jueves, 27 de noviembre de 2014

La Andalucía trágica III

LOS OBREROS DE LEBRIJA
En el artículo anterior hemos tratado de bosquejar el fondo; ahora vamos a apuntar las figuras. Estamos todos reunidos en torno de una mesa anchurosa, en el Casino, metidos en un cuarto cerrado, frente a frente, mano a mano, dispuestos a charlar con espacio.
—Vamos a ver—digo yo, dirigiéndome a Pedro, que se encuentra a mi izquierda—. Vamos a ver; yo deseo que ustedes me digan lo que piensan con franqueza sobre esta situación.
Pedro considera con rápida mirada a los demás; los demás son Juan, Pepe Luis, Manuel, Ginés y Antonio. Todos van vestidos con sus chaquetillas ceñidas, livianas, sutiles, de blanco lienzo; todos tienen las caras tostadas, escuálidas, flácidas, con los ojos hundidos; todos se hallan sentados con posturas un poco rígidas, con los sombreros puestos sobre los muslos. Y Pedro—un viejo de ojos claros, vivos, elocuentes—se ha vuelto hacia mí, ha dado una vuelta entre sus manos a su chapeo, y ha dicho.
—Esto, ya lo ve usted, no puede etar peor...
—Lo he visto—replico yo—; lo estoy viendo; pero yo quiero que me digan cómo viven en la presente situación; ustedes tienen mujer; tienen hijos. ¿De qué manera se gobiernan en sus casas en este trance?
Pedro ha callado otro breve momento.
—Hoy—ha replicado—no tenemos jornal; los trabajadores de Lebrija estamos repartidos entre los propietarios; estos propietarios dan diariamente a cada jornalero 60 céntimos. Con estos 60 céntimos ya supondrá usted que no podemos pasar; con estos 60 céntimos compramos pan, lo cocemos en agua, y eso es lo que comemos.
—Sí—observo yo—; de ese modo es imposible continuar. Ustedes necesitan un jornal. ¿Qué jornal ganan ustedes en tiempos normales en Lebrija?
—En tiempos normales—replica Pepe Luis—ganamos tres reales y una telera de pan.
—¿Una telera de pan?—pregunto yo—¿Qué es una telera?
—Una telera—dice Manuel—son tres libras.
—Además—añade Pedro—, nos dan media panilla de aceite y un poco de vinagre.
—¿Cuánto es una panilla?—torno a preguntar yo.
—Una panilla—dice Pedro—es la centésima parte de una arroba.
—¿Cuántas libras tiene la arroba de aquí?
—La arroba de aquí tiene 25 libras.
—Perfectamente—digo yo—, perfectamente; pero con tres reales, una telera de pan, media panilla de aceite y un poco de vinagre creo que no se puede vivir.
—Y tenga usted en cuenta—añade Pedro—que no tenemos este jornal durante todo el año;
muy afortunado puede considerarse el que de los doce meses trabaja seis.
—Entonces—digo—, ¿cuánto creen ustedes que debe ser el jornal mínimo diario? Pedro, Juan, Pepe Luis, Manuel, Ginés, Antonio, ¿quieren ustedes que hagamos la cuenta por la menuda de lo que ustedes necesitan para comer?
Todos sonríen un poco.
—¡Vamos allá!—exclama Pedro.
—¡Ea, lo va uté a vé!—gritan Juan, Pepe Luis, Ginés, Manuel y Antonio.
—Ante todo—digo yo—, supongamos que la familia de usted, Pedro, se compone de usted, de su mujer y de tres chicos.
—¡Esa es la familia que tengo precisamente! —exclama Pedro.
—En ese caso—replico yo—, no tenemos que imaginar nada. Usted, Pedro, necesita pan. ¿Cuánto pan necesita usted todos los días?
—Necesitaré tres kilos. ¿Le parece a usted mucho?
