miércoles, 19 de agosto de 2015

El rancho

A la margen de un arroyo encantador, a cuatro pasos de su orilla y a la sombra de un grupo de sauces elevados y coposos, una simple estancada en un ámbito de seis varas en cuadro, sosteniendo un techo de paja con paredes formadas de junco o de ramas: tal es el rancho del isleño. Es su obra de pocos días, que dura muchos años. Su mueblaje se compone de un cañizo para dormir, y otro más alto para despensa; una mesa de ceibo; algunos bancos y platos de la misma madera; asador, olla y pava o caldera de hierro, un mate y un saco de camuatí para la sal. He aquí un edificio que, con su menaje todo, no vale tanto como uno solo de los muebles que el lujo ha hecho necesarios al habitante de las ciudades. Y esa pobre choza con su rústico ajuar comprende cuanto el hombre puede necesitar para su seguridad y reposo, su comodidad y placer… pero que no se aloje en ella el que haya llegado a enervarse al extremo de ser más delicado que el picaflor que la prefiere para suspender bajo su alero la cuna de sus hijuelos.
¡Cuán poco necesita el hombre para vivir satisfecho y tranquilo, cuando las necesidades ficticias y las vanidades del mundo no le han hecho esclavo de mil gustos nocivos e innecesarios, de mil ridiculeces, y de un sinnúmero de costosas bagatelas!
¿Qué artesonado puede igualarse a la pompa y hermosura de un grupo de sauces de Babilonia que abraza en su extensa bóveda la cabaña con su patio y el puerto y la chalana y el baño, defendidos del sol por sus ramas colgantes frondosísimas?
Aun consultando la variedad y delicadeza de los gustos (si se ha de combinar sus satisfacción con la salud), nada de las mesas opíparas se puede echar de menos al probar las sencillas preparaciones del fogón de las islas.
Yo, hasta ahora, no he gustado un plato que supere al odorífico y jugoso asado, que sólo nuestros campesinos saben preparar. Difícilmente la cocina del rico aderezará un manjar tan sabroso como sano y suculento. Para el sobrio habitante de las islas, el simple te del Paraguay o mate suple con ventaja, para su paladar y su salud, a todos los licores y pociones conocidas. El agua exquisita que corre al pie del rancho del carapachayo bastaría para hacerlo preferible a las habitaciones ciudadanas con todas sus bebidas peregrinas. El agua del Paraná, tan digna de su fama por su excelencia, quizá sea más eficaz que todas las panaceas y elixires inventados, para recobrar la salud y conservarla.
¡Oh, qué hechicera y agradable es la morada del isleño a la margen del arroyo, al abrigo de los copudos sauces, con su baño delicioso y su chalana!
¡Qué deleitable contemplar las bellezas de la primavera desde el rústico y pintoresco albergue! ¡Qué grato es aspirar el aire vivificante de la mañana que penetra en el rancho libremente, incitándonos a gozar el bello espectáculo de la salida del Sol!

Marco Sastre, Isondú, pag. 7-8.

martes, 18 de agosto de 2015

Las naranjas del Paí Pajarito (Velmiro A. Gauna)

Un día, Paí Pajarito decía misa. La iglesia estaba llena de bote a bote, pues, por ser el día de la Patrona del pueblo, se hallaba todo él congregado. Conviene decir que sobre uno de los costados del templo, había un patiecito cerrado, al cual únicamente se tenía acceso por la puerta de la Sacristía. En el centro de este patio y llenándolo casi por completo, crecía un alto naranjo, visible desde el altar mayor a través de los vidrios de una de las ventanas laterales. El viejo árbol, frondoso no obstante contar más de cien años de vida, -se decía que fue plantado por los jesuitas- conservaba a pesar de lo avanzado de la estación, semiocultas entre el verdor sombrío de su copa, una buena cantidad de naranjas, objeto del celo y de la vigilancia del buen padre, como que se daba el placer de ir saboreándolas poco a poco, cuando ya en otras partes no las había. Había transcurrido la mitad de la misa, cuando la apiñada multitud oyó con el estupor consiguiente, que el Paí pronunciaba las siguientes palabras, que no por dichas en guaraní, resultaban menos sacrílegas: Pe maé upe añá membí oyupiba ojobo (vean ese "hijo del diablo" que va subiendo). Mirándose los unos a los otros, los concurrentes se preguntaban si el Paí se había vuelto loco. Alguien insinuó que sin duda estaba borracho. Es que nadie había observado lo que el: un muchacho que habiéndose colado en un descuido por la puerta de la Sacristía y penetrado al patio, trepaba trabajosamente por el tronco del árbol.
Pero como simultáneamente, el Pai levantaba el cáliz conteniendo bajo la forma de la hostia, el cuerpo consagrado de Cristo, los concurrentes dedujeron que sus palabras se referían a éste.
Todos se habían puesto de pie, dispuestos a abandonar el templo. Como Paí Pajarito les daba la espalda, nada veía y seguía oficiando la misa. Cuando el Sacristán se le acercó y lo informó de lo que ocurría, grande fue su confusión. Apenas si podía creer que hubiera pronunciado tales palabras. En todo caso habrían salido de su boca sin darse cuenta. Rápido como la luz, salió por la puerta de la Sacristía y corrió hasta la puerta principal de la Iglesia, se plantó en medio de ella y abriendo los brazos en cruz para que nadie pudiera salir, apostrofó a la multitud con voz que nadie dejara de oír: "Vuélvanse a sus asientos. A quien yo me refería no era a Dios, sino al muchacho que subía a robar mis naranjas".

Velmiro A. Gauna

lunes, 17 de agosto de 2015

Patria

¡Patria! Te adoro en mi silencio mudo
Y temo profanar tu nombre santo:
Por ti he gozado y padecido tanto
Como lengua mortal decir no pudo.

No te pido el ampara de tu escudo
Sino la dulce sombra de tu manto;
Quiero en tu seno derramar mi llanto.
Vivir, morir en ti, pobre y desnudo.

Ni poder, ni esplendor, ni lozanía
Son razones de amar. Otro es el lazo
Que nadie, nunca, desatar podría.

Amo yo por instinto tu regazo;
Madre eres tú de la familia mía;
¡Patria! De tus entrañas soy pedazo.

Miguel Antonio Caro
Isondú, pag. 10

Los llanta de goma y su cria

Mi infancia en el recuerdo, Anteojito

A San Martín

A San Martín, Anteojito

sábado, 15 de agosto de 2015

Cármine

Mi infancia en el recuerdo, Anteojito

Guayna (Velmiro A. Gauna)

Los pájaros aleteaban en sus ojos.
Los pájaros aleteaban en su andar.

