martes, 31 de marzo de 2015

Qué quiere decir esto de Azorín

—¿Qué quiere decir esto de Azorín?
Rafael lia cogido un libro del estante, ha leído en el tejuelo: La Bruyere. «Les caracteres», y luego bajo: Azorín, y se ha vuelto hacia don Pascual para preguntarle qué significa esta palabra.
—Es—dice don Pascual—un escritor que hubo aquí hace cincuenta o sesenta años. Yo no le conocí; pero se lo he oído contar a los viejos.
—¿Era de aquí ese escritor?—pregunta Rafael.
—No sé—contesta don Pascual—; creo que sí; este libro debió de ser de él.
—Y ¿cómo lo tiene usted?
—Probablemente él tendría alguna biblioteca que, con el tiempo, se desharía, y este libro vino a parar aquí.
—Y ¿dice usted que se llamaba Azorín?
—No; el nombre era otro; esto era un pseudónimo. Se llamaba...
Don Pascual permanece silencioso, absorto, un momento, tratando de sacar de los escondrijos de su cerebro el nombre de este escritor; pero no lo consigue.
—No recuerdo—dice al fin, cansado de pensar—; pero este nombre es el que usaba siempre en sus escritos.
Rafael, que es un poco aficionado a la literatura, se queda pensativo.
—Es extraño—dice—. ¿De modo que en este pueblo hemos tenido un escritor?
—Yo creo que tenía antes por aquí uno de los libros que publicó—dice don Pascual.
—¡Hombre!—exclama Rafael—. ¿Con que publicaba libros? Entonces era un escritor de consideración...
Don Pascual se sube a una silla y va registrando los volúmenes del estante. Rafael también se sube a otra silla y revuelve libros grandes y chicos. De pronto entra don Andrés, se para un momento en el centro del despacho, mira a don Pascual, mira a Rafael, sonríe, da unos golpecitos con el bastón en el suelo, y dice:
—¡Bravo! ¡Bravo! Hoy están ustedes entregados a la literatura...
—¡Hola, don Andrés!—dice Rafael.
—Estábamos buscando un libro de aquel escritor que hubo aquí que se llamaba Azorín— añade don Pascual.
—¿Azorín? ¿Azorín?—pregunta don Andrés, que no ha oído hablar sino muy vaga mente de este personaje—. Sí, sí, un escritor que vivió aquí hace muchos años. Sí, señor; sí, sí...
Y da tres o cuatro goipecitos más en el suelo con el bastón.
—¿Usted recuerda, don Andrés, qué libros son los que publicó este escritor?—pregunta don Pascual.
—¿Dice usted libros?—replica don Andrés—. Pero ese Azorín, ¿no fué autor dramático?
—No—contesta don Pascual—; yo aseguraría que fué novelista. Años atrás andaba por aquí un libro de él, que yo le vi leer algunas veces a mi padre; pero debe de haberse perdido.
—Sí, sí—afirma don Andrés—; yo recuerdo haber visto aquí algunas veces ese libro. Su padre de usted decía que él había conocido a Azorín...
—Mi padre era de su misma edad—dice don Pascual—; él me decía que había hablado con él muchas veces en el jardín del Casino viejo.
—Pero ¿vivía aquí siempre?—pregunta Rafael.
—No—contesta don Pascual—; su familia sí vivía aquí; pero él pasaba largas temporadas en Madrid y solía venir al pueblo los veranos.
—Yo tengo idea—observa don Andrés—de que vivía en la calle de la Fuente, en la casa que hace esquina a la del Espejo.
—No, no—contesta don Pascual—; no, él vivía en la calle de los Huertos, en la casa que hoy es de don Leandro...
—No es eso lo que yo le oí a don Frutos, que le trató también mucho—replica don Andrés—. Don Frutos decía que él vivió en la calle de la Fuente, donde hoy vive don Bartolomé,el médico...
Don Fulgencio entra.
—¡Caramba!—exclama don Fulgencio— Les veo a ustedes discutiendo terriblemente.
—¿Usted sabe, don Fulgencio, dónde vivió Azorín?—le pregunta don Pascual.
—¡Orden, orden!—exclama don Fulgencio, asegurándose las gafas sobre la nariz—. Ante todo, ¿se refieren ustedes a un escritor que hubo en este pueblo que se llamaba así?
—Sí, señor—contesta don Pascual—; estábamos aquí diciendo si este Azorín era novelista o autor dramático.
—¡Orden, orden!—torna a repetir don Fulgencio—. Conviene no confundir a este escritor que se firmaba así con otro que hubo años después y que escribió algunas obras para el teatro. Yo tengo entendido que Azorín estuvo en algunos periódicos de Madrid y que, además, publicó un libro de versos.
—¿Dice usted de versos?—pregunta Rafael que ha escrito algunas poesías en un semanario de la provincia.
—Si, señor, de versos—afirma con una profunda convicción don Fulgencio.
—Entonces, ¿ese libro de versos será el que andamos buscando aqui?
—Perdón—dice sonriendo don Pascual— yo respeto las opiniones de ustedes; pero creo que el libro que yo he visto años atrás era de prosa.
—No, señor, no—afirma con la misma convicción de antes don Fulgencio—. Ese libro es de versos; yo lo he tenido muchas veces en mis manos.
—Mire usted, don Fulgencio, que yo me acuerdo muy bien de lo que he visto—se atreve a decir don Pascual.
—¡Caramba!—exclama don Fulgencio, dolido de que se pongan en duda sus palabras
— ¡Si estaré yo seguro de que eran versos, cuando llegué a aprenderme algunos de memoria!
Si le aprietan un poco a don Fulgencio, este señor es capaz de hacer un esfuerzo y recitar una poesía de Azorín; pero don Pascual, que le respeta, no llega a ponerle en este trance. Don Pascual se contenta con volverse hacia don Andrés y preguntarle:
—Y ¿usted qué opina? ¿Recuerda usted si era de versos o de prosa el libro de Azorín?
—¡Hombre!—exclama don Andrés, que no quiere disgustar a don Pascual ni ponerse mal con don Fulgencio, y que en definitiva no ha visto nunca la obra de Azorín—. ¡Hombre! Yo tengo un cierto recuerdo de que era prosa; pero al mismo tiempo recuerdo también haber oído recitar algo de Azorín así como versos...
Rafael, durante esta breve discusión, ha continuado buscando el libro en los estantes.
—¿No lo encuentra usted?—le pregunta don Pascual.
No. —contesta Rafael—; pero me voy a llevar éste.
Y se guarda un libro en el bolsillo, para desquitarse de este modo de sus pesquisas infructuosas.
 Un reloj suena las cuatro.
—¿Dónde vamos esta tarde?—dice don Fulgencio—. ¿A la Solana o al huerto del Herrador?
—Iremos al huerto y veremos cómo marchan los membrillos—contesta don Andrés.
Y todos salen.