Yo me apresuro a protestar.
—No, no, Pedro; de ningún modo; me parecen muy bien tres kilos.
—Tres kilos los contaremos a 36 céntimos el kilo.
—¡Y ha de ser morenito, morenito pa no exagéralo!—observa Pepe Luis.
—Aceite, ¿cuánto?
—Dos panillas, o sea un real.
—Habichuelas, ¿cuántas?
—Un kilo, que cuesta 36 céntimos.
—¿Patatas?
—Patatas le pondremos 10 céntimos.
—¿Carne?
Pedro se detuvo un momento; Juan, Pepe Luis, Manuel, Ginés y Antonio sonríen.
—Carne—dice al fin lentamente Pedro—, carne, no la probamos.
—¿Vino?
Se hace un nuevo silenció y surgen nuevas sonrisas.
—Vino—dice Pepe Luis—, de cá tré mese, un vasillo.
—Pues pasemos al alquiler de la casa— digo yo.
—Los alquileres suben a 14, 16 y 18 reales mensuales—prosigue Pedro—. Pongamos por la casa 15 céntimos diarios.
—Veamos ahora la ropa. ¿Qué gastan ustedes en ropa?
—Ya lo está usté viendo.
Yo veo las chaquetillas ligeras, astrosas. Los pantalones raídos, las botas despedazadas, los sombreros grasicntos, agujereados.
—¿Cuánto quiere usted que pongamos para la ropa?—vuelvo yo a preguntar.
—Pongamos—dice Pedro—30 céntimos diarios.
—¿Y tabaco?
—De tabaco, 10 céntimos.
—¿Está ya todo? ¿No queda el gasto de la barbería y el de la limpieza de la ropa?
—Por la barbería no pondremos nada; nos afeitamos nosotros mismos. En cuanto al lavado de la ropa, ¿le parece a usté que destinemos 5 céntimos para jabón y que añadamos otros 10 para leña con que guisar?
—Está bien—agrego yo—; vamos ahora a sumar.
Y la suma arroja un total de 2 pesetas 49 céntimos.
—Pedro, Juan, Pepe Luis, Manuel, Ginés, Antonio—les digo a mis amigos—: las cuentas que acabamos de echar no pueden ser tachadas de escandalosas; están calculados todos los gastos con bastante modestia. Y bien: si ustedes ganan 3 reales de jornal y necesitan tirando por lo bajo, 9 reales y 24 céntimos, ¿qué hemos de hacer? ¿Cómo vamos a resolver este conflicto? ¿Qué ideas son las de ustedes? Yo agradecería que ustedes me hablaran con entera confianza, como a un compañero. Las obras de la carretera que todos esperamos no harán sino aplacar esta angustia presente; el problema tornará a resurgir. Ustedes han pensado muchas veces sobre él: ¿qué creen ustedes que debemos hacer?
Pedro, Juan, Pepe, Antonio, Ginés, Manuel y Pepe Luis se han mirado en silencio. ¿Tenían reparo en exponer su escondido criterio ante un desconocido? Y de pronto este Antonio, que ha permanecido callado durante toda la conferencia, ha levantado la cabeza y ha comenzado a hablar. Antonio es uno de estos hombres tímidos, apocados, encogidos, que callan, que conllevan todo resignado, pacientes, y que de pronto, cuando menos lo esperamos, se yerguen en actitudes bravias y tienen en sus palabras y en sus obras una audacia y un ímpetu estupendos. Yo quiero que temáis y respetéis a estos hombres que a vosotros os parecen insignificantes y opacos, a estos hombres que pasan inadvertidos por la vida; ellos hacen las cosas grandes, ellos son tremendos, ellos guían e inspiran a las muchedumbres en las revoluciones.
