sin rozar siquiera el pie del delantero. Poesía. Esa tarde Achával fue poesía.
Después de esa jugada pareció como si el partido hubiese terminado. En los minutos siguientes se jugó muy trabado en el mediocampo, pero ellos no volvieron a posiciones de peligro. Era como si pensaran que si no habían hecho ese gol, no podían hacer ninguno. Supongo que nosotros también nos relajamos, porque de lo con-trario no puede entenderse el corner estúpido que les regalamos cuando faltaban dos minutos. Zamora lo tiró bien, el muy turro. Podrido como estaba de que Achával le descolgara todos los centros, esta vez lo lanzó muy pasado y muy abierto. Nosotros, que, como ya expliqué, no parábamos ni a un caracol anciano, la miramos pasar por arriba con expresión de vacas. Lo terrible fue que del otro lado la estaba esperando Rivero, el arquero de ellos, parado en posición de diez, un metro afuera del área. Yo supongo que si lo pones a Rivero a pegarle setecientas veces a un centro que baja así de pasado, trescientas veces le pifia al balón y las otras cuatrocientas la cuelga de los árboles. Pero esta vez el muy mal parido la calzó como venía y la escupió abajo contra el palo derecho. Ya dije que Achával era lungo, flaco y torpe. Pero la mancha verde de su buzo pegándose a la tierra me indicó que iba a llegar también a ésa. La pelota traía tanta fuerza que, después de rebotar contra las manos de Achával, volvió al centro del área. Cuando González, el maldito que mejor le pegaba de los veintidós presentes, pateó como venía con la cara interna del pie zurdo hacia el palo izquierdo del arco nuestro, necesariamente estábamos fritos. Por más que Achával estuviese en una tarde de epopeya, no podía levantarse en un cuarto de segundo junto al palo derecho y volar al ángulo superior izquierdo para bajar semejante bólido.
Gracias a Dios, esta vez no cerré los ojos. Porque lo que vi, estoy seguro, será uno de los cinco o seis mejores recuerdos que pienso llevarme a la tumba. Primero la bola, sólo la bola, subiendo hacia el ángulo. Pero enseguida, por detrás de esa imagen, un tipo lanzado en diagonal, con los brazos todavía pegados a los lados del cuerpo para mejorar la fuerza del impulso. Después, los brazos abriéndose como las alas de una mariposa volan-do con un buzo verde, las manos enguantadas describiendo dos semicírculos perfectos, armónicos, exactos. Y al final dos manos al frente del vuelo, encontrándose entre sí y con una bala brillante y blanca, que de pronto cambia de rumbo y se pierde veinte centímetros por encima del ángulo del arco.
Cuando terminó, lo primero que quise hacer fue ir a encontrarme con Achával. No fui el único. Todos tuvimos la misma idea al mismo tiempo. Lo rodeamos cuando se estaba sacando los guantes al lado del palo y lo levantamos en andas como si acabase de hacer un gol de campeonato. Achával nos sonreía desde su modesto Olimpo y se dejaba llevar.
Cuando se liberó de los últimos abrazos, me acerqué para saludarlo cara a cara. No sabía bien qué iba a decirle, pero le quería pedir perdón por haberlo borrado todo ese tiempo, por haber sido tan pendejo de no ofrecerle otra oportunidad después de aquel debut de catástrofe. Cuando le tendí la mano y me largué a hablar, me cortó en seco con una sonrisa: "No tenés de qué disculparte, Dany. Está todo perfecto". Y cuando insistí, me repitió: "Quédate tranquilo, Daniel, en serio. Yo quería esto. Gracias por invitarme".
Le pedimos cincuenta veces que se quedara con nosotros a tomar unas cervezas, pero dijo que tenía que rajarse enseguida para Cañuelas. Le dijimos que no, que no podía, porque a la noche habíamos quedado en la pizzería de la estación con las chicas del curso para salir todos juntos. Volvió a sonreír. Nos dio un beso y se despidió con un "Bueno, cualquier cosa después los veo", pero a mí me sonó a que no pensaba pintar por la pizzería ese sábado a la noche.
Llegué a casa como a las siete, con el tiempo justo para comer algo, pegarme un buen baño, vestirme y volver a salir, porque habíamos quedado en encontrarnos a las nueve. Pasé por lo de Gustavo y después nos fuimos los dos hasta lo de Chirola. A una cuadra de la pizzería vimos que Alejandra y Carolina venían caminando para el lado nuestro.
Cuando estuvieron cerca nos quedamos de una pieza: las dos venían llorando a mares. Gustavo les preguntó qué pasaba.
—¿Cómo...? ¿No saben nada? —La voz de Alejandra sonaba extraña en medio de los sollozos. Nuestras caras de sorpresa significaban que no teníamos ni la más remota idea —. Juan Carlos... Juan Carlos Achával... se mató en un accidente en la ruta 3, viniendo para acá.
Yo sentí que acababan de pegarme un martillazo encima de la ceja.
—¿Cómo viniendo? Yendo para Cañuelas, querrás decir... —en medio de mi espanto escuchaba la voz de Gustavo.
—No, nene —Carolina siempre le dice nene a todo el mundo—, viniendo para acá, esta madrugada...
Chirola me miraba con cara de no entender nada y Gustavo insistía en que no podía ser.
—Te digo que sí —Alejandra porfiaba entre sollozos—, hablé con la hermana y me dijo que se había venido temprano en la chata del tío porque a la tarde tenía el desafío de ustedes contra el otro quinto... ¿no es cierto?
Supongo que de la tristeza me habrá bajado la presión de golpe. Para no caerme redondo me senté en el cordón de la vereda. No entendía nada. Las chicas tenían que estar equivocadas. No podía ser lo que decían. De ninguna manera.
Pero entonces me acordé de la tarde. De la bola que Achával había cacheteado, arqueado hacia atrás, por encima del travesaño. De la otra, la que había sacado con mano cambiada del ángulo derecho. De la que le había afanado de adelante de los pies al petiso Urruti. Y por encima de todo me acordé del doblete con Rivero y con González. Me vino la imagen de Juan Carlos Achával lanzado de un palo al otro, sostenido en el aire a través de los siete metros de sus desvelos, con las alas verdes de su buzo de arquero y todo el aire y la bola brillante y la sonrisa. Y entonces entendí.

