domingo, 3 de agosto de 2025

XVIII La fantasma

La mayor diversión de Anilla la Manteca, cuya fogosa y fresca juventud fue manadero sin fin de alegrones, era vestirse de fantasma. Se envolvía toda en una sábana, añadía harina al azucenón de su rostro, se ponía dientes de ajo en los dientes, y cuando ya, después de cenar, soñábamos medio dormidos, en la salita, aparecía ella de improviso por la escalera de mármol, con un farol encendido, andando lenta, imponente y muda. Era, vestida ella de aquel modo, como si su desnudez se hubiese hecho túnica. Sí. Daba espanto la visión sepulcral que traía de los altos oscuros, pero, al mismo tiempo, fascinaba su blancura sola, con no sé qué plenitud sensual. 
Nunca olvidaré, Platero, aquella noche de setiembre. La tormenta palpitaba sobre el pueblo hacía una hora, como un corazón malo, descargando agua y piedra entre la desesperadora insistencia del relámpago y del trueno. Rebosaba ya el aljibe e inundaba el patio. Los últimos acompañamientos -el coche de las nueve, las ánimas, el cartero- habían ya pasado... Fui, tembloroso, a beber al comedor, y en la verde blancura de un relámpago, vi el eucalipto de las Velarde -el árbol del cuco, como le decíamos, que cayó aquella noche-, doblado todo sobre el tejado del al. pende... 
De pronto, un espantoso ruido seco, como la sombra de un grito de luz que nos dejó ciegos, conmovió la casa. Cuando volvimos a la realidad, todos estábamos en sitio diferente del que teníamos un momento antes y como solos todos, sin afán ni sentimiento de los demás. Uno se quejaba de la cabeza, otro de los ojos, otro del corazón... Poco a poco fuimos tornando a nuestros sitios. 
Se alejaba la tormenta... La luna, entre unas nubes enormes que se rajaban de abajo arriba, encendía de blanco en el patio el agua que todo lo colmaba. Fuimos mirándolo todo. Lord iba y venía a la escalera del corral, ladrando loco. Lo seguimos... Platero, abajo ya, junto a la flor de noche que, mojada, exhalaba un nauseabundo olor, la pobre Anilla, vestida de fantasma, estaba muerta, aún encendido el farol en su mano negra por el rayo.

Juan R. Jiménez
“Platero y yo”, XVIII

viernes, 1 de agosto de 2025

San La Muerte

Las palabras se hacen borrosas en la tinta del papel escrito o tiemblan en la voz de los fieles que a la luz-y-sombra de las velas se arrodillan bajo la mirada sin pupilas de una figurita esquelética, que en los ranchos más humildes del Paraguay y el nordeste argentino preside el destino de sus habitantes, combina sus amores, los guarda de peligros o los hace ganadores en el juego.
La gente lo llama el Señor de la Muerte.
Su forma es la representación clásica de esa alegoría: un esqueleto sentado o de pie que a menudo lleva una guadaña. Millares de fieles le rinden un culto semisecreto, que culmina el 15 de agosto con las "misas" que le ofrecen ante los altares de las capillas privadas.
¿Desde cuándo? Las primeras referencias bibliográficas son las muy recientes publicadas por los investigadores chaqueños Raúl Cerruti y José Miranda. Pero el culto es antiguo, a juzgar por el aspecto de algunas imágenes y por el testimonio de viejos devotos cuyos recuerdos se remontan a más de medio siglo.
En la campaña correntina o el cinturón de villas miseria que rodea a Resistencia, en pueblos de Formosa o ciudades de Paraguay, el Señor de la Muerte –o San la Muerte–es amado, temido, premiado, castigado, invocado para bien o para mal. Algunas de sus devociones no se diferencian de las más apacibles del culto cristiano; otras se aproximan al vudú, y de ellas no se habla o se habla con un temblor en la voz.

VIDA Y MILAGROS
–Allá arriba está él –dice la paraguaya Fabiana Irala, señalando con la mano un rincón del rancho oscuro, donde hay que agacharse para entrar.
La figurita tallada se vislumbra apenas en la vitrina semicubierta de trapos negros que corona el altar. Después, sobre la mano de Fabiana, se define en líneas toscas y vigorosas, con las costillas pintadas de negro y una sumaria guadaña o báculo de metal en la mano derecha.
Para pedirle algo, hay que sacarle el bastoncito y prenderle una vela. Pero si es algo importante, taparlo con un paño negro y tenerlo en un rincón hasta que se cumpla.
–¿Qué le piden?
Te da todas las cosas, señor, todo lo que vos queras. Milagroso é. Cura, pero de toda enfermedá. Hace salir gente de la cárcel y es bueno pal amor.
(Le prendimos tres dedos de vela.)
El santo de doña Fabiana cumple los requisitos de la ortodoxia: tallado en hueso de cristiano y bendecido siete veces por un sacerdote. Esto es lo más difícil, pero Fabiana no tuvo necesidad de llevar la figurita escondida dentro de una vela o de otra imagen:
–A mí me lo bendició el padre cura de San José.
Hay algunos que lo usan para mal "y le tienen infiel", explica en Villa Federal, Resistencia, la médica Trinidad López, que tiene un santito de hueso y otro de plomo, muy visitados, El enemigo señalado por el conjuro "se seca y se muere". Pero ella –aclara–sólo los tiene para proteger su casa.
En Bañado Sur, ciudad de Corrientes, encontramos las dos imágenes más perfectas del Señor de la Muerte. De unos ocho centímetros de alto, estaban talladas en palosanto por el mismo artesano anónimo. Representaban a la muerte sentada, pero había sutiles diferencias: una era más enjuta y apretaba las sienes entre las manos; en la otra, las manos sostenían la mandíbula.
–Este es el Señor de la Muerte –aclaró la propietaria–. Aquél, el Señor de la Paciencia.
El fetiche entronca pues con una figura del culto cristiano, y en muchos lugares se los nombra indistintamente. Quisimos fotografiar las dos piezas de notable artesanía, junto con un par de hermosas tallas policromadas de Santa Catalina y San Antonio. Pero la señora Irma se opuso.
–Él se enoja –explicó.

