Retobada por vientos y por soles, la cara de la vieja era impenetrable al tiempo. Lo mismo podía tener treinta que cuarenta o cincuenta años. Arrugas y patas de gallo anunciaban una vejez que no había llegado, sin embargo, al brillo de su mirada y al vigor de su andar.
La cocinera la recorrió con una mirada apreciativa, de arriba abajo, y luego le dijo:
-La voy a tomar, pero ricuerde qu'es por hoy, nada más...
-Ta bien.
-Va a haber que trabajar duro, doña.
-No importa.
-Güeno, le vamos a dar diez pesos... ¿Le conviene?
-Sí.
-Entonces, póngase ese delantal y ayúdeme a desplu- mar los pollos.
La mujer obedeció y así empezó sus tareas en la casa señorial de los Dorantes.
Después de colaborar en la cocina, lavó pisos y ayudó a arreglar el salón para la fiesta.
Nadie le preguntó su nombre ni de dónde venía. Cuando había que encargarle algo le decían "doña", y a espaldas de ella la llamaban "la vieja".
Lavando estaba el cuarto de baño cuando una muchacha joven, envuelta en un ropaje blanco, llegó a la puerta.
Ella alzó los ojos y quedó como si hubiera visto una aparición celestial. Los cabellos negros y los ojos oscuros parecían resaltar aún más por contraste con la nívea vestidura. Su mano seguía moviendo el trapo maquinalmente sobre el piso, pero los ojos no podían apartarse de ese rostro bellísimo.
La recién llegada la miró con impaciencia ante tan absurda curiosidad y, tocándola al pasar con el pie, ordenó:
-¡Salga!
La mujer se irguió y se retiró, cerrando la puerta tras de sí. Llegó a la cocina y explicó:
-No pude terminar de limpiar. Vino una señora me echó.
-¡Ah! -dijo la cocinera, sin dejar de agitar el tenedor dentro de la fuente en la cual preparaba una mayonesa.- Sería la niña Mili...
-¿Mili?... -interrogó la mujer, curiosa.
-Sí, la que se casa hoy.
-¡Ah! dijo la otra y empezó a lavar platos en pileta.
Sentada en su sillón, la anciana doña Enriqueta Saavedra de Dorantes oía el correr del agua en el cuarto vecino, donde su nieta se daba la ducha matinal.
-¿Mi nieta?... -pensó, y en seguida afirmó: -Sí, mi nieta...
No podía negar que era sangre de los Dorantes la que corría por sus venas... Sangre de su hijo Diego, ese hijo tan mal criado, pero tan querido, que hacía des años se había ido para siempre.
Las nubes del recuerdo vinieron a llevarla hacia el pasado y se vio a sí misma, veinte años atrás, en su estancia de Mburucuyá, adonde habían ido por consejo del médico, para ver si el aire campesino devolvía la salud a su nuera Julia, vencida por la anemia, que se iba apagando lentamente, tal una de esas lámparas votivas que han acabado su provisión de aceite.
Una linda morochita de escasos dieciséis años la ayudaba en el cuidado de la enferma. Su bondad y preocupación conquistaron el corazón de la doliente, que siempre la buscaba a su lado.
Diego, el marido, aburrido en ese ambiente sin matices, andaba rancho en rancho y de chinita en chinita. Frecuentaba el boliche y las carreras cuadreras y gastaba alegremente su dinero en cuanta ocasión de divertirse hallaba a su alcance.
Así pasaba el tiempo, hasta que un día Romilda, la muchacha, dejó de venir. La enferma la reclamaba con insistencia y tuvo que hacerla buscar. Cuando le reprochó su ausencia, la joven, arrojándose a sus pies, le contó su desgracia. Una noche en que se había quedado a cuidar a la enferma, Diego llegó y...
-Bueno, mi hija... -le dijo.- Yo te voy a ayudar. Hoy mismo iré a hablar con tu madre y te traeré aquí hasta que pase todo.
Inventaron una historia para no afligir a Julia y la vida siguió como antes. Cuando llegó el momento, Romilda tuvo una niña de ojos y cabellos negros y el perfil aquilino de los Dorantes.
