La tarde iba a su muerte entre el áspero tremar de las chicharras y el sofocante acoso del viento, pero persistía aún una fastidiosa claridad que parecía aumentar el bochorno de la temperatura.
El camino que pasaba frente a la casa de Jacinta era como una calcinada sierpe blanca que se enroscaba en lejanías. Un naranjo colocado cerca de la puerta de la casa arrojaba su sombra contra la pared, pero no conseguía amenguar los rigores del ambiente tropical que convertía en horno a las habitaciones.
La mujer, sentada en un sillón de hamaca, se columpiaba lentamente y se refrescaba con una pantalla de hojas de palmera. Vestía un leve batón blanco que la humedad de la transpiración adhería a la rotundidad de sus formas.
–...Cha con la calor de porquería -se quejó- Cuando se irá el sol pa que venga “la fresca”...
Estaba sola en la casa porque esa mañana doña Marta, la cocinera y su acompañante, se había ido al pueblo a visitar a un nieto que cumplía años y no volvería hasta el día siguiente, pero no tenía miedo porque en diez años de viudez había aprendido a tener a raya a los hombres y más de uno que quiso propasarse, recibió sobre sus mejollas el peso de su robusta mano. Desde encima de la mesita de luz dos fotografías parecían mirarla. Una era de la de Juan Gómez, el esposo muerto, y la otra de Elvira, su hija.
–Si al menos alguno de ellos anduvieron por acá... -suspiró.
Casó con Juan cuando tenía 17 años y fue feliz junto a ese hombre sencillo, bueno, vigoroso y de gustos simples. En días de calor como éstos solía andar con el torso desnudo donde pequeñas gotas de sudor daban brillo metálico a la piel broncínea.
–Era todo un hombre mi Juan... -evocó.
El recuerdo de los momentos de felicidad gustados en su compañía unido al agobio de la tarde puso un agitado temblor en su respiración y para evadirse de esa angustia, acuciada por el instinto, pensó en la muchacha.
–Ya pronto me va a dar un nieto... -se alegró.
Sería abuela a los 35 años y a una edad en que otras solían iniciar su vida de casadas, ella andaría jugando con los hijos de su hija.
El marido de Elvira era un excelente muchacho, pero no podía compararse con lo que había sido el suyo. Juan era capaz de doblar una herradora con las manos, comía por dos y bebía copiosamente sin que el alcohol hiciera otra cosa que ponerlo más dicharachero.
De nuevo pecaminosos pensamientos la envolvieron a rememorar los detalles de la muerte de su hombre. Fue en una yerra en lo del vasco Azpeitia. Los paisanos se entretenían en perseguir a los novillitos para arrojarse sobre ellos y prendidos de los cuernos, voltearlos. Juan quiso culminar sus hazañas dominando a un corpulento “yaguané” criado a monte y de aguda cornamenta, pero se confió demasiado y el arisco animal se irguió en un brusco sacudón clavándole el asta en el abdomen para arrojarlo hecho una masa sanguinolenta en el suelo del corral. Tres días estuvo penando con las vísceras hinchadas y malolientes pugnando por escapar del vientre enormemente abultado hasta que, al fin, en una madrugada dejó de sufrir.
El calor seguía atormentando y para buscar alivio pasó a la cocina contigua, salió al patio y se acercó al aljibe para refrescarse el rostro y los brazos con el agua del balde.
Y, al darse vuelta para regresar, vio en la calle contra el alambrado a un hombre que la observaba.
–¡Eh, doña... -le dijo a guisa de saludo- ¿No quiere que le haga algún trabajito, así, después, me da algo de comer?
–Dea vuelta por el portón y dentre. Pártame un poco de esa leña y demientras le prepararé alguna cosita... –respondió.
Le agradaba esa proposición porque carecía de trozos pequeños para el fogón y no se sentía con ganas de empuñar el hacha en esa tarde sofocante.