lunes, 30 de marzo de 2015

Don Chico que vuela

Te paras al borde del abismo y ves el pueblo vecino, enfrente, en el cerro que se empina ante tus ojos, subiendo entre nubes bajas y neblinas altas: adivinas los ires y venires de su gente, sus oficios, sus destinos. Sabes que en línea recta está muy cerca. Si caminaras al aire, en un puente de hamacas suspendido ente los cerros, podrías llegar como el pensamiento, en un instante. 
Y sin embargo el camino real, el camino verdadero, te desploma hasta los pies del cerro, bajando por vericuetos difíciles, entre barrancas y cascadas, entre piedras y caídas, hasta llegar al fondo de la quebrada donde corre espumando el gran caudal del río que debes cruzar a fuerza, para iniciar el ascenso metro tras metro. Muchas horas después llegas cansado, lleno de sudor y lodo y volteas la cabeza para ver tu propio pueblo a distancia, como antes viste la plaza en que estás ahora. 
Ahí es donde le das la razón a don Pacífico Muñoz, don Chico, quien no soporta estas distancias que tú has caminado y dice que ir a pie es inútil y a caballo tontería, que para estas tierras volar es indispensable. 
Hace años que le escuchaste los primeros proyectos de vuelo y contravuelo. Fue cuando sentado, como tu ahora, al borde del abismo viendo al otro pueblo, dijo dándose un manotazo en las rodillas: 
–¡Si no es tanto lo encogido de estas tierras sino lo arrugado. Montañas y montañas acrecentando las distancias. Si a este estado lo plancharan le ganá- bamos a Chihuahua...! ¡Y ya vuelto llano a caminar más rápido! Pero así como estamos, sólo vueltos pájaros para volar quisiéramos. 
Y así fue como la locura del vuelo se le fue colocando entre oreja y oreja a don Chico, como un sombrero de ensueño. 
Volar fue la única pasión que le impulsaba el día, a otro día, a otro mes, para seguir viviendo otro año y otro año más. Si no fuera por el ansia del vuelo habría muerto de tristeza desde hace mucho tiempo, como tú me comentaste el otro día. 
Don Chico subía, tú lo viste muchas veces, el cerro más alto para contemplar las distantes montañas azules y perdidas entre el vaho que viene de la selva. Allí, sentado en la piedra donde escribió su nombre, tú escuchaste muchas veces a don Chico: 
–La tierra desde el aire está al alcance de la mano. Los caminos son más fáciles al vuelo. Qué cerca están los mercados y las plazas a ojo de pájaro. Los valles y los ríos y las cañadas y cañones, los campos sembrados, los ganados en potreros lejanos, las ciudades nuevas y las viejas construcciones perdidas en la selva y al fondo del mar. 
Don Chico inventaba una prodigiosa geografía expuesta a los ojos en vuelo, ávidos ojos tratando de reconocer ranchos y rancherías, vados y ríos, caminos, pueblos, lagos y montañas vistas desde arriba, desde el sueño, desde el aire de un sueño. 
Don Chico regresa al pueblo, con la boca seca, abrasada por la fiebre de la aventura que le espesa la lengua, le ves llegar a la plaza, tomar de la fuente agua con las manos, enjuagarse, refrescarse la cara y declarar muy serio: 
–Señoras y señores: voy a volar... 
Recordarás cómo todos subimos y bajamos la cabeza para decirle que sí, que cómo no, que claro don Chico que vuela, y por dentro sentir la risa alborotando el pecho y la barriga, y tú aguantándote. 
Don Chico entró a su casa, tomó una gallina, la pesó minuciosamente, anotó la lectura de la báscula, le midió la distancia que va de punta a punta de las alas, anotó eso también y la regresó al corral.
Inventó un complicado cálculo para conocer la secreta relación entre el peso del animal y el tamaño de las alas que permite vencer la gravedad y levantar el vuelo. 
Don Chico dudó un instante si era adecuado tomar una gallina  para tal experimento. Una paloma de vuelo largo habría sido mejor. Pero en su corral no había palomas. 
Habiendo encontrado la fórmula que explica la relación entre el peso de la gallina y el tamaño de sus alas, se pesó él mismo, anotó la lectura y, aplicando la fórmula descubierta, calculó el tamaño de las alas que habría de construirse para poder volar, apuntó la cifra en su libreta, se frotó las manos y se fue al parque. 
El problema era ahora el diseño de las alas. Pensó que el mejor material era el carrizo, ligero y fuerte. Se detuvo un momento para dibujar con un palito sobre la tierra el esquema de su estructura. Satisfecho, lo borró con el pie izquierdo y grabado en la memoria lo llevó a su casa. 
Para recubrir la estructura nada mejor que el tejido del petate, la dúctil alfombra de palma. 
Una vez que hubo construido las alas, descubrió molesto que eran pesadas para sus fuerzas. Recordó la relación entre las alas y el peso de la gallina y no se atrevió a modificarla. 
Se suscribió a una revista sueca donde aparecían lecciones de gimnasia y dedicó algunos años a esta dura disciplina. Satisfecho sintió cómo aumentaban sus bíceps, crecían sus tríceps, se endurecían sus músculos abdominales, se marcaban nítidamente los dorsales y una potencia sentía nacer don Chico desde el centro de su cuerpo. 
En el año sexto de su experimento movía con destreza las alas. Con sus brazos aleteaba movimientos llenos de gracia, en un simulacro de vuelo, no de gallina torpe sino de agilísima paloma. 
En el pueblo había un orgullo compartido. Don Chico prometió volar antes de las fiestas patrias y se le invitaba a los patios a simular el arte complejo del vuelo. Acudía siempre hasta que descubrió que tales convivios no eran nacidos de la admiración de su técnica sino del interés de producir ventarrones en el patio que barrieran de hojas y basura todo el piso.
Unos días antes de las fiestas patrias alguien levantó la cabeza. No se sabe si fue Ramón o Martín o Jesús el primero que lo vio. Lo que sí se sabe es que al instante todo el pueblo levantó la cabeza y vimos a don Chico arriba del campanario con las alas puestas, iniciando cauteloso el aleteo que habría de conducirlo a la gloria. Detenía el movimiento, se mojaba con saliva el dedo y comprobaba la dirección del viento, abría de par en par las alas y descansaba la cabeza sobre el hombro, semejante a nuestro viejo escudo nacional. De pronto reinició el aleteo, arresortó la pierna derecha contra el muro del campanario para tomar impulso, apuntó la pierna izquierda hacia El Porvenir, que tal era el nombre de la cantina que está enfrente de la iglesia, y se dispuso a iniciar la epopeya. Alguien le preguntó tocándole la punta del ala izquierda: 
–¿Va usted a volar, don Chico? 
–Seguro –respondió. 
–Y... ¿llegará lejos, don Chico? 
–Lejísimo. 
–¿Y de altura, don Chico? 
–Altísimo. 
–¿Al cielo llegará, don Chico? 
–Al cielo mismo. 
La cara de aquel que preguntaba se iluminó: 
–Por vida suya, Don Chico, llévele al cielo este queso a mi mamá que se murió con el antojo. 
Don Chico aceptó con ligereza el queso, buscando deshacerse del impertinente sin considerar el error que había cometido. No se sabe si fue Ramón o Martín o Jesús, el primero que hizo el encargo al otro mundo. Lo que sí se sabe es que al instante todo el pueblo subió al campanario y don Chico siguió aceptando quesos y chorizos, dulces y aguardiente, tostadas y jamones para llevar al cielo. 
Cuando don Chico resorteó la pierna derecha, siguiendo la dirección a El Porvenir, abrió el espectáculo grandioso de sus alas. El pueblo escuchó el estruendo de carrizos rompiéndose y petates rasgándose en el aire y quesos rodando por la calle. 
Cuando el silencio volvió, alguien dijo: 
–Lo mató el sobrepeso. Si no fuera por los encarguitos, don Chico vuela.
Eraclio Zepeda

