viernes, 25 de mayo de 2018

Los obsesivos sucesivos

XXX. PAUSA TRECE: 
(PARA LA RESURRECCIÓN DE 
VARIOS CUCHILLEROS PENDIENTES)

Los obsesivos sucesivos
Borges, usted seguramente oyó hablar de una familia de cuchilleros, los Ibarra…
–Usted se refiere a los Iberra, los hermanos Iberra… uno de ellos, el mayor, mató al más chico porque le faltó el respeto, debía más muertes que él… cosas de muchachos, como me dijo cuando me contó esta historia el tío de los Iberra…
No, Borges, los que yo le digo son los Ibarra, Ibarra con “a” y no con “e”.
–No, de esos Ibarra no he tenido noticia. Cuente nomás…
Los Ibarra vivieron en una casa de la que todavía se puede ver en San Telmo. La familia estaba constituida por don Irineo Ibarra, su mujer y sus tres hijos muy varones.
Un día don Irineo notó que su hijo mayor no usaba cuchillo nada más que para esa cosa indigna que es el comer. Notificó a su hijo que eso no podía ser. Discutieron. El padre le dijo:
–No te da vergüenza, con tus veinticinco años… les estás dando el mal ejemplo a tus hermanos… usá de una vez el cuchillo, o te haces doctor en cobardía…
–Usted es más cobarde que yo, viejo: yo al menos no preciso la compañía del cuchillo, me valgo solo.
–Sos un insolente, del cuchillo así no me habla… por más hijo que seas he de matarte, y ya lo estoy haciendo…
En este caso, Borges, de las palabras al hecho hubo muy poco trecho. El padre avanzó. El hijo recibió el acero. Cayó sin mirada. La madre observó quieta. Pasó un año.  El segundo hijo de don Irineo Ibarra le dijo una mañana:
–Papá, usted mató a mi hermano, no voy a discutir por eso: quiero peliar ahora con usted…
Don Irineo le contestó con alivio:
–Está bien… estabas tardando.
Y ya no hubo más palabras. Esta vez el más rápido fue el hijo. Las últimas palabras que el quedaban a don Irineo las utilizó para decir:
–Llévate a tu madre de aquí…
Pasó otro año, exactamente otro año. Quedaban en esa casa dos hijos, y la madre, y el coraje heredado por los dos.
El más chico le dijo al mayor lo previsible:
–Vos mataste a mi padre, vas tener que peliar ahora conmigo.
El otro le contestó, también con alivio:
–Y bueno…
El más chico se limitó a un esquive y a meter su puñada donde ya no duele. El que iba a morir, tapándose la herida, le dijo:
–Ya tuvo que venir la vieja, sacala de aquí…
Pasó otro exacto año más. Y en esa casa se producía la implementación geométrica del destino. La madre una mañana le avisó al hijo restante:
–Mataste a mi hijo, ponete en guardia que hay algo pendiente…
–Pero mamá…
–Si te callás te va ir mejor!
La madre enarboló el cuchillo. El hijo lo vio llegar hasta su pecho. No se quejó.
¿Qué cree, Borges, que pasó después?
Le cuento: dicen que la madre dijo:
–Alguien debe llorar en esta casa, y aquí me quedaré para eso.
Cada día elegía la memoria de uno de sus cuatro muertos queridos. Y por él lloraba.
Dicen que siempre decía, cada vez que nombraban al mayor, al que no admitió el uso del cuchillo entre sus gestos:
–Muchacho atolondrado… no sé quién le metería esas ideas modernas en la cabeza…
(Después de eso, la cámara se aleja, aparece la palabra FIN, y la gente se levanta de sus butacas, Borges… Lástima que esta historia nos sea cierta, ¿verdad? Pero qué le vamos a hacer, son cosas de la vida, de la vida de morondanga que nos ha tocado vivir. De todas maneras, ¡feliz cumpleaños, don Jorge Luis!)

