Dos hijos habia tenido doña Pantaleona, pero entre ellos corrían quince años de diferencia. Crisanto, el mayor, resultó para el otro mitad hermano y mitad padre, porque a Luciano Tapia, "el hombre de doña Panta", lo mataron en una pelea al salir de un reñidero de gallos, cuando el hijo tardío apenas se zigzagueaba sus primeros pasos.
Lucianito, el menor, tuvo dos pérdidas: la del hombre barbudo que se agachaba hasta él para hacerle una caricia o dejar en su manecita alguna golosina y la del muchacho que lo había tenido en sus brazos y, más tarde, acompañado en sus juegos, porque Crisanto, sobre quien recayó la responsabilidad de mantener a la familia, cruzó en la cintura el pesado machete, herencia de su padre, y empuñó el rústico arado de madera para sembrar maíz, mandioca y otras hortalizas en el campo aledaño.
Luchí, como le decían al pequeño, creció entre esos dos amores: díscolo, egoísta y prepotente, siempre amparado por uno contra la cólera del otro. Sus caprichos eran consentidos por ambos y sus faltas disimuladas con igual indulgencia.
-¡Es tan chico!... -decía Crisanto.
-¡El pobre no ha conocido al tata...! -justificaba la madre y se secaba la lágrima que el recuerdo del ausente traía a sus ojos.
Cuando dejó de ir a la escuela para lanzarse por los montes vecinos a la caza de pájaros y pequeños animales, Ña Pantaleona respondió a los reclamos de la maestra.
-Y güeno... si no va a estudear pa doutor...
-Pero, señora, así va a resultar un hombre sin cultura.
-Mientras haiga salú lo demás no importa.
Pero la misma madre fue quien empezó a alarmarse cuando al llegar a la pubertad no cambio sus hábitos de holgazanería y en lugar del monte empezó a frecuentar el boliche.
Una noche, al volver Crisanto de sus labores, la vieja le dijo:
-Mirá, che hijo... Yo creo que el Luchi ya puede empezar a trabajar.
-Déjelo mama... ta verde entuavía, ya habera tiempo cuando crezca.
-Pero es que así se está golviendo inútil y ni se comide a darte una ayudita.
-¿Pa qué mama?... Si nu hay casi nada que hacer y pa lo que hay me basto y suebro.
-Tonces podería dir a conchabarse a l'estancia...
-Dispués, mama, déjelo que se divierta un poco más...
Callaron y el tiempo pasó sobre sus vidas con la misma rutina.
En el Luchí se hizo hábito el boliche y junto con los juegos de azar aprendió el silabario alcohólico.
Llegaba tambaleante en las madrugadas y se levantaba malhumorado cerca del mediodía, para comer y volver a dormir interminables siestas. Esa vida licenciosa angustiaba a la vieja que, por las mañanas, cuando le cebaba mates, antes de que fuese al trabajo, urgía a Crisanto.
-Hablále a tu hermano.
-Dispués, mama...
-Lleválo a trabajar con vos, pa que aprienda a ser útil...
-Mañana, aura déjelo dormir que anoche golvió tarde.
Y se iba, grande y manso, a inclinarse sobre la mancera del arado, pero nunca sin dejar de pedir a la madre, con la cabeza baja y las manos cruzadas sobre el pecho:
-La bendición, mama.
-¡Dios te haga un santo, m'hijo!
El año se presentaba malo, las heladas tardías concluyeron con el mandiocal y la langosta devoró el maíz aún tierno. Los pesos que nunca habían sobrado andaban a la disparada en el rancho de los Tapia.
Ña Pantaleona administraba sus ahorros con sobriedad espartana y Lucianito hacía tiempo que no veía un peso en sus bolsillos.
Crisanto habíale dado cuanto le fuera posible, pero también su bolsa estaba exhausta con las sangrías repetidas y los préstamos sin retorno. Luchí estaba desesperado. Ese domingo, por la tarde, habría carreras cuadreras y otros juegos y a él le ardían las manos por hacer unos tiritos a la taba, pero, en la noche anterior, había perdido sus últimas monedas en una partida de "monte criollo".
Concluido el frugal locro del mediodía y cuando doña Pantaleona levantaba los platos para llevarlos a la cocina, hizo su pedido.
-¿Mama, me presta cinco pesos?
-Ndarecoi, che membú... (No tengo mi hijo).
-Dispués le vua a degolver siete u ocho... -mintió él.
-¡Qué pa vua a hacer si no tengo!
-¡No va a tener!... De agarrada nomás es...