Con la mitad de un 8 dibujaron sus senos.

Y su boca…
Su boca…
Su boca…
Derretía los objetivos en su infierno de púrpura.

Bandera de seda y sombra sus cabellos.

La desnudez del pie y de la tierra
Se apareaban al compás de sus pasos.

Dos palomas cobrizas picoteaban la blusa.
El perfil de sus picos levantaba suspiros.

La carne joven tenía la madurez del sol y de los frutos.

Detrás de sus caderas se amontonaban las miradas
En una silenciosa multitud de sueños lúbricos.

Pasó.
La distancia empequeñeció su figura hasta devorarla.
Pero aun quema recuerdos la hoguera de su boca.

Velmiro A. Gauna, 
Ayala Gauna Narrador y Poeta, pág. 126.

Juntador de maní (Velmiro A. Gauna)


Curvando sobre la tierra va arañando los surcos.
Entre raíces cuelgan las cápsulas henchidas.
El sol le zapatea en los riñones
Un malambo de mudanzas infinitas.
Ángulo que se abre y se cierra
Sobre la tierra ardida,
La cabeza al nivel
De las rodillas.
Y el sol… el sol… el sol…
Fundiendo en el cerebro dinamita,
Que estalla en explosivas maldiciones
Y se desangra en sudor que es sangre bíblica.
Con el polvo llevándole las cejas,
Las pestañas, la tez, la estremecida
Garganta que estrangula las palabras
Con su ausencia de aire y de saliva.
Sin ver el cielo, ni la nube,
Ni del pájaro la huella fugitiva,
Ni la marcha del sol que en la cintura
Implacable martilla;
El juntador de maní lleva en la espalda
El fardo de su hambre y su fatiga
Y va arañando en la tierra ese mendrugo
Que aún enciende el infierno de su vida.

Velmiro A. Gauna, 
Ayala Gauna Narrador y Poeta, pág. 125.

sábado, 20 de junio de 2015

La Bandera


“Éste es el sol y éste es el cielo que en la bandera victoriosa nos hermana
Éste es el sol que une los cuerpos y éste es el cielo cuyo amor une las almas.
Ambos están sobre nosotros para mostrarnos el camino que no engaña.
Y levantarnos de la tierra con la energía de las cosas sobre humanas.
Su luz nos junta en el recuerdo y al mismo tiempo nos congrega en la esperanza.
Mientras su fuego nos domine seremos libres como el vuelo de sus llamas.
Si alguna vez nos dividimos, quiera el Señor que levantemos la mirada.
Y contemplemos en el cielo celeste y blanco la bandera de la patria.
En su virtud encontraremos aquella fuerza que una vez nos hizo falta.
Y volveremos a estar juntos como los hijos bajo el techo de la casa.


Su limpia historia es la del río que se desborda por amor y fertiliza.
Cruzó desiertos y montañas para calmar la sed de un mundo en sus orillas.
Bajó del cielo de la patria para mostrarnos la razón de nuestra vida.
Para enseñarnos a ser libres como el espacio que en sus pliegues nos traía.
Hombres de ayer la recibieron en la raíz del corazón con alegría.
Y la llevaron en los ojos llenos de fuego y en las manos decididas.
Desde aquel día, su carrera fue la del sol que la besaba y la encendía.
Y que, al pasar sobre los pueblos, los despertaba de la muerte y los unóa.
Con su calor fundió cadenas y con su luz abrió las cárceles sombrías.
Donde alumbró se disiparon todas las sombras y empezó la luz del día.


Pero también hubo la noche sin compasión, la noche ciega del fracaso.
La oscuridad de la derrota llenaba el mundo con su voz y con su llanto.
Noche de labios temblorosos, noche de frentes escondidas en las manos.
Noche de gritos reprimidos, noche de dientes y de puños apretados.
Noche final en que la historia ya estaba a punto de volver sobre sus pasos.
Y en que el camino de las horas ya no llevaba al porvenir, sino al pasado.
Pero la patria no moría, porque algo suyo era invencible, sin embargo.
Un resto limpio de bandera se defendía entre la muerte y sobre el caos.
Y era la chispa de otro fuego que despertaba más glorioso que el de antaño.
La roca viva entre las olas y la semilla junto al árbol desplomado.


En torno al resto de bandera, la patria entera en un momento estaba junta.
Todos los vivos que quedaban y hasta los muertos arrancados de las tumbas.
La patria entera convocaba sus energías más remotas y profundas.
Y en un impulso de victoria se derramaba como un mar lleno de furia.
Y reventaban en los pechos que se oponían vanamente a su locura.
En lo más alto de las olas, aquel jirón que iba flotando era la espuma.
Cuando se hundía entre las lanzas era un relámpago perdido entre la lluvia.
Al fin llegaba la victoria, para mecer al pueblo fuerte con su música.
Y aquel jirón se adormecía, vivo y glorioso como nadie y como nunca.


Esta bandera es la bandera que nos congrega en un solar y en una historia.
Esta es el alma de la patria: su voluntad, su entendimiento y su memoria.
Si algo valemos es por ella, que nos agranda con su fuerza generosa.
Y que, después de agigantarnos, nos da el ejemplo soberano de sus obras.
El elemento en que palpita ya no es el aire, sino el viento de la gloria.
Y el resplandor que la ilumina ya no es el aire, sino el viento de la gloria.
Y el resplandor que la ilumina ya no es el sol, sino del Ser que hizo las cosas.
Su luz del cielo nos alumbra, su sombra de árbol nos ampara y nos convoca.
Mientras vivamos en la tierra, seamos dignos de su luz y de su sombra.
Quisiera el Señor que la sigamos cuando nos llame como ayer a la victoria.
Y, si la muerte no nos deja, que por nosotros nuestros hijos le respondan.”


Francisco Luis Bernárdez
De “Poemas de carne y hueso”

martes, 21 de abril de 2015

Si los docentes no leen, son incapaces de transmitir el placer de la lectura

La educadora argentina Emilia Ferreiro, quien revolucionó la lectoescritura, asegura que si los docentes no leen son incapaces de transmitir placer por la lectura. Dice que todos los chicos pueden aprender si los maestros se lo proponen. Para la investigadora, la escuela es muy resistente a los cambios porque siguen instaladas viejas ideas. 


