lunes, 28 de abril de 2025

Una historia transparente: El vidrio

Soplar y hacer botellas puede parecer algo fácil. Seguramente, el artesano soplador no opinaría lo mismo. La fabricación del vidrio fue, durante siglos, un arte que pocos dominaban. Ser hijo del vidriero era serlo de un gran artista. ¿Visitamos sus talleres?

Como soplar y hacer botellas
Los antiguos y los griegos, hace más de 2.000 años, ya sabían cómo fabricar vidrio. Este difícil arte consiste en la preparación de una mezcla cuyo principal ingrediente es... ¡arena! La "masa de vidrio" se calienta a temperaturas altísimas hasta derretirla. Mientras se enfría, lentamente, se la moldea dándole las formas deseadas. Los egipcios, por ejemplo, amasaban pequeñas esferas, que una vez frías se convertían en hermosas perlas de vidrio. ¡Eran artículos que podían considerarse de verdadera distinción!

Pero... ¿qué es soplar botellas?
La masa de vidrio tarda mucho en enfriarse y solidificarse. Eso facilita su moldeado. Pero el "amasado" egipcio limitaba mucho su poder creativo. Hacía falta una nueva técnica que permitiera fabricar nuevos objetos y dar libre vuelo a la imaginación. Por fin, alrededor del 100 a.C., alguien al este del Mediterráneo recurrió a un fino tubo de hierro. Tomó una porción de la masa con un extremo y sopló a través de la caña, logrando formas bellísimas. ¡Había inventado la fantástica y original "caña del soplador"!


Abriendo ventanas
Los ingeniosos romanos "soplaron" formas increíbles con sus cañas, pero hubo algo que nunca pudieron hacer... ¡Abrir la ventana! Porque no las había. Las primeras ventanas vidriadas surgieron recién durante la Edad Media. Se hacía girar la caña a gran velocidad hasta obtener pequeños discos de vidrio que luego se unían entre sí con guías de plomo. Estas ventanas primitivas dejaban pasar la luz y protegían del frio, pero no eran transparentes como las nuestras. ¡Cuánto faltaba aprender todavía! Otra técnica que cundió en Europa fue la de los mosaicos. Éstos tuvieron su origen en Oriente y consistía en cortar y unir vidrios pequeños de distintos colores.

El color del cristal
Las ventanas medievales causaron sensación por la belleza de sus diseños. Pero verdadero "hit" en el arte de fabricar ventanas fue la invención de los vitrales. Eran enormes ventanales con que se decoraron las grandes iglesias. Estaban formados por pequeños trozos de vidrio colorido tenidos entre sí por guías de plomo y representaban escenas de la Biblia. ¡Qué impactante y conmovedora es aquella luz mágica en las catedrales europeas! Las pequeñas figuras en el vidrio parecen animarse cuando el sol las ilumina. Seguro que en la iglesia cercana a tu casa podrás ver como son estos hermosos vitrales.

El horno... ¡está para bollos!
El "maestro vidriero" tenía en las sociedades antiguas gran reputación y prestigio. Era artista y artesano a la vez, creaba los diseños y fabricaba los objetos introduciendo la caña en los crisoles de cerámica donde bullía la mezcla. La fabricación artesanal subsiste como tradición, pero hoy en día el vidrio se fabrica industrialmente, fundiéndose en grandes hornos llamados cubas. Todo el proceso, desde la preparación de la pasta hasta el moldeado, se realiza mecánicamente con la ayuda de enormes máquinas.

Un material con muchos usos
Si no conociéramos el vidrio... ¡Qué diferente sería el mundo que nos rodea! No sólo vasos o botellas salen de los hornos industriales actuales. Las ciudades modernas encuentran en el vidrio un material realmente irreemplazable. No sólo se usa en la construcción y en la fabricación de artículos domésticos y decorativos sino en la de instrumentos ópticos, componentes electrónicos, instrumentos de alta precisión... ¡hasta en la investigación atómica y espacial el vidrio es el actor principal!

¿Lo sabías?
-En Murano, cerca de Venecia, se fabrican objetos de vidrio artesanal.
-Una máquina moderna para soplado de botellas produce... 100 mil al dial
-Los primeros vasos transparentes se hicieron en Alemania en el siglo XVII.

Revista Anteojito N°1468, pp.32-33
28 de abril 1993

lunes, 21 de abril de 2025

El sapo: ¿animal milagroso?

El sapo, ese simpático habitante de los charcos y las lagunas, tiene su fama. Y según la gente de campo es fama muy bien ganada, porque posee virtudes sorprendentes. ¿Querés conocerlas? Te contamos.

¡Guerra a los insectos!
En las provincias de Buenos Aires y La Pampa, antes de ocupar una vivienda, sus dueños utilizan un curioso "insecticida". No es en aerosol, ni en polvo, ni es una paleta matamoscas: son simplemente... sapos que, dentro del rancho, durante varios días se dan un "atracón" y dejan todo limpito.

¡Buena suerte!
También estos batracios son arrojados a los surcos que deja el arado. Lo limpian de insectos y además traen buena suerte al sembrador. ¿Que no hay dentista en el pueblo? No importa. Si alguien sufre de dolor de muelas, ¡nada de torno ni de pinzas! Toma un sapo y apoya su pancita sobre la cara. Santo remedio. El dolor se va como por arte de magia.

Una extraña danza
Si algún caballo está "embichado", es decir, que tiene gusanos, nadie se alarma. Eso sí, hay que conseguir un sapo. Lo atan al pescuezo del equino. El sapo, molesto, se mueve como si bailara una extraña danza. Ante su presencia, los gusanos se mueren y uno a uno van cayendo al suelo. El caballo queda perfectamente curado y puede ya iniciar un alegre trotecito.

Entre la realidad y la fantasía
La lista de virtudes del anfibio continúa: si un sapo con su baba forma un círculo alrededor de una víbora, ésta se desespera y se "suicida". Se dice que "donde hay sapos no hay víboras". Y si alguien arroja un sapito a un pozo de agua siempre tendrá el vital elemento. ¿Será cierto todo esto?


