miércoles, 27 de diciembre de 2023

El pedido

La aldea dormita esa noche. y la estrella que guía a los Magos de Oriente se detiene sobre ella al ver que los tres sabios viajeros descienden de sus camellos y comienzan a alivianar sus juguetes de sus repletas alforjas. Largo rato de dican Gaspar, Melchor y Baltasar a su tan generosa como tradicional tarea de leer las breves misivas de los niños y colocar en sus zapatos los juguetes pedidos.
Afuera, allá en lo alto, la estrella aguarda la finalización del pródigo quehacer de los Magos para seguir iluminándoles el camino hacia lejanas poblaciones. Pero ve que los tres viajeros se han reunido al pie de la ventana de una humilde vivienda y parecen conversar animadamente. Desciende, pues, blandamente la estrella para escucharlos y queda suspendida a poca altura del tejado de la casa. Y oye que a Baltasar -mientras tiende una pequeña hoja de papel a sus pares en la legendaria aventura. dice con voz velada por el asombro:
-En su carta, el niño de esta casa nada pide para él, pero nos solicita algo extraño.
-Lee la misiva, hermano- le indica Melchor, el anciano de larga barba
-Dice así: "Señores Reyes Magos: no me dejen ningún juguete, ¿de qué me serviría si la tristeza avasalla la aldea, si la querellas no se dan tregua? ¿No podrían dejar un poco de amo en el poblado?"
-¡Sorprendente!- exclamó el joven y lampiño Gaspar.
-¡Increíble!- dijo Melchor
-¡Pobre niño!- suspiró Baltasar.
La estrella se estremeció, pero con dulce voz de madre les dijo a los tres viajeros
-Prosigamos que la noche no es eterna
-¿Y el niño que pide amor para su pueblo ?- preguntó Baltasar
-Tendrá lo que pide, pues Él lo ha escuchado. ¡Adelante, lo camellos están aguardando!
Los tres Magos de Oriente prosiguen su viaje, y esa noche de Reyes el niño de la casa humilde sonríe en sueños, como si alguien le hubiese dado de regalo la Esperanza.
La estrella tenía razón: El lo había escuchado
Publio Cordero

Revista Anteojito N°1555, pp.33
27 diciembre 1994
https://archive.org/details/RevistaAnteojito1555/page/n31/mode/2up

Revista Anteojito N°1925, pp.33
28 diciembre 2001
https://archive.org/details/RevistaAnteojito1925/page/n33/mode/2up

Los Reyes Magos después de Cristo


La historia ha querido conservar tan sólo la visita que los Magos hicieron aquel año cero, hace exactamente 1995 años, y poco o nada de lo que fue de sus vidas más tarde. Sin embargo, algunos escritores antiguos divulgaron noticias sobre el asunto. Una antiquísima tradición cristiana, por ejemplo, sostiene que los Reyes Magos fueron tiempo después evangelizados y convertidos por el apóstol Santo Tomás, uno de los doce reunidos por Jesús. Esto no suena tan ilógico si se piensa que Santo Tomás, una vez muerto Jesús y dispersados los apóstoles, se fue a predicar el Evangelio a los persas, pueblo oriental del que, según algunos, provenían los Reyes Magos. También hubo quienes dijeron que los Reyes Magos llegaron incluso a ser nombrados obispos y que murieron como mártires por su fe cristiana. Uno de los que sostuvieron esta tradición fue el historiador Lucio Dexter (siglo Il) en su “Chronica”, donde declara que el martirio de los Reyes Magos ocurrió en el año 70. Para la leyenda, los restos mortales de los Reyes Magos eran venerados en un lugar conocido de Palestina, de donde siglos después se trasladarían por disposición de Constantino el Grande (274- 337) a la ciudad de Constantinopla (antigua capital del Imperio Romano de Oriente). Más tarde sería Federico Barbarroja (1123-1190), emperador de Alemania, quien los trasladaría en 1164, esta vez a Colonia (Alemania) como regalo para el obispo de esa ciudad, quien les dedicaría lo que hoy es la catedral de Colonia.

¿SABÍAS...
...que la magnífica catedral de Colonia, aunque puesta su piedra fundamental en 1248, fue concluida en su forma actual recién en el siglo pasado? La agitación política de la ciudad impidió hasta entonces la conclusión de esta bellísima obra de arte, uno de los más grandes ejemplos del arte gótico. 











Revista Anteojito N°1555, pp.9
27 diciembre 1994
https://archive.org/details/RevistaAnteojito1555/page/n9/mode/2up

jueves, 21 de diciembre de 2023

El ceibo

Rojas, muy brillantes y bonitas, las flores del ceibo van asomando sus cinco pétalos entre noviembre y abril. Los picaflores las visitas para atrapar los insectos que suelen refugiarse en ellas.









Según la leyenda, en cada flor habita el alma de Anahí, una valerosa indiecita que no aceptó someterse al conquistador español y luchó para defender a su tribu. Cayó prisionera y fue condenada a morir en la hoguera.






Fue atada a un árbol carente de flores y cuando las llamas la alcanzaron comenzó a transformarse en una flor de color semejante al fuego. Desde entonces, rojísimas flores llenan cada año, las desnudas ramas del árbol.









Esta emotiva leyenda explica por qué la flor del ceibo fue siempre considerada por la gente como un símbolo de la pureza y la dulzura, así como de la rebeldía heroica y altiva.








Fue declarada “flor nacional” por decreto N° 138974 del 23 de diciembre de 1942, durante la presidencia del doctor Ramón S. Castillo. La flor del ceibo ganó la preferencia de una comisión presidida por el doctor Ricardo Helman sobre la flor del jacarandá y la pasionaria.




Revista Anteojito N°1708, pp.39
21 diciembre 1997
https://archive.org/details/RevistaAnteojito1708/page/n39/mode/1up

miércoles, 20 de diciembre de 2023

Calendario a la romana


Cayo Julio César (hacia 100 - 44 a. C.), el más glorioso de los emperadores romanos, acababa de volver de una intensa campaña militar en África cuando se interesó por el calendario vigente, entonces, en sus dominios. Era el año 46, y hacía unos 708 años que Roma había sido fundada. Desde entonces, se había usado un calendario consistente en un año de 10 meses de 31 y 30 días alternativamente, más algunos días suplementarios desordenadamente agregados. Esto aparejaba cierto desorden en la llegada de las estaciones. Por aquellos primitivos tiempos romanos, el año comenzaba en marzo, pero como cada vez lo hacía más tarde (en relación con el año solar), las estaciones llegaron a invertirse. De tal modo que las fiestas llamadas "otoñales” se festejaron en invierno y la adoración de la diosa Ceres, de los cereales, fue hecha en pleno invierno, cuando no era posible que creciera cultivo alguno. Al tanto de estas “irregularidades”, Julio César, quien venía de tomar contacto con civilizaciones de la talla de la egipcia, decidió modificar el calendario romano Con este fin hizo venir de Alejandría (Egipto) al astrónomo Sosígenes, reputado como uno de los mejores de su tiempo. Así nació la llamada “reforma juliana”, uno de los antecedentes de nuestro actual calendario, junto con los trabajos del persa Omar Khayyam (siglo XI). Sosígenes fue uno de los primeros en proponer el famoso “año bisiesto”, o día suplementario para intercalar cada 4 años. (Esta misma disposición fue propuesta por el mencionado Khayyam siglos después) Claro que la invención de Sosígenes trajo aparejado el año más largo de la historia: porque para implementar el sistema fue necesario que aquel año 46 a.C. tuviera ¡455 días!