El hombre siguió las indicaciones y al rato estaba frente a ella.
Era un mozo de ancho tórax y andar elástico. No le faltaba simpatía ni soltura en el hablar. Debía ser de la ciudad.
–Ahí tiene el hacha y esos troncos... -indicó.
–Muy bien... pero el trabajo me dará más hambre... -bromeó el aludido.
–No importa, no le faltará con que entretenerse... -respondió un poco secamente, penetró de nuevo en la cocina y de allí pasó al dormitorio. A través de los cortinados de la ventana podía vigilarlo. Vio como se despojó del saco y de la camisa y, luego, tras escupirse las manos para humedecerlas, empuñó el hacha e inició la labor.
–Toc... toc... toc... toc...
Poco a poco hilillos de sudor comenzaron a recorrer la amplia espalda. Así como ese torso poderoso era el de Juan. Tuvo la impresión de tenerlo de nuevo a su lado y de aspirar el varonil tufo a sudor con que regresaba del trabajo.
–Toc... toc... toc... toc...
El hacha subía y bajaba rítmicamente y a sus impactos los maderos crujían, se hendían y volaban en astillas.
Se retiró a su sillón para tratar de pensar en otra cosa, pero los golpes le traían a la memoria el cuerpo joven, musculoso y potente.
De pronto cesó el ruido. Esperó un momento y, luego, volvió a la ventana. Desde allí contempló como el forastero sacaba un cubo de agua del pozo y se lo volcaba sobre la cabeza y el tronco. En seguida resopló refrescado y las gotas escaparon de sus cabellos y del torso en una especie de lluvia diminuta. Jacinta no podía apartar sus ojos del recio pecho con una pequeña selva de vellos, de los brazos fornidos y de la cabeza bien formada.
El hombre volvió al lugar donde había dejado sus ropas y lentamente comenzó a vestirse. Ella pasó a la cocina y colocó una servilleta sobre la mesa y sobre ella un plato con restos del asado de la comida del mediodía y a su lado una fuente de batatas y mandiocas hervidas. Después abrió la puerta que daba al patio e invitó:
–Pase...
El hombre entró y se detuvo indeciso.
–Siéntese y coma...
–¿Por qué se molestó? Podía haber hecho un paquete y dármelo...
–No es molestia... Coma...
No se hizo rogar, entonces, y de inmediato comenzó a devorar. Cierto es que usaba el tenedor y el cuchillo, pero para quitar las adherencias al hueso tomaba las costillas entre las manos y los dientes blancos y agudos desgarraban el cartílago y masticaban los restos de carne con especial fruición.
–Lo más rico está pegado al hueso... -dijo a modo de disculpa.
Dio buena cuenta de todo y al concluir ofreció:
–¿Quiere que le lave los platos?
–No, gracias...
–Bueno, entonces me voy a ir. Gracias. Estaba todo muy rico, ¡adiós
–¡Adiós...
Siguió por el caminillo que rodeaba la casa y al pasar bajo el naranjo del frente vio que ella, que había ido por el interior, abría la puerta y lo llamaba.
–Espere...
Sorprendido se detuvo, colocó el saco que llevaba en el brazo sobre el hombro y se acercó al umbral.
Ella retiró un cajón de la cómoda, rebuscó en una caja y sacando unas monedas se las alargó.
–Tome, para que compre algo para la cena...
Ya el crepúsculo comenzaba a alargar las sombras, pero en lo alto aún seguía la orgía de luz y viento continuaba derramando bocanadas de fuego. El hombre vio a su lado el pecho femenino subir y bajar, contempló el cuerpo maduro ofreciendo sus turgencias bajo la leve tela y cobrando audacia la tomó de la mano y exclamó:
–No es plata lo que me falta sino otra cosa...
Sintió que la estrechaba entre sus brazos poderosos, percibió junto a su rostro su jadeo y se defendió débilmente.
–Déjeme... déjeme...