Anfibio o batracio: clase de animales que pueden vivir indistintamente en el agua y en la tierra, como los sapos, las ranas, etc. 
Equino: caballo.

Revista Anteojito N°1467, p06
21 de abril 1993

sábado, 19 de abril de 2025

Vida de Miguel de Cervantes Saavedra



Revista Anteojito N°736,
19 de abril 1979
https://fanasdegf.blogspot.com/2025/04/revista-anteojito-n-736-19-04-79.html?q=736

sábado, 12 de abril de 2025

Los maestros (Velmiro A. Gauna)

Los maestros duraban poco en Capibara-Cué y los niños vivían en el estado, para ellos, ideal de la holganza y el juego. Incapaces de distinguir las diferencias entre insectos y arácnidos que incluían en la común denominación de "bichos", podían, sin embargo, señalar cada una de las infinitas variedades de seres que poblaban el monte o las aguas del río.
Les bastaba oír un grito aislado para afirmar:
-Pa'l lau'l arroyo se asentau un "carau-né" (Por el lado del arroyo se ha asentado un "carau-né")
O si no:
-¿Oyó pa ese "tira sarasa... tira sarasa"? Güeno, es una bandada 'e charatas qu'agarró pa'l estero. (¿Oyó ese "tira sarasa... tira sarasa"? Bueno, es una bandada de charatas que tomó hacia el lado del estero.)
En la época, ya superada, en que el gobierno provincial se atrasó por años en el pago de sus mezquinos estipendios, los maestros aparecían y desaparecían con desoladora frecuencia. Duraban tres o cuatro meses y renunciaban. Cuando el vaporcito de la carrera se detenía frente a la costa y los ociosos que estaban en el boliche de don Pedro veían ascender por la barranca a alguno con traje de pueblero, decían con su pausado acento correntino:
-Mira'l nuevo maistro...
Y en seguida apostaban:
-¡Te juego un litro 'e caña que no dura tres mese!
-Pago... Pa mí éste va a aguantar por lo meno cuatro...
Crisanto Barbosa, un mozo morocho, de pequeña estatura, pero recio como un tronco de quebracho, dio por tierra con todos los pronósticos. Llegó en marzo y ya estaba en junio sin que diera señales de derrota.
Daba clases por la mañana y, por la tarde, apenas terminaba sus tareas, se iba de caza con una escopeta prestada y volvía con una martineta silvestre llamada "inambú-guasú", un par de patos picazos o una pallona; a veces con un tatú que cocinaba en su razón y hasta con una iguana cuya cola asaba en el rescoldo. No fumaba ni bebía, al parecer, y, por las noches, él mismo se lavaba la ropa.
-Duro el mozo… -decía el capitán Giménez,- no es de los que se arrean a dos tirones...
-¡Pero hasta que le toque el turno -le contesto el bolichero- va a pasar mucho rato! Ya el gobierno le está debiendo treinta y seis meses a los pobres...
-Dicen que a los que tienen "cuña" les dan vales por cinco o diez pesos...
-¡Qué vergüenza! -exclamó don Pablo el resero- Yo a mis peones les pago cien o doscientos pesos por arriada y al taca... taca... (al contado)
-¡Pa lo que vale ser estruido!... -saltó Aniceto, el peón del carnicero.- Yo no sé ler ni escrebir, pero nunca me faltan unos pesos pa los visios. La mejor estrusión es el trabajo...
El capitán Giménez iba a replicarle, cuando, pensándolo mejor, respondió con amargura:
-¡Tenés razón, Aniceto! Vení, vamos a llenarnos de caña pa olvidar que hay algo que se llama cultura.


La celebración del 9 de Julio iba a hacerse con todo lucimiento. Por la mañana habría una concentración de alumnos y de padres en la plaza, donde hablaría el maestro; por la tarde, carreras de sortija, doma de potros y carreras cuadreras a la salida del pueblo, en el Camino Real y, por la noche, baile en el patio del boliche.
En la mañana de ese día el maestro recortó dos pedazos de cartón que introdujo en los zapatos, para evitar que por los agujeros de la suela le entrasen los agujeros del camino; cepilló su único traje y salió a tocar la campana. Luego, cuando hubieron llegado sus alumnos, se puso al frente de la fila y los condujo a la plaza. Allí, después de la cantada de la canción patria, sin más acompañamiento que la música del viento y el rumor del río vecino, dijo su oración emocionada. Su palabra fácil y los pensamientos sencillos cautivaron al auditorio y, al concluir, fueron varios los que se acercaron a felicitarlo.
Don Frutos, el comisario, invitó:
-Güeno, ahura vamos a lo de don Pedro a tomar el vermú…
Barbosa enrojeció y se disculpó:
-Yo.. yo... yo... este... debo llevar a los chicos...
Pero el funcionario, que era expeditivo, ordenó:
-Muchachos, están libres, agarren pa las casas no-más...
Los niños, atónitos, miraron al maestro, pero éste asintió con un gesto de la cabeza y la turba infantil se desparramó en un instante.
En el negocio las vueltas se sucedieron a las vueltas y, casi sin cómo, Barbosa se encontró de compañero con don Pablo el tropero, empeñado en una furiosa partida de truco que, felizmente, ganaron al capitán y al comisario por un "cordero ensillado" que, cuando ellos jugaban, se estaba dorando en el patio.
Después del partido, don Pablo, que le había tomado simpatía al muchacho:
-Usté ¿de dónde es?
-Soy de Caá-catí. Me crié en la estancia de los Cabral...
-Güena gente y "coloraos" 'e ley.
-Así es, don Pablo.
-¿Usté ha de ser de a caballo, entonces?
-Calcule, don Pablo, si a los cuatro años ya me hacían andar en pelo...
-¡Ajá!... Entonces esta tarde va a dir pa la domada, ¿no?
-Pero ¡claro!
-Ta güeno, y aura vamos a pegarle al diente que los otros nos madruguen…