¿SABÍAS...
…que también nuestros mayas implementaron el uso del año bisiesto? Sus adelantados astrónomos entendieron que era una solución para su calendario. El año bisiesto fue adoptado en nuestro actual calendario, medida que se debió al papa Gregorio XIII (1582).







Revista Anteojito N°1554, pp.9
20 diciembre 1994
https://archive.org/details/RevistaAnteojito1554/page/n9/mode/2up

martes, 19 de diciembre de 2023

El tiempo también tiene su historia

¿EN QUÉ AÑO ESTAMOS?
¿Sabías que nuestro calendario no es el mismo en todo el mundo? Mientras nosotros nos preparamos para recibir el año 1998, para los musulmanes es el año 1418 y para los judíos, el 5758. Es que las referencias cronológicas varían con las diferentes culturas. Y esto, a pesar de que en su origen todos los calendarios se basan en la observación de los fenómenos astronómicos fácilmente observables como es el movimiento de la Luna alrededor de la Tierra (fases lunares) y la traslación de nuestro planeta alrededor del Sol.

UN ANTIGUO CALENDARIO
Hace más de 6.000 años, los egipcios crearon uno de los más precisos calendarios de la Antigüedad. El calendario solar egipcio constaba de 365 días, divididos en 12 meses de 30 días, a los que se añadían otros 5 días consagrados a las celebraciones religiosas. Pero como el año solar no dura 365 días, sino exactamente 365 días 5 horas 48 minutos y 46 segundos, se producían algunos desfases.
Hay tres tipos básicos de calendarios: los lunares, los solares y los lunisolares (que combinan ambos sistemas).



LOS NOMBRES DE LOS MESES
El primitivo calendario romano estaba compuesto de 12 meses lunares, algunos de cuyos nombres se emplean todavía: Martius, Aprilis, Maius, lunius, Quintilis, Sextilis, September, October, November, December, lanuarus y Februarius. Pero como el año solar no coincidía con el lunar, cada tanto se añadían meses adicionales, lo cual resultaba bastante complicado.





AL CÉSAR LO QUE ES DEL CÉSAR
En la época que Julio César gobernaba Roma, el calendario se hallaba en completo desacuerdo con la realidad. Por eso, hacia el año 46 a. de C., le encomendó al astrónomo de Alejandría, Sosígenes, que realizara los cálculos necesarios para ajustar el almanaque. Así nació el calendario juliano, basado en el año egipcio.
En honor a Julio César se le dio el nombre de Iulius al mes Quintilis.

NACEN LOS AÑOS BISIESTOS
El calendario juliano partía del cálculo que el año duraba 365 días y 6 horas. Por eso había años "normales" de 365 días, pero -para compensar esas 6 horas- cada cuatro años se le agregaba un día a febrero. Este es el origen de los años bisiestos, que tienen 366 días.

SEPTIEMBRE YA NO ES EL SÉPTIMO
Fue también César quien dispuso que el año comenzara el 1º de enero y no en marzo. Pero como les conservó el nombre a los meses, se produjeron ciertas discordancias: por ejemplo, september (septiembre) ya no era el mes séptimo -como lo indicaría su nombre- sino el noveno. Poco después, el Senado romano también cambió el nombre del mes Sextilis por el de Augustus.



¿ONCE INUTOS NO ES NADA?
Pero el calendario juliano tampoco resultaba preciso, ya que la Tierra tarda 365 días 5 horas 48 minutos y 46 segundos en recorrer su órbita alrededor del Sol. Por lo tanto, el calendario juliano era 11 minutos y 14 segundos más largo que el verdadero año solar. Unos once minutos parecen ser insignificantes, pero, a medida que pasaron los años, este error representó horas y, más tarde, días.

EL CALENDARIO GREGORIANO
Así llegamos al siglo XVI. En 1582, ese pequeño desajuste ya significaba una diferencia de10 días. Por eso, el papa Gregorio XIII mandó a hacer otra reforma. Para empezar, se borraron de un plumazo los diez días que sobraban y, así, el día siguiente al viernes 4 de octubre fue viernes 15 de octubre.
Por la reforma gregoriana el año 1582 apenas tuvo 355 días.

PARA PREVER FUTURAS COMPLICACIONES
Pero, además, para evitar que este problema volviera a surgir en el futuro, se decidió suprimir tres días cada 400 años. De este modo, para el calendario gregoriano, los años seculares (los que terminan en dos ceros) sólo se consideran bisiestos si son divisibles por 400. Esto significa que el año 2000 será bisiesto, aunque el 1900 no lo fue ni tampoco lo será el 2100. Todo bien calculado, ¿no?

¿ANTES O DESPUÉS DE CRISTO?
El sistema de numerar los años a partir del nacimiento de Cristo se debe a Dionisio el Exiguo, en el siglo VI.
El sistema cronológico más empleado toma como base el año del nacimiento de Jesucristo. Las fechas anteriores llevan la indicación a. de J. C. o a. de C. (antes de Cristo); las posteriores, d. de J. C. o d. de C. (después de Cristo). Hacia el año 527, el monje Dionisio el Exiguo estableció arbitrariamente la fecha de nacimiento del Salvador. Estudios posteriores demuestran que se equivocó en sus cálculos, pues la Natividad ocurrió probablemente hacia el año 4 antes de Cristo.

PERO NADA ES TAN EXACTO
¿Sabías que el calendario gregoriano -que es por el cual nos regimos actualmente- tampoco es totalmente exacto? Acumula aproximadamente un error de un día cada 3.000 años. Por eso, es probable que hacia el año 5000 se tenga que suprimir otro día. Pero para eso falta mucho, ¿no te parece?

Revista Anteojito N°1712, pp.8-9
19 diciembre 1997
https://archive.org/details/RevistaAnteojito1712/page/n6/mode/1up

jueves, 14 de septiembre de 2023

La tristeza

La tristeza es un dulce de algo
que se pudre en la heladera.
Es un barco vacío,
un trolebús por dentro,
La tristeza no paga lo que debe,
negocia a espaldas nuestras
todos nuestros derechos.
Yo escribo este poema a la tristeza
a reglamento.

Eduardo D´Anna
El Lagrimal Trifurca N°12, Junio 1975
p.16

 

Guacho

Ni papá ni mamá; apenas si tuvo hermanos que éramos todos nosotros 
y el pueblo, que es como decir no importa, corazón, ya hemos triunfado.
También su abuela que no sólo le confió todas las tácticas del guiso
sino además un secreto de esos que siempre es bueno revelar:
hace años, una tarde en que Buenos Aires se cubrió de polvo,
ella descubrió que, para lavar los platos, no hay como las cenizas de un volcán.
Por eso, cocinar para el Guacho era estar siempre en familia
y si los platos se apilaban sucios como los días
era porque lavarlos definitivamente reclamaba otro gran estallido.
Sus ojos, por lo tanto, siempre brillaban como un anticipo de ese fuego:
Buenos Aires volvería a cubrirse de polvo en cualquier tarde
y no quedaría plato sobre plato, ni piedra sobre piedra, ni yanqui sobre Vietnam,
                ni bloqueo sobre Fidel, ni patrón sobre explotado,
sí, en cambio, la abuela para descubrir nuevas tácticas,
sí, en cambio, esa tarde de Reyes en que miraste el cielo y todo empezaba a arder
y tu último cigarrillo pitó al aire las primeras señales de humo.

