Les bastaba oír un grito aislado para afirmar:
-Pa'l lau'l arroyo se asentau un "carau-né" (Por el lado del arroyo se ha asentado un "carau-né")
O si no:
-¿Oyó pa ese "tira sarasa... tira sarasa"? Güeno, es una bandada 'e charatas qu'agarró pa'l estero. (¿Oyó ese "tira sarasa... tira sarasa"? Bueno, es una bandada de charatas que tomó hacia el lado del estero.)
En la época, ya superada, en que el gobierno provincial se atrasó por años en el pago de sus mezquinos estipendios, los maestros aparecían y desaparecían con desoladora frecuencia. Duraban tres o cuatro meses y renunciaban. Cuando el vaporcito de la carrera se detenía frente a la costa y los ociosos que estaban en el boliche de don Pedro veían ascender por la barranca a alguno con traje de pueblero, decían con su pausado acento correntino:
-Mira'l nuevo maistro...
Y en seguida apostaban:
-¡Te juego un litro 'e caña que no dura tres mese!
-Pago... Pa mí éste va a aguantar por lo meno cuatro...
Crisanto Barbosa, un mozo morocho, de pequeña estatura, pero recio como un tronco de quebracho, dio por tierra con todos los pronósticos. Llegó en marzo y ya estaba en junio sin que diera señales de derrota.
Daba clases por la mañana y, por la tarde, apenas terminaba sus tareas, se iba de caza con una escopeta prestada y volvía con una martineta silvestre llamada "inambú-guasú", un par de patos picazos o una pallona; a veces con un tatú que cocinaba en su razón y hasta con una iguana cuya cola asaba en el rescoldo. No fumaba ni bebía, al parecer, y, por las noches, él mismo se lavaba la ropa.
-Duro el mozo… -decía el capitán Giménez,- no es de los que se arrean a dos tirones...
-¡Pero hasta que le toque el turno -le contesto el bolichero- va a pasar mucho rato! Ya el gobierno le está debiendo treinta y seis meses a los pobres...
-Dicen que a los que tienen "cuña" les dan vales por cinco o diez pesos...
-¡Qué vergüenza! -exclamó don Pablo el resero- Yo a mis peones les pago cien o doscientos pesos por arriada y al taca... taca... (al contado)
-¡Pa lo que vale ser estruido!... -saltó Aniceto, el peón del carnicero.- Yo no sé ler ni escrebir, pero nunca me faltan unos pesos pa los visios. La mejor estrusión es el trabajo...
El capitán Giménez iba a replicarle, cuando, pensándolo mejor, respondió con amargura:
-¡Tenés razón, Aniceto! Vení, vamos a llenarnos de caña pa olvidar que hay algo que se llama cultura.
La celebración del 9 de Julio iba a hacerse con todo lucimiento. Por la mañana habría una concentración de alumnos y de padres en la plaza, donde hablaría el maestro; por la tarde, carreras de sortija, doma de potros y carreras cuadreras a la salida del pueblo, en el Camino Real y, por la noche, baile en el patio del boliche.
En la mañana de ese día el maestro recortó dos pedazos de cartón que introdujo en los zapatos, para evitar que por los agujeros de la suela le entrasen los agujeros del camino; cepilló su único traje y salió a tocar la campana. Luego, cuando hubieron llegado sus alumnos, se puso al frente de la fila y los condujo a la plaza. Allí, después de la cantada de la canción patria, sin más acompañamiento que la música del viento y el rumor del río vecino, dijo su oración emocionada. Su palabra fácil y los pensamientos sencillos cautivaron al auditorio y, al concluir, fueron varios los que se acercaron a felicitarlo.
Don Frutos, el comisario, invitó:
-Güeno, ahura vamos a lo de don Pedro a tomar el vermú…
Barbosa enrojeció y se disculpó:
-Yo.. yo... yo... este... debo llevar a los chicos...
Pero el funcionario, que era expeditivo, ordenó:
-Muchachos, están libres, agarren pa las casas no-más...
Los niños, atónitos, miraron al maestro, pero éste asintió con un gesto de la cabeza y la turba infantil se desparramó en un instante.
En el negocio las vueltas se sucedieron a las vueltas y, casi sin cómo, Barbosa se encontró de compañero con don Pablo el tropero, empeñado en una furiosa partida de truco que, felizmente, ganaron al capitán y al comisario por un "cordero ensillado" que, cuando ellos jugaban, se estaba dorando en el patio.
Después del partido, don Pablo, que le había tomado simpatía al muchacho:
-Usté ¿de dónde es?