Emilia Ferreiro casi no necesita presentación. Para el mundo de la educación es un referente indiscutible, que revolucionó la enseñanza de la lectoescritura y que realizó numerosos aportes a la alfabetización en el mundo.
Es argentina, pero está radicada en México desde hace más de dos décadas. Su tesis de doctorado fue dirigida por Jean Piaget en la Universidad de Ginebra. Hace años que recorre América y Europa dando conferencias y capacitaciones a docentes; es autora de innumerables artículos científicos y libros y fue reconocida varias veces como doctora honoris causa por diversas universidades, entre ellas la Universidad Nacional de Córdoba (1999).
La investigadora del Centro de Investigación de Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional de México estuvo en Córdoba invitada por la Facultad de Psicología de la UNC. En diálogo con La Voz del Interior , aseguró que el docente no puede seguir haciendo tareas burocráticas, que debe profesionalizarse, que todos los chicos pueden aprender si tienen un maestro que crea que pueden lograrlo y que la escuela se resiste a los cambios que no genera ella misma. A continuación, un extracto de una larga charla.

–¿Qué puede hacer la escuela para evitar el fracaso escolar?
–El fracaso escolar tiene varias caras (…) Voy a hablar de los aprendizajes vinculados con la lengua. La alfabetización inicial o tiene lugar en los primeros años de la primaria o es un déficit que se arrastra muy mal. Incluso en casos donde no hay percepción de fracaso puede haber fracaso con respecto a lo que significa alfabetizar. Hoy nadie puede considerarse alfabetizado si está en situación de comprender mensajes simples, saber firmar o leer libros con léxico y sintaxis simplificada. Desde finales del siglo XX estamos asistiendo a una revolución en la que la digitalización de la información es parte de la vida cotidiana y la escuela ni se ha dado cuenta. Entonces sigue preparando para leer un conjunto limitadísimo de textos, sigue haciendo una alfabetización para el pizarrón. Trabajar con la diversidad de textos y alfabetizar con confianza y sin temor a circular a través de los múltiples tipos de textos y de soportes textuales del mundo contemporáneo es indispensable.

–¿Se puede decir que la escuela sigue siendo demasiado conservadora para niños de la era tecnológica?
–El sistema escolar es de evolución muy lenta. Históricamente ha sido muy poco permeable a cambios que la afectaban. Dos ejemplos: cuando apareció la birome, la primera reacción del sistema educativo fue “eso no va a entrar acá porque arruina la letra”, y la escuela le hizo la guerra a ese instrumento: una guerra perdida de antemano (…) Lo mismo hizo cuando aparecieron las calculadoras de bolsillo y dijeron “eso va a arruinar el cálculo escolar y no van a entrar”. Y entraron con muchas dificultades, hasta que en algunos lugares descubrieron que podía hacerse un uso inteligente de la máquina de calcular. En ese contexto hay que ubicarse. La institución escolar siempre ha sido muy resistente a las novedades que no fueron generadas por ella.

–Ahora se resiste a la computadora.
–Es una tecnología de escritura y tiene ventajas innegables para la enseñanza. La primera reacción es de desconfianza. El primer acto reflejo es que si nos traen una, la ponemos con llave.

–¿Se puede alfabetizar igual en diferentes contextos sociales y culturales y con recursos distintos?
–Hay cosas que van a ser iguales y otras que son necesariamente distintas. Algo que les digo siempre a los maestros es: “¿Usted no sabe qué hacer el primer día? Lea en voz alta”. La experiencia de escuchar leer en voz alta no es una experiencia de todos los chicos antes de entrar a la escuela y es crucial para entender ese mundo insólito que tiene que ver con que hay estas patitas de araña (muestra las letras) en una hoja y que suscitan lengua.

–Es otra forma de enseñar a leer y escribir…
–Más que empezar con la pregunta típica de cómo hago para enseñar a leer y escribir, primero hay que enseñar algo acerca de lo que es la escritura y para qué sirve. El maestro tiene que comportarse como lector, como alguien que ya posee la escritura. La gran diferencia entre los chicos que han tenido libros y lectores a su alrededor y los que no los han tenido es que no tienen la menor idea del misterio que hay ahí adentro. Más que una maestra que empieza a enseñar, necesitan una maestra que les muestre qué quiere decir saber leer y escribir. Cuanta menos inmersión haya tenido antes, más hay que darle al inicio.

–¿El docente es consciente de que esta es una buena manera de enseñar a leer y escribir? Hay investigaciones que dicen que los maestros no leen.
–Ese es uno de los dramas del asunto porque se habla mucho del placer de la lectura, pero ¿cómo se transmite ese placer si el maestro nunca sintió ese placer porque leyó nada más que instrucciones oficiales, libros de “cómo hacer para”, leyó lo menos posible. Es muy difícil que ese maestro pueda transmitir un placer que nunca sintió y un interés por algo en lo que nunca se interesó. En toda América latina el reclutamiento de maestros viene de las capas menos favorecidas de la población. En muchos casos no hay aspiración a ser maestro. Y en ese sentido cambió, pasó de ser una profesión de alto prestigio social a una con relativo bajo prestigio social.

–¿Cuánto influye eso en la alfabetización de los niños?
–Mucho, porque si alguien está haciendo lo que hace porque no pudo hacer más, se va a sentir frustrado; y la frustración profesional no ayuda al ejercicio profesional.

Una escuela vieja. –¿Se avanzó en el modo de alfabetizar?
–Hay una visión muy instrumentalista que piensa lo mismo desde hace tantas décadas que da hasta lástima decirlo. Dice: “Primero vas a aprender la mecánica de las correspondencias grafofónicas y para eso mejor que ni pienses porque es un ejercicio mecánico de asociación de correspondencias. Después vas a aprender de corrido, y después vas a entender lo que estás leyendo y después, quizá, te venga esa cosa desde algún milagro llamada placer por la lectura”. En realidad, el placer por la lectura entre los chicos que tienen lectores a su alrededor es lo primero que se instala (…) Es lo primero, no lo último.

–Esta tendencia del placer antes que lo instrumental no está en práctica; seguimos con las viejas teorías. ¿Cómo se revierte eso?
–No es fácil. Lo que no consigo es que me den la lógica de la visión opuesta. Por ese lado hice investigaciones que revelan que los chicos piensan sobre la escritura antes y que lo que piensan es relevante y que es bueno tenerlo en cuenta.