sábado, 28 de marzo de 2015

La Andalucía trágica V

ARCOS Y SU FILOSOFO
¿Qué es lo que más cautiva vuestra sensibilidad de artistas: los llanos uniformes o los montes abruptos? ¿Cuáles son los pueblos que más os placen: los extendidos en la llanada clara o los alzados en los picachos de las montañas? Arcos de la Frontera es uno de estos postreros pueblos: imaginad la meseta plana, angosta, larga, que sube, que baja, que ondula, de una montaña; poned sobre ella casitas blancas y vetustos caserones negruzcos; haced que uno y otro flanco del monte se hallen rectamente cortados a pico, como un murallón eminente; colocad al pie de esta muralla un río callado, lento, de aguas terrosas, que lame la piedra amarillenta, que la va socavando poco a poco, insidiosamente, y que se aleja, hecha su obra destructora, por la campiña adelante en pronunciados serpenteos, entre terreros y lomas verdes, ornado de gavanzos en flor y de mantos de matricarias gualdas... Y cuando hayáis imaginado todo ésto, -entonccs tendréis una pálida imagen de lo que es Arcos.
No hay en esta serranía pueblo más pintoresco. Sobre la cumbre de la montaña la muchedumbre de casitas moriscas se apretuja y hacina en una larga línea de cuatro o más kilómetros. El poblado comienza ya en la ladera suave de una colina; después baja a lo hondo; luego comienza a subir en pendiente escarpada por la alta montaña; más tarde baja otra vez, se extiende un breve trecho por el llano y llega hasta morir en la falda de otro altozano. Y hay en lo alto, en el centro, en lo más viejo y castizo de la ciudad, unas callejuelas angostas, que se retuercen, que se quiebran súbitamente en ángulos rectos, pavimentadas de guijos relucientes, resbaladizos; al pasar, allá en lo hondo, bajo vuestros pies, veis un rodal de prado verde o un pedazo de río que espejea al sol. El ruido de los pasos de un transeúnte resuena de tarde en tarde suavemente. Pasáis ante el obscuro zaguán de una casa solariega: por la puerta entreabierta, dentro, en el estrecho patio sombrío, penumbroso, un naranjo destaca, su follaje esmaltado de doradas esferas.
Flota en el aire un vago olor a azahar; el cielo azul se muestra, como una estrecha cinta, en lo alto, entre las dos filas de casas de la vía. Y vosotros proseguís en vuestro paseo: las callejuelas se enredan en una maraña inextricable; ya suben a lo alto, ya bajan a lo hondo en cuestas por las que podéis rodar rápidamente a cada paso. Ahora, a vuestra mano izquierda, ha aparecido un largo muro; en él, a largos intervalos, vense abiertos anchos portillos. Asomaos a uno de ellos: dejad reposar sobre el pretil vuestro cuerpo cansado: un panorama como no lo habréis visto jamás se descubre ante vuestros ojos. Nos hallamos sobre un elevado tajo de doscientos, de trescientos metros de altura; la campiña verde se pierde en lontananza en suaves ondulaciones; millares y millares de olivos cenicientos marcan en el gayo tapiz sus copas rotundas, hoscas; limita el horizonte una línea azul de montañas, dominadas por un picacho soberbio, casi esfumado en el cielo, de un violeta suave. Y abajo, al pie de la muralla, en primer término, el Guadalete trágico, infausto, se acerca hasta lamer la roca, forma una ancha herradura, vuelve a alejarse, tranquilo y cauteloso. En las quiebras y salientes de las rocas, las ortigas y las higueras silvestres extienden su follaje; van dando vueltas y más vueltas en el aire, bajo nuestras miradas, los gavilanes y los buitres con sus plumajes pardos; desde un remanso de la corriente, un molino nos envía el rumor in cesante de su presa, por la que el agua se desparrama en borbotones de blanca espuma...
Y pasan los minutos rápidos, insensibles; pasan tal vez las horas. Un sosiego, una nobleza,,, una majestad extraordinarias se exhalan del vasto panorama. A nuestra espalda, en las altas callejas, tal vez tintinea una herrería, con sus sones joviales, o acaso un gallo vigilante lanza al aire su canto. Y es preciso continuar en nuestra marcha para escudriñar la ciudad toda. ¿No os encantan a vosotros —como al cronista—los viejos y venerables oficios de los pueblos? ¿No he hablado mil veces, y he de hablar otras tantas, de estos herreros, de estos carpinteros, de estos peltreros, de estos alfayates morunos, de estos talabarteros? En Arcos, vosotros, al par que camináis por calles y por plazas, vais registrando con vuestra vista los interiores de tiendas y talleres. Tal vez vuestros pasos os conduzcan allá al final de una calleja serpenteante, solitaria; a la izquierda está el pretil que corre sobre el tajo; a la derecha recomienza otra vez la peña, manchada por las plantas bravias, coronada por blancas casas. Al cabo de la calle, en un recodo, os detenéis ante una puertecilla. Estáis ante la casa del hombre más eminente de Arcos; no os estremezcáis; no busquéis entre vuestros recuerdos ninguna remembran za; vosotros no conocéis a este hombre. Y, sin embargo, él, que os ha visto contemplar un momento las enjalmas, las jáquimas, los ataharres, los preteles que penden en su chiquita tienda, os invita a pasar. Y él—¿cómo podéis dudarlo de un andaluz?—os va contando toda su vida, año por año, día por día, hora por hora. ¿Sospecháis acaso que este hombre ilustre se llama sencilla y afectuosamente el tío Joaquinito?
El tío Joaquinito es bajo, gordo, con una boca ancha y expresiva, irónica, y una nariz redonda. El no sale de su taller; él es un filósofo; él ve pasar arriba, pasar abajo a todos los vecinos; él tiene en su tiendecilla hierros viejos, relojes descompuestos, pistoloncs mohosos, llaves sin cerraduras, cerraduras sin llaves, trébedes, trampas para los pájaros; él no pudre vidrios como Spinoza, mas posee una larga y sutil aguja con la que va cosiendo los albardones, lentamente, dando suspiros, levantándose de rato en rato para ir a una camareja contigua, de donde torna exhalando un hálito de vino...
—Tío Joaquinito—le decís vosotros, encantados con su charla, con el afecto con que hablaríais a un viejo conocido—. Tío Joaquinito, malos están los tiempos.
El tío Joaquinito da unos golpes sobre la albarda, y dice:
—Pésimo, pésimo, pésimo...
Y luego, tras de pasarse el pulgar y el índice por la comisura de los labios:
—Usté es un hombre de rasón; yo he nasío en er jariná de un molino, y por eso tengo la cabesa branca. Yo he corrió muncho, muncho. ¿Sabe usté en qué nos paresemo nosotro a Nuetro Zeñó Jesucrito?
Vosotros os quedáis mirando un poco atónitos al gran filósofo. El continúa:
—Nosotro, lo epañole, etamo pasando la Pasió como Nuetro Zeñó Jesucrito. Lo tré clavo son lo tré trimestre de la contribusió; er lansaso é er cuarto trimestre; la corona de epina é la sédula persona, y lo asotaso que no están dando son lo consumo.
Y después el tío Joaquinito da otros ligeros golpes sobre la albarda, suspira y resume:
—Pero Nuetro Zeñó Jesucrito tomó pronto la angariya y se fué ar Sielo, y nosotros etamo aquí sufriendo a lo Gobierno que no asotan...
He aquí—decís para vosotros—el pensamiento de toda España, que palpita en el editorial de un gran periódico, en el discurso pronunciado en el «meeting» y en las palabras de un talabartero filósofo perdido en una serranía abrupta. Y os disponéis a desandar la maraña de callejuelas enredadas. Un momento tornáis a asomaros por el boquete de la muralla: el río, infausto, trágico, se desliza callado allá en lo hondo; los gavilanes pardos giran y giran en el aire, lentos, con sus aleteos blandos.

Abril, 1905.