 Rodolfo E. Braceli  (1979) “Don Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo” XXX. Pausa trece: (para la resurrección de varios cuchilleros pendientes) Los obsesivos sucesivos pág. 162

Don Nievas, el eficaz

XXX. PAUSA TRECE: 
(PARA LA RESURRECCIÓN DE 
VARIOS CUCHILLEROS PENDIENTES)
Don Nievas, el eficaz
La siguiente historia no merece duda. Ocurrió en Mendoza, en el año 1950. Se la debo a un gran amigo que no miente: Salvador Sánchez, ex carnicero, ex camionero, actualmente periodista, algún día cineasta.
Don Nievas era hacedor de cuchillos, porque en verdad los hacía: templar acero era su faena cotidiana.
En la fábrica de hielo, donde también trabajaba don Nievas, empezó a recibir la provocación de un tipo con aspecto de gorila, enorme y mucho más joven que él. Varios, y el propio Sánchez (que me consta, es bueno para las trompadas), quisieron defenderlo. Don Nievas serenamente los contuvo. A cada uno, le dijo: “Le agradezco: esto sé como arreglarlo”. Y sabía.
Un día, el enorme gorilón estaba tomando agua de una canilla, agachado. Don Nievas lo vio, se acercó y con un martillo que tenía en la mano le dio un solo golpe en la nuca. El otro quedó tendido, sin conocimiento y sin habla por una semana.
Cuando recuperó el conocimiento, don Nievas fue a verlo al hospital. Sin levantarle la voz le dijo:
–Vea, no me busque otra vez porque me va a encontrar. La próxima vez que me moleste le voy a meter una puñalada, pero va a ser por la espalda.
Santo remedio. No jodió más el gorilón.
Este sencillo caso, Borges, está cargado de paradojas. Una paradoja: el hacedor de cuchillos se begaba a usarlos. Otra paradoja: el hombre de coraje proponía una puñalada por la espalda.
Duelo muy particular éste, pues se terminó con una frase muy didáctica.
Don Nievas va a figurar en la historia cuchillera por haber hecho cuchillos que hablaban solos, por no haberlos precisado nunca, por haber resuelto un duelo con un acero sin punta, el del combito, y con una frase que no necesito cumplir.
Sí, merece memoria la eficacia de don Nievas.

Rodolfo E. Braceli (1979) “Don Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo” XXX. Pausa trece: (para la resurrección de varios cuchilleros pendientes) Don Nievas, el eficaz 
pág. 161

Un cuchillero de prestigio inmerecido

XXX. PAUSA TRECE: 
(PARA LA RESURRECCIÓN DE 
VARIOS CUCHILLEROS PENDIENTES)

Un cuchillero de prestigio inmerecido
Pero no crea, Borges, que me he especializado en documentar historias de cuchilleros incomprendidos, o con mala suerte. Sé de un cuchillero que llegó a mucho, pero sin merecerlo. Yo en la realidad ya conté a usted esta historia, en mi entrevista del 28 de marzo de 1978, para ver cómo reaccionaba ante mis relatos. Se entusiasmó mucho y me dijo: “Escriba eso rápidamente que si no voy a plagiarlo…” Yo por las dudas registro estos apuntes, no es que desconfíe…
Se trata del Bizco de Guaymallén, un matón mendocino del año veinte. El Bizco tenía, ya se verá, la suerte de sus desgraciados ojos… Sí, dije bien, la suerte de sus desgraciados ojos.
Este hombre hizo carrera con el cuchillo, llegó a abreviar la vida de siete hombres, aunque no daba para tanto. Algo les pasaba a quienes lo enfrentaba: se distraían con su mirada equívoca. Los ojos enemistados del Bizco de Guaymallén desconcertaban a sus adversarios. Y en los duelos, con la desconcentración, pasa como en el tenis. Pero aquí la primera vez es la última.
La cuestión es que ese segundo de distracción le costaba la vida a quienes sucesivamente iban enfrentando al mentado Bizco. No precisaba nada más que ese segundo, el Bizco, para colocar debidamente su cuchillo.
Así es que sumó siete hazañas.
Hasta que un mal día le llegó al octavo hombre, se topó con Ismael Donaire, el que nunca miraba a los ojos. Donaire no padeció la fatal distracción de sus antecesores y allí mismo el Bizco de Guaymallén cesó en sus funciones de corajudo.

Rodolfo E. Braceli  (1979) “Don Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo” XXX. Pausa trece: (para la resurrección de varios cuchilleros pendientes) Un cuchillero de prestigio inmerecido pág. 160