Alberto Szpunberg
El Lagrimal Trifurca N°12, Junio 1975
p.35

martes, 12 de septiembre de 2023

Chamamé


De su infancia apenas recordaba, y con renovada angustia, aquella vez que siguiendo la costa del zanjón haciendo nadar a su caballito de capipoti llegó a perderse y pasó una noche de frio y lluvia entre unas pajas bravas, rodeado de bichos del campo a quienes también había sorprendido el temporal. Eso le ocurrió en el Verde, una isleta dentro de la isla, en la costa de Santa Fe, Paraná por medio frente mismo al Colorado, un poquito al sur de Santa Elena.
Tendría seis años cuando se le murió la madre. Murió de repente y él estuvo casi medio día tratando de hacerla revivir. Estaban solos desde hacia un tiempo y la madre solía lavar en la costa del mismo zanjón donde él jugaba. Esa mañana salió con el atado de ropa y él la siguió. A media mañana ella se enderezó, con la cara muy pálida y dejando la ropa amontonada sobre las pajas comenzó a subir por la senda hacia los ranchos. Lo llamó con la voz temblorosa y él sintió miedo, de pronto. Corrió hasta prenderse de su pollera. Ella suspiraba, se quejaba y con la voz demudada sólo atinaba a decir… hijito… Trató de remover el fogón y de poner una pava al fuego, pero concluyó por tirarse en el catre de donde no se movió más. El sintió hambre. Lloró un rato y trató de despertarla. Recién al anochecer llegó doña Prima.
En el velario lo vió a su padre, que hacía años se había ido a la otra costa y trabajaba en el Saladero, de matarife. Lucia un pañuelo negro, de seda y un saco de lustrina. Estaba muy serio y cuando las vecinas arrimaron al chico al cajón para que besara por última vez a su madre, que estaba con la cara tapada con un tul, él le puso la mano en la cabeza y le preguntó que cómo se llamaba. Pedro Cisterna, dijo él, como le habían enseñado, dando el apellido de la madre. Su padre se llamaba Pedro Martinez.
Nunca más lo volvió a ver.
Estando una vez en el Colorado, para unas carreras grandes, alguien le preguntó si él era hijo de Pedro Martinez.
-Creo que si, contestó sin turbarse.
Para ese tiempo tendría unos diez y ocho años y estaba de peón en la Isla de Dixon, del otro lado, pasando el rio, a pocas leguas del San Juan, donde había nacido.
-A su padre lo han muerto los otros días en el Saladero. Lo mataron peleando...
El recordó el velorio aquel, el tul sobre la cara de la madre y el pañuelo negro, de seda, del hombre.
Durante un tiempo usó golilla negra, también, y trató de imaginarse al hombre en el cajón, muerto, rodeado de amigos, gente criolla, isleros, peones de campo como él. No sentia dolor sino más bien como un vacio; una impresión de soledad, de abandono. Nadie le podria pedir cuentas. Era un hombre libre, dueño por completo de su vida, único responsable de sus actos. No tenia hermanos ni familia conocida. Criado sin cariño por vecinos, primero, y peonando desde chico, su familia verdadera era don Crisanto Dominguez, con el cual aprendió a domar, a manejar el lazo y las boleadoras y a tocar una polquita en la acordeón de dos hileras, que vaya a saber cómo el viejo habla aprendido a manejar…
Lo supo muchos años después, una tarde en que don Crisanto, sorprendido por una tormenta saliendo del Correntoso en canoa, rumbo a Santa Elena, debió buscar abrigo con su ayudante en una de los bocas del Berón.
Mientras tomaban mate, guarecidos debajo de un ingá, le dijo casi de repente...
-Lástima que no trujimos la cordiona...
-Ajā.
-Hace tantos años que anda conmigo, que cuando me encuentro medio solo y desamparau como ahora, la extraño. También. Fijáte. Siendo muchacho andaba de boyero con una tropa de carros que fletaba carbón de Feliciano a La Paz, y alli me supo enseñar a tocarla un correntino que se llamaba Reducindo Sosa.
"Yo sabia venir en el pértigo delantero y la cordiona me acompañaba el tranco de los bueyes. Hasta un valse aprendimos a tocar de oido... el vals Sobre las olas...
Pedro, que ya sabia arrancar unos acordes al instrumento del viejo, que lo tenían que calafatear con jabón amarillo porque se le despegaban los bajos, le pidió que le enseñara a tocarlo. El compás parecia que lo llevaban ellos consigo, y la música siempre se acomodaba a los ritmos del baile.
Pero fue recién en las afueras de Esquina, cuando vivió un tiempo en una de las estancias de los Martinez Rolón, donde Pedro aprendió el compás del chamamé, que todavía no estaba de moda, pero que se tocaba en todos los ranchos de Corrientes y en la parte norte de Entre Rios, donde era más popular que la chamarrita.
En 1930 Pedro pasó a Santa Fe cuidando los caballos de un circo criollo que encontrándose en Helvecia con un chancho amaestrado, el crédito del espectáculo, fundidos se lo tuvieron que comer. Se desparramaron los volanti- nes y Pedro se quedó con don Félix, el jefe de policia, al cual a poco lo sacó la intervención que mandó el general Uriburu. En la jefatura Pedro estuvo al cuidado de los caballos y de noche, en la cocina, donde los milicos de guardia ponían algún pedazo de carne al fuego, y los rondines entraban para entonarse con unos mates y un bocado, él se entretenía componiendo chamamés, valsecitos de serenata y polcas paraguayas.
La radio le ayudó a conocer músicas nuevas, pero el acordeón no le daba para más. En los chamamés era bravo y no había baile en las orillas donde no le invitaran a tocar. Solían formar un conjunto con un arpista y el ciego Escocio que tocaba la guitarra.
Cuando vino la intervención y lo sacaron a don Félix, rumbió para San Javier con el que había sabido ser el sargento Camargo, Camargo estableció un bolichito, un botiquín, como él decía y Pedro le ayudaba en todo lo que hacía falta y de noche hacía sonar el fuelle con gran contento de los paisanos y los indios que allí armaban sus tertulias de vino y caña. Solía correr la plata en el tiempo de las nutrias o las plumas y aprovechó bien Camargo el alza del cuero de yacaré, que por allí había una barbaridá, pues los cazadores iban dejando en el boliche los pesitos que les entregaban los acopiadores.
Casi al terminar el invierno llegaron los rosarinos, tres hermanos muy corsarios para la nutria. Venían con varios miles de pesos en el cinto y con sed. Hicieron un desparramo en el boliche. Comieron conservas, tomaron vino, se quedaron a dormir y no pararon en una semana de darse buena vida. De noche lo hacían tocar a Pedro y cuando dieron por concluida la farra, a la que solian venir algunas mujeres al olor de la plata, lo convidaron al muchacho a que se fuese con ellos para el Rosario.
Pedro tenia veinte años. Le faltaba poco para la conscripción y ya se estaba aburriendo del pueblo. Se fue con ellos, que le hablaban de que él tenía buen oido y habilida y de que tenía que abrirse camino entre la gente, que habia mucha y aficionada a la música criolla en el Rosario.
Los hombres vivían en las afueras de la ciudad, cerca de la quema de la basura. Se había formado un rancherio donde hervían los chicos y los perros flacos. Casuchas de barro y lata, hombres amarillos, sucios y peleadores. Había unos terrenos baldios y entre el basural el contratista criaba chanchos.
