—¿Qué quiere decir esto de Azorín?
Rafael lia cogido un libro del
estante, ha leído en el tejuelo: La Bruyere. «Les caracteres», y luego bajo: Azorín,
y se ha vuelto hacia don Pascual para preguntarle qué significa esta palabra.
—Es—dice don Pascual—un escritor
que hubo aquí hace cincuenta o sesenta años. Yo no le conocí; pero se lo he
oído contar a los viejos.
—¿Era de aquí ese
escritor?—pregunta Rafael.
—No sé—contesta don Pascual—;
creo que sí; este libro debió de ser de él.
—Y ¿cómo lo tiene usted?
—Probablemente él tendría alguna
biblioteca que, con el tiempo, se desharía, y este libro vino a parar aquí.
—Y ¿dice usted que se llamaba
Azorín?
—No; el nombre era otro; esto
era un pseudónimo. Se llamaba...
Don Pascual permanece
silencioso, absorto, un momento, tratando de sacar de los escondrijos de su
cerebro el nombre de este escritor; pero no lo consigue.
—No recuerdo—dice al fin,
cansado de pensar—; pero este nombre es el que usaba siempre en sus escritos.
Rafael, que es un poco
aficionado a la literatura, se queda pensativo.
—Es extraño—dice—. ¿De modo que
en este pueblo hemos tenido un escritor?
—Yo creo que tenía antes por
aquí uno de los libros que publicó—dice don Pascual.
—¡Hombre!—exclama Rafael—. ¿Con
que publicaba libros? Entonces era un escritor de consideración...
Don Pascual se sube a una silla
y va registrando los volúmenes del estante. Rafael también se sube a otra silla
y revuelve libros grandes y chicos. De pronto entra don Andrés, se para un
momento en el centro del despacho, mira a don Pascual, mira a Rafael, sonríe,
da unos golpecitos con el bastón en el suelo, y dice:
—¡Bravo! ¡Bravo! Hoy están
ustedes entregados a la literatura...
—¡Hola, don Andrés!—dice Rafael.
—Estábamos buscando un libro de
aquel escritor que hubo aquí que se llamaba Azorín— añade don Pascual.
—¿Azorín? ¿Azorín?—pregunta don
Andrés, que no ha oído hablar sino muy vaga mente de este personaje—. Sí, sí,
un escritor que vivió aquí hace muchos años. Sí, señor; sí, sí...
Y da tres o cuatro goipecitos
más en el suelo con el bastón.
—¿Usted recuerda, don Andrés,
qué libros son los que publicó este escritor?—pregunta don Pascual.
—¿Dice usted libros?—replica don
Andrés—. Pero ese Azorín, ¿no fué autor dramático?
—No—contesta don Pascual—; yo
aseguraría que fué novelista. Años atrás andaba por aquí un libro de él, que yo
le vi leer algunas veces a mi padre; pero debe de haberse perdido.
—Sí, sí—afirma don Andrés—; yo
recuerdo haber visto aquí algunas veces ese libro. Su padre de usted decía que
él había conocido a Azorín...
—Mi padre era de su misma
edad—dice don Pascual—; él me decía que había hablado con él muchas veces en el
jardín del Casino viejo.
—Pero ¿vivía aquí
siempre?—pregunta Rafael.
—No—contesta don Pascual—; su
familia sí vivía aquí; pero él pasaba largas temporadas en Madrid y solía venir
al pueblo los veranos.
—Yo tengo idea—observa don
Andrés—de que vivía en la calle de la Fuente, en la casa que hace esquina a la
del Espejo.
—No, no—contesta don Pascual—;
no, él vivía en la calle de los Huertos, en la casa que hoy es de don
Leandro...
—No es eso lo que yo le oí a don
Frutos, que le trató también mucho—replica don Andrés—. Don Frutos decía que él
vivió en la calle de la Fuente, donde hoy vive don Bartolomé,el médico...
Don Fulgencio entra.
—¡Caramba!—exclama don
Fulgencio— Les veo a ustedes discutiendo terriblemente.
—¿Usted sabe, don Fulgencio,
dónde vivió Azorín?—le pregunta don Pascual.
—¡Orden, orden!—exclama don
Fulgencio, asegurándose las gafas sobre la nariz—. Ante todo, ¿se refieren
ustedes a un escritor que hubo en este pueblo que se llamaba así?
—Sí, señor—contesta don
Pascual—; estábamos aquí diciendo si este Azorín era novelista o autor dramático.
—¡Orden, orden!—torna a repetir
don Fulgencio—. Conviene no confundir a este escritor que se firmaba así con
otro que hubo años después y que escribió algunas obras para el teatro. Yo
tengo entendido que Azorín estuvo en algunos periódicos de Madrid y que,
además, publicó un libro de versos.
—¿Dice usted de versos?—pregunta
Rafael que ha escrito algunas poesías en un semanario de la provincia.
—Si, señor, de versos—afirma con
una profunda convicción don Fulgencio.
—Entonces, ¿ese libro de versos
será el que andamos buscando aqui?
—Perdón—dice sonriendo don
Pascual— yo respeto las opiniones de ustedes; pero creo que el libro que yo he
visto años atrás era de prosa.
—No, señor, no—afirma con la
misma convicción de antes don Fulgencio—. Ese libro es de versos; yo lo he
tenido muchas veces en mis manos.
—Mire usted, don Fulgencio, que
yo me acuerdo muy bien de lo que he visto—se atreve a decir don Pascual.
—¡Caramba!—exclama don
Fulgencio, dolido de que se pongan en duda sus palabras
— ¡Si estaré yo seguro de que
eran versos, cuando llegué a aprenderme algunos de memoria!
Si le aprietan un poco a don
Fulgencio, este señor es capaz de hacer un esfuerzo y recitar una poesía de
Azorín; pero don Pascual, que le respeta, no llega a ponerle en este trance. Don
Pascual se contenta con volverse hacia don Andrés y preguntarle:
—Y ¿usted qué opina? ¿Recuerda
usted si era de versos o de prosa el libro de Azorín?
—¡Hombre!—exclama don Andrés,
que no quiere disgustar a don Pascual ni ponerse mal con don Fulgencio, y que
en definitiva no ha visto nunca la obra de Azorín—. ¡Hombre! Yo tengo un cierto
recuerdo de que era prosa; pero al mismo tiempo recuerdo también haber oído
recitar algo de Azorín así como versos...
Rafael, durante esta breve
discusión, ha continuado buscando el libro en los estantes.
—¿No lo encuentra usted?—le
pregunta don Pascual.
—No. —contesta Rafael—; pero me voy
a llevar éste.
Y se guarda un libro en el
bolsillo, para desquitarse de este modo de sus pesquisas infructuosas.
Un reloj suena las cuatro.
—¿Dónde vamos esta tarde?—dice
don Fulgencio—. ¿A la Solana o al huerto del Herrador?
—Iremos al huerto y veremos cómo
marchan los membrillos—contesta don Andrés.
Y todos salen.