Eduardo Sacheri

domingo, 20 de agosto de 2017

Mi madre

Es tan difícil de recordar
mi infancia
Aquellos momentos de amor
jugando, creando, soñando y cantando...
Mi madre me hizo feliz.

Aquellos recuerdos
que tengo de niña
Recuerdos que guardo de ti.
Amor y ternura
mi dulce alegría
Mi madre me hizo feliz.

Tus brazos siempre me dieron calor
y suaves besos de amor,
tu ternura, tu sonrisa y tu voz me dieron
a ti...

Aquellos recuerdos
que tengo de niña
Recuerdos que guardo de ti.
Amor y ternura
mi dulce alegría
Mi madre me hizo feliz.

Tus brazos siempre me dieron calor
y suaves besos de amor,
tu ternura, tu sonrisa y tu voz me dieron
a ti...

Aquellos recuerdos
que tengo de niña
Recuerdos que guardo de ti.
Amor y ternura
mi dulce alegría
Mi madre me hizo feliz.
Mi madre me hizo muy feliz, me hizo muy feliz...

"My Mother" - The Chipettes
The Chipmunk Adventure 1987
Alvin y las ardillas alrededor del mundo

miércoles, 16 de agosto de 2017

Rouna, la perra de San Roque

El perro es el atributo que hace que reconozcamos a San Roque, siempre a su lado, con su pan en la boca, en una sempiterna sonrisa. Siempre suele ser pequeño, de raza indefinida con o sin rabo. Este simpático can, alimentó al santo en su retiro en una cueva y le lamía la llaga de la pierna, producida por un saetazo.
En Calatayud, de donde es patrón, creen que es una perra y se llamaba Rouna, de ahí el nombre de una de las peñas. La versión más extendida es que se llamaba Melampo (el de los pies negros), haciendo referencia a un personaje de la mitología griega, adivino, que conocía el lenguaje de los pájaros. Su dueño era Gottardo Pastrelli, que debía ser, a la sazón, un hombre culto para ponerle al perro dicho nombre.
Ninguna crónica menciona que San Roque se llevará con él de vuelta a su casa en el sureste francés, a Melampo, por lo que debió permanecer fiel a su dueño Pastrelli y se quedó con él. Tal vez este cristiano rico y noble fue el hagiógrafo del santo por el que pasó a la historia junto con el generoso perro.

Fuente: http://www.subastassegre.es/curiosidades-sobre-el-perro-de-san-roque/

domingo, 13 de agosto de 2017

Oda al mate cocido


Después que Mario Nestoroff habló del mate,
lo mejor ya estuvo dicho.
Pero el no habló del cocido,
la taza humeante y verdecita
con sabor a colimba y pobrerío.
Ni del refrigerio de los empleados públicos
con algunos bizcochitos
pero exilado al exterior de los despachos,
al más allá de las alfombras
y del acondicionado aire.
El cocido se mimetiza
con solo una galleta arriba de un andamio,
y es celebración para la magia
de miles de ladrillos ordenados,
por el oficio, la cal y la plomada, allá,
en el medio del viento.