—En Lebrija—ha dicho Antonio—existen grandes extensiones de terrenos incultos; esos terrenos son los que creemos nosotros que el Estado debe expropiar a sus propietarios y vendérnoslos a nosotros a largos plazos. Hoy hay en el pueblo pequeñas parcelas de tierra arrendadas a los labriegos; pero estos arrendamientos no sirven sino para enriquecer a los intermediarios. Yo, por ejemplo, llevo una fanega de tierra arrendada; yo pago por ella 31 pesetas y 25 céntimos. La persona a quien yo entrego esta cantidad no es el dueño de la tierra; esta persona a su vez tiene arrendado este pedazo y entrega por él al verdadero propietario tan sólo 1 1 pesetas. Y asi, lo que va de diferencia entre lo que yo entrego y lo que él entrega es lo que yo creo que se me cobra a mi injustamente. Y éste no es un caso extraordinario; he de advertir a usted que ya en Lebrija se va generalizando este sistema, y que los propietarios van arrendando sus tierras a unos pocos acaparadores, que, a su vez, las subarriendan a los pequeños terratenientes. Y no es ésto lo más grave de todo; lo más grave— y fíjese usted bien en ello—es que cuando se rotura una dehesa y es arrendada a un jornalero una parcela, este jornalero la cultiva con todo esmero, la limpia con cuidado, la hace producir lo más posible, y entonces, cuando se halla en este estado, el dueño se la quita al jornalero para arrendarla en un precio mayor a otro solicitante; es decir, que el labriego ha trabajado durante unos años para mejorar unas tierras, y que cuando esta mgjora se ha realizado resulta que sólo sirve para que el dueño de la tierra se enriquezca...
Antonio ha callado un instante.
—Pero, Antonio—le digo yo—, aun cuando esos terrenos incultos se expropiaran y repartieran, ¿qué iban ustedes a hacer con ellos?¿No necesitarían ustedes medios para comenzar a cultivarlos?
—No se nos oculta—contesta Antonio—; nosotros sabemos que el Estado no puede acometer esta reforma sin fomentar a la par el crédito agrícola. Faltan cajas y Bancos que suministren a bajo precio dinero al labrador. Hoy, en Lebrija, por ejemplo, no hay ni un propietario que facilite un duro a un jornalero, fiado en sólo la persona de éste; el crédito directo no existe; el trabajador necesita que le abone una persona de capital; para tomar 25 pesetas es preciso que tenga por lo menos bienes por valor de 500 el que ha firmado. Y después hay que contar con que la tasa del préstamo asciende, como regla general, a un 25 por 100, y que hay que pagar al corredor y convidarlo, y que es preciso gastar también los 25 céntimos del documento.
Yo oigo atentamente cuanto me dice Antonio; sus compañeros asienten a sus palabras.
—Y esto que ustedes me dicen a mí ahora— resumo yo—, ¿lo han pedido ustedes alguna vez en público?
—¡Mil veces, mil veces!—gritan todos.
Y Antonio, más vehemente, más exaltado:
—Cuando nosotros pedimos ésto, cuando nosotros solicitamos un permiso para celebrar una reunión, se nos mandan cuarenta o cincuenta guardias civiles. El Gobierno no conoce otro medio de solucionar la cuestión social. No se escuchan nuestros razonamientos; no se contesta a ellos; se nos enseñan los cañones de los fusiles, y con eso creen haber cumplido su misión ante la sociedad los ministros.
Y luego, con voz más queda, más tranquila:
—Nosotros estamos ya cansados.