El mal minuto

XXX. PAUSA TRECE: 
(PARA LA RESURRECCIÓN DE 
VARIOS CUCHILLEROS PENDIENTES)
El mal minuto
Casos de mala suerte entre cuchilleros de coraje verificado han habidos otros, se lo aseguro, Borges.
Usted, como perito de asuntos del acero y la cobardía, deberá saber que todos los hombres, todos, tenemos un minuto de cobardía, por lo menos uno. A todos, desde Napoleón para abajo, les ha llegado en un determinado minuto de sus existencias ese miedo paralizante.
Lo peculiar de ese minuto de miedo, que de pronto nos atenaza la nuca, es que no se produce necesariamente en instancias de duelo o riesgo. Viene sin aviso. A lo mejor viene tomando la inofensiva sopa.
Bueno, de mis investigaciones y apuntes, elijo un caso, el caso de un hombre que fue visitado por ese mal minuto, vaya a saber por qué mala leche, por qué confluencia de azares, justamente en el minuto anterior a un duelo. Eso se llama tener mala suerte…
Esto que le refiero aconteció en un duelo que se produjo en Lobos, allá por el año treinta de este siglo.  Hay distintas versiones del suceso. Se las enumeraré en seco, sin el menor esmero literario, por dos motivos: porque de nada vale que me esmere, y porque nadie quiere sacrificar el carácter estrictamente documental de estas notas que ya empiezo a compartir con usted:
Versión primera: amigos hasta la muerte
Va empezar el duelo entre Ñandú Bombal (un chileno que viajó chiquito a Buenos Aires) y Camilo Quijano. Fue a Bombal, el más cotizado en ese pleito, a quien le bajó el minuto ese que todos los mortales tenemos asignados por lo menos una vez en la vida. Alcanzó a sacar el cuchillo, por puro hábito, pero se quedó con el brazo desplomado.
Quijano lo miró: vio la mano del cuchillo contrario sin alma, muda. Dio un paso, se dispuso a dar el salto  para la arremetida, pero frenó. Pensó que el quietismo de Ñandú Bombal era una estrategia, una artimaña de mañoso. Y allí se quedo Quijano, esperando algún movimiento de Bombal. Y allí se quedaron los dos, en ese duelo congelado, ignorantes de lo que les pasaba…
Según parece, los dos arrojaron a la vez sus cuchillos y se dieron un abrazo contundente, como de próceres. Después del abrazo fueron amigos hasta la muerte, que a los dos les vino de muerte natural.
Versión segunda: amigos y algo más…
Los hechos iniciales del suceso casi no se modifican. El mal minuto desciende sobre la engominada nuca de Ñandú Bombal, que se paraliza. Quijano lo ve demasiado quieto y supone artimaña. Allí se quedan los dos. No hay acción. No habrá puñaladas. Pero se acopla un detalle desencadenante: los estaban mirando sus respetivas mujeres. A éstas, a su vez, las estaba vigilando la luna. De manera que, ni los malevos ni sus mujeres podrían en adelante mentir sobre ese pavoroso derrumbe del coraje. Ante la irrevocable vergüenza que les venía de semejantes testigo, hebras y luna, Bombal y Quijano se van del lugar, pero se van juntos, muy juntos. Arrojarán sus vidas en un suburbio sin nombre. Vivirán bajo el mismo techo y hasta dormirán en la misma cama porque nunca más, suponen, tendrán derecho a nada en el mundo, ni siquiera a otras mujeres.
Versión tercera: la otra cobardía
 Otra vez los dos ahí, frente a frente. El minuto inoportuno cae sobre la nuca de Ñandú Bombal, que se queda muy quieto. Quijano amaga una vez, pero a la segunda no amaga: entra con su cuchillo categórico.
Ñandú Bombal cae. Desde el suelo lo mira a Quijano y con asco le dice:
–¡Cobaaarde!
–¿Cobarde por qué?
–Porque a un hombre con miedo no se lo mata, se lo espera…
Versión cuarta: la compensación
Ñandú Bombal y Camilo Quijano ya tienen los cuchillos dispuestos. El minuto ese baja sobre Bombal. Bombal alcanza a decir:
–Espere, no me maté, tengo miedo… espéreme un minuto…
–Lo espero.
Media hora después otra vez Bombal y Quijano con los cuchillos listos. Ñandú Bombal resulta más ligero y mata a Camilo Quijano, el que lo esperó. Quijano se muere sin comentarios. Ñandú Bombal alcanza a decirle:
–Espéreme otra vez: yo de vida regalada no vivo…
Y se hunde el cuchillo, y cae junto al otro.
Los dos quedan mirándose, hasta que ocurre lo de siempre. Viene una mujer de ropas oscuras y les baja los párpados, y se hace la señal de la santa cruz.