El cocido con leche es solidario,
desayuno y algo más, acá en el sur,
latinoamericano.
Es el que piden los pobres en los barrios,
cuando los políticos transitan
la geografía del voto y la promesa.
Una taza de cocido con leche y un pancito,
impiden en la escuela los desmayos,
y el tiritar de los niñitos pálidos
en frente de la misma enseña patria.
En nuestro corazón, sabemos, demasiado,
que esa bandera al flamear, saluda,
las maestras y a su sueño desvelado.
a los niños ansiosos de saber,
de galletas, de amor y de cocido.
A los que anhelan, simplemente,
con el trabajo de sus manos
alimentar a sus hijos.
Si los ministros, gobernadores, presidentes,
títeres asombrados de la
globalización, supieran,
de qué modo late un corazón de niño
frente a una taza de cocido.
O mejor si esos niños, un día,
saben como ser dignos, libres,
argentinos.


Eduardo Gómez Lestani

viernes, 11 de agosto de 2017

Coplas del prisionero

Estamos prisioneros,
prisionero:
yo de estos torpes barrotes,
tú del miedo.

¿Adónde vas que no vienes
conmigo, a empujar la puerta?
No hay campanario que suene
como el río de allá afuera.

Como el que se prende fuego
andan los presos del miedo:
de nada vale que corran...
¡El incendio va con ellos!

No hay quien le alquile la suerte
al dueño de los candados:
murió con un ojo abierto
y nadie pudo cerrarlo!

No sé, no recuerdo bien
qué quería el carcelero...
¡...creo que una copla mía
para aguantarse el silencio!

Es cierto: muchos callaron
cuando yo fui detenido;
¡vaya con la diferencia:
yo preso, ellos sometidos!

Le regalé una paloma
al hijo del carcelero.
Cuentan que la dejó ir
tan sólo por verle el vuelo...

¡Qué hermoso va a ser el mundo
del hijo del carcelero!

Armando Tejada Gómez

Mujeres por caballos

La historia comienza así:
Ruiz Díaz de Melgarejo desollaba doncellas
y Domingo de Irala para hacer su serrallo,
elegía las indias más jóvenes y bellas
para hacerlas cautivas a cambio de caballos.

El hispano cambiaba caballos por mujeres.
¿Quién era el que ganaba? ¿Hubo en el canje usura?
El blanco recibía lujurias y placeres
y el indio aquel prodigio de la cabalgadura.

No esperes Melgarejo hacernos tus vasallos
ni imponer tus blasones tan bravo como eres,
mejor que tú convencen al indio tus caballos
mientras te quita el sueño pensar en sus mujeres.

Yo vengo de una india que fue vendida así
y dentro tus ciudades por traicionar batallo.
Soy el hijo de una doncella guaraní
tasada por los hombres de Irala en un caballo.

La historia termina así:
¿Quién era el que ganaba?
¿Quién era el que perdía?
¿Quién era el que compraba?
¿Quién era el que vendía?

Ni en España ni América
se sabe todavía
quién era el que ganaba,
quién era el que perdía.

Y comenzó Amerindia a tener yeguarizos
y en el fuerte nacía la raza de mestizos.