Todo el pueblo se reunió en el Camino Real para las fiestas de la tarde. Las muchachas acudieron con sus amplias polleras, sus enaguas almidonadas, las flotantes trenzas, el misterio de sus ojos oscuros y la incitación sus bocas sangrantes y carnosas. Los hombres lucían botas altas, vistosas bombachas, la policromía de sus pañuelos y sus lujosas rastras consteladas de monedas.
Pero para Crisanto Barbosa la única mujer era Petronila Saucedo, con el encanto agreste de sus quince años, las turbadoras curvas de su cuerpo núbil y la indescriptible seducción de sus ojos soñadores. Vivía cerca de la escuela y, varias veces, había ido a llevar o a buscar a una hermanita que estaba en los primeros grados. Habían conversado de cosas triviales, y aunque a él le parecía que no le era indiferente, no se atrevía, sin embargo, a decidirse por su precaria situación económica.
Junto a ella veía rondar a Aniceto y una llamarada de celos le quemaba el alma.
Pasó la carrera de sortijas y la gente se arremolinó junto al gran corral, para los números de doma.
Petronila y un grupo de amigas quedó, sin saber cómo, próximo al maestro y a sus acompañantes. Él las saludó y Dora, una morochita vivaracha, dijo:
-¡Qué milagro, maistro! Salió juera 'e la cueva…
-¡Oh! -saltó Petronila- no sias atrevida.
-Pero si tiene rasón -terció otra,* siempre anda escuendido como peludo n'el aujero...
Y así siguieron por un rato las bromas hasta que llegó Aniceto a invitarlas a tomar unos refrescos en una carpa que había levantado don Pedro. El maestro, que no tenía sino unas monedas en el bolsillo, se excusó de acompañarlas, pero, al despedirse, ella le dijo:
-Esta noche n'el baile espero que me saque anque sia una piesa.
Él vaciló un momento y ella añadió:
-¡Claro! Siempre que no se haiga comprometido con otra…
-¡No!... -se apresuró él, iré y bailaré con usted toda la noche.
Y le pareció que el cielo se abría cuando la muchacha contestó al retirarse:
-Si es gustoso será mi único "damo".
Barbosa, entonces, se unió a don Pablo y se dedicó a contemplar la justa de hombres y bestias en la doma. De pronto salió un hermoso zaino, de movimientos nerviosos, fina cabeza y remos fuertes. Era un "reservao" de la estancia que unos ingleses tenían en las cercanías. Patricio Alcarez fue el primero que lo montó, para ser derribado al segundo corcovo. Subió, después, Zoilo Miño, domador de gran fama en la zona, que salió por el cuello, para caer parado, pero con tan mala fortuna que se luxó un pie.

Don Frutos, entonces, anunció:
-¡Cincuenta pesos al que se aguante cinco minutos!
Y antes que nadie respondiera avanzó Barbosa.
-¡Copo! -dijo con voz serena.
Los circunstantes quedaron asombrados y el rumor se expandió como un reguero de pólvora.
-¡El maistro!... ¡Va a montar el maistro!..
Aniceto, que estaba con las muchachas, invitó:
-¿Vamos a reirnos un rato? Al primer corcovo lo saca carpiendo...
-No ha de... -le replicó Petronila,- pa mí que se aguanta.
Barbosa, mientras tanto, se acercó al animal, que estaba piafando nervioso, atado al palenque. Lo observó y volvió al grupo.
Conversó con el comisario y, al rato, corrió la noticia.
-Quiere un papel..., le jueron a buscar pape lápiz...
Aniceto, sarcástico, explicó:
-Será pa'l testamento. Le haberá dentrau chucho al moso.
Pasaron unos minutos y un chasque que había despachado al pueblo volvió con el pedido. Cuando lo tuvo en su poder, Barbosa se apoyo en un recado y escribió la renuncia a su cargo de docente. Luego se acercó a don Frutos y le dijo:
-Señor comisario y, a la vez, comisionado escolar, a tiene la renuncia de mi empleo.
-Bien, muchacho.
-Entonces, ahora que no soy más maestro voy a portarme como un hombre...
Rápidamente se quitó el saco, se libró de los botines y se acercó al animal.
-¿Listo? -dijo.
-Listo... -le respondieron.
Se prendió de las crines y se enhorquetó de un salto.
-¡Larguen!... -gritó.
Y ahí nomás, cuando el potro empezaba a los brincos, pegó un alarido terrible y, luego, cuando pegado al lomo del corcel recorría el campo dominando al bruto, lo desafiaba con pintorescas maldiciones que no tenían nada de académicas. Al rato volvió con el animal vencido y, al descender triunfador, fue unánimemente vitoreado por la concurrencia.
Con el dinero así ganado se compró una bombacha "bataraza", un pañuelo rojo y un par de alpargatas.
Esa noche bailó con Petronila continuamente, se puso alegre con el amor y varios vasos de caña y, al otro día, se empleó como tropero con su amigo don Pablo.


A principios de agosto y en reemplazo de Barbosa vino una maestra. Era delgada, pequeña, de ojos vivaces y aguda voz. Subió lentamente por la barranca, medio doblada por una pesada valija que conducía. Llegó a lo alto, vio la calle principal y se detuvo indecisa, luego divisó el almacén de don Pedro y dejando su carga en la puerta penetró resuelta.
-¡Buen día! -dijo.- Soy la nueva maestra…
Un ocioso que estaba por allí exclamó en voz baja, pero suficientemente audible:
-Pa lo que va a durar...
Rápidamente ella lo fulminó con la mirada y replicó:
-Sí, por la educación de algunos se ve que aquí no duran los maestros.
Y, en seguida, dirigiéndose a don Pedro le espetó:
-¿Dónde está la escuela?
El propietario, con una sonrisa, indicó:
-Tome para el lao de la zurda y, a la media cuadra, dispués de la comisaría, la va a encontrar.
-Gracias... -respondió ella y fijándose en un cartel, donde en torpes caracteres se leía "Serveza", añadió:
-Cerveza se escribe con ce y no con ese.
Y salió lo más oronda, dejando boquiabierto al dueño.
Poco tiempo después, mientras se encontraba dando clase, un muchachón se detuvo en la puerta:
-¿Y a mi no me quiere enseñar, maistra? -exclamó.
Ella lo miró con ojos terribles y no contestó.
El otro, introduciéndose, agregó:
-Güeno, por lo menos la voy a mirar, prienda.
-¡Retirese!...-gritó ella, blandiendo el puntero.
-¡No sia chúcara! -siguió el intruso.
Pero ya ella se le había acercado y aplicado un feroz golpe en la cabeza. Más para intimidarla que con ánimo ofensivo el recién llegado sacó un pequeño cuchillo.
-¡Aura verás! -dijo.
Pero no pudo continuar porque descargando un verdadero torbellino de golpes y aturdiéndolo con gritos lo fue empujando hacia la calle en medio de la tremenda algarabía de sus alumnos.
En una de esas un punterazo le dio en la mano al atrevido e hizo saltar el arma y la mujer arreció sus golpea sobre el indefenso ofensor, que no atinaba sino a ir retrocediendo e intentando cubrirse con los brazos el castigado rostro.