La mariposa (Velmiro A. Gauna)

Alborotaban las cotorras en el ceibal cercano. Los sauces, reclinados sobre el río, acariciaban con sus finos dedos verdes a las ondas esquivas, mientras, sobre la boscosa orilla del lado paraguayo, bostezaba el sol naciente su cansancio de siglos.
Los tres habitantes del rancho de la isla ya estaban en pie. Ña Casiana, la vieja, fue la primera, porque sus dolores reumáticos no la dejaban casi pegar los ojos y, sentada en una mecedora de lona, se frotaba las manos, deformadas por la artritis, con grasa de yacaré, labor que interrumpida, de tiempo en tiempo, para sorber los mates que alcanzaba Eduvigis, su nuera, con su redondo vientre de avanzada preñez, abultado como un bombo; mientras, Manuel Acevedo, su hijo, terminaba de liarse sobre la cintura las vueltas interminables de su larga faja.
Iba a cruzar ya sobre ella el facón de cabo de plata, cuando, llegándose desde afuera, revoloteó en la pieza una gran mariposa negra.
-¡Jesús, María y José!… –dijo la esposa-. Anuncio´e disgracia.
El insecto se agitó pesadamente y luego fue a sentarse sobre la almohada, en el revuelto lecho, en el mismo lugar donde todavía se marcaba el hueco dejado por la cabeza del hombre.
Manuel borbotó una imprecación en guaraní y desvainó la hoja de acero, pero el animal, simultáneamente, se elevó y salió por la ventanuca perdiéndose en dirección al río detrás del próximo matorral, donde ya empezaba a sentirse el chirriar de las chicharras.
-¡Cuídate m´hijo! –previno la vieja-. Mariposa negra es mala señal…
-¡Bah!, mamá, agüerías… eso es lo que son –contestó el hijo pero sin poder ocultar su turbación.
Llenó de cartuchos sus bolsillos y descolgó la escopeta del clavo que la sostenía en la pared.
-¡Ay, no! –le rogó su mujer mientras le alcanzaba un mate-. No salgás con armas, hoy, ma bien llevá la carga e cueros al pueblo. Tengo miedo, no sé por qué…
-¡Dejáte´e macanas! –tronó él- vua dir a cazar como tuito loj día y esta tarde llevaré la carga.
-No ti hagás mala sangre, Eduvigis –interrumpió la vieja- Si está´e Dios que le pase algo naides lo poderá impedir…
-¡Qué va a pasar… qué va a pasar! –dijo el hombre despectiva. Se caló el sombrero y salió rumbo al monte.
 ***
Con el vientre grávido levantándole el vestido por delante Eduvigis siguió acarreando mates a la anciana y haciendo al mismo tiempo, las tareas de la casa. Pero no podía apartar de su mente a la mariposa negra con su aspecto macabro.
-¡Ojalá no le pasa nada, Dios mío! –musitaba.
A su memoria venían recuerdos de accidentes fatales: Lorenzo “El nutriero”, a quien hallaron, una tarde en el monte caído sobre la escopeta y con el pecho destrozado por la descarga; “Quique” Saucedo, a quien se le enganchó el gatillo en una rama y al querer arrancarlo de un tirón se disparó y los perdigones le llevaron media cara, dejándole por un lado convertido en un espantajo, con un ojo menos y los negros surcos de hondas quemaduras.
-Pa mí que va llover… -se quejó la vieja-. Tengo como alfileres por tuito´l cuerpo. A ver, traime otra papa…
La joven se la alcanzó y la enferma la introdujo en el bolsillo, porque era creencia popular que la misma ayudaba a combatir los dolores reumáticos y que éstos iban cesando a medida que el tubérculo se secaba y se convertía en pellejo.
-Hacé nomá´l puchero… -dijo finalmente- yo vua armar un cigarro.
-¿Quiere que se lo arme yo? –se ofreció la muchacha.
-Grasia… Dejáme ni anque sea hacer mis visios. Ya bastante carga tenés con mis achaques.
Colocó sobre sus rodillas una madera lisa y, lentamente, empezó a extender sobre la misma una hoja de tabaco. Luego puso sobre ella finos y largos trozos para envolverlos apretadamente en la primera, haciendo rodar el rollo para que tuviera mayor consistencia, unió el borde con un poco de engrudo y con un cuchillo filoso cortó los extremos. Eduvigis, con su redondo vientre por delante, iba y venía arreglando la cama, avivando el fuego, echando verduras en la olla y arrojando inquietas miradas a la linde del monte por donde debía regresar su marido.
***
Los loros hacia rato habían cesado su disonante algarabía. Sólo seguían vibrantes como nunca las chicharras y, de tiempo en tiempo, se oía el esquivo lamento del “crespín”.
El sol, en lo alto,bañaba de fuego el ambiente. El intenso calor arrojaba a los animales al ampara de la sombra y ni un ave turbaba con su vuelo el azul del firmamento.
-Tá tardando el Manuel… -exclamó Eduvigis, mientras levantaba la tapa de la olla y revolvía en su interior.
-Aura nomás ha de llegar –le contestó la vieja y arrojó al aire una bocanada de humo.
Enseguida agregó:
-Va a llover para la caída de la tarde. Toy que no puedo ma´e laj conyunturas…
En ese momento, por la estrecha picada del frente, Eduvigis vio aparecer el negro sombrero de Acevedo, con la escopeta cruzada sobre la espalda y llevando apoyado sobre el hombro un palo del cual pendían dos grandes pieles que se balanceaban con su andar.
Sin apartarse del fogón la mujer observaba la marcha del hombre y, cuando estuvo a unos pasos, divisó una mancha sangrienta en la camisa. Soltó la espumadera y corrió a su encuentro.
-Tás herido! –gritó- ¿Viste?... ¿Viste?...