Odín Fleitas

jueves, 22 de junio de 2017

El autor secreto

Alguna ciudad de España. Año del Señor de 1553

Don Diego volvió a leer aquella misiva del rey. No, no había duda. No importaba que apenas hubiera regresado de su puesto de embajador en Roma: el emperador le conminaba a aceptar un nuevo cargo de forma inminente. Don Diego dejó la carta encima del escritorio y meditó en silencio. Al fin, tomó una decisión. Abrió un cajón, extrajo un montón de hojas escritas y las envolvió con cuidado en una piel de cuero para proteger aquellas páginas de la lluvia… y de las miradas indiscretas.
Se levantó y llamó a uno de los sirvientes de la casa.
—Mi capa —dijo y, en cuanto se la trajeron, don Diego Hurtado de Mendoza se embozó en ella y salió a la calle.
Hacía frío y una lluvia fina descargaba con persistencia, aunque lo peor era el viento. Iba armado y era hombre resuelto, así que no le preocupaba que la noche se hubiera apoderado de la ciudad. Caminó así, oculto su rostro en el embozo de su capa. De esa forma se protegía de las inclemencias del tiempo y, a la vez, pasaba desapercibido ante algún otro caballero que debía de ir en busca de dama o que quizá acudía a algún duelo que no entendía ni de rayos ni de truenos.
Llegado a las afueras de la población, se detuvo frente a una vieja casa que, por sus grietas en las paredes y lo desvencijado de su puerta, no parecía ser morada de nadie de renombre. Don Diego dio varios golpes en la madera con la palma de su mano fría y endurecida a fuerza de luchar en nombre del emperador Carlos V.
Pasó el tiempo sin obtener respuesta.
A fuerza de insistir en su llamada, se oyó una voz quebrada, de alguien viejo, que hablaba desde el interior.
—¡Voto a Dios que no son horas! —decía la voz—. ¿Quién va?
—¡Abrid en nombre del rey! —exclamó don Diego con el poderoso tono de quien está acostumbrado a mandar.
La puerta se abrió y una nariz aguileña tras la que asomaban unos ojos inquietos apareció por el umbral. Como fuera que el viejo vio en aquel inoportuno visitante el porte de un caballero y que éste estaba solo, decidió hacerse a un lado y dejarle pasar, aunque, eso sí, siguió maldiciendo e imprecando a Nuestro Señor.
—Voto a Dios que no es hora de visitas.
—No es hora, en efecto —dijo don Diego sacudiéndose el agua de los hombros con su sombrero, pero, como hombre decidido que era y para quien el tiempo también apremiaba, sin dudarlo un ápice, sacó una bolsa de debajo de la capa y la arrojó al suelo.
El peso del metal resonó en aquella estancia mal iluminada por la única vela que sostenía el viejo. Se terminaron las imprecaciones. La puerta se cerró, el viejo se agachó, cogió la bolsa y la llevó a una mesa donde había letras en moldes esparcidas por doquier. El viejo volcó el contenido de la bolsa y el oro resplandeció incluso en aquella tenue luz temblorosa de la vela.
—Esto es mucho dinero —dijo el viejo, veterano en encargos extraños pero, como siempre, desconfiado—. Nada bueno queréis.
Don Diego sacó entonces el cuero que envolvía las páginas escritas y lo dejó también sobre la mesa.
—Ese dinero es en pago por imprimir este libro. Veréis que soy hombre asaz generoso.
El viejo ladeó la cabeza.
—Eso depende del riesgo que entrañe imprimir aquello que me habéis traído. Sois caballero, pero tanto secreto y lo avanzado de la noche me hace presentir que de nada bueno se trata.
—La hora en parte se debe a que he de marchar para Siena al amanecer. A ello me conmina nuestro rey y emperador. El dinero es porque quiero un buen trabajo y… bien, sí, para qué negarlo: algo de peligro hay en el encargo. —Pero entonces don Diego puso sobre la mesa una segunda bolsa de oro.
El viejo miró la nueva bolsa y miró el cuero con el libro.
—Aunque sean poemas del mismo diablo, mañana me pondré al trabajo —dijo el anciano acercando la luz a la segunda bolsa.
—Poemas no son, pero espero que cumpláis vuestra palabra o por Dios que a mi regreso de Siena os he de encontrar y cobraros a palos la traición de no servirme bien en este encargo. Imprimid este libro y luego marchad de la ciudad. Si el trabajo se hace bien sabré de ello, pues sin duda las noticias llegarán hasta Siena. —Y don Diego dejó un tercer saco de monedas sobre la mesa—. Me consta que el negocio no os va bien, pero este extra es por las molestias de vuestro mudar de ciudad.
El viejo tenía aquella imprenta heredada de su padre. Años atrás, recién nacida aquella invención de juntar palabras, todo fue bien, pero luego fueron tantas las imprentas que apenas había ya negocio para sobrevivir. Aquel encargo parecía como llegado del cielo; o del infierno, que a él tanto le daba. El viejo asintió y empezó a hojear las primeras páginas del libro. Don Diego no esperaba que hubiera ni ocasión ni necesidad de intercambiar más palabras, así que se encaminó hacia la puerta.
—Hay un problema, caballero —añadió el viejo mientras don Diego atenazaba el tirador de la puerta.
El caballero se detuvo y se volvió despacio.
—¿Qué problema?
—Aquí, en el libro, no figura autor alguno.
Don Diego sonrió de forma siniestra.
—No lo hay. Es un libro sin escritor ni noticia donde encontrarlo; y vos, amigo mío, vos no me habéis visto. —Y dio media vuelta, abrió la pesada puerta y se  desvaneció en la noche de aquella ciudad mojada y oscura.