El saco cayó desde el hombro al suelo y la pareja, luchando, fue hacia el interior.
Todo estaba en silencio y nadie pasaba por el camino. Sólo se oía la entrecortada respiración de ambos. No se entregó pero fue cayendo sobre el lecho matrimonial. En la persona del forastero el sexo ya se derrumbaba sobre ella aplastando sus escrúpulos cuando alcanzó a ver, de soslayo, la fotografía de Juan.
Súbitamente retornó a la realidad y dando un brusco empujón lanzó al agresor, tambaleante, en medio de la habitación. Desconcertado, pero tremante, iba éste a volver al ataque cuando Jacinta posesionándose de un candelero de bronce que estaba sobre la cómoda, se irguió amenazante:
–Si no se van le rompo la cabeza...
El forastero, temeroso, recogió el saco del suelo y salió a los tropezones rumbo al camino. Ella lo siguió, cerró de un golpe la puerta y volvió al sillón a descansar la fatiga que le entrecortaba la respiración.
El espejo del tocador le devolvió la silueta con el cabello revuelto, una manga corrida y semidesgarrada dejando al descubierto parte del pecho donde aún le escocían los besos del hombre.
Los minutos pasaron implacables sin amenguar el bochorno del ambiente y ya la penumbra surgía desde los rincones para esfumar los contornos de las cosas.
–¿Y por qué no?... ¿Acaso no soy joven todavía?... ¿Quién iba a saber?...
El instinto dormido largo tiempo le bullía nuevo en la sangre y ladraba su hambre sexual.
De pronto le pareció oír pasos y el rumor de un roce junto a la puerta.
–Ha vuelto... -pensó y buscó nuevamente el candelabro, pero, sin poder dominarse, se compuso rápidamente el cabello y se pasó el cisne por el rostro y por el cuello para secar la transpiración.
De nuevo el rumor oído afuera la hizo estremecer.
Pero pasó un rato y nadie vino ni se oyó nada más.
Entonces se levantó y al pasar junto a la mesa de luz dio vuelta el retrato del marido poniéndolo de frente a la pared y siguió hasta la puerta.
Estuvo allí un momento y luego la abrió de golpe.
Ninguno estaba allí. El sendero extendía su larga cinta blanca ya agrisándose con las primeras tinieblas de la noche.
Salió y se puso debajo del naranjo y, súbitamente, sintió sobre uno de los brazos un levísimo toque. Contuvo la respiración y aguardó anhelante.
Imaginó que pronto iba a sentirse estrechada entre dos fuertes brazos y conducida hacia el lecho.
Pero no hubo nada.
Se dio vuelta y vio una rama que el viento había desgajado y que, al moverse a impulsos de la brisa nocturna, raspaba la pared o suavemente le golpeaba el brazo.
Suspiró y volvió a mirar el largo camino que nadie transitaba y se inundaba de sombras.
Entró y se sentó en el sillón. Se hamacó un largo rato, luego encendió la luz e iba a dirigirse a la cocina para preparar la cena, cuando retornó sobre sus pasos y llegando a la mesita de luz recogió el retrato del esposo y lo colocó en la posición primitiva.
Después fue y echó llave a la puerta.
Velmiro A. Gauna
En: Revista Cauce, 1963. N° 1, pp. 44-48
EI forastero es un relato de corte psicológico; Ayala Gauna, con gran conocimiento del alma femenina, sigue paso a paso, con sutileza, los efectos que la soledad y el calor producen en una mujer ante la evocación del marido muerto y la identificación que con el establece de la figura de un ocasional forastero que se acerca a su casa para realizar un trabajo. La fidelidad al amor perdido se impone en el momento decisivo, frustrando una caída que parecía inexorable.
Castelli, E. (s/a) Velmiro Ayala Gauna Hombre y tierra del litoral, p. 16. Ediciones Colmegna. Santa Fe. Argentina
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