Ya están cansados los buenos labriegos de Lebrija; ya están cansados los labriegos de toda Andalucía; ya están cansados los labriegos, los obreros, los comerciantes, los industriales de toda España. Ya estamos cansados los que movemos la pluma para pedir un poco de sinceridad, de buena fe, de amor, de reflexión a los hombres que nos gobiernan. ¿Qué va a venir después de este cansancio? ¿No es ésta una interrogación formidable?

martes, 25 de noviembre de 2014

La Andalucía trágica II

EN LEBRIJA
Ya estoy en Lebrija. Yo no quiero engañar al lector; yo no soy un sociólogo, ni un periodista ilustre, ni un diligente repórter; yo soy un hombre vulgar a quien no le acontece nada. «Lo que a mí me ocurre—decía Montaigne—es toda mi física y toda mi metafísica.» Yo ni aun estas palabras del maestro puedo hacer mías.
Ya me encuentro en Lebrija.
—¿Cómo se llama usted?—le he preguntado yo a este mozuelo.
—Benito López Cano—ha contestado él.
Y yo he replicado.
—Pues bien, Benito López Cano, yo le doy a usted las gracias y, además, dos reales.
Este lebrijanito, descalzo, tostado por el sol, con unos ojos vivarachos, ha traído desde la estación, sobre los hombros, mi vieja y raída capa de hidalgo. A las once el tren ha llegado a Lebrija; desde la estación se veía el pueblo a lo lejos; una torre fina, grácil, resaltaba por encima de las blancas fachadas y de los tejados negruzcos. El cielo era de un azul pálido, mate, suave; caía el sol ardoroso, cegador, sobre la campiña. Y los sembrados, que ondulan sobre las lomas y se extienden por la llanada entre cuadros grises de olivos, amarillean acá y allá, mustios, casi agostados, casi secos. Y vamos caminando por un ancho camino polvoriento bordeado por dos ringlas de áloes.
—¿Hay muchas fondas en Lebrija, Benito?—le pregunto yo a mi flamante amigo.
El se detiene un poco, vuelve la cabeza, abre anchos los ojos y contesta:
—¡Ca, no zeñó; no hay má que una.
Y es preciso ir a esta única fonda. Ya comenzamos a caminar por las calles de Lebrija. Las casas son blancas, anchas, de dos pisos las puertas y los balcones aparecen cerrados. Surge a trechos, entre las viviendas modernas, un viejo caserón con su escudo enjalbegado de cal nítida. Y las rejas, estas vetustas rejas de Lebrija, estas rejas anchas, estas rejas nobles, estas rejas soberbias, sobresalen todas sobre la acera un gran espacio y forman como diminutas estancias cerradas con cristales interiormente. Y no se oye en todo el pueblo ni un grito, ni un ruido, ni una canción; de cuando en cuando, por las calles espaciosas cruza un labriego con su ancho sombrero blanco, grasiento, que se para un instante, os mira con su mirada atenta y torna a proseguir en su marcha indolente, melancólica, resignada, tal vez sin rumbo.
Y así llegamos a la plaza; unas palmeras doblan en ella sus ramas inmóviles, brillantes; entre sus troncos surge el follaje obscuro de los naranjos. Y en el centro, sobre un pedestal de granito, un busto en bronce de Lebrija destaca con su cara rapada y sus guedejas. El sol reverbera fulgurante en las blancas paredes; el aire es caliginoso; hay en un costado de la plaza unas sombras anchas y gratas, y en ellas, sentados con gestos de tedio, de estupor, reposan quince, treinta labriegos con los sombreros caídos sobre las frentes. En lo alto, por el cielo pálido, implacablemente diáfano, pasan lentas, con sonoros aleteos, unas palomas; una campana deja caer unas vibraciones cristalinas, largas.
—Benito—le digo yo a mi guía—, ¿dónde para esa fonda?