Roma. Año del Señor de 1555

El papa miraba por la ventana. El gran inquisidor insistía en aquel punto una y otra vez ante el silencio del pontífice.
—Es imperativo que nos pongamos manos a la obra en este asunto de los libros, santísimo padre.
—¿Qué asunto? —preguntó el papa Julio III con aire distraído.
El gran inquisidor sonrió para ocultar en aquella mueca falsa su rabia. Aquel maldito papa sólo pensaba en Inocencio, el niño que había adoptado de la calle y que se había atrevido a nombrar cardenal pese a ser medio analfabeto para sonroja de todos. El inquisidor sabía que necesitaban otro papa, pero, de momento, el asunto de los libros apremiaba y algo debía hacerse a la espera de encontrar el sustituto adecuado para aquel inútil.
—Se trata del índice de libros, el Index librorum prohibitorum, santísimo padre.
Los herejes cada vez publican más libros con esa máquina infernal de la imprenta y no sólo ellos, sino que hasta desde reinos bien fieles como España se imprimen libros libidinosos o con críticas manifiestas contra el clero.
—¿Desde España? —preguntó el papa algo sorprendido. La verdad es que no había escuchado demasiado nada de lo que había dicho su interlocutor aquella mañana.
—Sí, santidad —continuó el inquisidor, convencido de que se estaba ganando el cielo a base de ejercitar una paciencia infinita—. En España mismo se ha publicado, por ejemplo, ese insultante Lazarillo de Tormes, donde se hace mofa de todo y de todos —y el inquisidor iba tornándose rojo a cada palabra, a cada sílaba—, y en particular hace burla de clérigos y arciprestes y hasta de las mismísimas bulas papales con un escarnio tan impertinente como sacrílego que no podemos, que no debemos tolerar.
—El Lazarillo de Tormes —repitió su santidad—. ¿Tan popular se ha hecho ese libro?
—Hasta cuatro impresiones diferentes hemos detectado el año pasado entre Amberes, Burgos, Medina del Campo y Alcalá. Hay que detener libros como éste, santidad; hay que prohibirlos y quemarlos y alejar a los pecadores de ellos.
—Supongo que tenéis razón —respondió el papa al tiempo que bajaba la cabeza pensativo; hasta que, de pronto, parpadeó y, con curiosidad, preguntó—: ¿Y quién ha escrito ese libro?
El gran inquisidor, que había empezado a dibujar un semblante de satisfacción al obtener el permiso de su santidad para iniciar el proceso de creación del Índice de libros prohibidos, dejó de sonreír.
—No lo sabemos. —Y el inquisidor hizo una breve pausa—. No lo sabemos aún, santidad, pero lo averiguaremos.
Apenas cuatro años después, en 1559, el Index librorum prohibitorum fue oficial. En él ingresó el Lazarillo de Tormes; sin embargo, pese a todos los intentos de la Sagrada Inquisición, cuatrocientos cincuenta y tres años más tarde, seguimos sin saber quién fue su autor. Tras los inquisidores, con un espíritu opuesto, cargados de nobleza y ansia investigadora, llegaron los grandes estudios sobre literatura de los siglos XIX, XX y XXI y sus conclusiones: la atribución de la autoría del Lazarillo de Tormes a don Diego Hurtado de Mendoza parece ser una de las que mayores seguidores y pruebas tiene, y, en consecuencia, así lo he recreado en los párrafos iniciales de este capítulo. No obstante, además de don Diego Hurtado de Mendoza, se ha considerado que el Lazarillo quizá pudo ser obra de un secretario erasmista del emperador Carlos V, o del mismísimo Fernando de Rojas, autor de La Celestina; o quizá del jerónimo fray Juan de Ortega o de Sebastián de Horozco o del dramaturgo Lope de Rueda o de Juan Maldonado, Gonzalo Pérez, Bartolomé Torres Naharro o hasta del humanista Luis Vives. La lista de posibles autores es casi interminable.
Siempre pensé que el que no se conociera quién es el autor de esta novela era una derrota de la literatura, pero cuando pienso en el gran inquisidor comprendo que el anonimato eterno de aquel escritor es, en realidad, una de las grandes victorias de la literatura universal.

Santiago Posteguillo
La noche en que Frankenstein leyó el Quijote
La vida secreta de los libros