Llegaron los curiosos en tropel y, entre ellos, el comisario que, a duras penas, arrancó al hombre de la cólera magisteril y lo condujo a la comisaría. Don Pedro, que también había acudido presuroso, se acercó a la maestra y preguntó:
-¿Qué pasó, señorita?
-Ese asesino que quiso ofender a una indefensa mujer... -le respondió ella y se desmayó en sus brazos.
El almacenero la introdujo en el local, la colocó sobre un banco y le abanicaba el rostro sin conseguir reanimarla.
-A lo mejor... aflojándole el vestido. -sugirió un comedido.
-Cierto... -aceptó don Pedro, pero en el momento que tendía sus manos la maestra abrió sus ojos y ex clamó:
-Ya estoy bien, gracias...
Desde ese día el almacenero, que era un solterón, acostumbraba a pasar todos los días por la escuela "por si se le ofrecía algo y pa que nadies la faltase otra vez".
A los tres meses se casaron, y la maestrita dejó el cargo para cuidar del nuevo hogar y ayudar en el negocio.


Los maestros duraban poco en mente en aquel tiempo en Capibara-Cué, especial que esos abnegados servidores llegaron a pasar hasta cuatro años sin cobrar un centavo.

En Otros cuentos correntinos. Pp. 75-82
Huemul, junio de 1979.



Los maestros. Velmiro Ayala Gauna narra aquí dos casos de maestros –un hombre y una mujer– que al llegar para desempeñar su función docente a Capibara-Cué, terminaron por abandonar la misma, siguiendo casi una tradición en el lugar, por distintas razones. El tratamiento de ambas historias es distinto, ya que en el primero se detiene en reflejar la hombría escondida tras el barniz ciudadano del maestro y el triunfo de su sangre criolla, mientras en el otro se dirige más al aspecto risueño y picaresco de la que prefiere un seguro destino de mujer al de maestra. Pero en ambos vibra detrás un problema social que fuera durante mucho tiempo angustiante y que aún hoy no aparece satisfactoriamente solucionado: el de la mala remuneración de los docentes y sobre todo la indiferencia que muestran los gobiernos hacia sus derechos, que generalmente se consideran de muy ínfima importancia ante otros problemas políticos; ello es lo que explica el triunfo de otras instancias por sobre la posible vocación, dada la imposibilidad de mantener a largo plazo una situación así sacrificada.
El escritor pinta ambos tipos humanos con acertada veracidad psicológica y con un ritmo narrativo que confiere fuerza e interés a la acción, aun dentro de la ligereza de su anécdota.
Introducción por Eugenio Castelli
En Otros cuentos correntinos. Pp. 17
Huemul, junio de 1979.

jueves, 10 de abril de 2025

La caricia (Velmiro A. Gauna)

Retobada por vientos y por soles, la cara de la vieja era impenetrable al tiempo. Lo mismo podía tener treinta que cuarenta o cincuenta años. Arrugas y patas de gallo anunciaban una vejez que no había llegado, sin embargo, al brillo de su mirada y al vigor de su andar.
La cocinera la recorrió con una mirada apreciativa, de arriba abajo, y luego le dijo:
-La voy a tomar, pero ricuerde qu'es por hoy, nada más...
-Ta bien.
-Va a haber que trabajar duro, doña.
-No importa.
-Güeno, le vamos a dar diez pesos... ¿Le conviene?
-Sí.
-Entonces, póngase ese delantal y ayúdeme a desplu- mar los pollos.
La mujer obedeció y así empezó sus tareas en la casa señorial de los Dorantes.
Después de colaborar en la cocina, lavó pisos y ayudó a arreglar el salón para la fiesta.
Nadie le preguntó su nombre ni de dónde venía. Cuando había que encargarle algo le decían "doña", y a espaldas de ella la llamaban "la vieja".
Lavando estaba el cuarto de baño cuando una muchacha joven, envuelta en un ropaje blanco, llegó a la puerta.
Ella alzó los ojos y quedó como si hubiera visto una aparición celestial. Los cabellos negros y los ojos oscuros parecían resaltar aún más por contraste con la nívea vestidura. Su mano seguía moviendo el trapo maquinalmente sobre el piso, pero los ojos no podían apartarse de ese rostro bellísimo.
La recién llegada la miró con impaciencia ante tan absurda curiosidad y, tocándola al pasar con el pie, ordenó:
-¡Salga!
La mujer se irguió y se retiró, cerrando la puerta tras de sí. Llegó a la cocina y explicó:
-No pude terminar de limpiar. Vino una señora me echó.
-¡Ah! -dijo la cocinera, sin dejar de agitar el tenedor dentro de la fuente en la cual preparaba una mayonesa.- Sería la niña Mili...
-¿Mili?... -interrogó la mujer, curiosa.
-Sí, la que se casa hoy.
-¡Ah! dijo la otra y empezó a lavar platos en pileta.