La criatura creció entre el cariño de las tres mujeres. Julia pasaba largas horas acunando en su estéril regazo a ese paquete de carne sonrosada, y una noche, cuando ya estaba próximo su fin, dijo a la suegra:
-Es de él, ¿no es verdad?
Doña Enriqueta bajó afirmativamente la cabeza y la nuera apretó con más amor a la criatura.
-Entonces, madre -pidió-, no la abandone cuando yo me vaya...
Ella se lo prometió y la joven se quedó tranquila. Pocos días después una criada que había ido a despertarla la encontró sin vida, con los claros ojos azules fijos en el techo.
La enterraron, como ella lo había pedido, en el cementerio del pueblo, y se dispusieron a retornar a la capital.
Un poco por cumplir con el deseo de la muerta y otro poco porque había empezado a tomarle real cariño, doña Enriqueta pidió la criatura a la madre.
Ésta se negó, pero sus padres, ganados por dádivas y promesas, impusieron su voluntad y debió ceder. Lo único que obtuvo fue que no le cambiaran el nombre de Romilda: doña Enriqueta y su hijo la trajeron a la ciudad y allí, gracias a sus vinculaciones, la hicieron asentar como hija de Diego y de la muerta.
Nunca más volvieron a Mburucuyá y la niña se crió que legitima heredera de los Dorantes. Tuvo todo lo que puede dar la fortuna al alcance de su mano y se educó consentida por la abuela, con un orgulloso sentido que la despreciar a los que ella calificaba de "chusma" por no contar con una genealogía como la suya no tener, por lo menos, la disculpa del dinero.
-Los Dorantes -acostumbraba a decir- eran hidalgos de España y fueron de los primeros conquistadores de esta tierra. Un Dorantes anduvo por la Florida con Álvar Núñez Cabeza de Vaca y luego vino con él a radicarse en Asunción.
Concluidos sus estudios empezó a brillar en sociedad y había noviado con Isaac del Valle, que unía al prestigio de su nombre una gran fortuna que vendría muy bien a llenar los huecos que en el patrimonio familiar habían causado las locuras de su Diego.
Esa noche habían de casarse y ella ya podría morir, satisfecha de haber cumplido con su deber, dejando asegurado el porvenir de la joven.
Alguien vino a golpear levemente la puerta y la sacó de sus sueños,
-Pase -exclamó.
Una mujer, para ella desconocida, penetró.
-Dice la cocinera si quiere que le cebe mate.
-Bueno -accedió y en seguida interrogó:
-Y vos, ¿quién sos?
-Una que tomaron para ayudar...
- Bien, traéme el mate, pero no le pongás mucha azúcar...
La boda resultó todo lo grandioso que de ella se esperaba. Los nombres que más frecuentaban la sección de "Sociales" en los diarios se dieron cita en la vieja casona de los Dorantes y pusieron un marco de distinción al acontecimiento. Los domésticos que atisbaban, detrás de cortinados, las escenas de la ceremonia, se apretaron de pronto en un solo haz, cuando el obispo de la Diócesis se dispuso a celebrar el acto religioso.
Los comentarios iban de boca en boca, como moscas sobre la confitura.
-¡Cuánta gente!
-Y toda copetuda...
-¡Qué linda que está la niña Mili! -dijo la cocinera.
-¡Pensar que yo la tuve en mis brazos! -agregó una negra y, al sonreír, iluminó la noche de su cara con las blancas estrellas de sus dientes.
-Yo la acompañaba cuando iba a la escuela -añadió suspiroso el jardinero.- Y le daba mis mejores flores la maestra.
La vieja oía y callaba.
En ese momento se oyó la voz profunda del Monseñor.
-Romilda Dorantes, ¿quieres a Isaac del Valle por esposo?
-Sí, quiero -respondió la novia con voz firme.
Las mujeres del corro no pudieron contener su emoción y empezaron a secarse las lágrimas; sólo la extraña siguió mirando con idéntica impasibilidad, tal si quisiera guardar en sus pupilas hasta el mínimo detalle de esa boda.
Después, cuando retornaban a la cocina, dijo al jardinero.
-Yo también tuve una hija. Ahora sería 'e la mesma edá que la niña Mili...
-¡Ah! -le replicó el hombre indiferente y ella prosiguió ayudando en la limpieza de los platos y de copa.