 Rodolfo E. Braceli  (1979) “Don Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo” XXX. Pausa trece: (para la resurrección de varios cuchilleros pendientes) El mal minuto pág. 157

La historia secreta del Hombre de la Esquina Rosada

XXX. PAUSA TRECE: 
(PARA LA RESURRECCIÓN DE 
VARIOS CUCHILLEROS PENDIENTES)

La historia secreta del Hombre de la Esquina Rosada
Ha habido malevos con muy mala suerte, Borges, malevos que podrían haber llegado a más, pero…
Créame, cuando leí Hombre de la Esquina Rosada, me quedé muy preocupado por la conducta de Rosendo, el pegador. Traté por todos mis medios posibles de responder a estos interrogantes: ¿Por qué aflojó Rosendo? ¿Por qué no aceptó el duelo que le proponía el provocador forastero? ¿Por qué no se hizo cargo del cuchillo que le impuso su mujer, la magnífica Lujanera?
No hay caso, las respuestas que me di para tales interrogantes, no me conformaron. Tampoco me conformó la explicación que usted propuso sobre la conducta de Rosendo Juárez en El informe de Brodie. Me olió a literatura y no a verdad. Por eso empecé por mi cuenta a hacer averiguaciones sobre la extraña huida de Rosendo Juárez. Me impuse descubrir qué había pasado por el alma de Rosendo en aquel momento en el que no aceptó el duelo. Hice mis averiguaciones –inclusive consulté a un par de psiquiatras– convencido de que la vergonzosa huida de Rosendo no había sido ocasionada por el miedo, ni por la vergüenza, como usted dice. Allí había otra cosa que lo había hecho actuar (o no actuar así). Allí había una causa secreta…
Casi cuatro años de mi juventud me llevó confirmar mi, al principio, difusa hipótesis, resolver aquellos intranquilizantes interrogante. Fueron cuatro años fatigantes de preguntar y preguntar, de tener que oír infinitas historias de almacén. Pero mi empeño no fue al cuete. Un día conocí al hombre que tenía toda la verdad, nada más que la verdad, solamente la verdad: don Toribio Z, un viejo trenzador que espera su definitiva noche en un ranchito de Carlos Tejedor. Don Toribio me relató esto que traslado a usted, Borges, sin ponerle ni quitarle:
A Rosendo Juárez lo conocí dos años después que se fue de su pueblo y de la Lujanera, por no poder afrontar el duelo que le proponía un tal Francisco Real. El Rosendo que yo conocí era un hombre callado, casi una tumba. Nunca lo vi reír. Nunca lo vi conversar con nadie. Decía las palabras mínimas para la sobrevivencia. Así, siempre hosco, siempre tumba lo vi transcurrir veinticinco años. Yo vivía a pocos metros de su pieza. No tenía más remedio que ser la persona más allegada a su enconado silencio. Varias veces, con el consentimiento de algunos vasos de vino, le pregunté qué guardaba tan dentro suyo. Nunca soltó nada. Pero una noche me despertó y me dijo: “Don Toribio, ya tengo edad para morirme, y no quiero irme de este mundo llevando la carga de este pesado secreto”. Entonces Rosendo me refirió lo que realmente le pasó aquella noche en el baile de la Esquina Rosada… Resulta que cuando Francisco Real entró en el salón, y lo encaró y le dijo que venía a buscarlo para pelear y ver quién era más hombre, Rosendo tuvo un percance fiero: una descompostura de estómago lo visitó justo en ese crucial momento. No tenía miedo Rosendo, quería peliarlo a Francisco Real… pero no daba más. Cuando la Lujanera, su mujer del alma, lo sacudió y le sacó el cuchillo y se lo puso casi en la jeta aborreciéndolo y gritándole “Rosendo, creo que lo estarás precisando”, el pobre Rosendo estaba a la borde de hacerse encima… Entonces se fue, ultrajado por las miradas de todos. Quiso justificarse con unas palabras, pero seguro que no se las escucharon. Y salió de allí, humillado para siempre, con unas ganas absolutas de encontrar la oscuridad, bajarse los pantalones y por fin estallar su ya incontenible apocalipsis intestinal. Con las estrellas arriba hizo el buen Rosendo lo que tenía que hacer… pero ya era tarde para explicar nada: había sido crucificado por la incomprensión de sus contemporáneos. Por eso abandonó su pueblo, y se metió en el silencio, y fue propiamente una tumba…
Como podrá apreciar, Borges, nada épico lo que le pasó al pobre Rosendo en aquella infortunada noche de la Esquina Rosada. Pero qué le vamos a hacer, no todo en la vida ha de ser épico…
–Don Jorge Luis, ¿por qué se marcha?
–Lo que ocurre es que hoy es mi cumpleaños y vendrán algunos amigos a visitarme…
–Justamente, porque es su cumpleaños, hoy quiero contarle no una sino varias historias de pendientes de cuchilleros…

–Entonces me quedo. Cuente.