—¡Ya etamo!—dice él, señalando una casa.
La fonda está en un recodo de la ancha plaza.
—¡A la paz de Dios!—grito yo cuando pongo los pies en el zaguán.
Nadie contesta. Yo repito con voz más recia:
—¿No hay nadie aquí?
—¡Consolación, Consolación!—se oye gritar allá en una pieza remota.
Yo he pasado por un zaguán largo y estrecho; luego he visto una puerta recia y me he aventurado a atravesarla; por fin, he llegado a un patizuelo blanco, claro, limpio, sosegado, donde un gato ceniciento duerme al sol y un canario trina voluptuoso. En las paredes penden unos paisajes rudimentarios, chillones, ingenuos; hay también un retrato de Castelar encuadrado en uno de sus discursos de las Cortes Constituyentes; hay asimismo una «Lámina de las que se reparten a los suscriptores de «La educación política» con efigies de Serrano, de Prim, de Méndez Núñez, de Espartero y de López Domínguez. En los ángulos del patio aparecen macetas de evónimus y aligustres; el pavimento es de losetas rojas; una barandilla pintada de verde corre por lo alto, en el piso de arriba...
Y Consolación no parece. Yo vuelvo a llamar dando unas recias palmadas. Todo está en silencio; oigo de pronto un taconeo rítmico, ligero, y veo luego ante mi, en el umbral de una puerta, una moza alta, gallarda, con unos ojos anchos, negros, y una flor roja, encendida, puesta sobre la frente. Esta moza es, sin duda, Consolación.
—Perdone usted, Consolación—la digo yo, he venido a ver si había cuarto en esta fonda.
Es muy bonita Consolación. ¿Por qué no he de contar yo estas cosas pequeñas? En la fonda hay, en efecto, un cuarto.
—¿Ha almorzado usted ya?—me pregunta la moza.
—No, Consolación—le digo yo sonriendo— no he almorzado todavía.
Y Consolación me hace pasar al comedor; si no temiera yo ser impertinente, volvería a decir que Consolación anda con una gallardía, con una gracia extraordinaria, y, sobre todo, que cuando sirve a la mesa, cuando os quita un plato de delante para llevárselo, da una vuelta rápida y elegante que hace que su vestido revuele un poco y aparezca un pie breve, agudo, enarcado sobre un tacón enhiesto. Yo voy comiendo, y mientras tanto miro a Consolación; así, la comida transcurre rápidamente, como en un soplo. Y de que he despachado las viandas, pienso que es necesario hacer lo que mil veces he hecho en los pueblos y haré otras tantas veces. Ya sospecháis que aludo a la ida al Casino. El Casino está en la plaza; la plaza permanece desierta, silenciosa; allá, en la sombra ancha y grata, los labriegos siguen sentados, inmóviles, cabizbajos, con sus sombreros sobre la frente.
—¿No se llama usted Antonio?—le pregunto yo al mozo del Casino.
—No—dice él—; me llamo Juan.
—Juan—torno yo a decirle—, ¿cómo marcha este pueblo?
Juan da un hondo suspiro, enarca la ceja, aprieta los labios y, al cabo, dice:
—Má, mú má; no hay d'aqui...
Y al decir ésto hace ante la boca con su mano derecha un movimiento, con que quiere indicar el acto de comer. Yo estoy sólo en el Casino; no he visto nunca un Casino de pueblo con un mayor ambiente de familiaridad, de sosiego, de intimidad. Es un salón espacioso y cuadrado de una vieja casa solariega; la luz entra a raudales por cuatro anchos balcones; cuando se cierran las persianas, una claror verde y suave se difluye por la vetusta estancia y deja en una vaga penumbra a las dos camillas— tan agradables—y los dos viejos sofás negros, de gutapercha—tan simpáticos—. Una columna de piedra sostiene el techo; una estera limpia se extiende por el piso...