UNA SONRISA BURLONA
La mujer arrodillada pronunciaba las invocaciones, y una docena de devotas con cirios en la mano respondía en un coro atenuado y plañidero. La pirámide del altar crecía en niveles de importancia, con sus santos de yesería, su Baltasar negro, sus estampas litografiadas y hasta un raro "display" donde figuraban San Martín, Belgrano y Gardel entre floreros de vidrio y ramilletes de plástico. Coronándolo todo en la capilla particular de Cecilia Medina, un Señor de la Muerte cincelado en plata presidía desde su trono, con irónica sonrisa, ese mundo de caras oscuras, de miradas expectantes y ropas muy pobres.
Era "el señor de los buenos y de los malos matrimonios", el que obliga al ladrón a devolver su robo, el que dispone que el amante desdeñoso "en la cama en que duerme se encontrará afligido", el que impide a la amada "aular con ningún hombre", el que es invocado "por los cuatro vientos del mundo".
Decenas de fórmulas circulan en cuartillas rudamente manuscritas, centenares de milagros se le atribuyen, millares de velas arden en su honor.
¿Pero quién fabrica esa misteriosa figurita? La médica Asunción Ramírez nos mandó a los confines de la ciudad y de la tarde en pos de un santero que no existía. Lo buscamos luego en direcciones equívocas de remotas callejas polvorientas, en erróneos recuerdos, desconfianzas, evasivas.
En Resistencia conocimos, por supuesto, a Carlos Maule, un artista pop "avant la lettre" que rodeado de cadáveres de máquinas, frustradas heladeras y restos de armas de fuego, construye en su taller mecánico singulares esculturas de bronce y de chatarra. Maule talla en hueso de vaca ("el hueso humano es mal material") un San la Muerte estilizado y sobrio.
–Es milagroso –afirma burlonamente–. Me siento a hacerlo con una copa de coñac al lado. En cuarenta minutos termino la copa y termino el santo. Tengo para una botella más. ¿No es un milagro?
Las imágenes de Maule son veneradas en más de un oscuro rincón en las rancherías chaqueñas. Pero aún no habíamos encontrado al artista naif que toscamente talla las facciones de la muerte en un palito de ruda o un segmento de tibia y cree en su oscuro sortilegio.
Del otro lado del río, la doctora Alicia Gare iba a ponernos en presencia de uno de estos raros artesanos.

EL SANTERO
–Me buscaban a mí –dice con su voz tranquila y servicial.
Ha entrado con nosotros por el portón de la vieja penitenciaría de Corrientes y viste de calle. Pero el envoltorio de papeles que trae bajo el brazo guarda las ropas azules del recluso Cirilo Miranda, que es él, condenado a veinte años de cárcel por un crimen apasionado y salvaje, de superflua memoria aunque él lo recuerde mientras desgrana día por día los dos años y cuatro meses que le faltan para salir en serio: y no como ahora, que ha ido a hacer "un trabajito particular para afuera", según se acostumbra en este presidio.
Entre los canteros verdes y los muros rosados del patio, Miranda despliega sobre un banco las figuras de su arte, la docena de santitos y de historias que, de golpe, son una insólita lección de antropología práctica. Por supuesto, allí está el Señor de la Muerte. Ya no sabe Cirilo Miranda cuándo empezó a manejar el formón romo, el buril de punta casi invisible, la sierrita minúscula que son sus únicas herramientas permitidas. Sabe que le enseñó a entallar don Julio Conti "uno de los reclusos más viejos, creo que ya no existe más", y que el primer San la Muerte que copió se lo trajeron de Paraguay, pero se lo piden de todas partes porque es muy milagroso y el que lo invoca "suele salir a flote de sus trámites de apretura".
–Porque resulta –dice–que el Señor la Muerte es la imagen de la calavera de Nuestro Señor Jesucristo. ¿No ve que uno de los crucifijos grandes que llevan los padres curas tiene una calavera, sin ojo, sin nariz, ahí en la cruz?
La mano con el buril se desliza ahora, segura, sobre el oloroso pedacito de palosanto con que el preso cumple su más reciente encargo. Pero también talla en hueso, y si es hueso de cristiano, mejor, porque "ése ya está bendecido dos veces".
¿Conoce las oraciones? Conoce, y aquí lleva una, señor. ¿Sabe que hay una para no caer preso?
Eso no sabe, y se ríe, y si hubiera sabido no estaría aquí, pué, y se vuelve a reír contagiando al racimo azul de penados que se han reunido a nuestro alrededor contra el fondo de rejas y de muros rosa, y que al fin saben en qué gasta Cirilo Miranda sus largas horas en la celda sin decirles nunca una palabra porque ésta, señor, si se quiere, es una cosa secreta.

RETABLO INSÓLITO
Puestos sobre el banco los santitos hablan desde el fondo de una mitología inédita, de un pueblo ignorado. El preso de tez oscura les presta su voz.
Ahí está la mujer crucificada, versión femenina del Cristo:
–Santa Librada, que está en la cruz, pué. Ahí el prodigioso cazador, montado en un tigre:
–Ese es el San Son.
El misterioso hombrecito que lleva una taba en la mano derecha y "un puñao e plata" en la izquierda:
–Ese es un famoso pal juego. Lo llaman Lamodei. Y el domador de un toro:
–Prendido a las guampas. Es San Marco, que está para dominar la cuestión de animales salvajes.
Ahí por fin la conmovedora pareja de santos tomados del brazo, unidos en el tierno amor dela madera:
–San Alejo, señor, que le dominó a Santa Marta, la virgen más hermosa que se ha conocido en el mundo.
Solamente la perversa, la inquietante y peleadora Santa Catalina está ausente porque su devoto Cirilo Miranda sabe que no es buena tenerla –aunque la haga para otros– ni prenderle velas, ni darle confianza, y sí solamente pedirle, en los momentos de aflicción, que sus enemigos y autoridades no tengan ojos para verle ni boca para hablarle ni manos para pegarle ni pies ni corazón para ofenderle.
Así sea.

Rodolfo Walsh
El violento oficio de escribir, Obra periodística (1953-1977)
Pp. 110-112
1995, Segunda edición: enero 1998
Espejo de la Argentina, Planeta

Revista Panorama N° 42: https://ahira.com.ar/ejemplares/panorama-no-42/

Cruzar los Andes... ¡En aeroplano!