La vieja se metió en la cocina y lo dejó masticando su cólera. Crisanto, en un rincón, trenzaba indiferente un lazo con tientos finísimos y paciente habilidad.
Luchí siguió gritando y protestando que se iba a ir, que nunca más volvería y otras amenazas de igual jaez.
Viendo que con esa estrategia nada conseguía, se levantó y empezó a pasear por la reducida habitación. De pronto se detuvo frente a una antigua cómoda y abrió un cajón donde, en ocasiones anteriores, había visto a la madre guardar una bolsita con sus economías.
Al ruido acudió doña Pantaleona desde la cocina y, al verlo hurgando entre sus pertenencias, le recriminó.
-¿Qué pa está hasiendo che hijo? Deje mis cosas, pues...
Se acercó e intentó apartarlo del lugar, pero Luchi airado, levantó la mano y la estampó sobre el rostro arrugado de la vieja.
-¡M'hijo!... -solamente atinó a exclamar la mujer dolorida, más que por el golpe por la ofensa.
-¡Le pegaste a mama!... ¡A mama!... -rugió Crisanto desde su asiento y se levantó enorme y terrible, hinchando el torso atlético, extendidas las manos como garras.
-¡Oh! güeno... qué también... si ella... -intentó justificarse el ingrato.
Pero ya Crisanto lo había alcanzado y tomado del cuello.
Levantándolo, casi en vilo, lo arrastró hacia la puerta y allí lo arrojó al patio como si fuese un fardo, deján dolo desvanecido con el golpe.
Ña Pantaleona lanzó un largo alarido de terror ante esa escena y los vecinos comenzaron a caer desde los alrededores y se detuvieron frente al rancho. Primero fue doña Moncha y su hija Petrona, luego el capitán Giménez y su fiel asistente, y, en seguida, tres o cuatro más que se acercaron interrogando:
-¿Qué ocurre Crisanto?
Los ojos llenos de lágrimas y tartamudeando por la pena, el gigantón señaló al caído y les respondió:
-¡Le... le... pegó a mama!...
Las mujeres se persignaron al oír la afrenta y doña Moncha escupió su desprecio.
-¡Maldito!. ¡Pegarle a la madre! No va a tener perdón de Dios.
La boca de los circunstantes se apretó en una raya y los ojos se volvieron duros y amenazantes.
Crisanto tomó al caído por un brazo y empezó a arrastrarlo hacia los fondos.
La anciana gritaba desesperada, pero las vecinas la condujeron al interior de la habitación.
Los hombres seguían mirando duros e implacables.
Poco a poco el gigantón fue llevando el cuerpo del hermano hasta dejarlo cerca de un grueso tronco que usaban para partir leña.
-¡Aní que reyucá chamigo!... (¡No vaya a matarlo, mi amigo!) -advirtió el capitán Giménez.
-No... che... Capitán... -respondió el aludido- pero... le pegó a mama... le pegó a mama.
Después le tomó la mano derecha y la colocó sobre el leño.
-¿Por qué pa hisiste eso, Luchí?... -preguntó sollozante.
Y en seguida, sacando su filoso machete, lo descargó sobre el brazo pecador del hombre que empezaba a despertar de su inconsciencia.
El grito del herido arañó a las estrellas.
La boca de los circunstantes seguía en una raya firme, mientras Crisanto, con el rostro cubierto de lágrimas, alzaba una y otra vez la hoja justiciera, hasta que, como una flor marchita, la mano cortada rodó sobre la hierba salpicada de sangre.
En Otros cuentos correntinos. Pp. 29-33
Huemul, junio de 1979.
En El mal hijo, Ayala Gauna quiso reflejar lo riguroso que es, en el hombre de nuestro interior, el amor y el respeto a la madre, que no perdona que se infrinja por motivo alguno, hasta el punto de hacer merecedor, al que se atreva, de crueles castigos. Una mano que afrenta la mejilla materna merece ser arrancada para siempre. Narración de hondo sentido moral, aun dentro de la primitividad de los sentimientos y de su concepción de la justicia, enfrenta dos tipos de hijos: el bueno y el malo, pero no en un fácil esquematismo superficial, sino reflejando las consecuencias de una distinta educación, basada, en un caso, en el culto del trabajo, y en el otro en una equivocada tolerancia y preferencia que muchos padres tienen por el hijo menor, llevándolo a la molicie y con ello a los vicios. Exacta pintura, por lo tanto, de un medio y de sus conceptos rigurosos, a la vez que de indudable proyección humana y moral, de validez universal.
Castelli, E. (s/a) Velmiro Ayala Gauna Hombre y tierra del litoral, p. 14. Ediciones Colmegna. Santa Fe. Argentina