-No te asustés, mujer –le contestó el marido con toda tranquilidad- Jué un chijetazo´e sangre que pisé al descuerar a unoj d´estoj bicho y me manchó.
Le entregó el arma y le pidió:
-Andá a colgarla y no ti asustés qu´está sin bala… Yo de mientra me vua a colocar loj cuero.
Marchó por detrás de la casa y siguió unos cuatrocientos metros hasta el lugar donde había hecho el “estaquiadero”. Lo tenía un poco lejos del rancho porque, a veces, “solían jeder muy fiero”.
Tendió las pieles que eran de una comadreja picaza y un gato montés, sobre la hierba, y als revisó concienzudamente, para librarlas hasta del menor rastro de grasa que pudiera haber quedado adherido. Luego las estaqueó cuidadosamente y volvió para el rancho. Venía silbando alegramente una polka paraguaya, cuando, de pronto, sintió un pinchazo en el tobillo izquierdo.
-Me habré ortigau o ha´e ser abrojo… pensó, pero el ruido de las hierbas al ser rozadas lo devolvieron a la realidad. Rápidamente sacó el cuchillo y lo bajó violentamente sobre el relámpago rojo que fugaba y sobre el verde de las hojas se agitaron los pedazos de una víbora, en cuyo vientre amarillento se veían los anillos púrpura y negro de una especie mortal.
Avanzó unos pasos y, de improviso, el paisaje empezó a enturbiarse. Se detuvo y se sacó el sudor que corría a raudales por el rostro.
-¡Eduvigis!... –gritó y siguió tambaleante-. Al grito apareció la mujer que, al verlo vacilante, echó a correr hacia él con el henchido vientre balanceándose.
-¡Manuel!... ¡Manuel!...-gritaba y seguía bajo el sol de fuego.
La madre, con una intuición terrible, dejó  la reposera, se asomó y, al verlos, vino también, tendidas hacia ellos sus manos sarmentosas.
-¡M´hijo!... ¡M´hijo!... ¿Qué le pasa?
Casi estaba por caer cuando llegaron las mujeres a sostenerlo y de sus labios resecos salió la voz tartamudeante.
-Me pi… picó… u… una co… ral…
Apoyándose en ambas llegaron al rancho y allí lo depositaron en el lecho. Olvidada de sus dolores y de sus años la vieja movía ágil e imperactiva.
-Hacé un té´e contrayerba –ordenó a la nuera. Luego levantó la pierna del pantalón y observó el tobillo que estaba hinchándose. Arrancó del cuello del hombre el pañuelo y lo anudó fuertemente un poco más arriba, luego con el facón hizo un tajo uniendo los dos puntitos dañinos y empezó a apretar para que saliese la sangre negra y espesa.
El hombre, ya inconsciente, deliraba balbuciendo nombres de personas y cosas olvidadas.
-¡Hola, don Segundo!... ¿Y la Rosita?
Don Segundo fue su primer patrón y hacía muchos años que había muerto. La mujer trajo presurosa la infusión y trataron de hacérsela beber, pero el líquido casi se perdió por completo, corriendo por entre las comisuras de los labios, ya que el doliente mantenía fuertemente cerradas las mandíbulas.
Ña Casiana puso su mano sobre la frente ardiente y ordenó:
-Vamoj a ponerl´n la cama y a llevarlo´l pueblo. Nu hay más que hacer.
-¿Y quién pa va a remar, mama? –preguntó la joven.
-Y nojotro, pue… -concluyó la vieja.
A cosra de grandes esfuerzos consiguieron llevarlo hasta la embarcación que estaba atada frente al rancho. Lo pusieron sentado al pie de la carga de cueros y, para resguardarlo del sol, tendieron una sábana que mantuvieron tensa con dos cañas.
Después, Eduvugis con su vientre abultado como un bombo y doña Casiana con sus manos de araña monstruosa, se pusieron a los remos.
El sol volcaba sus ardores inclemente, pero ellas seguían empeñosas en tanto de la boca del hombre escapaban palabras sin sentidos.
-¡Neique!... jabón… loj cuero… mañana… Itá-Ibeté…
Hora tras hora las dos mujeres se doblaron sobre los remos. Ríos de sudor corrían por sus rostros y el cansancio arrancábales suspiros y lamentos.
La vieja, sin embargo, con sus manos deformes y nudosas, era quien daba ánimos.
-Un poco má, Eduvigis… Un poco más que ya llegamo…
La correntada las tiraba río abajo, pero ellas, ampollándose las manos y sacando fuerzas de quién sabe qué reservas interiores, consiguieron atracar al pie del rústico desembarcadero en Capibara-Cué. Un pescador, al verlas, se apresuró a atar la cadena a la estaca y aseguró al bote. Doña Casiana dejó los remos y se asercó al hijo que estaba apoyado sobre la pila de cueros.
Tenía los ojos cerrados y un hilo de baba caía de la boca torcida.
La vieja le alzó un párpado y quedó un momento como petrificada al verel ojo inmóvil que miraba sin ver.
Luego lanzó un grito terrible, se arrojó sobre el cadáver y lo llenó de caricias con sus manos de araña mientras clamaba:
-¡M´hijo… hijito querido… mi Manuel!...
Al oírla acudieron unos hombres que le arrancaron de allí y la llevaron a la orilla.
Eduvigis bajó después y se sentó sobre una piedra. Estaba como atontada y terriblemente fatigada.
Vio como descendían el cuerpo yerto de su hombre y lo tendían sobre la hierba cubriéndolo con la sábana.
Pero, de pronto, se alzó y con una mano trémula señaló a una enorme mariposa oscura que saliendo de entre los cueros se elevó en el aire y se perdió volando lentamente sobre el río.
-La mari… -dijo y cayó desvanecida sobre la playa, sin oír los lamentos de la vieja que clavaban puñales de angustia en el pesado silencio de la siesta.
Velmiro Ayala Gauna