Y no hay nadie en este Casino; son las dos de la tarde.
—Juan, ¿no viene nadie a este Casino?— pregunto yo.
—No, señó* noj viene nadie—contesta Juan, tristemente.
—Pero ¿y los socios? ¿Y los señores del pueblo?—digo yo.
—Los señores, no vienen ninguno—dice él con el mismo aire melancólico.
Los señores no salen de sus casas: no ponen sus plantas en la calle. «Hace pocos días —me decía en Sevilla un prestigioso periodista—, hace pocos días tuve que ir a un pueblo de la provincia a ver a un amigo, y me aseguró que hacía dos meses que no salía a la calle.» La muchedumbre campesina no es mala; tiene, sencillamente, hambre. La sequía asoladora que reina ha destruido los sembrados; las viñas están devastadas por la filoxera. ¿Cómo van a salir del tremendo conflicto que se avecina propietarios y labriegos? Lebrija es una población de 14.000 almas; hay en ella unos 3.000 jornaleros. De estos 3.000, unos 1.500 son pequeños terratenientes; tienen su pejugar, tienen su borrica. Los otros no cuentan más que con el producto de su trabajo; mas todos, unos y otros, están ya en igual situación angustiosa. Existía antes para estos braceros un recurso; casi todos ellos encontraban trabajo en los viñedos cercanos de Jerez. Pero Jerez atraviesa por honda crisis; no puede dar trabajo; los jornaleros de Lebrija no salen ya de este término. Todos están parados, inactivos. «Es un dolor-me dicen los propietarios—ver cómo estos buenos trabajadores entran en nuestra-s casas y nos dicen que no pueden comer, que sus mujeres y sus hijos tienen hambre.» Desde el 18 de Febrero los propietarios están facilitando medios de vida a los labriegos; el Ayuntamiento reparte entre ellos lo que se recauda en consumos, Pero estos recursos van agotándose; lo que a cada labriego toca apenas si puede hacerle tolerable la vida; la crisis se va acentuando de día en día; la paciencia se va acabando; hace pocas noches la muchedumbre, exasperada, entró a saco en una tienda de comestibles. ¿Qué sucederá dentro de ocho, de diez, de veinte días? ¿No hay acaso ninguna solución por el momento?
Hay, lector, un medio de conjurar por lo pronto el conflicto; pero es preciso no olvidar que estamos en España.
Todos estos obreros de Lebrija, el año pasado, en circunstancias análogas a éstas—pero menos apremiantes—encontraron trabajo en las obras del camino vecinal a Montellano; hoy se lograrla aplacar la crisis con la construcción de la carretera a Trebujena. La carretera está ya concedida; mas la orden para que comiencen las obras no acaba de llegar. ¿Por qué oficinas será preciso andar para lograr tal orden? ¿Qué cúmulo de firmas habrá que conseguir? ¿Qué gruesos y terribles cartapacios será necesario abrir y cerrar? ¿Cuántos y cuántos ordenanzas galoneados tendrán que ir arriba y abajo por los sombríos pasillos de los ministerios? ¿Qué conferencias tendrán que celebrar el jefe de este negociado, el director de tal ramo, el oficial tercero de esta oficina y el oficial segundo de la otra?
En tanto, estos buenos labriegos caminan lentos, entristecidos, hoscos, por las calles de Lebrija; se sientan en la plaza anonadados; tornan a levantarse; entran en su casa; oyen los lamentos de sus mujeres y de sus hijos; vuelven a salir; tornan a recorrer, exasperados, enardecidos, por centésima vez las calles... He aquí las dos Españas. No hagáis, vosotros, los que llenáis las Cámaras y los ministerios, que los que viven en las fábricas y en los campos vean en vosotros la causa de sus dolores...