-Soy de Caá-catí. Me crié en la estancia de los Cabral...
-Güena gente y "coloraos" 'e ley.
-Así es, don Pablo.
-¿Usté ha de ser de a caballo, entonces?
-Calcule, don Pablo, si a los cuatro años ya me hacían andar en pelo...
-¡Ajá!... Entonces esta tarde va a dir pa la domada, ¿no?
-Pero ¡claro!
-Ta güeno, y aura vamos a pegarle al diente que los otros nos madruguen…
Todo el pueblo se reunió en el Camino Real para las fiestas de la tarde. Las muchachas acudieron con sus amplias polleras, sus enaguas almidonadas, las flotantes trenzas, el misterio de sus ojos oscuros y la incitación sus bocas sangrantes y carnosas. Los hombres lucían botas altas, vistosas bombachas, la policromía de sus pañuelos y sus lujosas rastras consteladas de monedas.
Pero para Crisanto Barbosa la única mujer era Petronila Saucedo, con el encanto agreste de sus quince años, las turbadoras curvas de su cuerpo núbil y la indescriptible seducción de sus ojos soñadores. Vivía cerca de la escuela y, varias veces, había ido a llevar o a buscar a una hermanita que estaba en los primeros grados. Habían conversado de cosas triviales, y aunque a él le parecía que no le era indiferente, no se atrevía, sin embargo, a decidirse por su precaria situación económica.
Junto a ella veía rondar a Aniceto y una llamarada de celos le quemaba el alma.
Pasó la carrera de sortijas y la gente se arremolinó junto al gran corral, para los números de doma.
Petronila y un grupo de amigas quedó, sin saber cómo, próximo al maestro y a sus acompañantes. Él las saludó y Dora, una morochita vivaracha, dijo:
-¡Qué milagro, maistro! Salió juera 'e la cueva…
-¡Oh! -saltó Petronila- no sias atrevida.
-Pero si tiene rasón -terció otra,* siempre anda escuendido como peludo n'el aujero...
Y así siguieron por un rato las bromas hasta que llegó Aniceto a invitarlas a tomar unos refrescos en una carpa que había levantado don Pedro. El maestro, que no tenía sino unas monedas en el bolsillo, se excusó de acompañarlas, pero, al despedirse, ella le dijo:
-Esta noche n'el baile espero que me saque anque sia una piesa.
Él vaciló un momento y ella añadió:
-¡Claro! Siempre que no se haiga comprometido con otra…
-¡No!... -se apresuró él, iré y bailaré con usted toda la noche.
Y le pareció que el cielo se abría cuando la muchacha contestó al retirarse:
-Si es gustoso será mi único "damo".
Barbosa, entonces, se unió a don Pablo y se dedicó a contemplar la justa de hombres y bestias en la doma. De pronto salió un hermoso zaino, de movimientos nerviosos, fina cabeza y remos fuertes. Era un "reservao" de la estancia que unos ingleses tenían en las cercanías. Patricio Alcarez fue el primero que lo montó, para ser derribado al segundo corcovo. Subió, después, Zoilo Miño, domador de gran fama en la zona, que salió por el cuello, para caer parado, pero con tan mala fortuna que se luxó un pie.
Don Frutos, entonces, anunció:
-¡Cincuenta pesos al que se aguante cinco minutos!
Y antes que nadie respondiera avanzó Barbosa.
-¡Copo! -dijo con voz serena.
Los circunstantes quedaron asombrados y el rumor se expandió como un reguero de pólvora.
-¡El maistro!... ¡Va a montar el maistro!..
Aniceto, que estaba con las muchachas, invitó:
-¿Vamos a reirnos un rato? Al primer corcovo lo saca carpiendo...
-No ha de... -le replicó Petronila,- pa mí que se aguanta.
Barbosa, mientras tanto, se acercó al animal, que estaba piafando nervioso, atado al palenque. Lo observó y volvió al grupo.
Conversó con el comisario y, al rato, corrió la noticia.
-Quiere un papel..., le jueron a buscar pape lápiz...
Aniceto, sarcástico, explicó:
-Será pa'l testamento. Le haberá dentrau chucho al moso.
Pasaron unos minutos y un chasque que había despachado al pueblo volvió con el pedido. Cuando lo tuvo en su poder, Barbosa se apoyo en un recado y escribió la renuncia a su cargo de docente. Luego se acercó a don Frutos y le dijo:
-Señor comisario y, a la vez, comisionado escolar, a tiene la renuncia de mi empleo.