Rodolfo E. Braceli  (1979) “Don Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo” 
XXX. Pausa trece: (para la resurrección de varios cuchilleros pendientes) La historia secreta del Hombre de la Esquina Rosada. p. 155

domingo, 13 de mayo de 2018

Mamá de niebla

Elda la miraba irse con su vestido de volados amarillos y el hermoso cabello rubio alborotado a los lados de su cara… ¿Cómo describirla?..., no tan linda como…, iluminada, eso, iluminada. Elda la miraba irse y ella agitaba su brazo desnudo en el que tintineaban las pulseras, muchas pulseras diferentes puestas todas juntas.

* * * *

Elda la miraba irse, tan perfumada, vestida como para una fiesta, el sol del mediodía tragándose su leve sombra, y ella le envió un beso agitando las puntas de sus dedos como las alas de un pajarito, y subió al coche azul con chofer, escoltada por tía Cecilia y por un ancho señor desconocido.
Cuando Elda entró a su casa, tía Juana, la otra hermana de ella, hacía un montón con las preciosas ropas del ropero, poniendo cara de asco y rezongando:
__Pero acá no limpiaban nunca, no lavaban la ropa… ¡La tierra que se ha juntado en los sillones, debajo de las mesas, de las sillas…! Y esas camas revueltas, ¿nunca les cambiaban las sábanas?
Elda pensó, miró la blusa tan almidonada de tía Juana, se rascó la cabeza, y en voz baja respondió que algunas veces las cambiaban.
__Tía Juana, ¿mamá va a tardar mucho en volver? ¿Por qué yo no puedo ir con ella a la fiesta? ¿Por qué no fuimos todas?
__Porque…, porque no era para niños, y hay lugares a los que no se puede ir a los siete años… ¡Pero mirate la facha! Parecés una pordiosera. Como si no hubiera agua en esta casa. Y te rascás la cabeza como si tuvieras piojos. Vení que te voy a pegar un buen baño y te voy a vestir como la gente.
Fue un baño aburrido, sin botecitos de papel de diario flotando en el agua, sin pétalos de rosas haciendo de pececitos rojos, sin harina esparcida por el piso del cuarto de baño y del pasillo haciendo las veces de arena…
También fue aburrida la cena: tía Juana la obligó a sentarse en la mesa, comer con los cubiertos, ponerse servilleta, y después no quiso llevarla al patio del fondo para tirarse las dos cara al cielo, sobre los mosaicos, a pescar con los ojos estrellas fugaces y pedirles tres cosas a cada una.
__Con mi mamá lo hacemos siempre… ¿A qué hora va a volver mamá?
Esa noche no regresó. Tampoco al día siguiente. Tía Juana y tía Cecilia se llevaron con ellas a Elda. A una casa amplia y limpia, por cuyos pisos espejados había que transitar con patines de felpa.
_Quiero ir con mamá.
_Quiero ver a mamá.
_¿Por qué no viene mi mamá a buscarme?
Por las respuestas evasivas de las tías, por fragmentos de conversaciones que escuchaba conteniendo el aliento detrás de las puertas, Elda supo que su mamá estaba enferma “de la cabeza”, que era “peligrosa”, que: “no podía convivir con la gente normal” y “menos mal que no se dio cuenta de que la llevábamos allá aquel día, porque si no, hubiera sido capaz de arrojarse del auto”.
Peligrosa. Enferma. Capaz de arrojarse del auto… Elda no entendía nada. Se sentaba acurrucada en un rincón oscuro de la sala para poder recordar a su mamá tan linda, tan joven, tan rubia, con olor a crema de manos y a colonia de flores; su mamá jugando con ella de rodillas en el piso, contando caracolillos de mar que guardaba en una vieja caja de lata. A los caracolillos les preguntaba todo: si lloverá mañana, si tenían que comer carne o verdura, si podía cortar un ramillete de jazmines para ponerlo junto al retrato de papá que se fue al cielo con las alondras… Y los caracolillos contestaban: un puñado que sumaba un número par, NO; un puñado que sumaba un número impar, SI; y si por casualidad eran justo quince: ¡Dios las estaba mirando en ese preciso instante para concederles una gracia!
Peligrosa su mamá.
Solamente una vez la vio enojada…, sí…, una vez que vino alguien a reclamar el pago de algo…, y ella lo corrió apuntándolo con las puntas de las tijeras…, ¡pero después se reía, se reía del susto que se había llevado el pobre infeliz! Y nadie vino jamás a reclamar dinero. A veces se pasaban dos días sin comer, bebiendo agua con blancas cucharadas de azúcar, porque los caracolillos decían que no.
Otras, salían cinco, seis veces a la calle a comprar helados de frutilla, tan lindas las dos, con vestidos a los que su madre les había pegado, con engrudo, estrellitas plateadas hechas con papel de chocolatines. Y toda la gente del barrio las miraba, las miraba, y cuchicheaba de envidia, de admiración…
¡Y el día que los caracolillos dijeron libertad a la aves! ¡Qué día! Las dos corriendo como ráfagas celestes y el dueño de la pajarería gritando, enajenado: “?Policía, policía, esas dos me han hecho escapar todos los pájaros! ¡Canarios colorados, reyezuelos, oropéndolas, petirrojos y mirlos, un ruiseñor, ocho jilgueros nuevos!”. Y ellas se encerraron con llave, muertas de risa y de miedo, arreboladas, y le prendieron una vela a cada malvón de las macetas del patio. Como no había fideos para la sopa, arrancaron los botones de todos los vestidos, pero por más que mamá los hirvió durante horas, el nácar no se ablandó; entonces los pusieron en un balde con agua y los dejaron allí esperando que se convirtieran en perlas: “Y seremos ricas”,le prometió su madre.
¿Quién pudo haberles dicho a tía Juana y tía Cecilia que su mamá estaba loca? Y ellas…, ¿por qué creyeron esa infamia? Y los vecinos que atestiguaron en contra…, y Elda supo que dijeron que “la criatura no puede estar en manos de una insana”… ¡¿qué sabían los vecinos?! Envidiosos, mediocres, que las miraban boquiabiertos al verlas descalzas, como diosas, y con tiaras de flores trenzadas en la cabeza…