–¿Sigue en vigencia esa idea de que el maestro es la autoridad que les enseña a niñitos que no saben nada?
–Siguen instaladas viejas ideas que son parte de la lentitud del sistema para reaccionar. A veces con el razonamiento de que si siempre se hizo así para qué cambiar (…) Una de las tendencias es regalarle el fracaso a la familia o al niño y no asumir la responsabilidad de que todos los chicos pueden aprender y deben aprender. Andan buscando desde antes que empiece el año escolar quiénes van a repetir o quiénes son los disléxicos o los que tienen alguna patología por la cual la cosa no va a andar. Y realmente todo cambia muy fuerte cuando el maestro dice “aquí no va a haber repetidores” y cuando asume desde el inicio que “aquí van a aprender todos”. Eso exige un involucramiento fuerte del maestro con el aprendizaje; ahí entramos en otra vertiente, en la que el oficio del maestro se ha ido burocratizando cada vez más y desprofesionalizando al mismo tiempo. Recibe instrucciones y las ejecuta: esa es la definición de un burócrata. En tanto, el profesional es el que sabe lo que está haciendo, por qué lo está haciendo y tiene una racionalidad y una especificidad que puede defender profesionalmente.

–¿Cómo se hace para sacar adelante a niños que concurren a escuelas donde hay un libro cada 40 alumnos, sin biblioteca ni computadora y el docente, además, atiende situaciones familiares, psicológicas?
–Enseñar a leer y escribir bajo los bombardeos es difícil. Cuando un maestro está convencido de que puede hacer algo termina descubriendo la manera de hacerlo, y si deja que el malestar general lo apabulle no va a poder hacer nada. Si acepta estar ahí es porque cree que algo puede hacer. Si forma parte de la desesperación colectiva, si se deprime junto con el ambiente, no va a poder hacer nada. Pero hay maestros creativos que consiguen llevar adelante algo que da esperanza… El maestro tiene que decir “aprender es posible”, como el médico decir “la salud es posible”.

Fuente: Redes OEI
http://www.educacionyculturaaz.com/educacion/si-los-docentes-no-leen-son-incapaces-de-transmitir-el-placer-de-la-lectura

martes, 7 de abril de 2015

Un día de éstos

El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos. 
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella. 
Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción. 
–Papá. 
–Qué. 
–Dice el alcalde que si le sacas una muela. 
–Dile que no estoy aquí. 
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo. 
–Dice que sí estás porque te está oyendo. 
El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo: 
–Mejor. 
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro. 
–Papá. 
–Qué. 
Aún no había cambiado de expresión. 
–Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro. Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver. 
–Bueno –dijo–. Dile que venga a pegármelo.
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente: 
–Siéntese. 
–Buenos días –dijo el alcalde.
 –Buenos días –dijo el dentista. 
Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escobar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos. 
–Tiene que ser sin anestesia –dijo. 
–¿Por qué? 
–Porque tiene un absceso. 
El alcalde lo miró en los ojos. 
–Está bien –dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista. 
Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:
–Aquí nos paga veinte muertos, teniente. 
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
–Séquese las lágrimas –dijo. 
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese –dijo– y haga buches de agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera. 
–Me pasa la cuenta –dijo. 
–¿A usted o al municipio? 
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica. 
–Es la misma vaina.
Gabriel García Márquez

sábado, 4 de abril de 2015

El alfarero

Todas las mañanas, antes que la claridad comenzara a delinear el borde de las montañas, ya estaba en pie; últimamente, aun en las horas del sueño, sus párpados se negaban a reposar y desde su yacija contemplaba la noche –soberana antes– doblegarse y clarear poco a poco. Conocía e individualizaba todos los ruidos de la noche, los diversos crujidos de la madera seca y de la madera verde y viva que crece imperceptiblemente, el rumor de los pequeños bichos, el salto y la caída fofa y amortiguada de los sapos en el piso, cazando moscas; los bufidos de las grandes bestias que pastaban en la falda del cerro junto al pantano maloliente. Desde niño conocía todo eso, cuando la imagen del fuego encendido en el sollado, que no debía dejar morir, lo mantenía pensativo y despierto o le poblaba el suelo de luces frías, de blancas cenizas aventadas. 
Rondaban los murciélagos en la casa y las lechuzas anidaban en la gran cúpula de paja del sobretecho. Ya era demasiado viejo y la mayoría se había marchado a otras tierras; o todos habían muerto. Salvo algunos, entregados cada quien a sus cosas; nadie acudía a la plaza ni caminaba por las veredas y, en las calles –sembradas de grandes hoyas, algunas colmadas de agua negroverdosa– muy de vez en cuando se atropellaban a la carrera grupos de caballos que descendían de las lomas vecinas. 
El hombre permanecía en su habitación semiderrumbada, junto al gran pozo de piedra y al fogón; y prefería, a causa de sus ojos, o de sus párpados debilitados, trajinar temprano de madrugada, o al caer la tarde y el resto del día sólo era propicio para el recuerdo, unos recuerdos oscuros de cuando casi todos se fueron, temerosos, no bien aparecieron esas manchas claras, que después se volvían parduzcas, entre los dedos y en las axilas, y estallaban derramando un líquido claro y tibio como lágrimas, como si el cuerpo se llenara de ojos y de lágrimas. Él y otros los habían visto irse, los contemplaron desde atrás, sin decir palabras nuevas –el último era un niño, el único de entre ellos– caminando sin hablar, con movimientos cautelosos, atravesar el bosque destruido por el fuego, perderse en el sendero, bordear el maloliente pantano y desaparecer. 
Ahora un pavo real gorgoriteó, tornasolado y blanco, hacia los fondos, afuera e inmediatamente el hombre lo vio desplazarse rápido y certero y en seguida vio en su pico algo que se retorcía y luchaba en vano por desasirse; también distinguió sus ojos fríos y crueles y su plumaje azul. Después el hombre se miró las manos grandes y hábiles, que no habían practicado la agricultura ni manejado el arado; unas manos vivas y sensibles, de cazador; las contempló mientras de cuclillas se mojaba la cabeza en el agua de la acequia; pero no pudo ver su cara. 
Había abandonado el lecho de pajas muy temprano y camino de la acequia, escuchó un rumor en el cielo, hacia el naciente. Ahora en el curso del agua se contemplaba las manos; el rumor se hizo mayor y él, estremecido de pavor inmemorial, miró al cielo; pero allí sólo estaba la claridad deslumbrante y con esas mismas manos grandes recaudó sus ojos. El rumor se hizo estridente y en pocos segundos recorrió la parábola del cielo y se perdió sordo, detrás de las montañas del oeste. El pavor desapareció. 
El hombre entonces uniendo sus manos hizo un cuenco, primero torpemente y luego con más destreza; una especie de voz o de gorjeo salió del fondo de su garganta y siguió experimentando hasta lograr transportar cantidades de agua a varios metros de la acequia. Al día siguiente, imitando en arcilla el cuenco de sus manos, hizo un cuenco y lo puso a secar en el sollado. Y a partir de entonces sus noches volvieron a poblarse, no de ruidos sino de formas, cuyos moldes, de día, iban acumulándose sobre el gran poyo de piedra. 
La voz corrió y los otros hombres, en silencio, acudían a distintas horas a espiar, escondidos, la obra del alfarero, a escuchar a la distancia el rumor de ese aparato de pronto creado, entre las piernas del alfarero. Pasaron muchos días, un invierno de vientos y un verano de vientos, y volvió a llegar el tiempo de la luz sosegada cuando el hombre, cansado tal vez de esas formas, una mañana quiso ir más allá. Se levantó mucho antes que apareciese la claridad y andando cauteloso, con paso casi vertical, en uno de sus cuencos trajo agua de la acequia y con esa agua primera comenzó a amasar el barro; sus manos, más grandes y entusiasmadas que de costumbre, parecían comenzar a moverse solas, como dos pájaros, aunque unidas por un solo ritmo secreto y concertado como si repitieran una lección remota; la arcilla se doblegaba entre esos dedos grandes y los dedos se hacían más y más sensibles, se alargaban, recorrían suave, vertiginosamente la piel mojada y virgen de la arcilla, de pronto se enroscaban y volvían a ponerse tensos, las palmas de sus manos se volvían cóncavas y convexas; el trabajo continuó a lo largo del alba. Pero cuando el sol salió francamente y su luz iluminó los detalles del patio y las lombrices ciegas surgieron de la tierra y el pavo real comenzó a atraparlas con certeros picotazos, el alfarero sintió algo distinto: como si sus manos fuesen menos rápidas que la arcilla que modelaban, como si la arcilla de pronto comenzara a latir y a moverse, caprichosa, indócil y obediente entre sus dedos y fuese más cálida y más suave y comenzara a elevarse, a crecer. De pronto él apartó sus manos y contempló lo que estaba en la mesa del torno; retrocedió unos pasos y volvió a contemplarlo; entonces por primera vez retiró los obstáculos y dejó en libertad a la luz que penetró mansamente, coloreando las cosas de adentro, y así las pajas de la yacija fueron doradas, el suelo pardo, rojas las palmas de las manos del hombre. Y lo que estaba allí, sobre el torno, recién modelado, se remodelaba continua y perpetuamente y adquiría formas, se aplastaba y se elevaba con la luz y proyectaba luces infinitas; entonces las barbas del hombre comenzaron a entreabrirse en el tajo de su boca, sus ojos se contagiaron con la luz que proyectaba esa forma, los infinitos fuegos de la arcilla, y el hombre, que ya no estaba solo, junto al pavo real y a la lechuza, a la vista subrepticia de los demás, olvidado de sus llagas, del sueño imperturbable, cayó de rodillas a los pies del torno y después levantó ambas manos y en sus manos pudo verse una luz, esa luz suave, intensa y clara que sus propias manos acababan de crear. 
Héctor Tizón