Lo que hoy te puede parecer algo muy común como cruzar los Andes en avión, fue, hace casi ochenta años, toda una proeza. ¿Querés conocer a la protagonista de esta hazaña?

Mendoza, 1º de abril de 1921. El biplano Caudron Le Rhone despega de un campo llamado "Los Tamarindos" ante la expectativa de miles de personas. Su piloto: una mujer. Se llama Adrienne Bolland, una francesa de 25 años. Su experiencia con aeroplanos es mucha. De todos modos, en nuestro país no estamos acostumbrados a ver naves surcando nuestros cielos. Mucho menos conducidas por mujeres. Jorge Newbery y Florencio Parravicini son los pilotos más conocidos del país. Para mayor audacia, la señorita Bolland se propone nada menos que... ¡cruzar los Andes! Nadie lo ha intentado antes y, si logra lo que se propone, marcará un récord. La altura de los Andes es una de las dificultades que deberá superar.



Adrienne Bolland era una piloto de cierto renombre cuando llegó a nuestro país. Entre sus antecedentes se contaban varias pequeñas hazañas. Como por ejemplo, el cruce ida y vuelta del Canal de la Mancha (el brazo de océano que media entre Gran Bretaña y Francia), y un viaje en el que unió de un tirón las ciudades de Londres (Inglaterra), Bruselas, Amberes (ambas en Bélgica), y Calais (Francia). Además, había alcanzado una altura considerable en aeroplano: 4.500 metros de elevación. Adrienne llegó a Buenos Aires el 20 de diciembre de 1920, provista de dos biplanos y un pequeño grupo de asistentes y mecánicos especializados. Lógicamente, su llegada a nuestro país causó muchas expectativas.



Para mayor seguridad, Adrienne trajo consigo cartas de presentación firmadas por autoridades francesas que presentó ante el gobierno argentino. Necesitaba un permiso oficial para realizar su propósito. Este era, como pronto se informó, el cruce de los Andes en biplano. El biplano era un aeroplano con cuatro alas, dispuestas paralelamente dos a dos a cada lado del cuerpo de la máquina. El aeroplano había nacido de los célebres experimentos que los hermanos Orville y Wilbur Wright efectuaron desde 1903 en los Estados Unidos, aunque tiene antecedentes en los ensayos del francés Ader (1897). En Europa, los Wright dieron a conocer sus aeroplanos recién en 1908.




La nave de Adrienne sorteó los picos andinos sin ninguna dificultad. El segundo obstáculo era la longitud de la travesía, que duró tres horas y media. El viaje concluyó, como su piloto lo esperaba, exitosamente, en el Aeródromo Militar de Santiago de Chile. Adrienne Bolland había unido así, por primera vez, las ciudades de Mendoza y Santiago de Chile por aire, en su frágil biplano de tan sólo 80 HP. El Aero Club Argentino la premió en una ceremonia realizada en Buenos Aires. Su proeza pasó a formar parte de la crónica histórica de la aviación, por su osadía, sobre todo. Porque hasta entonces, a nadie se le había ocurrido pasar los picos andinos. Hasta que llego esta mujer.


Posdatas...
Rememorando el cruce del Canal de la Mancha, Adrienne Bolland se propuso realizar en nuestro país un vuelo más: el cruce del río de la Plata, partiendo de Buenos Aires y llegando a suelo uruguayo. Efectivamente lo hizo, y tardo dos horas y veinticinco minutos.
El récord de altura en aeroplano había sido establecido en diciembre de 1913 por el piloto Blériot, en Francia, al alcanzar los 6.120 metros de altura.

Revista Anteojito N°1692, pp.31-32
1 de agosto 1997
https://archive.org/details/RevistaAnteojito1692/page/n31/mode/2up

XII La púa

Entrando en la dehesa de los Caballos, Platero ha comenzado a cojear. Me he echado al suelo.... 
—Pero, hombre, ¿qué te pasa? 
Platero ha dejado la mano derecha un poco levantada, mostrando la ranilla, sin fuerza y sin peso, sin tocar casi con el casco la arena ardiente del camino. 
Con una solicitud mayor, sin duda, que la del viejo Darbón, su médico, le he doblado la mano y le he mirado la ranilla roja. Una espina larga y verde de naranjo sano, está clavada en ella como un redondo puñalillo de esmeralda. Estremecido del dolor de Platero, he tirado de la espina; y me lo he llevado al pobre al arroyo de los lirios amarillos para que el agua corriente le lama, con su larga lengua pura, la heridilla. 
Después, hemos seguido hacia la mar blanca, yo delante, él detrás, cojeando todavía y dándome suaves topadas en la espalda....

Juan R. Jiménez
“Platero y yo”, XII

jueves, 31 de julio de 2025

IX Las brevas

Fue el alba neblinosa y cruda, buena para las brevas, y, con las seis, nos fuimos a comerlas a la Rica. 
Aún, bajo las grandes higueras centenarias, cuyos troncos grises enlazaban en la sombra fría como bajo una falda, sus muslos opulentos, dormitaba la noche; y las anchas hojas -que se pusieron Adán y Eva-atesoraban un fino tejido de perlillas de rocío que empalidecía su blanda verdura. Desde allí dentro se veía, entre la baja esmeralda viciosa, la aurora que rosaba, más viva cada vez, los velos incoloros del Oriente. 
...Corríamos, locos, a ver quién llegaba antes a cada higuera. Rociíllo cogió conmigo la primera hoja de una, en un sofoco de risas y palpitaciones. -Toca aquí. Y me ponía mi mano, con la suya, en su corazón, sobre el que el pecho joven subía y bajaba como una menuda ola prisionera. Adela apenas sabía correr, gordiflona y chica, y se enfadaba desde lejos. Le arranqué a Platero unas cuantas brevas maduras y se las puse sobre el asiento de una cepa vieja, para que no se aburriera. 
El tiroteo lo comenzó Adela, enfadada por su torpeza, con risas en la boca y lágrimas en los ojos Me estrelló una breva en la frente. Seguimos Rociíllo y yo y, más que nunca por la boca, comimos brevas por los ojos, por la nariz, por las mangas, por la nuca, en un griterío agudo y sin tregua, que caía, con las brevas desapuntadas, en las viñas frescas del amanecer. Una breva le dio a Platero, y ya fue él blanco de la locura. Como el infeliz no podía defenderse ni contestar, yo tomé su partido; y un diluvio blando y azul cruzó el aire puro, en todas direcciones, como una metralla rápida. 
Un doble reír, caído y cansado, expresó desde el suelo el femenino rendimiento.