viernes, 27 de marzo de 2015

La soga

Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la chimenea. Estos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca colgada de un árbol, después un arnés para el caballo, después una liana para bajar de los árboles, después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamanos, finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia delante, la soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al principio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Nadie le decía: “Toñito, no juegues con la soga.” 
La soga parecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire, como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia delante, para retorcerse mejor. 
Si alguien le pedía: 
—Toñito, préstame la soga. 
El muchacho invariablemente contestaba: 
—No. 
A la soga ya le había salido una lengüita, en el sito de la cabeza, que era algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón. 
Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena. 
¿Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En lo barco, en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes... Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua. 
La bautizo con el nombre Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada movimiento, decía: “Prímula, vamos Prímula.” Y Prímula obedecía. 
Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas. 
Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa. 
Así murió Toñito. Yo le vi, tendido, con los ojos abiertos. 
La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba. 
Silvina Ocampo

miércoles, 25 de marzo de 2015

El ahogado más hermoso del mundo

(La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, 1987)
Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los pocos muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesterosa de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.
No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las  camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado.
Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un buen pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por estos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
–Tiene cara de llamarse Esteban.
Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro1. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la medianoche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de la casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar por la vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, alentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
–¡Bendito sea Dios –suspiraron–: es nuestro!
Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharle una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles2  y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.
Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho sir Walter Raleigh3, quizás hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamaya en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galeón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa por los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.
Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a la distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción
de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que en los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas, miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.
Gabriel García Marquéz