jueves, 15 de junio de 2017

Auto fantasma

El domingo a la madrugada, venía por la ruta 11 desde Corrientes hacia Formosa y, como era de esperarse, mi pobre y destartalado FIAT 600 se rompió. Me tiré a la banquina esperando que alguien me auxiliara y a los 10 minutos apareció un Mercedes Benz Kompressor impresionante a 190 km/h pasando frente a mi. En eso veo que el tipo del Mercedes da marcha atrás y vuelve hasta el fitito. Ahí mismo se ofrece a remolcar mi pobre porquería y acepté enseguida, pero le pedir por favor que no corriera mucho, si no mi Fiat y yo, íbamos a ir a parar al carajo (obvio). Y combinamos que le iba a hacer luces cada vez que el Mercedes estuviera yendo más rápido de lo aconsejado. Entonces, el Mercedes comenzó a remolcarme, y siempre que se zarpaba con la velocidad, le hacía luz (lo pongo en singular, porque para variar, uno de ellas estaba en corto y no funcionaba).
En eso, aparece un Porsche Carrera GT 2, negro, polarizado, fachero mal, que intimida al Mercedes. Éste no deja que lo forreen y va: 120, 130,150, 190, 210, 240, 260 km/h!!!! Yo ya estaba desesperado y desfigurado!!! Haciendo luces como loco!!!! Y los otros dos locos a la par... y a fondo, ¡¡¡¡¡al taco!!!!! Por ahí, pasamos por un puesto de Policía Caminera del Chaco, pero... ni vi el radar, que registró impresionantes 270 km/h. Entonces el policía avisa por radio al próximo puesto de Gendarmería en Tatane: 
¡Atención! ¡Atención! Dos masculinos, uno en un Mercedes Gris Plata Kompressor y otro en un Porsche Carrera GT 2 Negro disputando una picada a más de 270 km/h en la autopista, y... muchachos... juro por mi vieja, por mis hijos y por mi laburo, por Diego, Dalma y Giannina: Atrás de ellos, chupado al Mercedes, viene un FIAT 600 haciéndoles luces para que lo dejen PASARRRRRR!

Vieja hija de p....

Hace rato fui al Waltmart a comprar cerveza... Estaba en la fila esperando a pagar y había una señora adelante y se me hizo raro, de hecho me sentí incómoda porque me miraba mucho, pero demasiado, y me pregunté ¿Qué onda la vieja esta? Le gustó o me conocerá de algún lugar.
Me dije: no pierdo nada le voy a preguntar, ¿Me conoce?
Y ella me respondió: No, es que te parecés mucho a mi hija...
Y yo me quedé así como, que me sorprendió... ¿Enserio? Y me gano la risa...
En eso me dice, es que el falleció hace un mes... y pues no supe que contestar...
Después me dice: ¿Te puedo dar un abrazo?
Y yo así con cara de sorprendida, y pues se me hizo fácil decirle que si, y tremendo abrazo que me dio que parecía garrapata la doñita y sigue avanzando la fila. Antes de pagar ella con su carrito de compras repleto de mercancía me dice: ¿Te puedo pedir un favor? Y pues le dije que si... a lo que ella me dice: "Me dices adiós Mami con la mano cuando me esté yendo. Esas fueron las últimas palabras de mi hija antes de fallecer y con el parecido que tú tienes me sentiría feliz escucharlas nuevamente."

Y me quedé así como en shock y dije que si, así se sentirá bien pues no me cuesta nada y le gritó a los 4 vientos para que todo el mundo escuchara:
"Adiós mami cuídate al rato voy..."
Como me pidió ella y hasta demás queriendo hacerla sentir bien, tan tierna la viejita... pues se fue. En eso me toca a mi pagar en la caja, paso con mi pack de cerveza y cuando voy a pagar la cajera me dice: Son $2,570 y le contesté ¿Queeeeeeé? ¿¿¿Estas loquita vo'???¿O que te pasa?
Y me dice la cajera: Son $70 pesos del pack y $2,500 de su mamá, ya que ella me dijo que eras su hija y que tu me pagabas. Y le dije: ¡¡Noo vieja gila!!, ni siquiera la conozco y salí corriendo a buscarla,pero ya se había ido...

miércoles, 14 de junio de 2017

Poema a un perro vagabundo

A ti, perro vagabundo
a quien todos miran, y nadie quiere
cabeza gacha y mirada que hiere
que despierta la más pura sensación,
un amor que palidece
y se convierte en compasión.

A ti, del humano fiel amigo
aunque de él no has recibido
más que pena y decepción.

A ti, que no vives y estás vivo
que buscas por entre las sobras
lo que vale y se ha perdido.

En ti, mi fiel amigo
no veo un ser mal herido
sino un colega que comparte
mi mismo destino...

...La soledad.

miércoles, 3 de mayo de 2017

Él y ella (poema humorístico)

Él
¡Que feliz soy amor mio! pronto estaremos casados,
el desayuno en la cama, un buen jugo y pan tostado
Con huevos bien revueltitos, todo listo bien temprano
saldré yo hacia la oficina y tu rápido al mercado,
pues en solo media hora debes llegar al trabajo.

Y seguro dejarás todo ya bien arreglado
pues bien sabes que en la noche me gusta cenar temprano.
Eso si, nunca te olvides que yo vuelvo muy cansado.
Por la noche, teleseries, Cinemateca barato.

No iremos nunca de shopping, ni de restaurantes caros
Ni de gastar los dineros, ni despilfarrar los cuartos
Tu guisaras para mi, sólo comida casera.
Yo no soy como a la gente que le gusta comer fuera...
No te parece, querida que serán días gloriosos?
y no olvides que muy pronto, yo seré tu amante esposo.