Juan R. Jiménez
“Platero y yo”, IX

lunes, 28 de julio de 2025

Muñecas, trompos, barriletes, paso a paso los juguetes

Domingo. Día del Niño. Bien tempranito a la mañana. Los chicos se despiertan con una sonrisa de oreja a oreja... A su lado hay un juguete nuevo. ¡Es el regalo del Día del Niño! De pila o de cuerda, de peluche o de control remoto, los juguetes también protagonizan este día tan especial. ¡Acá va nuestro homenaje para ellos!

Crecer jugando
Para vos, ¿qué es un juguete? Seguramente dirás que es algo para jugar y divertirte… Para romperlo o robárselo a tu hermano... Para dejarlo tirado en medio del pasillo, ¡y tenés tazón! Pero también, sin darnos cuenta, lo usamos para otras cosas, como por ejemplo, "explorar el mundo". Y esto, ¿qué es? ¡Es muy sencillo! Los juguetes nos ayudan a crecer, a aprender cosas nuevas, a conocer lo que nos rodea... ¿Tantas cosas? Y sí. Los juguetes son importantísimos.

Jugueteando antes de Cristo
¿Desde cuándo hay juguetes? Como haber, hubo desde que el hombre es hombre. Los más viejos que conservamos, vienen de Egipto. Son unos caballitos de arcilla cocida ¡que tienen 2.500 años! También se conservan unas muñecas egipcias de madera, y unas griegas del año 400 a.C. Parece que los caballitos y las muñecas son los juguetes más antiguos. ¿Por qué será? Pero, ¿eran éstos los únicos juguetes? ¡No! Había otro, redondo, que los chicos pateaban con fuerza. ¿Lo sacaste? ¡Sí! ¡La pelota!

Un molinito de oro
Los años pasaron y los chicos siguieron déle que te juega. Llegó la Edad Media, pero poco conocemos de esa época. Sabemos que existían los trompos y los sonajeros, y se conservan algunos caballos de arcilla... ¡con caballero y todo, de esos que portaban armadura y espada! De las chicas, sabemos que jugaban a la mamá con muñecas de trapo o de madera y que había una princesita, Isabela de Francia, que tenía un molinito de juguete. Y era todo de oro. Y bueno... era el molino de la princesa ¡qué tanto!

Juegos de ayer ¡juegos de hoy!
Del siglo XVI tenemos un montón de datos. Algunos los dio un escritor francés llamado Rabelais y el pintor flamenco Brueghel el Viejo, nos "pinta" muchos juegos de entonces: chicos saltando la cuerda o haciendo girar arcos y trompos, o toneles, ayudados con una vara. Andan en zancos y tiran las tabas. ¿Las qué? Las tabas eran unos huesecitos que se arrojaban al aire. Según cómo caían, el jugador ganaba o perdía.

Al compás del tamboril
Se asomaba el siglo XVIII. A lo lejos se oían platillos y tambores. Una voz, entre tímida y autoritaria, ordenaba: "¡Maaaarchen!" ¿Qué estaba pasando? ¡Muy fácil! Comenzaba el desfile de soldaditos de plomo. Los famosos talleres de Nüremberg, en Alemania, no daban abasto para fabricarlos. Todos los chicos querían tener sus soldaditos en casa, para seguir las alternativas de las campañas napoleónicas. ¡Tal como lo leés! En todas las casas se jugaba a la guerra, en miniatura, imitando al dedillo las guerras.

Superjuguetes siglo XXI
Pronto comenzaron a fabricarse juguetes mecánicos. ¿Cuáles son? Son los que tienen un mecanismo de "relojería". ¿Cómo los engranajes de un reloj? ¡Exacto! Funcionaban dándoles cuerda, y podían cantar, piar, caminar y hasta ¡tocar el tambor! Durante el siglo pasado se pusieron de moda los juguetes educativos. Enseñaban el alfabeto, los números, los colores... ¡Qué bueno aprender jugando! ¡Pero si eso es lo que hacemos con todos los juguetes! ¡Aprender! El auto de control remoto, el robot con batería, los juegos electrónicos, ¡todos estimulan nuestra imaginación y creatividad! ¿Y a vos?

Revista Anteojito N°1481, pp.18-19
28 de julio 1993

domingo, 27 de julio de 2025

VII El loco

Vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura gris de Platero. 
Cuando, yendo a las viñas, cruzo las últimas calles, blancas de cal con sol, los chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de los harapos verdes, rojos y amarillos, las tensas barrigas tostadas, corren detrás de nosotros, chillando largamente: 
–¡El loco! ¡El loco! ¡El loco! 
...Delante está el campo, ya verde. Frente al cielo inmenso y puro, de un incendiado añil, mis ojos –¡tan lejos de mis oídos!– se abren noblemente, recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y divina que vive en el sinfín del horizonte... 
Y quedan, allá lejos, por las altas eras, unos agudos gritos, velados finamente, entrecortados, jadeantes, aburridos: 
–¡El lo... co! ¡El lo... co!
Juan R. Jiménez
“Platero y yo”, VII