El señor de la peña

El palacio, deshabitado hace veinte años, se alzaba en peñón a la salida del pueblo, donde los vientos lo rodeaban persiguiéndose en sus juegos salvajes y donde el mar rompe los puños infinitos en su larga querella que no termina nunca. 
Los reparadores lo repararon un mes antes y enseguida llegaron veinte camiones cargados de muebles para las veinte habitaciones de la casa, el camino a muchas de las cuales se ha perdido. 
El portero, la cocinera, el jardinero y la camarera, contratados previamente por el nuevo dueño, los vieron llegar apoyados en el muro del portal. Deben ser un regimiento –suspiró la cocinera. Y los otros asintieron con los cabezas, melancólicos. 
Pero al final de la procesión no venía sino un solo automóvil y, dentro, sólo el nuevo Señor de la Peña. Menos mal –suspiró el jardinero. Y la camarera propuso, fervorosa: Así sea

2 
Es un muchacho, un verdadero niño –dijo la camarera arreglándose el pelo y procurando verse, de costado, en el vidrio de la despensa. Bueno –dijo el jardinero, dejando la boina sudada sobre la mesa de la cocina y secándose el sudor con un enorme pañuelo rojo y gualda. Un niño con cara de viejo. ¿A quién se le ocurre...? Y procedió a contar cómo el Señor de la Peña se había empeñado en que él escondiese los tiestos de las rosas entre las hojas de la palma. Además –agregó, mirando significativamente a la camarera–, apenas puede tenerse en pie. Claro –repuso ella, furiosa– con el dolor que le ha dado en la espalda al pobrecito. 

3 
Es un bendito de Dios –afirmó el portero, que era también valet del Señor de la Peña–, ahí metido entre sus libros, con esas ropas que parecen de cura, y siempre “me hace usted el favor», «tiene usted la bondad», «tantísimas gracias”. Si hasta me pidió perdón cuando le derramé el café encima. La cocinera se puso en jarras: ¡Ropas de cura! Todo sucio y con las botas... Un tártaro, eso es lo que yo digo. Y el modo de pedirme el ron, las palabrotas, total por nada. ¡Eh! ¡Ni mi difunto marido! Vaya, vaya –dijo el portero, contando distraídamente unas monedas–, un momento malo lo tiene cualquiera.

4 
Un viejo –dijo el jardinero descargando el puño sobre la mesa–, digo que es un viejo y que es una desgracia que le estés detrás. ¡Óiganlo! –chilló la camarera–. ¡Un viejo! ¡Viendo visiones! Si lo dice por el modo de pensar, está bien, que por otra cosa... Bueno –intervino el portero, conciliador–, un poco calvo y ya duro, pero no tanto como viejo. Como es rubio... ¡Calvo y rubio! ¡Negro, un indio! – cortó la cocinera, poniendo al cielo por testigo. Y ya iban a recurrir a las últimas y definitivas razones cuando el portero, que ha leído un poquito y es, en suma, un intelectual, detuvo el brazo armado de la cocinera y reclamó atención y calma. Esto es muy extraño –dijo–. Parece que hablamos de cuatro personas distintas. Y pensándolo un momento, los cuatro juntos no lo vimos más que una vez, a su llegada, tan envuelto en pieles que lo mismo podía ser oso. ¿Habrá tres impostores en la casa? Propongo que vayamos los cuatro a verlo, ahora mismo. Está en su estudio, lo acabo de dejar allí.
Pero la cocinera propuso que fuesen primero por su cuñado, el policía del pueblo, y que, mejor, se asomen los cinco por la ventana del estudio. 