Sentada en su sillón, la anciana doña Enriqueta Saavedra de Dorantes oía el correr del agua en el cuarto vecino, donde su nieta se daba la ducha matinal.
-¿Mi nieta?... -pensó, y en seguida afirmó: -Sí, mi nieta...
No podía negar que era sangre de los Dorantes la que corría por sus venas... Sangre de su hijo Diego, ese hijo tan mal criado, pero tan querido, que hacía des años se había ido para siempre.
Las nubes del recuerdo vinieron a llevarla hacia el pasado y se vio a sí misma, veinte años atrás, en su estancia de Mburucuyá, adonde habían ido por consejo del médico, para ver si el aire campesino devolvía la salud a su nuera Julia, vencida por la anemia, que se iba apagando lentamente, tal una de esas lámparas votivas que han acabado su provisión de aceite.
Una linda morochita de escasos dieciséis años la ayudaba en el cuidado de la enferma. Su bondad y preocupación conquistaron el corazón de la doliente, que siempre la buscaba a su lado.
Diego, el marido, aburrido en ese ambiente sin matices, andaba rancho en rancho y de chinita en chinita. Frecuentaba el boliche y las carreras cuadreras y gastaba alegremente su dinero en cuanta ocasión de divertirse hallaba a su alcance.
Así pasaba el tiempo, hasta que un día Romilda, la muchacha, dejó de venir. La enferma la reclamaba con insistencia y tuvo que hacerla buscar. Cuando le reprochó su ausencia, la joven, arrojándose a sus pies, le contó su desgracia. Una noche en que se había quedado a cuidar a la enferma, Diego llegó y...
-Bueno, mi hija... -le dijo.- Yo te voy a ayudar. Hoy mismo iré a hablar con tu madre y te traeré aquí hasta que pase todo.
Inventaron una historia para no afligir a Julia y la vida siguió como antes. Cuando llegó el momento, Romilda tuvo una niña de ojos y cabellos negros y el perfil aquilino de los Dorantes.
La criatura creció entre el cariño de las tres mujeres. Julia pasaba largas horas acunando en su estéril regazo a ese paquete de carne sonrosada, y una noche, cuando ya estaba próximo su fin, dijo a la suegra:
-Es de él, ¿no es verdad?
Doña Enriqueta bajó afirmativamente la cabeza y la nuera apretó con más amor a la criatura.
-Entonces, madre -pidió-, no la abandone cuando yo me vaya...
Ella se lo prometió y la joven se quedó tranquila. Pocos días después una criada que había ido a despertarla la encontró sin vida, con los claros ojos azules fijos en el techo.
La enterraron, como ella lo había pedido, en el cementerio del pueblo, y se dispusieron a retornar a la capital.
Un poco por cumplir con el deseo de la muerta y otro poco porque había empezado a tomarle real cariño, doña Enriqueta pidió la criatura a la madre.
Ésta se negó, pero sus padres, ganados por dádivas y promesas, impusieron su voluntad y debió ceder. Lo único que obtuvo fue que no le cambiaran el nombre de Romilda: doña Enriqueta y su hijo la trajeron a la ciudad y allí, gracias a sus vinculaciones, la hicieron asentar como hija de Diego y de la muerta.
Nunca más volvieron a Mburucuyá y la niña se crió que legitima heredera de los Dorantes. Tuvo todo lo que puede dar la fortuna al alcance de su mano y se educó consentida por la abuela, con un orgulloso sentido que la despreciar a los que ella calificaba de "chusma" por no contar con una genealogía como la suya no tener, por lo menos, la disculpa del dinero.
-Los Dorantes -acostumbraba a decir- eran hidalgos de España y fueron de los primeros conquistadores de esta tierra. Un Dorantes anduvo por la Florida con Álvar Núñez Cabeza de Vaca y luego vino con él a radicarse en Asunción.
Concluidos sus estudios empezó a brillar en sociedad y había noviado con Isaac del Valle, que unía al prestigio de su nombre una gran fortuna que vendría muy bien a llenar los huecos que en el patrimonio familiar habían causado las locuras de su Diego.
Esa noche habían de casarse y ella ya podría morir, satisfecha de haber cumplido con su deber, dejando asegurado el porvenir de la joven.
Alguien vino a golpear levemente la puerta y la sacó de sus sueños,
-Pase -exclamó.
Una mujer, para ella desconocida, penetró.
-Dice la cocinera si quiere que le cebe mate.
-Bueno -accedió y en seguida interrogó:
-Y vos, ¿quién sos?
-Una que tomaron para ayudar...
- Bien, traéme el mate, pero no le pongás mucha azúcar...