A Pedro no le gustó la vida en la quema. Él se había criado en la pobreza, pero en espacios abiertos, sin promiscuidad, allí, con ser que le habían acomodado un galponcito, no se sentía a gusto. Los primeros días lo pasaron más o menos divertidos porque los rosarinos, con plata, no paraban de festejar la vuelta. Pero así y todo él se sentía un extraño allí.
La gente lo trataba de correntino, y el, que era más entrerriano que santafesino pero más que nada islero, aunque hablase algo el guarani mezclado que aprendió en Esquina y se habla en el Feliciano, trataba de sentirse correntino y solo lo conseguía tocando el chamamé o cantando, con su voz todavía insegura, alguna letra mechada de cristiano y guarani.
No le gustaba, tampoco, el modo de los rosarinos, chocantes y compadrones, bochincheros pero poco resueltos cuando se presentaba el caso.
De poco hablar, no hacia amigos en el andurrial ese. Con el primero con el que comenzó a entenderse, sin muchas palabras, fue con un agente del escuadrón, que vivía saliendo de la quema hacia la ciudad. El escuadrón era correntino de Goya, y le gustaba la música. Él lo llevó a una pista de Alberdi y más tarde, con otros compañeros, le hicieron rueda para escucharle Fierro punta y Nderecoi la culpa, que él tocaba con mucho sentimiento. Así saltó de la quema al Fortin Luján, donde le hicieron un lugar en un galpón de aperos unos señores aficionados a los bailes populares, y que se reunían los sábados y domingos a bailar zambas, carnavalitos y pericones.
El no conocía esas músicas ni esos bailes, pero le gustaron. Y cuando le pidieron que tocara algo en su acordeón, les hizo oir El carau, tocado al modo correntino. Pronto un guitarrista aprendió a acompañarlo con el rasguido doble. Quedó incorporado al grupo y allí conoció a mucha gente influyente y de buena posición económica. Mejoró su ropa a tono con los gustos e ideas de los señores y señoras. Nunca había usado esas prendas pero se sintió a gusto con ellas. Las botas, rastra, corralera, bombachas a la orientala y golilla eran lindo de llevar en las casas. Abrigadas y sueltas, él se sentía a gusto con su acordeón en las rodillas rodeado de gente curiosa y entusiasta. Claro que para andar por los zanjones a caballo con esas pilchas no seria fácil, ni él nunca había visto a nadie en sus pagos vestido de esa manera, pero todos lo festejaban como criollo lindo, como gaucho de pinta, como auténtico gente del país.
Acentuó más su pronunciación, exagerando la tonada guarani. Así se hacia digno de todos esos agasajos y no defraudaba la curiosidad.
Llegó de este modo al fin del año y en enero se incorporó al servicio mi- litar. El coronel, jefe del regimiento, era socio del Fortin, de modo que lo hizo sacar de asistente y así pasó la gran vida. En todas las fiestas tocaba, hizo re- lación con algunos cabos y sargentos aficionados a la música criolla y se sintió tan a gusto y seguro en ese ambiente que hasta les cantaba El recluta de Millán Medina sin que nadie se molestase. Ese poco de atrevimiento seguridad le hacia falta, de modo que del servicio salió hecho lo que se dice un hombre.
Los rosarinos lo invitaron para volver en el otoño a las islas de San Javier, a nutriar juntos. Pero él prefirió entrar en un conjunto correntino que tenia contrato para actuar en Bahía Blanca y Rio Negro, en el tiempo de la fruta. Empezó como segundo acordeonista y pronto aprendió a mantener el compás y a ordenar los programas, en el cual llevaban como caballitos de batalla, El recluta, Nderecoi la culpa, La cahú, Agriana, El rancho de la Cambicha y Paranacito...
Además, Pedro les hizo repetir chamamés anónimos con las variaciones que le había enseñado en falsete don Crisanto, y los acompañamientos en rasguido doble del ciego Escocio. El conjunto adquirió así un compás típicamente popular, un ritmo que la música escrita no alcanzaba a indicar, y que solamente quienes habian aprendido a tocar de oido podían imprimir al chamamé.
Nunca habían oido en General Roca, Villa Regina o Bahía Blanca música de tanto sabor correntino. Pedro hacia la presentación con la tonada acentuada y hablaba del Taragül y de Berón de Estrada, con ganas, a veces, de nombrar el Berón santafesino, o las barrancas del Colorado.
Les sabía decir en broma a sus compañeros, por estos años, que él resultaba más correntino que ellos, pero seguia tratando, a través de las lecturas del Ivoty de aprender los nombres tradicionales, los lugares comunes del romancero guarani.
En 1950 Pedro Cisterna tenia 45 años de edad y habia alcanzado una gran habilidad en el acordeón. No sabia una nota de música, pero tenía muy buen oido y los conjuntos que formaba podían repetir todas las novedades en el género que nunca dejó de cultivar. El llevaba el canto con su acordeón, ahora un buen instrumento, de voces afinadas, y a veces cantaba el estribillo o reci- taba las prosas.
Nunca más volvió a San Javier ni al Feliciano, ni se interesó por conocer noticias de esos pagos viejos. Insensiblemente se habia ido refinando. Bien afeitado, limpio, con buenas ropas en el escenario y también cuando vestía de civil, un poco huraño y de pocas juntas, muchas veces deseó cambiar de vida, sentar cabeza, casarse y quedarse quieto en algún lugar de esos que recorria incansablemente, sometido a un itinerario que ya se había convertido en rutina sin interés, salvo el beneficio económico. De eso vivia y de los derechos de autor por algunos discos que había podido grabar. Habia vinculado su nombre a una media docena de chamamés de su invención, que hizo escribir por otros. Pero no estaba conforme con su oficio.
No recordaba cuándo empezó a sentir ese descontento, pero la verdad es que solía sentir rabia cuando la gente se reía de los episodios que narraba la letra del chamamé que ellos cantaban. Algunas letras le resultaban particular- mente odiosas, pero eran las que con más insistencia les pedía el público que celebraba precisamente lo más chocante para sus sentimientos.
El solía sentirse humillado, porque advertía que también se reían de él, que en cierto modo representaba el pobre mundo de la Cambicha, del recluta semianalfabeto, del paisano sinvergüenza que esperaba casarse para vivir a costilla del suegro o de la tía, engordando en un rancho, burlando a sus mismos parientes.
En ningún chamamé se exaltaban los sentimientos verdaderos de la gente de su clase, de su tierra. Hubiese querido alguna vez referir la vida de don Crisanto, la de su mismo padre, callado y guapo y sólo se sentía aludido por su propia voz como guacho, como entenado, como el hazmerreir de los ricos. Entonces se proponía ejecutar solamente música, sin letra, sin confesión desdorosa ni paisaje falso, pero la gente le pedía que se burlase de la muchacha que pasaba de mano en mano como mate de puestero... y así obligado contribuía a crear un mundo tan falso como sus mismas bombachas y su rastra o sus botas, al compás de una música dolorosa, desgarrante, primitiva, con el falsete del llanto que la gente recibía con risas y loca halgazara o que bailaba con exageración burlesca, zapateando como monos, sin esa dignidad cansada de la buena gente de los ranchos del Guayquiraró.