sábado, 26 de julio de 2025

Los inundados

1
Don Dolores Gaitán, nombrado comúnmente don Dolorcito, tenía su rancho de tablas y latas en la Boca del Tigre, terreno abierto como un abanico a la entrada del puente carretero que, sobre el río Salado, enlaza a Santa Fe con las poblaciones de la otra orilla.
Subvenía don Dolorcito a las necesidades mínimas de su familia —una mujer y cuatro chiquilines— de modos distintos e intermitentes. Una veces con el producido de la pesca que llevaba a algún puesto del mercado, otras trabajando a jornal en la carga o descarga de vapores y, más frecuentemente, sirviendo por días en la limpieza de alfombras, encerado de suelos y lavado de vidrios en algunas casas de familias antiguas, donde eran muy apreciadas sus dotes para ese quehacer y muy conocida su inclinación a empinarse las botellas, si las hallaba a mano.
Pero sobre todas esas ocupaciones estimaba la de encargado de algún comité político, de cualquier color, aunque preferentemente gubernista, porque en éstos había siempre más abundancia de recursos y probabilidad de cobrar puntualmente los emolumentos. ¡Lástima que esas boladas se ofrecieran a largos intervalos!
Doña Óptima, su cónyuge, cooperaba al bienestar de la familia, conchabándose, cuando aquél persistía mucho en la molicie, de cocinera suplente en algunas casas conocidas. Vanagloriábase ella de que sus patronas la consideraran y hasta, sentadas en los patios, le dieran el palique que a una visita. Mirábasele allí como un saca apuros para cuando la cocinera titular las dejaba plantadas y todo el gremio ensordecía al llamado que lanzaban desde el «servicio doméstico» de los diarios locales.
Esa situación especial se la conquistaba asegurando a las señoras que, para ayudarlas, debía descuidar a su prole y a su compañero de cadena. Y de noche salía de la casa con gordos envoltijos de condumios y golosinas para festín del rancho de la Boca del Tigre, amén de algún traje viejo del patrón para don Dolorcito y algunas ropitas de desecho para los vástagos.
El ejemplar matrimonio laboraba en perfecto ritmo con sus necesidades. Si estas necesidades estaban cubiertas, se entregaban ambos a su ocupación favorita: ella espulgaba prolijamente, en el umbral del rancho, las crenchas de alguno de sus hijos mientras él, tumbado a la intemperie en la lona del catre, miraba los cambios de formación en el vuelo de los patos o la nube gris que le sugería la idea de un trapo para encerar aquel inmenso piso invertido.
Debemos insistir en que, aun amando la vida muelle, sólo cedían a los halagos de la ociosidad si tenían las ollas abastecidas y los descendientes algunas telas con que cubrir lo indispensable de su desnudez.
En cierta ocasión los pibes contribuyeron con su grano de arena a la bienandanza común. Fue el año anterior, en que pasaron el puente para cazar chingolos en Santo Tomé con trampas de alambre. El padre teñía luego de amarillo a los cautivos y los enajenaba a precios altamente satisfactorios a los tripulantes de los transatlánticos. Y surcando después el océano, los compradores advertían que no era precisamente un canario el pajarillo encerrado en la jaula. A industria tan lucrativa, debió don Dolorcito renunciar definitivamente.
Ello aconteció al volver un día de los diques con dos dientes menos y la vestimenta más desordenada que de ordinario.
Doña Óptima y don Dolorcito formaban una pareja acorde y en cierta manera feliz; y para suprimir esa restricción a su felicidad, habría sido menester que las demandas del hogar no les impusieran en ningún caso la obligación de hombrear bolsas al uno y de trajinar a la otra en cocinas ajenas.

2
Las aguas del Salado comenzaron a hincharse y arrastrar consigo enormes camalotes con ponzoñosas alimañas del Norte. El impetuoso caudal fue rebalsando su cauce hasta invadir las viviendas asentadas en los terrenos adyacentes. Y las alturas se poblaron de volátiles que huían al encontrar sumergidas las islas y anegados sus habituales dormideros.
En los moradores de los menguados rancheríos de la Boca del Tigre fue cundiendo la alarma. Es verdad que para alcanzar el río a ese paraje, debía subir de modo extraordinario. Pero esa contingencia correspondía a lo probable. Y, como es natural, no se hablaba allí sino de la creciente y de la resistencia de los puentes ferroviarios a la acción de las aguas. Los pesimistas pronosticaban horrendas catástrofes.
Una madrugada don Dolorcito observó, al abrir los ojos, que las patas del catre estaban en el agua. Chapaleando el barro de la habitación salió a la puerta y pudo comprobar que la Boca del Tigre caía también bajo el azote de la inundación.
—Bueno; hay que mudarse —pensó apresuradamente, mientras despertaba a su mujer y a sus herederos.
Doña Óptima aprobó:
—Sí; debés salir a buscarnos otra guarida, en lugar seguro, mejor si es cerquita de San Francisco, que hasta allí no ha de alcanzar nunca el río, según no alcanzó ni en la inundación grande.
Don Dolorcito rumbeó para la ciudad.
A su regreso, la inundación sólo dejaba a la vista, en las zonas más bajas de la Boca del Tigre, los techos de los ranchos y las copas de los árboles. El albergue de los Gaitán, construido en una jorobita del terreno, contenía en su interior una capa líquida de diez centímetros. Ya andaban canoas y carros transportando los miserables enseres de quienes procuraban escapar. Esta vez don Dolorcito hizo el trayecto en canoa, más curioso de los cacharros domésticos de todo uso flotantes en las aguas turbias, que impresionado por el cuadro de devastación ofrecido a sus ojos.
Doña Óptima lo recibió, movediza y rodeada de sus pergenios.
—¿Dónde nos encontraste rancho? —inquirió la mujer.
—¿Dónde?… En ninguna parte. También recorrí los conventillos, y no hay lugar para nosotros.
—¿Y entonces?… ¿Pensarás dejarnos morir aquí, a todos, ahogados, como vizcachas en su cueva?
Al parecer, eso pensaba don Dolorcito, en un trágico renunciamiento a toda idea de salvación, pues sentóse y, con el agua a los tobillos, abarcó serenamente con la mirada el desolado paisaje circundante.
A las reclamaciones y prisas de doña Óptima, respondía él con breves frases saturadas de un fatalismo dichoso. No había que afligirse; lo más conveniente para todos era estarse quietos. Tenía la experiencia de la inundación del año cinco. Y doña Óptima, confesándose que su marido siempre supo resolver las dificultades de la familia, algo beneficioso esperaba en medio de la zozobra.
Y cuando ya el agua les pasaba las rodillas vieron venir, bogando afanosamente, varias canoas ocupadas por soldados del Cuerpo de Bomberos, cuyos cascos de hule reflejaban la lumbrarada solar.
La faz de don Dolorcito se animó con una sonrisa.
—¿No decía yo?… No hay que ser zonzos ni precipitarse… Otros se encargarían de sacarnos de la apretura.
Provistos de adecuados materiales de salvataje, los bomberos embarcaron rápidamente a don Dolorcito y los suyos y luego el mobiliario que adornaba su casa. Y minutos más tarde un fastuoso camión oficial conducía a la familia de inundados a un furgón del Central Norte, En el trayecto saludó don Dolorcito con amplios ademanes a algunos conocidos. Los transeúntes de las calles asfaltadas sentían en su corazón un brote de sentimientos piadosos al paso de esos desventurados sin hogar.