Ella
¡Que sincero eres mi amor!, ¡Que oportunas tus palabras!
Tu esperas tanto de mi que me siento intimidada.
No se hacer huevos revueltos como tu mamá adorada
se me quema el pan tostado, de cocina no sé nada.

A mi me gusta dormir casi toda la mañana.
Ir de shopping, hacer compras con la Mastercard dorada,
tomar té o el cafecito en alguna linda plaza,
comprar todo de diño y la ropita muy cara.

Conciertos de Luismi y JuanGa, cenas en La Guacamaya,
viajes a Punta Cana a pasar la temporada.
Piénsalo bien, aun hay tiempo la iglesia no está pagada.
Yo devuelvo mi vestido, y tu, tu traje de gala.

martes, 2 de mayo de 2017

¿Qué es una lágrima?

Podría dar la fórmula química de la lágrima,
pero sería una tontería.
Un líquido que sirve para lavar el globo ocular,
como dijo una vez un crítico en un comentario literario.
La lágrima también lava otras cosas.
La lágrima abre su corola celeste
sobre un signo de interrogación.
A veces es una pregunta.
A veces es una respuesta.
Pero siempre es un mensaje,
siempre es una mano que se tiende suplicante
y abierta a una mano que la estrecha….
Y no nace de los ojos.
Nace de la región de adentro,
esa que el miedo paraliza,
esa que la emoción o la tristeza
dejan un instante como suspendida en el aire,
igual que cuando bajamos
en un ascensor demasiado rápido.
Una vuelta de tuerca, con un temblor.
¿Qué es una lágrima?
Una lágrima es un poco decir adiós
a lo que los ojos vieron antes de la lágrima.
Porque las imágenes anteriores
ya no serán las mismas.
Porque cada vez que las miremos
después de la lágrima
las imágenes estarán impregnadas
de su humedad salada,
de ese sombrío fuego
que quemó nuestros párpados.
Nada es igual después de una lágrima.
Ni la alegría, ni el dolor, ni la luz, ni la fé,
ni la amistad, ni el amor.
Pero creo que lo que más cambia
es al ser que la llora.
A mí me fueron cambiando
las lágrimas que derramé en mi vida:
la que inauguró la soledad en mi infancia,
la que suplantó el grito de rebeldía
por las injusticias que se cometieron,
en mi adolescencia.
La que brilló como la estrella de Belén
para indicarme el camino
que llevaba al sendero bello y cambiante del amor.
La que me borró el espejismo de que cada uno
en el mundo tenía adjudicado su techo,
su pedazo de pan, su cuota de alegría,
su renovado asombro cotidiano.
La que me despertó frente al blanco envoltorio
donde una niña recién nacida en mitad de la noche
me hizo madre y mujer y rescató los pasos
de mis comienzos, que se me habían perdido
detrás de una maraña de rabias y ausencias,
de negaciones, de golpes
Si, a mí me fueron cambiando las lágrimas
que derramé en mi vida…
La que corrió por tu rostro cayendo de mis ojos,
resbaló por tu cuello,
humedeció tu pecho y regó tu corazón
haciéndolo más blando y más comprensivo.
Esa lágrima que no sé por qué magia,
por qué milagro inesperado disolvió las espinas
que suelen ir creciendo en las personas que se aman
y las van arañando sin que la adviertan,
impidiendo que uno se acerque al otro
por miedo a lastimar y uno no quiere decir que las ve,
que las toca, que las siente,
sino que cierra los puños y los ojos y las niega…
Las niega tres veces como Pedro
antes que cante el gallo de la lágrima
y despierte la verdad y por fin despierte la verdad,
sin fórmulas químicas, sin ecuaciones, sin tontos prejuicios.
Todo por una lágrima….
esa que atora al mundo
y el mundo se empeña en no llorar.
Poldy Bird