* * * *

Cuando cumplió trece años, tía Cecilia y tía Juana la sentaron en el sofá del living, y la apuntaron con sus índices:
__Ahora ya sos grandecita.
__Y podés conocer la verdad.
__Tu mamá está internada en un hospital para enfermos mentales…
__La pobrecita estaba muy enferma…
__Tuvimos que internarla engañada…
__Diciéndole que íbamos a llevarla a una gran fiesta…
__Sos una señorita y podés ir a verla.

* * * *

Por el largo pasillo de paredes descascaradas, Elda la vio venir caminando. Delgada, de guardapolvo gris. Se detuvo frente a ellas. Sin olor a perfume. Con el cabello corto y opaco, y gris. Con ojeras violetas, en alpargatas, sin collares, sin pulseras, con los ojos tan ausentes y apagados que era como si estuvieran recorriendo lejanísimos senderos de la muerte.
Tía Cecilia besó su mejilla hundida y murmuró:
__Esta es Elda.
Elda esperó el abrazo, la risa, la explosión de llanto, una mirada cómplice, la pregunta: “¿Qué me mandan decir los caracolillos?”. Pero una mano se extendió hacia su mano, y una voz sin matices dijo:
__Mucho gusto, señorita.
No pudo contestarle. No pudo hablar con ella. Rezó para que se pasara pronto la hora de visita. Tuvo que volver allí muchas veces. Porque tía Juana y tía Cecilia se lo exigían, le gritaban que estaba obligada a hacerlo, que su “pobre madre” bien lo merecía.

* * * *
 
Por eso, los domingos, de tres a cuatro, Elda se sienta junto a esa mujer de guardapolvo gris, que la trata de usted y le agradece con fría cortesía sus paquetes de masas, de caramelos, de galletitas saladas. Y la mira como con avidez. A veces, Elda pronuncia, con una recóndita esperanza, la palabra “caracoles”, y la mujer hace una mueca de asco y dice: “Ni se te ocurra traerme caracoles, jamás los comería, son repugnantes”.
Y Elda se va “hasta el domingo próximo”, y no entiende, no puede entender por qué le sacaron a su bella mamá con olor a heliotropos y jazmines, abridora de jaulas, fervorosa creyente de milagros, inventora de playas de harina en los cuartos de la casa, haciendo ruido con las veinte pulseras de su brazo… No entiende por qué le sacaron a su bella mamá para entregarle ésta, ahora, esta mamá de niebla.
Poldy Bird