-Mirá, chamigo, cómo salta el manate aquel... -Parecido al zorrino en el trote...
-Pero compadre el infeli...
Estaba el conjunto tocando en una pista. Entre la gente criolla, que seguia atentamente el compás de los bailes, muchos puebleros y hasta algunos extranjeros exageraban visiblemente su entusiasmo vernáculo.
Ellos siempre tocaban con interés; sentían y querían esa música que les traía innumerables recuerdos y a su mismo compás iban acunando sus sueños. Pedro, en especial, ejecutaba con cierto dramatismo, cerrando los ojos y mar- cando con la cabeza el ritmo de las variaciones.
Mucha gente, que venía de diversos lugares, asistía a esas kermeses. En algunos quioscos se jugaba en forma disimulada. La juventud rodeaba la pista y en el escenario se alternaban tres conjuntos. Uno de jazz, otro de tangos que se decía típica y ellos, que por entonces se llamaban "Los troperos del Iguazú".
Ejecutaban chamamés, polcas y chacareras. La gente festejaba los estribillos y las conversaciones con que se animaban los chamamés, y ellos, en cierta medida, se enardecían, exagerando la malicia o la intención.
Un grupo de gente bien vestida, evidentemente les estaba tomando para la chacota...
-El recluta... añambegui... -pedían a gritos.
Pedro afectaba no oírlos, aunque sintiese el insulto que los jóvenes de seguro ignoraban cómeter.
-La Cambicha, chamigo -gritaban otros y no faltaba quien les pidiese la Marcha de San Lorenzo.
Cuando bailaban exageraban sus movimientos, zapateaban, inventaban quebradas al compás dormilón de la música, o festejaban a sus compañeras con los pañuelos, como si bailasen una zamba.
A ellos les causaba pena, realmente, esta falta de consideración, este des- conocimiento desdeñoso y agresivo de los jóvenes decentes, y en cierta medida se sentían disminuidos.
Qué distinto era todo en el suburbio, cuando ellos tocaban para las sociedades vecinales donde concurrian obreros, soldados del escuadrón, peonada, gringos trabajadores, que sin entender mucho parecian sentir también esa voz de la tierra que ellos arrancaban a quejidos de los acordeones.
En estos amblentes, en cambio, ellos quedaban muy por debajo de la jazz y de la tipica. Parecían agregados, intrusos.
Pedro Cisterna tenia cierto renombre entre la gente de las provincias del litoral, sirvientas y obreros y obreras de las fábricas de Rosario al norte. En las mismas colonias su música encontraba un eco simpático, aunque los gringos bailasen el chamamé como si fuese una tarantela, y en las radios de Rosario, Santa Fe, Corrientes y Paraná siempre le hacían un lugar a media tarde o a la mañana. Sin salirse de ese ambiente propio tenía todavía unos años para acomodarse, aunque entretanto tuviese que ir tragando amarguras y un trato no siempre correcto o amable.
Primero renunció a las pilchas vistosas y se vistió como la gente común. Todos ellos abandonaron golillas y corraleras y botas. Después empezó a bus- car quien le escribiese letras como él quería para cantar.
La gente de letras, los escritores, los poetas conocidos parecieron no en- tender lo que él pretendía.
-¿Cómo...? ¿Hacer letras, versos, para chamamés?
Lo miraron extrañados. ¿Qué tenían ellos que ver con el chamamé? Ellos eran escritores cultos, y de estos bailes poco entendían. Ni siquiera una letra de valse se atreverían a escribir.
En cuanto a los conocidos, aficionados a estas cosas, por más sensibles que fuesen no tenian capacidad para escribir esta clase de compuestos.
No faltaron, sin embargo, algunos comedidos, bien intencionados, como ese amigo a quien conocían como el poeta gaucho. Romero, qué aspiraciones tenia. Le hizo una milonga, pero no era la milonga su especialidad. El deseaba un chamamé, sentido, que hiciera pensar en la triste vida de sus paisanos. La milonga de Romero estaba dedicada a un domador. "Guadalupe y Santa Fe / te tendrán eternamente entre los gauchos valientes / que se pasiaron ayer. / Rincón supo tu valer, / Puente Leyes, Santa Rosa, y en nuestra provincia honrosa, cuando tu nombre se cuadre, se halle entulada una madre, / melancólica y llorosa...".
Si. Era un hombre criollo ese mono Diaz y valia la pena hablar asi de él, de ese buen hombre de trabajo, un domador. Pero él buscaba otra cosa. Parecía, sin embargo, dificil, y dentro de su ignorancia empezó a pensar si no estaria pretendiendo una locura.
¿Acaso las letras de los tangos no eran, también, denigrantes en su mayoria, pesimistas, desfallecientes...? Pero, esas letras, esos versos que ellos cantaban, ¿de dónde salian? ¿Quién los habría compuesto? Algunos tenían un nombre al pie de la letra, pero lo mismo, ¿por qué habrían escrito para su propio escarnio, para vergüenza de ellos mismos, los humildes músicos populares que los ejecutaban y de quienes los cantaban, ahora que estaba de moda el canto con la música?
Al parecer nadie se preocupaba de esto, nadie se condolia hasta escribir unos versos que los rodeara de estimación y de respeto, que se pudieran cantar con el alma y sin bochorno.
Cuántas noches pasó en vela tratando de hallar una respuesta a su preocupación. Años, podría decirse, hasta esa noche en que encontró en un boliche del mercado al grupo de intelectuales que después de escuchar los números de varietés, se quedaron a tomar unas copas con los artistas.
El quedó medio atrás, frente a su copa de caña, escuchando atentamente. Ellos seguían una discusión sobre la música popular, y un rubio, acalorado, decía cosas que Pedro había pensado muchas veces.
-Si los músicos capaces, los que saben, no escriben música para el pueblo, ¿quién la va a escribir, entonces... los analfabetos musicales...? ¿Para quién escriben música nuestros concertistas...? Claro que ellos no piensan en los grandes públicos, y menos en nuestro pueblo, en su sentido musical, en su gusto... Entre nosotros cuando un músico culto trata un tema popular nadie lo reconoce, después, como motivo popular... ¿Dónde deja el ritmo, la melodía de la vidalita, del estilo pampeano, de la zamba? Esos tristes o estilos ¿qué tienen que ver con el triste de nuestros campos, de nuestras llanuras...? En el recuerdo de la gente campesina esta música esterilizada resbala, luego, sin dejar memoria, más ajena que la buena música europea, generalmente inspirada en las músicas populares europeas... Es una paradoja, pero cuando una cantante de conservatorio empieza con sus gorgoritos a cantar una canción. nacional, nosotros no la sentimos como nuestra, ni siquiera nos gusta como una buena canción española o italiana. De yapa, hasta para cantar nuestras vidalitas vocalizan en italiano o alemán. De tal modo, cuando existe un tema musical se lo vierte en idioma musical europeo de conservatorio italiano, francés o aleman. Y entonces vemos que la gente trata de comprender y gustar la música del altiplano, la única música folklórica que conoce, y nosotros, los hombres del litoral, los hombres de las llanuras, ¿cómo vamos a sentir como nuestra esa música boliviana? Este es uno de los males del folklore cuando se cultiva como una reacción y no como una necesidad orgánica, natural y cultural...
Lo mismo, pensaba Pedro, había que decir de las letras. ¿Por qué las escribian así? ¿Quiénes las escribían y con qué fin? Los que conocían profundamente la psicologia popular apenas si sabian escribir, y los que sabían hacer versos y tenían capacidad para encontrar consonantes o imágenes no conocían la realidad del pueblo, y cuando crelan conocerla vertian esa alma o intentaban traducirla con palabras, imágenes y giros que correspondían a otros intereses sociales, a otras clases, con otros modos de sentir. El pueblo no se reconocía cuando se asomaba a esas reproducciones que se le ofrecían como sus propias imágenes. No se veía en esas caricaturas o no entendia las palabras con que trataban de explicárselas. Entonces era igual repetir cualquier cosa, una incongruencia, una confesión vergonzante cualquiera. Total, no se trataba de ellos. No era más que un baile o un canto.
Y asi se desvinculaba el arte, la música, el canto, de la vida de cada uno. La canción no servía más que para bailar y para hacer ruido o para ganar unos pesos, aunque él cada vez que cerraba los ojos y estiraba su fuelle sintiese como un frio en el espinazo, y a poco viese en su cerebro nitidas imágenes, y como emergiendo de una neblina ese ancho piélago de las islas, los verdes y amarillos de los pajonales, la cintura de los altos árboles, el ranchito materno y él mismo, criatura chica, jugando en la costa del arroyo.
El era un triste músico, que ni siquiera sabía escribir una nota, pero oía cómo se levantaba en su alma una sinfonia que no era alegre ni triste, que era más bien como una marcha, a ratos animada, a ratos lenta, pero llena de melódica ternura; vidas y muertes, pastos y arenales, montes y ríos, cantos de pájaros, ruido del viento, ecos que se alejaban hasta el horizonte y volvían, como un himno que exaltase la vida plena, alegre y triste, y el amor, y la muerte.