La boda resultó todo lo grandioso que de ella se esperaba. Los nombres que más frecuentaban la sección de "Sociales" en los diarios se dieron cita en la vieja casona de los Dorantes y pusieron un marco de distinción al acontecimiento. Los domésticos que atisbaban, detrás de cortinados, las escenas de la ceremonia, se apretaron de pronto en un solo haz, cuando el obispo de la Diócesis se dispuso a celebrar el acto religioso.
Los comentarios iban de boca en boca, como moscas sobre la confitura.
-¡Cuánta gente!
-Y toda copetuda...
-¡Qué linda que está la niña Mili! -dijo la cocinera.
-¡Pensar que yo la tuve en mis brazos! -agregó una negra y, al sonreír, iluminó la noche de su cara con las blancas estrellas de sus dientes.
-Yo la acompañaba cuando iba a la escuela -añadió suspiroso el jardinero.- Y le daba mis mejores flores la maestra.
La vieja oía y callaba.
En ese momento se oyó la voz profunda del Monseñor.
-Romilda Dorantes, ¿quieres a Isaac del Valle por esposo?
-Sí, quiero -respondió la novia con voz firme.
Las mujeres del corro no pudieron contener su emoción y empezaron a secarse las lágrimas; sólo la extraña siguió mirando con idéntica impasibilidad, tal si quisiera guardar en sus pupilas hasta el mínimo detalle de esa boda.
Después, cuando retornaban a la cocina, dijo al jardinero.
-Yo también tuve una hija. Ahora sería 'e la mesma edá que la niña Mili...
-¡Ah! -le replicó el hombre indiferente y ella prosiguió ayudando en la limpieza de los platos y de copa.
Al filo de la medianoche vino una mucama a decirle:
-¡Eh!, doña... venga a ayudarme un poco…
Dócil siguió tras ella y fue por el pasillo hasta la alcoba de la flamante desposada, que ya había trocado su atavio de novia por un sencillo traje de viaje. En el piso estaba las valijas preparadas, pero aún sobre el lecho quedaban algunos pequeños efectos que la abuela hacía colocar un bolso de mano.
Mili, frente al espejo, daba los últimos toques a apariencia personal.
Luego se dio vuelta, abrazó a la abuela y la llenó de besos.
La mujer, que concluía de poner en el bolso los última frascos, dejó caer, en ese momento, una botella de perfume que inundó el ambiente de suave fragancia. Mil tornó la cabeza, vio el desastre y, sin poderse contener, gritó a la vieja:
-¡Torpe! -y le estampó en el rostro los cinco dedos de su blanca mano.
-¡Mili! -se horrorizó la abuela.
-¡Oh, también!... -dijo la joven y salió de la habitación,
La mujer alzó las valijas y fue tras de ella. Ayudó colocarlas en el automóvil y esperó hasta que éste se hubiese alejado con la nueva pareja.
Después volvió a la cocina, se quitó el delantal y aguardó.
Al rato vino la abuela y la llamó.
-Perdoná, cheama, pero mi nieta tiene el genio vivo.
-No es nada, señora.
-Bueno, aquí tenés tu plata y además otros cinco pesos de propina.
-Gracias, doña Enriqueta -contestó humildemente.
Algo en el tono de la voz hirió viejos recuerdos en el alma de la abuela, que, llena de un súbito temor, interrogo:
-¿Y de dónde sabés mi nombre?
-¡Oh!, lo oí muchas veces en la cocina.
Suspiró aliviada la matrona, pero llena de dudas todavía, preguntó:
-¿Cómo te llamás?
La vieja, que aún sentía arder en sus mejillas la marca del castigo, tentada estuvo de erguirse y escupirle al rostro:
-¡Romilda Suárez, la madre de su nieta!...
Esas palabras podían vengar el dolor de veinte años de martirios, de veinte años de sufrimientos por la hija arrancada de su lado, pero, sin embargo, se limitó a decir:
-Rosa... Rosa López, pa servir a usté...
-Bueno, dejá tu dirección y si alguna vez te necesitamos te llamaremos. ¡Adiós!
-¡Adiós, señora!
Estuvo un momento en la cocina, luego se dirigió a la puerta y salió a la calle. La brisa fresca de la madrugada le acarició el rostro, pero no pudo borrar el dolor de la afrenta, de esa marca de fuego que le puso en la mejilla la mano de la joven.
Caminó varias cuadras y llegó a su rancho. Encendió un farol y a su luz se miró en un espejo. La huella rojiza de los dedos todavía resaltaba en su rostro.
Cerró los ojos y volvió a ver a su hija en el baño, fresca y rozagante; más tarde, en la fiesta, bella como un ángel, y después, en la alcoba, con los ojos chispeantes, pero hermosa en su cólera.
-¡Es linda, sí, muy linda mi Mili! -pensó.
Y de pronto, le pareció que el dolor infamante de la cara se iba suavizando, suavizando, hasta tener la dulce levedad de una caricia.

En Otros cuentos correntinos. Pp. 59-65
Huemul, junio de 1979.


La Caricia traza una situación común en nuestra campana, en un pasado no muy lejano, en que los señores estancieros, o sus hijos, los "señoritos", abusaban de criadas y campesinas, tapando el pecado con la separación del hijo de la madre. Este tema, que ha sido tratado muchas veces, sobre todo desde el ángulo social, encuentra en Ayala Gauna un matiz diverso. Cala en profundo en el mundo interior de la madre, en su ternura, al encontrarse en situación dolorosa para ella con la hija que le fuera quitada, exaltando el sublime sacrificio de sus sentimientos al renunciar a los reclamos de un corazón en beneficio de la felicidad de su hija. El escritor maneja con sabiduría este material, dosificando el dramatismo del conflicto central con el clima intimista que requería.
Castelli, E. (s/a) Velmiro Ayala Gauna Hombre y tierra del litoral, p. 14. Ediciones Colmegna. Santa Fe. Argentina

lunes, 7 de abril de 2025

El mal hijo (Velmiro A. Gauna)

Dos hijos habia tenido doña Pantaleona, pero entre ellos corrían quince años de diferencia. Crisanto, el mayor, resultó para el otro mitad hermano y mitad padre, porque a Luciano Tapia, "el hombre de doña Panta", lo mataron en una pelea al salir de un reñidero de gallos, cuando el hijo tardío apenas se zigzagueaba sus primeros pasos.
Lucianito, el menor, tuvo dos pérdidas: la del hombre barbudo que se agachaba hasta él para hacerle una caricia o dejar en su manecita alguna golosina y la del muchacho que lo había tenido en sus brazos y, más tarde, acompañado en sus juegos, porque Crisanto, sobre quien recayó la responsabilidad de mantener a la familia, cruzó en la cintura el pesado machete, herencia de su padre, y empuñó el rústico arado de madera para sembrar maíz, mandioca y otras hortalizas en el campo aledaño.
Luchí, como le decían al pequeño, creció entre esos dos amores: díscolo, egoísta y prepotente, siempre amparado por uno contra la cólera del otro. Sus caprichos eran consentidos por ambos y sus faltas disimuladas con igual indulgencia.
-¡Es tan chico!... -decía Crisanto.
-¡El pobre no ha conocido al tata...! -justificaba la madre y se secaba la lágrima que el recuerdo del ausente traía a sus ojos.
Cuando dejó de ir a la escuela para lanzarse por los montes vecinos a la caza de pájaros y pequeños animales, Ña Pantaleona respondió a los reclamos de la maestra.
-Y güeno... si no va a estudear pa doutor...
-Pero, señora, así va a resultar un hombre sin cultura.
-Mientras haiga salú lo demás no importa.
Pero la misma madre fue quien empezó a alarmarse cuando al llegar a la pubertad no cambio sus hábitos de holgazanería y en lugar del monte empezó a frecuentar el boliche.
Una noche, al volver Crisanto de sus labores, la vieja le dijo:
-Mirá, che hijo... Yo creo que el Luchi ya puede empezar a trabajar.
-Déjelo mama... ta verde entuavía, ya habera tiempo cuando crezca.
-Pero es que así se está golviendo inútil y ni se comide a darte una ayudita.
-¿Pa qué mama?... Si nu hay casi nada que hacer y pa lo que hay me basto y suebro.
-Tonces podería dir a conchabarse a l'estancia...
-Dispués, mama, déjelo que se divierta un poco más...
Callaron y el tiempo pasó sobre sus vidas con la misma rutina.
En el Luchí se hizo hábito el boliche y junto con los juegos de azar aprendió el silabario alcohólico.
Llegaba tambaleante en las madrugadas y se levantaba malhumorado cerca del mediodía, para comer y volver a dormir interminables siestas. Esa vida licenciosa angustiaba a la vieja que, por las mañanas, cuando le cebaba mates, antes de que fuese al trabajo, urgía a Crisanto.
-Hablále a tu hermano.
-Dispués, mama...
-Lleválo a trabajar con vos, pa que aprienda a ser útil...
-Mañana, aura déjelo dormir que anoche golvió tarde.
Y se iba, grande y manso, a inclinarse sobre la mancera del arado, pero nunca sin dejar de pedir a la madre, con la cabeza baja y las manos cruzadas sobre el pecho:
-La bendición, mama.
-¡Dios te haga un santo, m'hijo!