3
Y los desventurados sin hogar se advirtieron muy a sus anchas en el furgón, bastante más confortable, sin duda, que el rancho de la Boca del Tigre. Enriquecieron además el círculo de sus amistades con los alojados en los vagones vecinos, sobre una vía muerta, frente a la avenida Alem.
Doña Óptima previno:
—Che, todo esto está muy lindo; pero recordá que no disponemos de un centavo para parar las ollas. Debés irte por ahí, en seguida, a trabajar y hacerte de unos pesos.
—¡Somos inundados! —replicó don Dolorcito, engallando la cabeza.
Doña Óptima no entendió la salida de su esposo hasta que llegaron unos caballeros de la Comisión Popular Pro Inundados, precedidos de unas camionetas con ropas de abrigo y municiones de boca. En el vagón de los Gaitán descargaron abundantes alimentos, mientras don Dolorcito escogía para él y los suyos calcetines, camisetas, tricotas que los defenderían del frío de varios inviernos.
Y comenzó para la familia uno de los períodos de holgura más completos que hubieran conocido. No faltaban en el furgón subsistencias ni géneros para asegurar la bienandanza de los moradores. Los poderes públicos y el alto comercio, sensibles a tanto infortunio, procuraban mostrarse generosos con los pobres inundados. Los periodistas cooperaban a la formación de ese general estado de ánimo, disertando sobre los estragos del flagelo y las obligaciones propias de la solidaridad humana. Don Dolorcito, en rueda con los vecinos, leía, tomando mate y mordiendo galletas, esas elucubraciones que a todos, al lector y a los oyentes, enternecían y convencían de su desgracia y de la necesidad de ser socorridos.
Pero lo que a los cuitados principalmente interesaba eran las noticias y pronósticos relativos a la creciente. Y no costaba sorprender un aire de contrariedad en esas tertulias, si se anunciaba el descenso de las aguas del Alto Paraná y, de consiguiente, la inminencia del mismo fenómeno en Santa Fe.
En esas ocasiones don Dolorcito llevaba un poco de optimismo y calma a los espíritus atribulados, opinando, aunque con un gesto melancólico, que el azote continuaría, pues tras esa creciente excepcional vendría, para agravar la situación, la creciente periódica llamada del pejerrey.

4
Al abrir la puerta corrediza del furgón y liberarse con un desperezo de la última modorra de la siesta, don Dolorcito afrontó a una comisión de señores que acudían a ofrecer ocupación a los pobres inundados. Los guinches estaban aparejados para llevar a las bodegas de los barcos un cargamento de rollizos, y de la campaña requerían brazos para las faenas de la agricultura.
Don Dolorcito rechazó la invitación con un continente altivo y desdeñoso:
—¡Yo soy inundado!
—Una razón de más para que trabaje, ¡qué diablos! —replicó un caballero de facciones semíticas.
Don Dolorcito se encogió de hombros, sin dignarse contestar.
La comisión se marchó después, siendo fácil colegir por las actitudes el fracaso de la gestión. Todos los inundados aducían motivos para no agitarse.
El caballero de las facciones semíticas, disgustado, exclamaba, levantando los brazos:
—Son una manga de holgazanes.
También doña Óptima juzgó oportuno invocar los afanes hogareños para desoír las solicitaciones de señoras copetudas, puestas en el terrible trance de hacerse la comida y las camas, pues la inundación provocaba una aguda crisis de domésticas.
Un día se les notificó que las raciones debían buscarlas en el domicilio del presidente de la Comisión Popular.
—Es un abuso —protestó don Dolorcito, obligado ahora a acudir con su mujer y unas canastas en procura de los socorros que antes les llevaban al furgón.
Pero mayor abuso fue el del Central Norte, al disponer que los inundados desocuparan los vagones, necesarios para la movilización de la cosecha.
Todos, con la sola excepción de la familia Gaitán, se trasladaron a los alojamientos habilitados por la Comisión Popular.
—No sea terco, don Dolorcito —le aconsejó un vecino—. Hay también otros lugares aceptables. Mi mujer y yo estamos ahora muy a gusto y muy independientes.
—¿Dónde?
—En un calabozo de la comisaría 2ª.
—Si se contentan con eso, mejor para ustedes. Yo conozco mi derecho y no me han de sacar así no más del furgón, donde me siento cómodo.
Ese derecho lo conoció don Dolorcito por intermedio del procurador Canudas. El profesional consultó una cochambrosa «colección de leyes usuales» y, señalando con la uña de luto ciertos artículos, le demostró cómo la justicia lo amparaba y cómo el Central Norte debía recurrir a fatigosos trámites y esperar el vencimiento de largos plazos antes de llegar al lanzamiento de los inquilinos del furgón.
Pero la empresa pareció olvidarse de sus huéspedes. El tiempo transcurría, y bajo el cinc del furgón continuaban don Dolorcito y los suyos. El espíritu previsor del hombre había acumulado allí, merced a sus infatigables demandas a la Comisión Popular, copiosos bastimentos para la familia. 