1 Lautaro. Así se llama uno de los personajes legendarios de la épica americana
2 estoperol. Tachuela grande, de cabeza dorada o plateada, con que suelen adornarse cofres, sillerías y otros objetos
3 Sir Walter Raleigh. Famosísimo pirata inglés de la época isabelina

martes, 24 de marzo de 2015

Laura

—¿No estás realmente moribunda, verdad? —preguntó Amanda.
—El médico me ha dado permiso para vivir hasta el martes —repuso Laura.
—Pero hoy es sábado. ¡Esto es serio! —exclamó Amanda.
—No sé si es serio. Pero sin duda es sábado. —La muerte siempre es seria —dijo

Amanda. —Yo no he dicho que pensaba morir. Probablemente dejaré de ser Laura, pero seguiré siendo otra cosa. Algún animal, supongo. Tú sabes que cuando alguien no ha sido demasiado bueno en la vida que acaba de vivir, reencarna en algún organismo inferior. Y pensándolo bien, yo no he sido demasiado buena. He sido mezquina, ruin y vengativa siempre que las circunstancias han parecido justificarlo.
—Las circunstancias nunca justifican esas cosas — dijo Amanda apresuradamente.
—Si no te molesta que sea yo quien lo diga —observó Laura—, Egbert es una circunstancia que justifica eso y mucho más. Tú te has casado con él, tu caso es distinto. Has jurado amarlo, respetarlo y soportarlo. Pero yo no.
—No veo qué tiene de malo Egbert —protestó Amanda.
—Oh, seguramente la maldad ha estado de mi parte —admitió Laura desapasionadamente—. Él ha sido simplemente la circunstancia extenuante. Días pasados, por ejemplo, provocó un mezquino y absurdo escándalo 'porque saqué a pasear sus cachorros de ovejero.
—Sí, pero los cachorros espantaron a los pollos de la Sussex bataraza, y ahuyentaron de sus nidos a dos gallinas cluecas, además de pisotear los canteros del jardín. Tú sabes que él tiene cariño por sus gallinas y su jardín.
Aun así, no había necesidad de machacar en eso toda la tarde. Y tampoco tenía por qué decir: "No hablemos más del asunto", justamente cuando yo empezaba a tomarle el gusto a la discusión. Fue entonces cuando llevé a cabo una de mis mezquinas venganzas —añadió Laura con una sonrisa que nada tenía de arrepentimiento. Al día siguiente del episodio de los cachorros, introduje toda la cría de Sussex batarazas en el cobertizo donde guarda las semillas.
—¿Cómo pudiste hacer eso? —exclamó Amanda. —Fue muy fácil —dijo Laura—. Dos de las gallinas fingieron estar empollando, pero yo me mostré enérgica.
—¡Y nosotros pensamos que había sido un accidente!
—Ya ves —prosiguió Laura— que tengo algún fundamento para creer que mi próxima reencarnación se llevará a cabo en algún organismo inferior. Seré un animal. Por otra parte, no he sido del todo mala, a mi manera, y confío en que me convertiré en algún animal bonito, elegante y vivaz, con cierta inclinación al juego. Una nutria, quizá.
—No puedo imaginarte convertida en nutria — dijo Amanda.
—Tampoco me parece que puedas imaginarme convertida en un ángel.
Amanda guardó silencio. En efecto, no podía. — Personalmente, creo que una vida de nutria será bastante placentera —continuó Laura—. Comeré salmón todo el año y tendré la satisfacción de pescar las truchas en su propia casa, sin tener que aguardar horas y horas que se dignen reparar en la mosca que uno balancea ante ellas. Además, una figura elegante y esbelta...
—Piensa en los perros nutrieron —interrumpió Amanda—. ¡Qué horrible, ser perseguida, acosada y finalmente martirizada hasta morir!
—Resultará bastante divertido si la mitad del vecindario se para a mirar. De todas maneras, no será peor que este morirse pulgada a pulgada de martes a sábado. Y cuando haya muerto, encarnaré en otro ser. Si he sido una nutria moderadamente buena, supongo que podré volver a alguna de las formas humanas, algo primitivo, quizá; probablemente reencarnaré en un chiquillo rubio, negro y desnudo.
—Ojalá hablaras en serio —suspiró Amanda—. Es lo menos que podrías hacer, si realmente piensas morirte el martes.
En verdad, Laura murió el lunes.
—¡Qué horrible trastorno! —exclamaba Amanda, hablando con su tío político Sir Lulworth Quayne—. He invitado a mucha gente a jugar al golf y a pescar, y los rododendros nunca han estado tan hermosos.
—Laura fue siempre muy desconsiderada —dijo Sir Lulworth—. Nació en la semana de Goodwood un día que había llegado a la casa un Embajador que odiaba a los bebés.
—Tenía las ideas más alocadas —dijo Amanda—.
¿Sabe usted si había algún antecedente de locura en su familia?
—¿Locura? No, nunca oí hablar de eso. Su padre vive en West Kensington, pero creo que en todo lo demás es perfectamente cuerdo.
—Se le había puesto en la cabeza que reencarnaría en una nutria.
—Es tan frecuente encontrar esas ideas de reencarnación, aun en occidente —dijo Sir Lulworth—, que no parece justo calificarlas de locura. Y Laura fue en su vida una mujer tan imprevisible, que no me atrevería a formular opiniones decisivas sobre su posible existencia ulterior.
—¿Cree usted realmente que puede haber asumido una forma animal? —preguntó Amanda. Era de esas personas que con sorprendente rapidez conforman sus juicios a los de quienes las rodean.