Al filo de la medianoche vino una mucama a decirle:
-¡Eh!, doña... venga a ayudarme un poco…
Dócil siguió tras ella y fue por el pasillo hasta la alcoba de la flamante desposada, que ya había trocado su atavio de novia por un sencillo traje de viaje. En el piso estaba las valijas preparadas, pero aún sobre el lecho quedaban algunos pequeños efectos que la abuela hacía colocar un bolso de mano.
Mili, frente al espejo, daba los últimos toques a apariencia personal.
Luego se dio vuelta, abrazó a la abuela y la llenó de besos.
La mujer, que concluía de poner en el bolso los última frascos, dejó caer, en ese momento, una botella de perfume que inundó el ambiente de suave fragancia. Mil tornó la cabeza, vio el desastre y, sin poderse contener, gritó a la vieja:
-¡Torpe! -y le estampó en el rostro los cinco dedos de su blanca mano.
-¡Mili! -se horrorizó la abuela.
-¡Oh, también!... -dijo la joven y salió de la habitación,
La mujer alzó las valijas y fue tras de ella. Ayudó colocarlas en el automóvil y esperó hasta que éste se hubiese alejado con la nueva pareja.
Después volvió a la cocina, se quitó el delantal y aguardó.
Al rato vino la abuela y la llamó.
-Perdoná, cheama, pero mi nieta tiene el genio vivo.
-No es nada, señora.
-Bueno, aquí tenés tu plata y además otros cinco pesos de propina.
-Gracias, doña Enriqueta -contestó humildemente.
Algo en el tono de la voz hirió viejos recuerdos en el alma de la abuela, que, llena de un súbito temor, interrogo:
-¿Y de dónde sabés mi nombre?
-¡Oh!, lo oí muchas veces en la cocina.
Suspiró aliviada la matrona, pero llena de dudas todavía, preguntó:
-¿Cómo te llamás?
La vieja, que aún sentía arder en sus mejillas la marca del castigo, tentada estuvo de erguirse y escupirle al rostro:
-¡Romilda Suárez, la madre de su nieta!...
Esas palabras podían vengar el dolor de veinte años de martirios, de veinte años de sufrimientos por la hija arrancada de su lado, pero, sin embargo, se limitó a decir:
-Rosa... Rosa López, pa servir a usté...
-Bueno, dejá tu dirección y si alguna vez te necesitamos te llamaremos. ¡Adiós!
-¡Adiós, señora!
Estuvo un momento en la cocina, luego se dirigió a la puerta y salió a la calle. La brisa fresca de la madrugada le acarició el rostro, pero no pudo borrar el dolor de la afrenta, de esa marca de fuego que le puso en la mejilla la mano de la joven.
Caminó varias cuadras y llegó a su rancho. Encendió un farol y a su luz se miró en un espejo. La huella rojiza de los dedos todavía resaltaba en su rostro.
Cerró los ojos y volvió a ver a su hija en el baño, fresca y rozagante; más tarde, en la fiesta, bella como un ángel, y después, en la alcoba, con los ojos chispeantes, pero hermosa en su cólera.
-¡Es linda, sí, muy linda mi Mili! -pensó.
Y de pronto, le pareció que el dolor infamante de la cara se iba suavizando, suavizando, hasta tener la dulce levedad de una caricia.
En Otros cuentos correntinos. Pp. 59-65
Huemul, junio de 1979.
La Caricia traza una situación común en nuestra campana, en un pasado no muy lejano, en que los señores estancieros, o sus hijos, los "señoritos", abusaban de criadas y campesinas, tapando el pecado con la separación del hijo de la madre. Este tema, que ha sido tratado muchas veces, sobre todo desde el ángulo social, encuentra en Ayala Gauna un matiz diverso. Cala en profundo en el mundo interior de la madre, en su ternura, al encontrarse en situación dolorosa para ella con la hija que le fuera quitada, exaltando el sublime sacrificio de sus sentimientos al renunciar a los reclamos de un corazón en beneficio de la felicidad de su hija. El escritor maneja con sabiduría este material, dosificando el dramatismo del conflicto central con el clima intimista que requería.
Castelli, E. (s/a) Velmiro Ayala Gauna Hombre y tierra del litoral, p. 14. Ediciones Colmegna. Santa Fe. Argentina
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