Luis Gudiño Kramer
El Lagrimal Trifurca N°13, Diciembre 1975
pp. 3-9

viernes, 21 de abril de 2023

Los dos cazadores


Eran hermanos los dos muchachos campesinos de esta historia. Uno se llamaba Juan, y el otro, Pedro.
No se parecían en nada —como suele suceder entre hermanos—; no se parecían ni por fuera ni por dentro. Los igualaba, eso sí, una cosa: el amor a los pájaros. Pero aun en este cariño, como veremos, eran diferentes.
Un día, Juan cazó la calandria que todas las mañanas y todas las tardes venía a cantar, posándose en una de las ramas del timbó, el hermoso árbol que daba sombra a la casa. La encerró en una jaula rústica, construida con palitos, y se dispuso a deleitarse con su canto. Pero pasaron las horas y pasaron los días, sin que el pájaro le hiciera oír su canto dulce y salvaje a la vez.
Por eso Juan estaba triste y de mal humor.
Le preguntó a su hermano Pedro:
—¿Por qué no cantará mi calandria?
—Porque está encerrada —contestó el hermano—; si estuviera suelta como antes, cantaría. Suéltala y verás.
—Sí, pero si la suelto no la tengo; si la suelto no es más mía —respondió Juan.
Pasaron varios días.
Pedro es feliz. Juan era desgraciado.
Pedro se iba al bosque cercano a oír cantar los pájaros. Juan se quedaba en la casa esperando oír cantar su calandria.
Interrogó otra vez a su hermano:
—¿Cuándo cantará?
—Ya te lo dije: cuando la sueltes.
—Pero, ¿tú qué prefieres, el pájaro o el canto? —interrogó ahora Pedro.
Juan se quedó pensando. Al rato dijo.
—¿Cómo haces tú para estar contento?
Y respondió Pedro:
—Conformándome con ser cazador de cantos, en vez de cazador de pájaros... Yo voy al bosque y oigo cantar a todos los pájaros, y todos son como míos, porque son míos sus cantos, que cazo con los oídos.
Luego de un silencio, agregó con cierto tono sentencioso:
—Es lindo ser cazador de cantos, y es cruel ser cazador de pájaros.
—Vaya una zoncera —dijo Juan, y se fue a esperar que su calandria cantara.
La encontró triste, con las plumas encrespadas, como si tuviera frío.
—Se te va a morir —le advirtió Pedro.
—Es verdad. Antes que se me muera la suelto —arguyó Juan, y la soltó.
Al día siguiente tuvo un bello despertar. Mejor dicho: el pájaro lo despertó con su canto.
—¡Pedro, Pedro! —gritó sacudiendo a su hermano que dormía en una camita a su lado —Oye la calandria, canta, canta para mí.
Y diciendo esto se vistió rápidamente, como para tomar posesión de lo suyo. Salió al patio y vió al ave parada en la ramita de siempre, cantando. Le pareció que la calandria lo miraba agradecida. Le pareció que nunca había cantado tan fuerte y tan bello. ¡Le pareció que solo cantaba para él!

Fernán Silva Valdes
En Arturo Capdevilla y Julián García Velloso “Florecimiento” 
Libro de lectura para cuarto grado. Ed. Kapelusz. Bs As. 1949 pp.103-106

martes, 18 de abril de 2023

Los carozos

Los juegos de niños tienen
su época favorita:
la cometa en primavera;
en otoño, las bolitas;
los trompos en el invierno;
y en los meses de verano,
cuando se alargan los días
con carozos de damasco
se juega a “la payanita”.

¡A la payanita juego
con carozos de damasco;
al aire libre y al sol
vamos a jugar, muchachos,
que tengo los dos bolsillos
llenos de ruido y verano!

Recojo cinco carozos,
luego los lanzo hacia arriba
y los recibo en el dorso
de mi mano morenita.

¡Barajé! Uno, dos, tres
los demás fueron al suelo;
uno a uno los recojo;
hay que tener vista y dedos.
Mientras uno lanzo arriba,
tomo rápido el del suelo,
y con éste ya en la mano
recibo el que va cayendo.

Ya están todos en mi mano;
ahora viene lo bueno:
con el índice y pulgar
hago un “puente” bien abierto.

Mientras echo uno al aire
van pasando uno tras otro
por el puente de mi izquierda
todos, todos los carozos...