En aquel preciso momento entró Egbert, con un aire de congoja que la muerte de Laura habría sido insuficiente para explicar.
—¡Cuatro de mis Sussex batarazas, muertas!... — exclamó—. Las mismas que el viernes debía llevar a la exposición. Una de ellas fue arrastrada y devorada en el centro de ese nuevo cantero de claveles que me ha costado tantos desvelos y gastos. ¡Mis flores más queridas y mis mejores aves, elegidas para la destrucción) Como si la bestia que perpetró esa fechoría hubiera sabido exactamente cuál era el peor desastre que podía ocasionar en tan poco tiempo.
—¿Habrá sido un zorro? —preguntó Amanda. — Más probable que haya sido una comadreja —opinó Sir Lulworth.
—No —dijo Egbert— Encontramos huellas de patas membranosas por todas partes, y seguimos el rastro hasta el arroyo, al fondo del jardín. Evidentemente, era una nutria.
Amanda miró rápida y furtivamente a Sir Lulworth.
Egbert estaba demasiado agitado para desayunarse, y salió a supervisar la operación de reforzar las defensas del gallinero.
—Me parece que por lo menos habría podido esperar a que se realizara el funeral —dijo Amanda, escandalizada.
—Es su propio funeral, no lo olvide —repuso Sir Lulworth—. No sé hasta qué punto se puede exigir que uno respete sus propios restos mortales.
El descuido de las convenciones fúnebres fue llevado a extremos más graves el día siguiente. Durante la ausencia de la familia, que asistía al funeral, fueron masacradas las Sussex batarazas sobrevivientes. La línea de retirada del depredador parecía haber abarcado la mayor parte de los canteros del jardín, pero los cuadros de fresas del huerto también habían sufrido lo suyo.
—Haré traer los perros nutrieros lo antes posible —exclamó Egbert indignado.
—¡De ningún modo! ¡Ni soñar en semejante cosa! —replicó Amanda . Quiero decir, no quedaría bien, a tan poco del funeral.
—Es un caso de fuerza mayor —dijo Egbert—. Cuando una nutria se ceba, jamás pone fin a sus correrías.
—Quizá se marchará a otra parte ahora que no quedan más gallinas —sugirió Amanda. —Cualquiera pensaría que tratas de proteger a esa maldita bestia —dijo Egbert.
—Ha habido tan poca agua últimamente en el arroyo... —objetó Amanda—. No me parece propio de un buen deportista perseguir a un animal que no tiene posibilidad de refugiarse en ninguna parte.
—¡Santo Dios! —bramó Egbert—. ¿Quién habla de deporte? Quiero matar a ese animal lo antes posible. Pero aun la oposición de Amanda se debilitó el domingo siguiente, cuando a la hora en que estaban todos en misa, la nutria entró en la casa, arrebató un salmón de la despensa y lo desmenuzó en escamosos fragmentos sobre la alfombra persa del estudio de Egbert.
—El día menos pensado se ocultará debajo de nuestras camas, y nos morderá los dedos de los pies —dijo Egbert, y Amanda, a juzgar por lo que sabía de aquella nutria en particular, debió admitir que esa posibilidad no era demasiado remota.
La víspera del día fijado para la cacería, Amanda anduvo sola durante más de una hora por las orillas del arroyo, dando voces que imaginaba semejantes a los aullidos de un perro. Quienes la escucharon creyeron, piadosamente, que ensayaba imitaciones de gritos de animales para el próximo festival del pueblo.
Al día siguiente, fue su amiga y vecina, Aurora Burret, quien le trajo la noticia del acontecimiento. — Lástima que no hayas venido con nosotros. Nos divertimos mucho. La encontramos en seguida, en el estanque lindero del jardín.
—¿La... mataron? —preguntó Amanda.
—Ya lo creo. Una hermosa nutria. Cuando Egbert trataba de agarrarla por la cola, lo
mordió con furia. Pobre bestia, me dio verdadera lástima. Tenía una expresión tan humana en los ojos cuando la mataron... Dirás que soy una tonta, pero ¿sabes a quién me recordaba esa mirada? Vamos, querida, ¿qué te pasa?
Cuando Amanda se hubo recobrado hasta cierto punto de su ataque de postración nerviosa, Egbert la llevó al valle del Nilo en viaje de descanso. El cambio de escenario trajo rápidamente la deseada recuperación de la salud y del equilibrio mental de Amanda. Las correrías de una nutria aventurera en busca de un cambio de régimen alimenticio fueron colocadas en el marco que les correspondía: simples incidentes sin importancia. El carácter normalmente plácido de Amanda prevaleció. Ni siquiera un huracán de gritos y maldiciones, procedentes del cuarto de vestir de su esposo y lanzados por la voz de Egbert, aunque no en su léxico habitual, logró perturbar su serenidad mientras se acicalaba despaciosamente aquella tarde en un hotel de El Cairo.
—¿Qué ocurre? —preguntó con fingida curiosidad.—¡Esa bestezuela me ha tirado todas las camisas limpias en la bañera! Ah, si yo te agarro, animal... —¿Qué bestezuela? —preguntó Amanda, reprimiendo sus deseos de reír. ¡El vocabulario de Egbert era tan desesperadamente inadecuado para expresar sus ultrajados sentimientos...!
—¡Esa maldita bestia, ese chico negro y desnudo, ese chico rubio! —estalló Egbert.
Y ahora Amanda está gravemente enferma.
Saki