El Señor de la Peña estaba sentado a su mesa, pero no escribía. Reclinaba la cabeza en el alto respaldar de la silla, inmóvil en la luz plomiza de la claraboya. Si ése es el Señor, es un muchacho –dijo el asombrado jardinero. La camarera se cubrió la cara con las manos: Tenías razón, es un viejo horrendo –dijo. El portero dio un paso atrás, persignándose: Es un puro demonio. La cocinera, cruzadas las manos sobre el delantal, miraba al Señor de la Peña beatíficamente. Entonces el policía, que daba muestras de impaciencia, le tiró malhumorado de la manga: ¿Qué estás tú mirando? Ahí no hay nada más que una silla vacía.

Eliseo Diego

jueves, 2 de abril de 2015

La pelota

Cuando yo tenía ocho años pasé una larga temporada con mi abuela en una casita pobre. Una tarde le pedí muchas veces una pelota de varios colores que yo veía a cada momento en el almacén. Al principio mi abuela me dijo que no podía comprármela, y que no la cargoseara; después me amenazó con pegarme; pero al rato y desde la puerta de la casita -pronto para correr- yo le volví a pedir que me comprara la pelota. Pasaron unos instantes y cuando ella se levantó de la máquina donde cosía, yo salí corriendo. Sin embargo ella no me persiguió: empezó a revolver un baúl y a sacar trapos. Cuando me di cuenta que quería hacer una pelota de trapo, me vino mucho fastidio. Jamás esa pelota seria como la del almacén. Mientras ella la forraba y le daba puntadas, me decía que no podía comprar la otra y que no había más remedio que conformarse con ésta. Lo malo era que ella me decía que la de trapo seria más linda; era eso lo que me hacía rabiar.
Cuando la estaba terminando, vi como ella la redondeaba, tuve un instante de sorpresa y sin querer hice una sonrisa; pero enseguida me volví a encaprichar. Al tirarla contra el patio el trapo blanco del forro se ensució de tierra; yo la sacudía y la pelota perdía la forma: me daba angustia de verla tan fea; aquello no era una pelota; yo tenía la ilusión de la otra y empecé a rabiar de nuevo. Después de haberle dado las más furiosas "patadas' me encontré con que la pelota hacía movimientos por su cuenta: tomaba direcciones e iba a lugares que no eran los que yo imaginaba; tenía un poco de voluntad propia y parecía un animalito; le venían caprichos que me hacían pensar que ella tampoco tendría ganas de que yo jugara con ella. A veces se achataba y corría con una dificultad ridícula; de pronto parecía que iba a parar, pero después resolvía dar dos o tres vueltas más. En una de las veces que le pegué con todas mis fuerzas, no tomó dirección ninguna y quedó dando vueltas a una velocidad vertiginosa. Quise que eso se repitiera pero no lo conseguí. Cuando me cansé, se me ocurrió que aquel era un juego muy bobo; casi todo el trabajo lo tenía que hacer yo; pegarle a la pelota era lindo; pero después uno se cansaba de ir a buscarla a cada momento. Entonces la abandoné en la mitad del patio. Después volví a pensar en la del almacén y a pedirle a mi abuela que me la comprara. Ella volvió a negármela pero me mandó a comprar dulce de membrillo. (Cuando era día de fiesta o estábamos tristes comíamos dulce de membrillo). En el momento de cruzar el patio para ir al almacén, vi la pelota tan tranquila que me tentó y quise pegarle una "patada" bien en el medio y bien fuerte; para conseguirlo tuve que ensayarlo varias veces. Como yo iba al almacén, mi abuela me la quitó y me dijo que me la daría cuando volviera. En el almacén no quise mirar la otra, aunque sentía que ella me miraba a mí con sus colores fuertes. Después que nos comimos el dulce yo empecé de nuevo a desear la pelota que mi abuela me había quitado; pero cuando me la dio y jugué de nuevo me aburrí muy pronto. Entonces decidí ponerla en el portón y cuando pasara uno por la calle tirarle un pelotazo. Esperé sentado encima de ella. No pasó nadie. Al rato me paré para seguir jugando y al mirarla la encontré más ridícula que nunca; había quedado chata como una torta. Al principio me hizo gracia y me la ponía en la cabeza, la tiraba al suelo para sentir el ruido sordo que hacia al caer contra el piso de tierra y por último la hacía correr de costado como si fuera una rueda.
Cuando me volvió el cansancio y la angustia le fui a decir a mi abuela que aquello no era una pelota, que era una torta y que si ella no me compraba la del almacén yo me moriría de tristeza. Ella se empezó a reír y a hacer saltar su gran barriga. Entonces yo puse mi cabeza en su abdomen y sin sacarla de allí me senté en una silla que mi abuela me arrimó. La barriga era como una gran pelota caliente que subía y bajaba con la respiración. Y después yo me fui quedando dormido.

Felisberto Hernández

EPÍLOGO en 1960

—'T is for high-tnason—quoth a very little man, whispering as low as he could to a very tall man ihai stood next him. —Or else jor murder;—quoth the tall man. —Well tlirown, Sice-ace!— quoth1.
—Es algún reo de alta traición
dijo lo más bajo que pudo un hombrecillo al oído de un hombre recio.
—O acaso— replicó éste—algún asesino.
—¡Bien acertado, señores!—exclamé yo.


1Sterne, Tristram Shandy, capítulo CCVII.