5
Al despertar una mañana, don Dolorcito observó que su vivienda trepidaba con extraño fragor. Y, entreabriendo la puerta, columbró un paisaje nuevo y mudable. Marchaban por pleno campo y pasaban velozmente los postes indicadores del kilometraje.
El hombre se notó perplejo y agobiado por su responsabilidad. Ni él ni el procurador Canudas barruntaron jamás esa contingencia. ¿Adónde pretendía desterrar la empresa a la desventurada familia de inundados? ¡Innoble represalia contra quienes no hacían más que acogerse a la protección de la ley!
Doña Óptima, despegando los párpados, se sentó en el filo del catre. Y, al enterarse de lo que acontecía, censuró en medio de un bostezo:
—Ya te dije que todo eso nos acarrearía algún trastorno.
Los hijos no participaron de las inquietudes de sus mayores. La novedad de la casa rodante les brindaba una perspectiva fecunda en promesas. Y don Dolorcito debió repartir certeros coscorrones entre su descendencia, para separarla del peligro de caer fuera del vehículo.
Y tras ese día vino otro día, y el furgón enganchado a un tren de mercancías, cambió de panorama. Ahora las llanuras cedían espacio a las sierras. Cruzaban la provincia de Córdoba, y ese espectáculo de pedregales ásperos, cielos límpidos y ríos someros, interesaron al pronto y cautivaron después a los Gaitán, que jamás se habían alejado más de una legua de su municipio. Finalmente, el coche paró en Cosquín.
El jefe de la estación descorrió la puerta y, sorprendido, interrogó a sus inesperados ocupantes.
—¿Quiénes son ustedes?
—Inundados —informó don Dolorcito.
—¿De dónde vienen?
—De Santa Fe.
El funcionario ferroviario se desconcertaba. ¿Qué hacer? Debía ser uno de esos vagones que, sustraídos al contralor de las oficinas de tráfico, suelen andar de un lado a otro por las líneas, para quedar a veces olvidados en alguna vía muerta. Y dio aviso a la Superintendencia.
Ocho días demoraron en llegar las instrucciones: que uniera el furgón perdido al primer tren.
Y un mediodía, don Dolorcito, paseando por las inmediaciones, notó con susto que su furgón se marchaba. Debió correr a la máxima velocidad de sus piernas para ser al fin acogido por los brazos redondos y cariñosos de doña Óptima y el júbilo de los vástagos.
Don Dolorcito formuló un cargo contra la deplorable organización de los servicios de transporte del país; y seguidamente se entregó a la contemplación de los jocundos cuadros que la naturaleza ha extendido a los costados de los rieles, en el trayecto a Capilla del Monte, para recreo de turistas y viajantes de comercio.
En Cruz del Eje otra locomotora se llevó para San Juan al furgón de los inundados, y de allí hacia el lado de Bolivia. De la estación terminal pidieron órdenes y, previa la tramitación del respectivo expediente, el furgón volvió al punto de partida.

6
Al cabo de dos meses don Dolorcito y los suyos entraban en la estación de Santa Fe, llenos sus espíritus de las magníficas visiones de la excursión.
Entretanto, las aguas, volviendo a sus cauces, se habían retirado de la Boca del Tigre y cesado los auxilios a las pobres familias castigadas por la catástrofe. Se apoderó de don Dolorcito un desabrimiento que el procurador Canudas supo suavizar con estas consoladoras palabras:
—Ustedes saldrán del furgón, pero el ferrocarril deberá indemnizarles los perjuicios que les irroga la exigencia. Es lo justo.
Y, en efecto, los asesores de la empresa determinaron, para eludir un juicio, allanarse a la demanda, asignando a los inundados una cantidad, de la cual el procurador Canudas adjudicóse, naturalmente, la parte del león.
Y los Gaitán, más lucios y pelechados, retornaron a su rancho de la Boca del Tigre, luego de correr, en un espacio de cuatro meses, los tremendos azares propios de la calamidad pública, que tan hondamente había conmovido a los lectores de diarios.
Don Dolorcito y doña Óptima, reintegrados a su existencia ordinaria, añoran aquellos días fantásticos y consideran las probabilidades de alguna otra creciente de los ríos.

Mateo Booz
Santa Fe, mi país, Las Ciudades, pp. 16-22. Titivillus.

De buena fuente

En plazas y avenidas de nuestras ciudades variadas fuentes nos regalan su fresca belleza. Un "antepasado" de la fuente con surtidor de agua es el pozo, que tenía como único fin almacenar el agua que le llegaba a través de largas tuberías. El pozo se construía en algún cruce de caminos y pertenecía a todos. Muchas veces era el único suministro de agua de que disponían las personas más humildes.

Existen fuentes de formas y tamaños variados. Desde las pequeñas y simples hasta las suntuosas adornadas con estatuas. columnas y pórticos. Griegos y romanos decoraron sus ciudades y mansiones con artísticas fuentes, a las que atribuían mágicos poderes. Cada fuente se erigía en honor a un dios a quien estaba consagrada, como la fuente de Erecteos, en Atenas.





Una fuente con características diferentes de las de las plazas es la Pila Bautismal que se encuentra en los templos cristianos. Contiene agua del Bautismo. Su finalidad no es ornamental, sino únicamente religiosa. Las catedrales europeas suelen estar acompañadas de un baptisterio. Es un pequeño edificio. circular o poligonal, donde se encuentra la pila bautismal.


En la actualidad muchas fuentes agregan al encanto de sus surtidores de agua, el color y la música. Una maravillosa fuente dotada de estos atributos es la que se encuentra en la plaza de los Dos Congresos en la ciudad de Buenos Aires. Es celebre la iluminación de la fuente de Neptuno, en Madrid, España. Pero la fuente más famosa del mundo es La Fontana de Trevi, en Roma, Italia

Revista Anteojito N°1533, p.20
26 de julio 1994
https://archive.org/details/RevistaAnteojito1533/page/n19/mode/1up

VI La miga


Si tú vinieras, Platero, con los demás niños, a la miga, aprenderías el a, b, c, y escribirías palotes. Sabrías tanto como el burro de las figuras de cera –el amigo de la Sirenita del Mar, que aparece coronado de flores de trapo, por el cristal que muestra a ella, rosa toda, carne y oro, en su verde elemento– ; más que el médico y el cura de Palos, Platero. 
Pero, aunque no tienes más que cuatro años, ¡eres tan grandote y tan poco fino! ¿En qué sillita te ibas a sentar tú, en qué mesa ibas tú a escribir, qué cartilla ni qué pluma te bastarían, en qué lugar del coro ibas a cantar, di, el Credo? 
No. Doña Domitila –de hábito de Padre Jesús Nazareno, morado todo con el cordón amarillo, igual que Reyes, el besuguero–, te tendría, a lo mejor, dos horas de rodillas en un rincón del patio de los plátanos, o te daría con su larga caña seca en las manos, o se comería la carne de membrillo de tu merienda, o te pondría un papel ardiendo bajo el rabo y tan coloradas y tan calientes las orejas como se le ponen al hijo del aperador cuando va a llover... 
No, Platero, no. Vente tú conmigo. Yo te enseñaré las flores y las estrellas. Y no se reirán de ti como de un niño torpón, ni te pondrán, cual si fueras lo que ellos llaman un burro, el gorro de los ojos grandes ribeteados de añil y almagra, como los de las barcas del río, con dos orejas dobles que las tuyas.

