Un día, Paí Pajarito decía misa. La iglesia estaba llena de bote a bote, pues, por ser el día de la Patrona del pueblo, se hallaba todo él congregado. Conviene decir que sobre uno de los costados del templo, había un patiecito cerrado, al cual únicamente se tenía acceso por la puerta de la Sacristía. En el centro de este patio y llenándolo casi por completo, crecía un alto naranjo, visible desde el altar mayor a través de los vidrios de una de las ventanas laterales. El viejo árbol, frondoso no obstante contar más de cien años de vida, -se decía que fue plantado por los jesuitas- conservaba a pesar de lo avanzado de la estación, semiocultas entre el verdor sombrío de su copa, una buena cantidad de naranjas, objeto del celo y de la vigilancia del buen padre, como que se daba el placer de ir saboreándolas poco a poco, cuando ya en otras partes no las había. Había transcurrido la mitad de la misa, cuando la apiñada multitud oyó con el estupor consiguiente, que el Paí pronunciaba las siguientes palabras, que no por dichas en guaraní, resultaban menos sacrílegas: Pe maé upe añá membí oyupiba ojobo (vean ese "hijo del diablo" que va subiendo). Mirándose los unos a los otros, los concurrentes se preguntaban si el Paí se había vuelto loco. Alguien insinuó que sin duda estaba borracho. Es que nadie había observado lo que el: un muchacho que habiéndose colado en un descuido por la puerta de la Sacristía y penetrado al patio, trepaba trabajosamente por el tronco del árbol.
Pero como simultáneamente, el Pai levantaba el cáliz conteniendo bajo la forma de la hostia, el cuerpo consagrado de Cristo, los concurrentes dedujeron que sus palabras se referían a éste.
Todos se habían puesto de pie, dispuestos a abandonar el templo. Como Paí Pajarito les daba la espalda, nada veía y seguía oficiando la misa. Cuando el Sacristán se le acercó y lo informó de lo que ocurría, grande fue su confusión. Apenas si podía creer que hubiera pronunciado tales palabras. En todo caso habrían salido de su boca sin darse cuenta. Rápido como la luz, salió por la puerta de la Sacristía y corrió hasta la puerta principal de la Iglesia, se plantó en medio de ella y abriendo los brazos en cruz para que nadie pudiera salir, apostrofó a la multitud con voz que nadie dejara de oír: "Vuélvanse a sus asientos. A quien yo me refería no era a Dios, sino al muchacho que subía a robar mis naranjas".
Velmiro A. Gauna
No hay comentarios.:
Publicar un comentario