martes, 31 de marzo de 2015

Qué quiere decir esto de Azorín

—¿Qué quiere decir esto de Azorín?
Rafael lia cogido un libro del estante, ha leído en el tejuelo: La Bruyere. «Les caracteres», y luego bajo: Azorín, y se ha vuelto hacia don Pascual para preguntarle qué significa esta palabra.
—Es—dice don Pascual—un escritor que hubo aquí hace cincuenta o sesenta años. Yo no le conocí; pero se lo he oído contar a los viejos.
—¿Era de aquí ese escritor?—pregunta Rafael.
—No sé—contesta don Pascual—; creo que sí; este libro debió de ser de él.
—Y ¿cómo lo tiene usted?
—Probablemente él tendría alguna biblioteca que, con el tiempo, se desharía, y este libro vino a parar aquí.
—Y ¿dice usted que se llamaba Azorín?
—No; el nombre era otro; esto era un pseudónimo. Se llamaba...
Don Pascual permanece silencioso, absorto, un momento, tratando de sacar de los escondrijos de su cerebro el nombre de este escritor; pero no lo consigue.
—No recuerdo—dice al fin, cansado de pensar—; pero este nombre es el que usaba siempre en sus escritos.
Rafael, que es un poco aficionado a la literatura, se queda pensativo.
—Es extraño—dice—. ¿De modo que en este pueblo hemos tenido un escritor?
—Yo creo que tenía antes por aquí uno de los libros que publicó—dice don Pascual.
—¡Hombre!—exclama Rafael—. ¿Con que publicaba libros? Entonces era un escritor de consideración...
Don Pascual se sube a una silla y va registrando los volúmenes del estante. Rafael también se sube a otra silla y revuelve libros grandes y chicos. De pronto entra don Andrés, se para un momento en el centro del despacho, mira a don Pascual, mira a Rafael, sonríe, da unos golpecitos con el bastón en el suelo, y dice:
—¡Bravo! ¡Bravo! Hoy están ustedes entregados a la literatura...
—¡Hola, don Andrés!—dice Rafael.
—Estábamos buscando un libro de aquel escritor que hubo aquí que se llamaba Azorín— añade don Pascual.
—¿Azorín? ¿Azorín?—pregunta don Andrés, que no ha oído hablar sino muy vaga mente de este personaje—. Sí, sí, un escritor que vivió aquí hace muchos años. Sí, señor; sí, sí...
Y da tres o cuatro goipecitos más en el suelo con el bastón.
—¿Usted recuerda, don Andrés, qué libros son los que publicó este escritor?—pregunta don Pascual.
—¿Dice usted libros?—replica don Andrés—. Pero ese Azorín, ¿no fué autor dramático?
—No—contesta don Pascual—; yo aseguraría que fué novelista. Años atrás andaba por aquí un libro de él, que yo le vi leer algunas veces a mi padre; pero debe de haberse perdido.
—Sí, sí—afirma don Andrés—; yo recuerdo haber visto aquí algunas veces ese libro. Su padre de usted decía que él había conocido a Azorín...
—Mi padre era de su misma edad—dice don Pascual—; él me decía que había hablado con él muchas veces en el jardín del Casino viejo.
—Pero ¿vivía aquí siempre?—pregunta Rafael.
—No—contesta don Pascual—; su familia sí vivía aquí; pero él pasaba largas temporadas en Madrid y solía venir al pueblo los veranos.
—Yo tengo idea—observa don Andrés—de que vivía en la calle de la Fuente, en la casa que hace esquina a la del Espejo.
—No, no—contesta don Pascual—; no, él vivía en la calle de los Huertos, en la casa que hoy es de don Leandro...
—No es eso lo que yo le oí a don Frutos, que le trató también mucho—replica don Andrés—. Don Frutos decía que él vivió en la calle de la Fuente, donde hoy vive don Bartolomé,el médico...
Don Fulgencio entra.
—¡Caramba!—exclama don Fulgencio— Les veo a ustedes discutiendo terriblemente.
—¿Usted sabe, don Fulgencio, dónde vivió Azorín?—le pregunta don Pascual.
—¡Orden, orden!—exclama don Fulgencio, asegurándose las gafas sobre la nariz—. Ante todo, ¿se refieren ustedes a un escritor que hubo en este pueblo que se llamaba así?
—Sí, señor—contesta don Pascual—; estábamos aquí diciendo si este Azorín era novelista o autor dramático.
—¡Orden, orden!—torna a repetir don Fulgencio—. Conviene no confundir a este escritor que se firmaba así con otro que hubo años después y que escribió algunas obras para el teatro. Yo tengo entendido que Azorín estuvo en algunos periódicos de Madrid y que, además, publicó un libro de versos.
—¿Dice usted de versos?—pregunta Rafael que ha escrito algunas poesías en un semanario de la provincia.
—Si, señor, de versos—afirma con una profunda convicción don Fulgencio.
—Entonces, ¿ese libro de versos será el que andamos buscando aqui?
—Perdón—dice sonriendo don Pascual— yo respeto las opiniones de ustedes; pero creo que el libro que yo he visto años atrás era de prosa.
—No, señor, no—afirma con la misma convicción de antes don Fulgencio—. Ese libro es de versos; yo lo he tenido muchas veces en mis manos.
—Mire usted, don Fulgencio, que yo me acuerdo muy bien de lo que he visto—se atreve a decir don Pascual.
—¡Caramba!—exclama don Fulgencio, dolido de que se pongan en duda sus palabras
— ¡Si estaré yo seguro de que eran versos, cuando llegué a aprenderme algunos de memoria!
Si le aprietan un poco a don Fulgencio, este señor es capaz de hacer un esfuerzo y recitar una poesía de Azorín; pero don Pascual, que le respeta, no llega a ponerle en este trance. Don Pascual se contenta con volverse hacia don Andrés y preguntarle:
—Y ¿usted qué opina? ¿Recuerda usted si era de versos o de prosa el libro de Azorín?
—¡Hombre!—exclama don Andrés, que no quiere disgustar a don Pascual ni ponerse mal con don Fulgencio, y que en definitiva no ha visto nunca la obra de Azorín—. ¡Hombre! Yo tengo un cierto recuerdo de que era prosa; pero al mismo tiempo recuerdo también haber oído recitar algo de Azorín así como versos...
Rafael, durante esta breve discusión, ha continuado buscando el libro en los estantes.
—¿No lo encuentra usted?—le pregunta don Pascual.
No. —contesta Rafael—; pero me voy a llevar éste.
Y se guarda un libro en el bolsillo, para desquitarse de este modo de sus pesquisas infructuosas.
 Un reloj suena las cuatro.
—¿Dónde vamos esta tarde?—dice don Fulgencio—. ¿A la Solana o al huerto del Herrador?
—Iremos al huerto y veremos cómo marchan los membrillos—contesta don Andrés.
Y todos salen.