domingo, 23 de noviembre de 2014

La Andalucía trágica I

EN SEVILLA
¿No os habéis despertado una mañana, al romper el día, después de una noche de tren, cansados, enervados, llenos aún los ojos del austero paisaje de la Mancha, frente a este pueblo que un mozo de estación con voz lenta, plañidera, melódica, acaba de llamar Lora del Río? Asomaos a la ventanilla del coche; tended vuestras miradas por la campiña; el paisaje es suave, claro, plácido, confortador, de una dulzura imponderable. Ya no estamos en las estepas yermas, grises, bermejas, gualdas, del interior de España; ya el cielo no se extiende sobre nosotros uniforme, de un añil intenso, desesperante; ya las lejanías no irradian inaccesibles, abrumadoras. Son las primeras horas del día; una luz sutil, opaca, cae sobre el campo; el horizonte es de un color violeta nacarado; cierra la vista una neblina tenue. Y sobre este fondo difuso, dulce, sedante, destacan las casas blancas del poblado, y se perfila pina, gallarda, aérea, la torre de una iglesia, y emergen acá y allá, solitarias, unas ramas curvadas, unas palmeras. ¿Qué hay en este paisaje que os invita a soñar un momento y trae a vuestro espíritu un encanto y una sugestión honda? ¿Es el pueblo que se columbra a lo lejos bañado por esta luz difusa de la mañana? ¿Son las paredes blancas que irradian iluminadas por el sol que ahora nace? ¿Es este hálito profundo de sosiego que en este punto respiramos? Pero la voz plañidera de antes ha vuelto a resonar en los andenes; el tren torna a ponerse en marcha; poco a poco va perdiéndose, esfumándose a lo lejos el pueblo; apenas si las fachadas diminutas refulgen blanquecinas. Y vemos extensas praderías verdes, caminos que se alejan serpenteando en amplios recodos, cuadros de olivos cenicientos, tablares de habas, piezas de sembradura amarillentas. Y en el fondo, limitando el paisaje, haciendo resaltar toda la gama de los verdes, desde el obscuro hasta el presado, un amplio telón de un azul sombrío, grisáceo, plomizo, negruzco, se levanta. Y ante él van pasando y perfilándose durante unos momentos los cortijos blancos, les pueblecillos con sus torres su tiles, las ringleras de álamos apartados, los anchurosos rodales de alcacel tierno. El tren corre vertiginoso. Ahora aparece un pedazo de río que hace un corvo y hondo meandro, bordeado de arbustos que se inclinan sobre sus aguas; ahora surge un huertecillo con una vieja añora rodeado de frutales en flor; ahora unos inmensos trigos aparecen y desaparecen rápidos, cuajados de florecillas rojas, de florecillas gualdas, de florecillas azules. El tren corre, corre veloz. Nuestras miradas descubren otro pueblo: es Cantillana. Abajo, en primer término, paralela a la vía, corre una línea de piteras grisáceas; más arriba se extiende un inmenso ámbito de un verde claro; más arriba destaca una línea de álamos; por entre los claros del ramaje asoman las casas blancas del poblado; y más lejos aún, por lo alto del caserío, la serranía adusta, hosca, pone su fondo zarco. Y en sus laderas, rompiendo a trechos la austeridad del azul negro, aparecen cuadrilongos manchones de un verde claro.
Ya la mañana ha ido avanzando. El cielo, pálido, suave, se muestra rasgado en la lejanía por largas y paralelas fajas blancas. Ya nos acercamos al término del viaje; torna a aparecer en lontananza otro poblado por entre los espacios del ramaje; es Brenes. Luego vemos de nuevo el río en otra sinuosidad callada, con sus aguas terrosas, después volvemos a con templar otro camino que se pierde allá en los montes; más tarde viene por centésima vez otro ancho prado, llano, aterciopelado, por el que los toros caminan lentos y levantan un instante sus cabezas al paso del convoy...
El tren sigue corriendo. Allá en la línea del horizonte, imperceptible, velada ante la bruma, aparece la silueta de una torre. Nos detenemos de pronto ante una estación rumorosa. ¿No veis aquí ya, en los andenes, yendo y viniendo, los tipos castizos, pintorescos de la tierra sevillana? ¿No observáis ya estos gestos, estos ademanes, estos movimientos tan peculiares, tan privativos de estos hombres? ¿No archiváis, para vuestros recuerdos, esta manera de comenzar a andar, lentamente, mirando de cuando en cuando las puntas de los pies? ¿Y este modo, cuando se camina de prisa, de zarandear los brazos, tendidos a lo largo del cuerpo, rítmicamente, sin chabacanismo, con elegancia? ¿Y esta suerte de permanecer arrimados a una pared o a un árbol, con cierto aire de resignación suprema y mundana? ¿Y el desgaire y gallardía con que un labriego o un obrero llevan la chaquetilla al hombro? ¿Y esta mirada, esta mirada de una profunda y súbita comprensión, que se os lanza y que os coge desde los pies a la cabeza? ¿Y este encorvamiento de espaldas y de hombros que se hace después de haber apurado una copa? La gente va, viene, grita, gesticula a lo largo de los andenes. «¡Manué! ¡Rafaé! ¡Migué!», dicen las voces; retumban los golpazos de las portezuelas; silba la locomotora; el tren se pone en marcha. Y entonces la 'distante silueta de la torre gallarda va rápidamente destacándose con más fuerza, creciendo, surgiendo limpia, esbelta, por encima de una espesa arboleda, entre unos cipreses negros, sobre el fondo de un delicado, maravilloso cielo violeta. Y ya comienzan a desfilar los almacenes, las fábricas, los talleres que rodean a las grandes ciudades. Estamos en Sevilla. El tren acaba de detenerse. Cuando salís de la estación, un tropel de mozos, de intérpretes, de maleteros, os coge el equipaje; un turbión de nombres de hoteles entra en vuestros oídos. Mas vosotros sabéis que estos hoteles son iguales en todas las latitudes; vosotros tenéis ansia de conocer cuanto antes, en tal cual viejo mesón, en este o en el otro castizo parador, a todas estas netas sevillanas, a las cuales el poeta Musset quería dar unas terribles serenatas «que hiciesen rabiar a todos los alcaldes, desde Tolosa al Guadalete».