-Bien, muchacho.
-Entonces, ahora que no soy más maestro voy a portarme como un hombre...
Rápidamente se quitó el saco, se libró de los botines y se acercó al animal.
-¿Listo? -dijo.
-Listo... -le respondieron.
Se prendió de las crines y se enhorquetó de un salto.
-¡Larguen!... -gritó.
Y ahí nomás, cuando el potro empezaba a los brincos, pegó un alarido terrible y, luego, cuando pegado al lomo del corcel recorría el campo dominando al bruto, lo desafiaba con pintorescas maldiciones que no tenían nada de académicas. Al rato volvió con el animal vencido y, al descender triunfador, fue unánimemente vitoreado por la concurrencia.
Con el dinero así ganado se compró una bombacha "bataraza", un pañuelo rojo y un par de alpargatas.
Esa noche bailó con Petronila continuamente, se puso alegre con el amor y varios vasos de caña y, al otro día, se empleó como tropero con su amigo don Pablo.
A principios de agosto y en reemplazo de Barbosa vino una maestra. Era delgada, pequeña, de ojos vivaces y aguda voz. Subió lentamente por la barranca, medio doblada por una pesada valija que conducía. Llegó a lo alto, vio la calle principal y se detuvo indecisa, luego divisó el almacén de don Pedro y dejando su carga en la puerta penetró resuelta.
-¡Buen día! -dijo.- Soy la nueva maestra…
Un ocioso que estaba por allí exclamó en voz baja, pero suficientemente audible:
-Pa lo que va a durar...
Rápidamente ella lo fulminó con la mirada y replicó:
-Sí, por la educación de algunos se ve que aquí no duran los maestros.
Y, en seguida, dirigiéndose a don Pedro le espetó:
-¿Dónde está la escuela?
El propietario, con una sonrisa, indicó:
-Tome para el lao de la zurda y, a la media cuadra, dispués de la comisaría, la va a encontrar.
-Gracias... -respondió ella y fijándose en un cartel, donde en torpes caracteres se leía "Serveza", añadió:
-Cerveza se escribe con ce y no con ese.
Y salió lo más oronda, dejando boquiabierto al dueño.
Poco tiempo después, mientras se encontraba dando clase, un muchachón se detuvo en la puerta:
-¿Y a mi no me quiere enseñar, maistra? -exclamó.
Ella lo miró con ojos terribles y no contestó.
El otro, introduciéndose, agregó:
-Güeno, por lo menos la voy a mirar, prienda.
-¡Retirese!...-gritó ella, blandiendo el puntero.
-¡No sia chúcara! -siguió el intruso.
Pero ya ella se le había acercado y aplicado un feroz golpe en la cabeza. Más para intimidarla que con ánimo ofensivo el recién llegado sacó un pequeño cuchillo.
-¡Aura verás! -dijo.
Pero no pudo continuar porque descargando un verdadero torbellino de golpes y aturdiéndolo con gritos lo fue empujando hacia la calle en medio de la tremenda algarabía de sus alumnos.
En una de esas un punterazo le dio en la mano al atrevido e hizo saltar el arma y la mujer arreció sus golpea sobre el indefenso ofensor, que no atinaba sino a ir retrocediendo e intentando cubrirse con los brazos el castigado rostro.
Llegaron los curiosos en tropel y, entre ellos, el comisario que, a duras penas, arrancó al hombre de la cólera magisteril y lo condujo a la comisaría. Don Pedro, que también había acudido presuroso, se acercó a la maestra y preguntó:
-¿Qué pasó, señorita?
-Ese asesino que quiso ofender a una indefensa mujer... -le respondió ella y se desmayó en sus brazos.
El almacenero la introdujo en el local, la colocó sobre un banco y le abanicaba el rostro sin conseguir reanimarla.
-A lo mejor... aflojándole el vestido. -sugirió un comedido.
-Cierto... -aceptó don Pedro, pero en el momento que tendía sus manos la maestra abrió sus ojos y ex clamó:
-Ya estoy bien, gracias...
Desde ese día el almacenero, que era un solterón, acostumbraba a pasar todos los días por la escuela "por si se le ofrecía algo y pa que nadies la faltase otra vez".
A los tres meses se casaron, y la maestrita dejó el cargo para cuidar del nuevo hogar y ayudar en el negocio.
Los maestros duraban poco en mente en aquel tiempo en Capibara-Cué, especial que esos abnegados servidores llegaron a pasar hasta cuatro años sin cobrar un centavo.