Yendo de Córdoba hacia el antiguo convento de los Mercedarios, sobre la orilla derecha del río Primero, se nos ocurrió torcer por un atajo para visitar el arrabal de San Vicente.
Algo más que un arrabal de la docta ciudad, un pueblecito semejante a lo que son Flores, Belgrano y Barracas para Buenos Aires, eso es San Vicente. Como ellos, no surgió a consecuencia de la extensión de la ciudad, sino más bien como un conjunto aislado, que en el andar del tiempo ira soldándose a ella de una manera más digna de lo que hoy está.
En efecto, compóne San Vicente de dos barrios: el más vecino a Córdoba es un rancherío pobrísimo, pasado el cual se entra en la parte moderna, adelantada, de tendencias tanto más aristocráticas cuanto humilde es el rancherío.
Es, por otra parte, igual a cualquier barrio moderno de cualquier parte del país, pero tiene una nota sumamente pintoresca: el cementerio.
Traspone uno los umbrales de aquella mansión y desde el primer momento siéntese invadido por un hálito de paz y bienestar. Estamos en la casa de la muerte y, sin embargo, desearíamos permanecer en ella mucho tiempo; formulamos quizás, íntimamente, el deseo de dormir allí el último y más tranquilo de los sueños.
No existen en aquella necrópolis monumentos de esos que demuestran riqueza u opulencia, que impresionan por la delicada labor artística… En cambio hay allí algo tan humano y tierno que conmueve hasta las fibras más recónditas del alma.
Pasado el patio encuéntrase uno en una huerta, en un jardín de crucecitas multicolores: las hay blancas, rosadas, celestes, verdes, todas brillantes de limpieza, todas muy próximas unas a otras, como que allí entierran casi de pie a los muertos.
Es la parte dedicada a los niños: los pequeños inocentes descansan allí entre flores, unos vecinos a los otros, bajo la sombra de sus crucecitas que a lo lejos lucen también como flores.
Las coronas de flores artificiales desteñidas por la intemperie, el verde fresco del césped, los macizos de flores, sobre que se levantan las vistosas crucecitas, nos dicen que el amor a los que no existen tiene un templo en el corazón de los deudos que visitan y cuidan las sencillas tumbas. Pero, hay algo más: cada cruz lleva en su parte alta una cajita con tapa de vidrio dentro de la cual están guardados los juguetes que prefirió el pequeño.
Se ven allí muñequitas, lamparillas, caballitos, muñecos a caballo o en burrito, muñecas de porcelana, de celuloide y hasta de trapo. Ninguna tumba de niño carece de ellos; las pobres madres piensan seguramente que allá, entre los bienaventurados, ha de sonreír feliz su hijito al contemplar los objetos que alegraron sus juegos.
E. Correa Morales
Hojas Sueltas, págs. 158-159