El año se presentaba malo, las heladas tardías concluyeron con el mandiocal y la langosta devoró el maíz aún tierno. Los pesos que nunca habían sobrado andaban a la disparada en el rancho de los Tapia.
Ña Pantaleona administraba sus ahorros con sobriedad espartana y Lucianito hacía tiempo que no veía un peso en sus bolsillos.
Crisanto habíale dado cuanto le fuera posible, pero también su bolsa estaba exhausta con las sangrías repetidas y los préstamos sin retorno. Luchí estaba desesperado. Ese domingo, por la tarde, habría carreras cuadreras y otros juegos y a él le ardían las manos por hacer unos tiritos a la taba, pero, en la noche anterior, había perdido sus últimas monedas en una partida de "monte criollo".
Concluido el frugal locro del mediodía y cuando doña Pantaleona levantaba los platos para llevarlos a la cocina, hizo su pedido.
-¿Mama, me presta cinco pesos?
-Ndarecoi, che membú... (No tengo mi hijo).
-Dispués le vua a degolver siete u ocho... -mintió él.
-¡Qué pa vua a hacer si no tengo!
-¡No va a tener!... De agarrada nomás es...
La vieja se metió en la cocina y lo dejó masticando su cólera. Crisanto, en un rincón, trenzaba indiferente un lazo con tientos finísimos y paciente habilidad.
Luchí siguió gritando y protestando que se iba a ir, que nunca más volvería y otras amenazas de igual jaez.
Viendo que con esa estrategia nada conseguía, se levantó y empezó a pasear por la reducida habitación. De pronto se detuvo frente a una antigua cómoda y abrió un cajón donde, en ocasiones anteriores, había visto a la madre guardar una bolsita con sus economías.
Al ruido acudió doña Pantaleona desde la cocina y, al verlo hurgando entre sus pertenencias, le recriminó.
-¿Qué pa está hasiendo che hijo? Deje mis cosas, pues...
Se acercó e intentó apartarlo del lugar, pero Luchi airado, levantó la mano y la estampó sobre el rostro arrugado de la vieja.
-¡M'hijo!... -solamente atinó a exclamar la mujer dolorida, más que por el golpe por la ofensa.
-¡Le pegaste a mama!... ¡A mama!... -rugió Crisanto desde su asiento y se levantó enorme y terrible, hinchando el torso atlético, extendidas las manos como garras.
-¡Oh! güeno... qué también... si ella... -intentó justificarse el ingrato.
Pero ya Crisanto lo había alcanzado y tomado del cuello.
Levantándolo, casi en vilo, lo arrastró hacia la puerta y allí lo arrojó al patio como si fuese un fardo, deján dolo desvanecido con el golpe.
Ña Pantaleona lanzó un largo alarido de terror ante esa escena y los vecinos comenzaron a caer desde los alrededores y se detuvieron frente al rancho. Primero fue doña Moncha y su hija Petrona, luego el capitán Giménez y su fiel asistente, y, en seguida, tres o cuatro más que se acercaron interrogando:
-¿Qué ocurre Crisanto?
Los ojos llenos de lágrimas y tartamudeando por la pena, el gigantón señaló al caído y les respondió:
-¡Le... le... pegó a mama!...
Las mujeres se persignaron al oír la afrenta y doña Moncha escupió su desprecio.
-¡Maldito!. ¡Pegarle a la madre! No va a tener perdón de Dios.
La boca de los circunstantes se apretó en una raya y los ojos se volvieron duros y amenazantes.
Crisanto tomó al caído por un brazo y empezó a arrastrarlo hacia los fondos.
La anciana gritaba desesperada, pero las vecinas la condujeron al interior de la habitación.
Los hombres seguían mirando duros e implacables.
Poco a poco el gigantón fue llevando el cuerpo del hermano hasta dejarlo cerca de un grueso tronco que usaban para partir leña.
-¡Aní que reyucá chamigo!... (¡No vaya a matarlo, mi amigo!) -advirtió el capitán Giménez.
-No... che... Capitán... -respondió el aludido- pero... le pegó a mama... le pegó a mama.
Después le tomó la mano derecha y la colocó sobre el leño.
-¿Por qué pa hisiste eso, Luchí?... -preguntó sollozante.
Y en seguida, sacando su filoso machete, lo descargó sobre el brazo pecador del hombre que empezaba a despertar de su inconsciencia.
El grito del herido arañó a las estrellas.
La boca de los circunstantes seguía en una raya firme, mientras Crisanto, con el rostro cubierto de lágrimas, alzaba una y otra vez la hoja justiciera, hasta que, como una flor marchita, la mano cortada rodó sobre la hierba salpicada de sangre.

En Otros cuentos correntinos. Pp. 29-33
Huemul, junio de 1979.