Fernan Silva Valdes

En Arturo Capdevilla y Julián García Velloso “Florecimiento” 
Libro de lectura para cuarto grado. Ed. Kapelusz. Bs As. 1949 pp.25-26

sábado, 15 de abril de 2023

El niño robado

I
El pesquisante, en la sala de guardia, informó al comisario:
—Traigo esta mujer; su captura está recomendad por secuestro de un niño en brazos. La descubrí en el parque Alberdi. Miraba de modo sospechoso a los menores que chacoteaban en la pista de arena. La observé y, gracias a mi retentiva, descubrí que su filiación concordaba con la de una orden del día de la Jefatura. Me la arrimé con aire distraído, tirándomelas de hombre tierno y aficionado a las criaturas, y le preparé un hábil interrogatorio. No desconfió; inocentemente mordió el cebo y dijo lo bastante para hacerme comprender que era la persona buscada. La detuve, no opuso resistencia y ni siquiera manifestó contrariedad. Pertenece a la clase de las delincuentes novatas y dóciles.
El comisario, sujeto achinado, obeso, de cuello corto, que no cesaba de enjugarse la cara con el pañuelo, preguntó a la detenida:
—¿Es cierto lo que cuenta el empleado?
La interpelada, de aspecto demacrado y ropas raídas, trazó un signo afirmativo con la cabeza.
El comisario felicitó al subalterno por su perspicacia, diligencia y demás excelentes dotes detectivescas, y dispuso en seguido la formación del sumario preventivo.
Un meritorio, afamado por la destreza de pluma y la falta de aseo, afiló su lápiz y preparó los papeles para tomar apuntes de la deposición y labrar después las actuaciones.
El comisario aconsejó a la acusada:
—Diga usted la verdad, toda la verdad; le conviene. Mentir en estas circunstancias es muy peligroso. Hable claramente, sin enredos y dentro de la cuestión. Es perjudicial andarse por las ramas. Y sepa que ni sus cómplices ni nadie la sacarán del apuro. Declare sin miedo; no la vamos a comer.
La muchacha ocupó una silla, frente al comisario, que reclinaba el busto sobre la mesa. A su vera el meritorio, listos sus adminículos de pinche de oficina, sacudió violentamente un dedo dentro del oído, preparándose para escuchar.
El comisario indicó:
—Diga su nombre y antecedentes y a continuación haga el relato de los hechos.
La detenida permaneció unos instantes callada y con los ojos puestos en el retrato del gobernador, que entre cuatro varillas sonreía desde el centro de la pared. No se sabía si solicitaba al mandatario clemencia o inspiración.
Impaciente, ordenó el comisario:
—Arranque, pues.
Y con voz monótona, firme y pausada, arrancó:


II
Me llamo Marcela Moño, argentina, soltera nacida en octubre del 16, maestra de corte y confección y sin domicilio fijo.
Hasta hace dos años vivía yo en Santa Rosa de Calchines, con una tía mía, Dolores Moño, de mucha edad y viuda pensionada de maestro jubilado.
Mi tía murió y, aunque quedé sola, no quedé desamparada. Recibí en herencia una cantidad de dinero, no muy grande, pero que me aseguraba para largo tiempo un pasar decoroso.
La vida ociosa nunca me ha seducido y como en Santa Rosa no tenía yo ninguna ocupación ni lazos que me ataran al suelo, decidí venir a Santa Fe. Con mi diploma de una academia particular de corte y confección y una carta de recomendación del juez de paz para el director general de escuelas, emprendí el viaje llena de ilusiones. Creía fácil obtener un empleo en el ramo de mi especialidad.
Subí y bajé infinitas veces las empinadas escaleras del Consejo de Educación. Horas tras horas permanecí en la sala de espera, con otras postulantes como yo, cuyas caras reflejaban a menudo ansiedad y sufrimiento. Me recibía después un señor calvo, de antojos, con aire de cansancio, que mecánicamente sonreía y mecánicamente pronunciaba palabras amables y consoladoras. En resumen, no había vacante. Y anotaba mi nombre en unas inacabables listas que, sin duda, se destinarían al canasto.
Me harté de ir en balde al Consejo. Bien pudo decirme este señor, desde el principio, que no había ninguna probabilidad favorable para mis aspiraciones. No se lo reprocho, sin embargo, porque siempre es duro matar de golpe las esperanzas, y además las franquezas desagradables poco se agradecen. Al último, creo que más piedad me inspiraba ese pobre señor que la que yo debía inspirarle a él; piedad porque no podía hacer felices a las desdichadas que desfilaban incesantemente por su despacho, muchas en un verdadero estado de desesperación. Pero la culpa de ese dolor recae sobre las academias y las escuelas normales, por lanzar al mundo y al desengaño a una turba de muchachas que suponen ingenuamente haber conquistado una llave mágica para abrir las puertas del bienestar. Y el soñado nombramiento no se extiende nunca.
(Con estas divagaciones me aparto de mi asunto. ¡Perdón!)
Me instalé en un modesto hotel de las inmediaciones del ferrocarril de los franceses. Sin amistades u sin descubrir motivos de distracción, me aburría tanto como podía aburrirme en Santa Rosa. Y consideraba la idea de regresar a mi pueblo, cuando un acontecimiento sobresaliente vino a transformar mi vida.
Era huésped del hotel un joven uruguayo, de buen semblante y buena planta, que iba y venía con una valijita de mano. Se ocupaba de comisiones. Se me acercó gentilmente, y yo muy dichosa de que se me acercara. Hicimos relación. Conversaba mucho, con despejo y lucidez, y toda su persona irradiaba simpatía. Me convenció de que debía asegurarme la vida y me hizo firmar una póliza dotal que me costó trescientos pesos. Salimos juntos. De tarde paseábamos en la costanera y de noche asistíamos a la retreta de la plaza España. Mi corazón se abrió a las confidencias. Nos comunicábamos nuestras penas y esperanzas. Por primera vez me advertí prendada de un hombre; y así fue un inmenso júbilo recibir un día su confesión de enamorado. Yo, muy pava, le creí y acepté sus festejos. Después convinimos en casarnos. ¿Para qué demorar? En una mueblería de rusos, elegimos unos juegos bonitos y tal vez demasiados costosos para nuestros posibles. Y como él dispondría de dinero hasta le llegara un giro del exterior, yo le entregué unos cuentos billetes míos. De todos modos, ya no habría nada mío ni nada suyo; todos sería nuestro, de los dos. Y una noche, muy crecida la madrugada, se abrió suavemente la puerta de mi pieza y avanzó un hombre. Intenté gritar y defenderme, pero desfallecí. A la mañana siguiente me enteré con horror de que el infame se había marchado definitivamente del hotel y de la ciudad, sin dejar sus señas. Yo había sido engañada, robada y ultrajada. Pude dar aviso a la policía. No lo hice; y no me arrepiento. Nada hubiera ganado.
Transcurrieron unos meses de angustias y vergüenzas. El dinero se me acababa. Entré de costurera, con un sueldo mezquino, en un taller de modas. Pero pronto debía alejarme para ingresar a un sanatorio, de donde salí con un niño en brazos; un niño hermoso como un sol; yo viviría para criarlo, cuidarlo y adorarlo. Acariciaba los más arriesgados y absurdos proyectos; haría de él un hombre que sería mi gloria, mi orgullo y mi sostén. Ya no maldije más el recuerdo del traidor que, al labrar mi desgracia, me daba ese tesoro inigualable. El niño fue modelado sus formas, acreciendo sus encantos día a día y haciendo las menudas gracias que constituyen el más puro sabor de la maternidad. Cuando lo llevaba conmigo las gentes lo miraban con el agrado que produce todo lo bello, y señoras amables le hacían algún mimo y me averiguaban si lo alimentaba con cereales o leche. Pero el destino no quiso permitir tanta ventura. Mi hijo, al cumplir un año, murió de un momento para otro. Me abracé a su cuerpecito helado, y en su nicho derramé lágrimas y flores.
Mis ilusiones estaban rotas. Hubiera deseado morir. Pero la vida se impone a todos los sufrimientos. Y me preparé a luchar valientemente con la adversidad. Mis recursos se habían agotado, y busqué empeñosamente algún quehacer para ganarme el sustento. Otra vez volví a subir y bajar las escaleras del Consejo de Educación, ahora con el alma llagada, y siempre en vano. Aquel pobre señor calvo y miope, que mentía a las infelices pedigüeñas con piadosas y vagas promesas, me pareció más agobiado y envejecido. Gestioné por otro lado. Alguna vez conseguí entrar de costurera en casas de familia, donde al cabo de la jornada me daban unos níqueles, como de limosna. De ese modo conocí íntimamente a muchos hogares de fachada ostentosa y de cotidiana indigencia.
Y el recuerdo de mi niño no se apartaba de mi imaginación. Los designios de Dios son impenetrable y sabios. Pero era como para protestar.
Una noche quise otorgarme un poco de distracción. Temía enloquecerme. Fui a la sección popular de un cine del centro. A mi lado se situó una señora con un chico alzado. Tenía éste la edad y, me pareció, las facciones del que yo perdí. Le toqué la barbita con un dedo, y él sonrió como sonreía el mío. Me sentí emocionada y turbada. Trabé conversación con la madre, la cual lamentó la carga de los hijos que, no teniendo con quién dejarlos en la casa, son un estorbo. Y traerlos al cine representa un compromiso, porque rompen a gritar y es necesario marcharse por la gente imprudente que rezonga y perder a lo mejor el más lindo pasaje de la película. En su opinión, el cielo sólo debía darles nenes a las señoras que pueden costearse una nodriza. Yo estaba en franco desacuerdo con esa opinión; pero no la contradije. Soy enemiga de las discusiones.
La sala quedó de súbito en tinieblas y sobre el cuadrado blanco el león rugiente sacudió sus melenas y a continuación se inició una historia rural de novios que no pueden casarse y de infatigables persecuciones a caballo. A los pocos minutos la señora me pidió: “Me da vueltas la cabeza. Voy a tomas un poco de aire. Hágame el servicio de tenerme al pibe”. La mujer se fue, dejándome al niño en las rodillas. Yo lo apreté contra mi corazón. Me sentí segura de que el destino me devolvía al hijo que tan injustamente me había arrebatado.
Corrió un tiempo. En la pantalla seguían los enamorados padeciendo vicisitudes y los cowboys galopando y tiroteando por las áridas llanuras del Arizona. Pero yo a todo ese orbe refulgente y movedizo lo veía turbio, lejano, como humo de pesadilla. Alentaba la engañosa ilusión de que había recobrado a mi hijo. Temí entonces que la señora retomara y me lo quitase, y se hizo fuerte en mi voluntad la tentación de huir con la presa. Me levanté y salí. El portero que me vio cruzar el vestíbulo no sospechó que yo era una ladrona. Caminé muchas cuadras, presurosamente. Nadie me seguía ni espiaba. Por fin, arribé a mi alojamiento.
Gocé de unos días felices. Todas mis horas y afanes los consagraba al niño. Era una preciosidad y una repetición exacta del que nació de mi carne. No; éste no se moriría. Dios no iba a consentirlo. Salía con él; pasaba por delante de las comisarías; a nadie se le antojaba pensar que yo llevaba un niño robado, el niño robado del que hablaban los periodistas.
La realidad vino después a golpearme terriblemente. Yo estaba dispuesta a no reparar en ningún sacrificio, así fuera muy grande, para el bien del bebé. Mi situación se agravó. Ahora, con el chico, me resultaba más difícil, si no imposible, conseguir empleo. En la casa de pensión adeudaba varios meses; y al volver un día de la calle me notificaron que ya otro huésped ocupaba mi pieza. Sin techo y sin recursos, me eché a caminar, al azar, por todos los barrios. Anduve muchas horas. Llegué a la plaza Pringles, con el cuerpo quebrantado y el alma abatida. Reposé en un banco. Y allí, estrechando el rorro contra mi pecho, pasé la noche. Al venir el día, seguí andando. Anduve, siempre, como sonámbula. El hambre me estrujaba las entrañas; pero es hambre mía me dolía menor que el hambre del nene, que lloraba. Tendí la mano en la puerta de la Casa Gris; recogí algunas monedas; un señor que descendió de un auto lujoso, censuró a las mujeres jóvenes que prefieren la mendicidad al trabajo; y un vigilante ordenó bruscamente que me retirara de ese sitio.
En una lechería del mercado Modelo nos alimentamos el nene y yo. ¡Pobrecito! ¡Con qué avidez tragaba! Y continué ese insensato peregrinaje callejero. Fui a Guadalupe y volví. ¡Mucha distancia para un peatón! Al anochecer me encontré frente a San Francisco. Entré. La iglesia estaba silenciosa; un apagavelas trajinaba por el presbiterio, y un fraile con capucha oraba en un escaño.
Me senté y recé con fervor ardiente. Imploraba misericordia para mis faltas y alivio para mis aflicciones. Y empecé a comprender que era un grave pecado apropiarme de un niño de otra madre y una crueldad hacerlo partícipe de mi miseria. Yo estaba pronta a realizar para su bien el mayor sacrificio. Y el mayor sacrificio consistiría en desprenderme de ´le para confiarlo a la seguridad de la iglesia.
El apagavelas mató las luminarias, y el fraile, redoble de sandalias, se recogió al convento. Besé al nene una y cien veces, lo bañé con mis lágrimas y lo deposité cuidadosamente al pie del altar de San Benito. El santo negro protegería al inocente.
Salí a la calle. Tenía el corazón destrozado, y al par una dulce alegría me visitaba. Ya brillaban los focos del Parque del Sur. Los coches rodaban por el asfalto.
Y otra voz a caminar y caminar.
Al día siguiente leí en un pizarrón de informaciones que el niño secuestrado había sido devuelto a la madre.
Esta tarde contemplaba a los chicos que seguían con los ojos el revolar de las palomas, obedientes al pito del guardián, y que jugaban y reían en la arena; envidiaba yo a las madres que desde los bancos los vigilaban y a algunas que tejían, acaso a la espera de un hijo nuevo. Entonces un hombre se me aproximó y me trajo a la comisaría.
Eso es cuanto tengo que declarar. Ahora hagan conmigo lo que quieran.


III
El comisario bostezó, se frotó los ojos con un anular, y dijo:
—Que el meritorio redacte la declaración para firmarla y elevarla al Juzgado; y entretanto que la infanticida pase al calabozo.
El meritorio aclaró:
—No, señor comisario. Infanticida, no. La detenida no ha matado a nadie.
—¡An! ¿No, che? —repuso, levantando los hombros—: La verdad, me había dormido. No aguanto estas historias tristes.
—¿Y no sabe, comisario? —recordó el meritorio—. He leído que a la madre del chico robado la proponen para el premio a la virtud maternal. Vistas bien las cosas, nadie lo merece más que esta ladrona.
—No diga macanas, amigo —rechazó el superior—. Con razón le da por la literatura.

Mateo Booz
Cuentos Completos, Tomo I, pp. 101-108. Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, Arg. 1999.