Juan R. Jiménez
“Platero y yo”, VI

IV El eclipse


Nos metimos las manos en los bolsillos, sin querer, y la frente sintió el fino aleteo de la sombra fresca, igual que cuando se entra en un pinar espeso. Las gallinas se fueron recogiendo en su escalera amparada, una a una. Alrededor, el campo enlutó su vede, cual si el velo morado del altar mayor lo cobijase. Se vio, blanco, el mar lejano, y algunas estrellas lucieron, pálidas. ¡Cómo iban trocando blancura por blancura las azoteas! Los que estábamos en ellas nos gritábamos cosas de ingenio mejor o peor, pequeños y oscuros en aquel silencio reducido del eclipse. 
Mirábamos el sol con todo: con los gemelos de teatro, a con el anteojo de larga vista, con una botella, con un cristal ahumado; y desde todas partes: desde el mirador, desde la escalera del corral, desde la ventana del granero, desde la cancelas del patio, por sus cristales granas y azules... 
Al ocultarse el sol que, un momento antes todo lo hacía dos, tres, cien veces más grande y mejor con sus complicaciones de luz y oro, todo, sin la transición larga del crepúsculo, lo dejaba solo y pobre, como si hubiera cambiado onzas primero y luego plata por cobre. Era el pueblo como un perro chico, mohoso y ya sin cambio. ¡Qué tristes y qué pequeñas las calles, las plazas, la torre, los caminos de los montes! 
Platero parecía, allá en el corral, un burro menos verdadero, diferente y recortado; otro burro...
Juan R. Jiménez
“Platero y yo”, IV

viernes, 25 de julio de 2025

III Juegos del anochecer

Cuando, en el crepúsculo del pueblo, Platero y yo entramos, ateridos, por la obscuridad morada de la calleja miserable que da al río seco, los niños pobres juegan a asustarse, fingiéndose mendigos. Uno se echa un saco a la cabeza, otro dice que no ve, otro se hace el cojo... 
Después, en ese brusco cambiar de la infancia, como llevan unos zapatos y un vestido, y como sus madres, ellas sabrán cómo, les han dado algo de comer, se creen unos príncipes: 
—Mi padre tiene un reloj de plata. 
—Y el mío, un caballo. 
—Y el mío, una escopeta. 
Reloj que levantará a la madrugada, escopeta que no matará el hambre, caballo que llevará a la miseria... 
El corro, luego. Entre tanta negrura, una niña, con voz débil, hilo de cristal acuoso en la sombra, canta entonadamente, cual una princesa: 

Yo soy la viudita 
del Conde de Oré... 

...¡Sí, sí! ¡Cantad, soñad, niños pobres! Pronto, al amanecer vuestra adolescencia, la primavera os asustará, como un mendigo, enmascarada de invierno. 
—Vamos, Platero...

Juan R. Jiménez
“Platero y yo”, III

II Mariposas blancas

La noche cae, brumosa ya y morada. Vagas claridades malvas y verdes perduran tras la torre de la iglesia. El camino sube, lleno de sombras, de campanillas, de fragancia de hierba, de canciones, de cansancio y de anhelo. De pronto, un hombre obscuro, con una gorra y un pincho, roja un instante la cara fea por la luz del cigarro, baja a nosotros de una casucha miserable, perdida entre sacas de carbón. Platero se amedrenta. 
—¿Ba argo? 
—Vea usted... Mariposas blancas... 
El hombre quiere clavar su pincho de hierro en el seroncillo, y yo lo evito. Abro la alforja y él no ve nada. Y el alimento ideal pasa, libre y cándido, sin pagar su tributo a los Consumos...

Juan R. Jiménez
“Platero y yo”, II

La Fiesta de San Santiago

En el Noroeste de nuestro país es donde se conservan con más celo las costumbres antiguas. En las celebraciones religiosas afloran, entremezcla-das con ritos traídos por los conquistadores españoles.

Un santo acriollado
En 25 de julio honran a San Santiago. El santo que viste poncho, sombrero aludo y luce tupida barba negra, monta un espléndido caballo blanco. Antes de iniciar la procesión, los devotos se arrodillan humildemente para recibir la imagen de San Santiago que luego será llevada en andas. A este momento de profundo recogimiento se le llama "tomar gracia".

Pintorescos personajes
Pasado este instante aparecen varios personajes que desempeñan un importante papel en la celebración, Son los suris (ñandú en quechua), cuyo número no pasa de cuatro están cubiertos de plumas de ñandú. El “torito”, que lleva una máscara hecha de papel madera y yeso, con grandes cuernos. Y los "caballos" con ropa de alegre color y una simulada cabeza de este animal.

Vistosa coreografía
Al ritmo de erques, quenas, sikus y cajas se inicia la danza. El "toro" trata de embestir a los "caballos” que giran formando una ronda. Mientras, los suris, como si aletearan, se balancean y corren alrededor. El baile se realiza a lo largo de toda la procesión y también en el atrio de la iglesia. La imagen de San Santiago llega a destino: el templo, y la fiesta continúa

Fin de fiesta
Una comida típica acompaña esta celebración: la tistincha. Consta de carne seca, choclos hervidos, papas y algún otro ingrediente. Debe cocinarse en vasijas de barro herméticamente cerradas. Algunos de los asistentes se encargan de la cocción, mientras otros tratan de arrebatar el sabroso plato. Así, entre juegos, música y brindis, culmina la fiesta de San Santiago.

Revista Anteojito N°1585, p. 19
25 de julio 1995