martes, 11 de abril de 2017

Carta

Por si no estoy cuando ya sepas leer con los ojos 
y con el corazón al mismo tiempo 
Cuando te miro, Verónica, tan chiquita, tan redonda, con tu pelito de seda, haciendo morisquetas frente al espejo, soy feliz... y tengo miedo. 
Porque el miedo es un raro ingrediente de la felicidad, sobre todo de esta felicidad mía tan pulida, tan dulce, tan nueva. 
Ahora no lo entiendes, claro, tienes nada más que un año, un añito que pregonas con tu índice en alto y una sonrisa de solo seis dientitos de conejo. 
Ahora tu mundo se reduce a los pajaritos de cartulina que papá colgó del techo de tu cuarto y el aire mueve constantemente para tu asombro y tu alegría. Y a la muñeca que buscando tu amistad solo encontró que te diviertas tirándola al suelo desde tu cuna. Y al muñeco de celuloide pintado de rosa que tiene campanas en la barriga y suena a gloria cuando lo mueves. 
Ah... tu mundo, tu mundo de sopa, de puré, de torpes balbuceos, de rodillas sucias de gatear por el piso, de chupetes, de pañales, de agua tomada con bombilla y verdaderas proezas para sacarle las perillas al televisor. Es un mundo chiquito, vigilado, seguro, con olor a colonia para bebés. Un mundo que cabe en la palma de tu mano gorda. 
Yo estoy en ese mundo, soy una enamorada de ese mundo. Sí, Verónica, ahora mamá está. Lloras de noche y corre a tu cuarto, te acaricia la cabeza, te dice que vuelvas a dormirte. 
Mamá ya te conoce bien, sabe todo lo que te gusta y lo que no te gusta, y cuando pone sus ojos sobre ti, te estudia, te analiza, trata de comprenderte, trata de aprender cuál es el camino que llega a tu corazón, para transitar siempre por él. 
Y ese es mi miedo.
Hoy estoy aquí, tan cerca tuyo, pensando la manera de hacerte feliz, segura de que a mi lado encontrarás la dicha. Pero... ¿si me muero antes de que seas grande? 
¿Y si me muero antes de poder responder a todas tus preguntas, antes de poder aclarar tus dudas, antes de poder secar las lágrimas de tus primeras desilusiones, esas que duelen tanto? 
No, no tengo que morirme, no quiero. 
Pero si me muero, quiero dejarte entre muchas, muchas cosas (mi vida, mis sueños, mi inmenso amor por ti), una carta para que la leas cuando sepas leer con los ojos y con el corazón al mismo tiempo. Y sientas entonces que estoy a tu lado, que estirando la mano puedes tocarme en el aire y afinando el oído puedes escuchar mi voz y mi risa (porque por sobre todas las cosas quiero que te acuerdes de mi risa). 
Verónica, gorrión, esta es la carta: 
“A tu alrededor hay un mundo con todo lo que conoces, con todo lo que amas. 
Más allá, un mundo grande, bello y peligroso, donde te espera todo lo que te hará mujer: el amor, el hombre, la decepción, la angustia, el llanto, la felicidad. 
Para entrar a ese mundo no uses cábalas, no cierres los ojos, pero tampoco los abras con la intención de ver todo lo malo, lo negativo, lo gris. 
No cierres tu corazón con siete llaves, pero tampoco lo dejes sin ninguna cerradura. No te guardes todo, pero no lo des todo. 
No pienses que los caminos son fáciles y te lances a andar con los pies desnudos, las manos abiertas y los ojos lavados con el agua de los arroyos limpios. 
Tienes que llevar algo para el viaje, para cualquier viaje que emprendas; un equipaje sencillo y necesario que te ayude y te proteja: la pequeña armadura de tu voluntad para recuperarte de las caídas, así ninguno de los golpes que recibas llegará a romper tu fe; la ternura, porque con la ternura se curan los pajaritos enfermos, se hace reír a los niños y se llena de alegría el corazón de los que queremos. 
Y lleva amor, mucho amor, para los que te amen y para los que te odien. 
Porque alguien te va a odiar, no sé quién y no sé por qué... alguien te va a odiar sin motivos para odiarte, y el que odia, Verónica, no es malo... solamente está enfermo.
Recuerda que en tu mundo viejo y en tu camino nuevo tienes un amigo. 
Es un hombre que te conoce desde que naciste. 
Es un hombre que te quiere más que a sí mismo y, aun no comprendiéndote, aun equivocado, siempre va a buscar lo mejor para ti, te va a proteger, te va a ayudar. 
Un hombre que hará por ti lo que sea necesario hacer ¡y más! 
Un hombre que busca tu luz para iluminarse y busca tu risa para sentir que la vida no se ha vivido en vano. 
Un hombre que cuando eras chiquita te compró unos pajaritos de cartulina blanca y negra y los colgó del techo de tu cuarto con hilo de coser. Papá. Tu papá, Verónica. 
Puede ser que entonces esté fuera de época, que lo encuentres muy severo o demasiado intransigente; pero si tienes algún problema, acércate a él y díselo. No hallarás mejor amigo que quien ha pasado noches en vela cuando estabas enferma y rezó por ti cuando ya había olvidado las palabras de las plegarias, y lloró de emoción la primera vez que lo llamaste “papá”. 
Y, al fin, no quiero engañarte, decirte que te dejo en un mundo de rosas, ruiseñores y todas cosas bellas... Pero tú puedes hacer que tu corazón las invente y cuando lo lastime una espina, sepa que detrás de la espina está el maravilloso milagro de una flor. 
Tu mamá”
Poldy Bird