lunes, 30 de marzo de 2015

Don Chico que vuela

Te paras al borde del abismo y ves el pueblo vecino, enfrente, en el cerro que se empina ante tus ojos, subiendo entre nubes bajas y neblinas altas: adivinas los ires y venires de su gente, sus oficios, sus destinos. Sabes que en línea recta está muy cerca. Si caminaras al aire, en un puente de hamacas suspendido ente los cerros, podrías llegar como el pensamiento, en un instante. 
Y sin embargo el camino real, el camino verdadero, te desploma hasta los pies del cerro, bajando por vericuetos difíciles, entre barrancas y cascadas, entre piedras y caídas, hasta llegar al fondo de la quebrada donde corre espumando el gran caudal del río que debes cruzar a fuerza, para iniciar el ascenso metro tras metro. Muchas horas después llegas cansado, lleno de sudor y lodo y volteas la cabeza para ver tu propio pueblo a distancia, como antes viste la plaza en que estás ahora. 
Ahí es donde le das la razón a don Pacífico Muñoz, don Chico, quien no soporta estas distancias que tú has caminado y dice que ir a pie es inútil y a caballo tontería, que para estas tierras volar es indispensable. 
Hace años que le escuchaste los primeros proyectos de vuelo y contravuelo. Fue cuando sentado, como tu ahora, al borde del abismo viendo al otro pueblo, dijo dándose un manotazo en las rodillas: 
–¡Si no es tanto lo encogido de estas tierras sino lo arrugado. Montañas y montañas acrecentando las distancias. Si a este estado lo plancharan le ganá- bamos a Chihuahua...! ¡Y ya vuelto llano a caminar más rápido! Pero así como estamos, sólo vueltos pájaros para volar quisiéramos. 
Y así fue como la locura del vuelo se le fue colocando entre oreja y oreja a don Chico, como un sombrero de ensueño. 
Volar fue la única pasión que le impulsaba el día, a otro día, a otro mes, para seguir viviendo otro año y otro año más. Si no fuera por el ansia del vuelo habría muerto de tristeza desde hace mucho tiempo, como tú me comentaste el otro día. 
Don Chico subía, tú lo viste muchas veces, el cerro más alto para contemplar las distantes montañas azules y perdidas entre el vaho que viene de la selva. Allí, sentado en la piedra donde escribió su nombre, tú escuchaste muchas veces a don Chico: 
–La tierra desde el aire está al alcance de la mano. Los caminos son más fáciles al vuelo. Qué cerca están los mercados y las plazas a ojo de pájaro. Los valles y los ríos y las cañadas y cañones, los campos sembrados, los ganados en potreros lejanos, las ciudades nuevas y las viejas construcciones perdidas en la selva y al fondo del mar. 
Don Chico inventaba una prodigiosa geografía expuesta a los ojos en vuelo, ávidos ojos tratando de reconocer ranchos y rancherías, vados y ríos, caminos, pueblos, lagos y montañas vistas desde arriba, desde el sueño, desde el aire de un sueño. 
Don Chico regresa al pueblo, con la boca seca, abrasada por la fiebre de la aventura que le espesa la lengua, le ves llegar a la plaza, tomar de la fuente agua con las manos, enjuagarse, refrescarse la cara y declarar muy serio: 
–Señoras y señores: voy a volar... 
Recordarás cómo todos subimos y bajamos la cabeza para decirle que sí, que cómo no, que claro don Chico que vuela, y por dentro sentir la risa alborotando el pecho y la barriga, y tú aguantándote. 
Don Chico entró a su casa, tomó una gallina, la pesó minuciosamente, anotó la lectura de la báscula, le midió la distancia que va de punta a punta de las alas, anotó eso también y la regresó al corral.
Inventó un complicado cálculo para conocer la secreta relación entre el peso del animal y el tamaño de las alas que permite vencer la gravedad y levantar el vuelo. 
Don Chico dudó un instante si era adecuado tomar una gallina  para tal experimento. Una paloma de vuelo largo habría sido mejor. Pero en su corral no había palomas. 
Habiendo encontrado la fórmula que explica la relación entre el peso de la gallina y el tamaño de sus alas, se pesó él mismo, anotó la lectura y, aplicando la fórmula descubierta, calculó el tamaño de las alas que habría de construirse para poder volar, apuntó la cifra en su libreta, se frotó las manos y se fue al parque. 
El problema era ahora el diseño de las alas. Pensó que el mejor material era el carrizo, ligero y fuerte. Se detuvo un momento para dibujar con un palito sobre la tierra el esquema de su estructura. Satisfecho, lo borró con el pie izquierdo y grabado en la memoria lo llevó a su casa. 
Para recubrir la estructura nada mejor que el tejido del petate, la dúctil alfombra de palma. 
Una vez que hubo construido las alas, descubrió molesto que eran pesadas para sus fuerzas. Recordó la relación entre las alas y el peso de la gallina y no se atrevió a modificarla. 
Se suscribió a una revista sueca donde aparecían lecciones de gimnasia y dedicó algunos años a esta dura disciplina. Satisfecho sintió cómo aumentaban sus bíceps, crecían sus tríceps, se endurecían sus músculos abdominales, se marcaban nítidamente los dorsales y una potencia sentía nacer don Chico desde el centro de su cuerpo. 
En el año sexto de su experimento movía con destreza las alas. Con sus brazos aleteaba movimientos llenos de gracia, en un simulacro de vuelo, no de gallina torpe sino de agilísima paloma. 
En el pueblo había un orgullo compartido. Don Chico prometió volar antes de las fiestas patrias y se le invitaba a los patios a simular el arte complejo del vuelo. Acudía siempre hasta que descubrió que tales convivios no eran nacidos de la admiración de su técnica sino del interés de producir ventarrones en el patio que barrieran de hojas y basura todo el piso.
Unos días antes de las fiestas patrias alguien levantó la cabeza. No se sabe si fue Ramón o Martín o Jesús el primero que lo vio. Lo que sí se sabe es que al instante todo el pueblo levantó la cabeza y vimos a don Chico arriba del campanario con las alas puestas, iniciando cauteloso el aleteo que habría de conducirlo a la gloria. Detenía el movimiento, se mojaba con saliva el dedo y comprobaba la dirección del viento, abría de par en par las alas y descansaba la cabeza sobre el hombro, semejante a nuestro viejo escudo nacional. De pronto reinició el aleteo, arresortó la pierna derecha contra el muro del campanario para tomar impulso, apuntó la pierna izquierda hacia El Porvenir, que tal era el nombre de la cantina que está enfrente de la iglesia, y se dispuso a iniciar la epopeya. Alguien le preguntó tocándole la punta del ala izquierda: 
–¿Va usted a volar, don Chico? 
–Seguro –respondió. 
–Y... ¿llegará lejos, don Chico? 
–Lejísimo. 
–¿Y de altura, don Chico? 
–Altísimo. 
–¿Al cielo llegará, don Chico? 
–Al cielo mismo. 
La cara de aquel que preguntaba se iluminó: 
–Por vida suya, Don Chico, llévele al cielo este queso a mi mamá que se murió con el antojo. 
Don Chico aceptó con ligereza el queso, buscando deshacerse del impertinente sin considerar el error que había cometido. No se sabe si fue Ramón o Martín o Jesús, el primero que hizo el encargo al otro mundo. Lo que sí se sabe es que al instante todo el pueblo subió al campanario y don Chico siguió aceptando quesos y chorizos, dulces y aguardiente, tostadas y jamones para llevar al cielo. 
Cuando don Chico resorteó la pierna derecha, siguiendo la dirección a El Porvenir, abrió el espectáculo grandioso de sus alas. El pueblo escuchó el estruendo de carrizos rompiéndose y petates rasgándose en el aire y quesos rodando por la calle. 
Cuando el silencio volvió, alguien dijo: 
–Lo mató el sobrepeso. Si no fuera por los encarguitos, don Chico vuela.
Eraclio Zepeda