En El mal hijo, Ayala Gauna quiso reflejar lo riguroso que es, en el hombre de nuestro interior, el amor y el respeto a la madre, que no perdona que se infrinja por motivo alguno, hasta el punto de hacer merecedor, al que se atreva, de crueles castigos. Una mano que afrenta la mejilla materna merece ser arrancada para siempre. Narración de hondo sentido moral, aun dentro de la primitividad de los sentimientos y de su concepción de la justicia, enfrenta dos tipos de hijos: el bueno y el malo, pero no en un fácil esquematismo superficial, sino reflejando las consecuencias de una distinta educación, basada, en un caso, en el culto del trabajo, y en el otro en una equivocada tolerancia y preferencia que muchos padres tienen por el hijo menor, llevándolo a la molicie y con ello a los vicios. Exacta pintura, por lo tanto, de un medio y de sus conceptos rigurosos, a la vez que de indudable proyección humana y moral, de validez universal.
Castelli, E. (s/a) Velmiro Ayala Gauna Hombre y tierra del litoral, p. 14. Ediciones Colmegna. Santa Fe. Argentina

sábado, 5 de abril de 2025

El “tirano” del tiempo: El reloj

Actualmente la mayoría de nuestras actividades están "sincronizadas". Vamos a la escuela, salimos al recreo, vemos la tele... ¡todo a horas muy precisas! Claro que no siempre fue así. El reloj tiene su historia, que acá te contamos "puntualmente".

El tiempo de las estaciones
Para los pueblos antiguos la medición del tiempo estaba muy unida a la agricultura. El "año" era el tiempo que llevaba preparar la tierra, sembrar las semillas y recoger el fruto maduro. Las estaciones eran las que dirigían estas operaciones y, junto con los días y noches, eran la única medida del tiempo conocida. Cuando las sociedades crecieron y se multiplicaron sus actividades este sistema no resultó suficiente y... ¡hubo que inventar el reloj!

De día y con cielo despejado
A la hora de medir el tiempo los egipcios y babilónicos recurrieron a la luz del sol. Era el 2000 a.C. cuando alguien clavó una estaca en el suelo y vio que su sombra se movía y cambiaba de longitud. Siguiendo el extremo de la sombra, trazó una línea curva que dividió en doce partes. Así podía saber qué hora era cada vez que la miraba. Eso sí, los días nublados y durante la noche... ¡El reloj de sol no funcionaba! ¡Y bueno! ¡Nada es perfecto!

Unas horas muy mojadas
Hacia el 200 antes de Cristo los romanos decidieron tirarse al agua. Inventaron la "clepsidra", compuesta por un recipiente superior desde donde goteaba agua a uno inferior. A medida que subía el nivel del agua, hacía lo propio un flotador que, mediante unas ruedas dentadas, hacía girar las agujas de este reloj "submarino". Los legionarios la usaban para medir el tiempo de sus guardias nocturnas. Tres horas y... ¡ni un minuto más! ¡Qué exactitud!





Era tiempo de prender fuego
Cuentan que Alfredo el Grande de Inglaterra era muy minucioso. Para medir el tiempo de sus actividades encendía una vela marcada con rayas trasversales blancas y negras como si fuera un centímetro. A medida que se consumía le indicaba a Alfredo qué hora era. Los coreanos prendían cuerdas con nudos a distancias iguales. Los chinos les agregaron unas pesas, que caían sobre un gong cuando llegaba el fuego. ¡Qué despertador poderoso!








De la arena al péndulo
El reloj de arena, como el que usamos en algunos juegos de mesa, se inventó en el siglo III en Alejandría. Durante muchos años fue el método más exacto para "dar la hora". En el siglo XIV Enrique de Vick construyó el reloj de pesas y péndulo. Se colgaba una pesa de una cuerda enrollada en un tambor giratorio. Este accionaba unos engranajes que hacían girar las agujas. El péndulo regulaba la velocidad con que giraban.


A la hora señalada
Por fin en el Siglo XVI se inventó el reloj de cuerda. Funcionaba con una cinta de acero enrollada en espiral. Al ir desenrollándose accionaba los engranajes y hacía girar las agujas. Contaba con un "volante" o pequeña rueda que al girar a un lado o a otro regulaba la velocidad de las agujas. Esto permitió construir relojes de bolsillo, que los señores ricos sujetaban a lujosas cadenas de oro, como los de las películas de Chaplin.

Nuevos inventos perfeccionaron el arte de la relojería. El reloj atómico es el más exacto que se conoce hoy en día. Esos relojes miden con absoluta precisión... ¡los millonésimos de segundo!

Revista Anteojito N°1469, pp.32-33
5 de abril 1993
https://archive.org/details/23a_20230102_202301/32.jpg

martes, 1 de abril de 2025

El buey y la cigarra

(Adaptación de una fábula de Iriarte)

Era ya cerca del mediodía. Durante horas y horas había trabajado el buey, sin descanso, esa mañana. Atado al yugo, y guiado por el dueño del campo, había trazado muchos surcos en la tierra. Ésta pronto albergaría frondosas espigas de maíz. Tan cansado estaba el pobre buey que, llegando al término de su tarea, se desvió un poco en su camino y el surco final quedó torcido.
Una cigarra desocupada que lo observaba le dijo: "¡Qué mal has hecho tu trabajo! ¡Qué torcido te salió ese surco!" El buey, enfurecido, le respondió: "¿Cómo te diste cuenta? Lo que sucede es que todos los otros surcos están muy derechos y bien trazados. Yo creo que tanto esfuerzo en el trabajo que hice esta mañana me dispensa del error del final. ¿No te parece? Pero en tu caso... ¿Qué es lo que te puede ayudar a justificar tu haraganería? No tienes derecho a ser tan criticona. Pienso que tus críticas no tienen valor porque vienen de alguien que no aprecia mi trabajo y mis esfuerzos. Y que, además, no se esfuerza ni trabaja".

¿A vos qué te parece?
¿Cómo hizo su trabajo el buey durante la mañana? ¿Qué le pasó al final? ¿Qué observación le hizo la cigarra? ¿Tenía o no derecho a ser tan criticona? ¿Cómo tomó el buey la crítica? ¿Por qué le dijo que su crítica no tenía valor? ¿Estás de acuerdo con el buey o con la cigarra? ¿Por qué? ¿Serías capaz de narrar una situación semejante, pero en la que los protagonistas sean personas?

Revista Anteojito N°1464, p.39
1 de abril 1993