A faire damner les alcaldes
de Tolose au Guadalete.

Y estos empecatados mozos y caleseros no os entienden; tal vez se han acabado ya los mesones y paradores clásicos en Sevilla. Y así, os conducen rápidos, frivolos, a una fonda que tiene un blanco y limpio patio en el centro y en que hay unas mecedoras y un piano. Esto os place, sin duda; mas vosotros no tardáis en dejar este patio, estas mecedoras y este piano y en saltar sobre el primer tranvía que pasa por la puerta. Las calles son estrechas, empedradas, limpias, sonoras; parece que hay en ellas una ráfaga de alegría, de voluptuosidad, de vida desenvuelta e intensa. Veis los patios nítidos y callados de las casas a través de cancelas y vidrieras; en las fachadas de vetustos casones, destaca la simbólica madeja; pasan raudas, rítmicas las sevillanas con flores rojas o amarillas en la cabeza; leéis en los esquinazos de torcidas callejas estos nombres tan nobles, tan sonoros de Manara, de Andueza, de Rodríguez Zapata; en los balcones cuelgan ringlas de macetas, por las que desborda un raudal de verdura. El tranvía corta vías angostas, cruza plazas, corre a lo largo de anchas avenidas con árboles.
—¿Y Salú?—le grita al cobrador una mujer desde la acera.
El cobrador es un sevillano menudito, airoso, que lleva colgada sobre el hombro la bolsa con una elegancia principesca.
—¡Hoy tá mehó!—contesta a la pregunta con una voz sonora.
Hemos pasado junto a la catedral; atrás queda la cuadrada y gentil Giralda; cruzamos frente a la puerta de San Bernardo; a dos pasos de aquí se columbra el matadero. ¿No son estos mozos que platican en estos corros los célebres y terribles giferos sevillanos de que nos habla Cervantes en «Los perros de Mandes»?
Y después, por las afueras de la ciudad, bordeamos las viejas dentelleadas murallas, y tornamos a internarnos en las callejas serpenteantes; los vendedores lanzan sus salmodias interminables y melancólicas; en un mercado, un viejo hace subir y bajar por largas cañas unas figurillas de cartón. ¿No veis en este hombre un filósofo auténtico? ¿No os agradarla tener una amena conversación con este sevillano?
Mas todavía existen otros seres más filosóficos en Sevilla; pensad en estos barberos enciclopédicos que vemos al pasar frente a sus barberías; pensad también en estos increíbles pajareros que hacen maravillas estupendas con sus pájaros, de todos tamaños y colores. ¿No hay en el ambiente de esta ciudad algo como un sentido de la vida absurdo, loco, jovial, irónico y ligero? ¿No es esta misma ligereza, rítmica y enérgica a la par, una modalidad de una elegancia insuperable? Las ideas se suceden rápidamente; la vida se desliza en pleno sol; todas las casas están abiertas; todos los balcones se hallan de par en par; gorjean los canarios; tocan los organillos; los mozos marcan sobre las aceras cadenciosos pases de vals; se camina arriba y abajo por las callejas; se grita con largas voces melodiosas; los músculos juegan libremente en un aire sutil y templado; livianos trajes ceñidos cubren los cuerpos. Y así, en este medio de enervación, de voluptuosidad, nacen las actitudes gallardas, señoriles, y un descuido y una despreocupación aristocrática nos hacen pasar agradablemente entre las cosas, lejos de las quimeras y los ensueños tórridos de los pueblos del Norte... (1).
Mas nuestro paseo ha terminado; se va acercando la hora de dejar a Sevilla. Hay otros moradores en tierras andaluzas para quienes la vida es angustiosa. Esa es la Andalucía trágica que ha venido por lo pronto a buscar el cronista. Aquí queda nuestra ilusión de un momento por todas estas sevillanas que caminan airosas por las callejas con la flor escarlata en sus cabellos de ébano.

(1) |Eh, cuidado, Sr. Azorin, con esto, escrito en 1905! Fíjese usted.— (Nota de Azorin, en 1914)

martes, 18 de noviembre de 2014

Siluetas de Urberuaga

LA MASA
Don Juan, don Andrés, don Rafael, don Julián, don Félix, don Alejandro, don Pascasio, don Tomás, don Ramón, don José, don Ignacio, están sentados a la mesa. Don Juan, don Andrés, don Rafael, don Julián, don Félix, don Alejandro, don Pascasio, don Tomás, don Ramón, don José, don Ignacio, son como todos los hombres que vosotros tratáis en la calle, en el tranvía, en el teatro, en la oficina, en la redacción, en el Congreso, en el Ateneo. Tal vez don Ignacio lleva en sus labios una vaga sonrisa melancólica; acaso don Ramón tiene una ligera palidez en su rostro; quizá don Rafael os mira vagamente con ojos apagados; es posible que don Pascasio haga un tenue visaje de tristeza ante ciertos manjares, con los que no se atreve. Pero todos ríen, charlan, fuman, beben, marchan por los pasillos, pasean por la carretera y se aventuran a salir a los montes. Don Juan, don Andrés, don Rafael, don Julián, don Félix, don Alejandro, don Pascasio, don José, don Ignacio, toman las aguas de Cestona; mas el dolor en los hepáticos es un dolor discreto, opaco, que no parece localizado en agudos y torturadores aguijonazos en una víscera tan sólo, sino extendido, difluido por todo el cuerpo en una sensación vaga de desasosiego y malestar. ¿Comprendéis por qué se puede vivir en el hotel de Cestona como en otro cualquiera confortable y mundano hotel? Mas la decoración cambia bruscamente desde Cestona a Urberuaga. Ya en Urberuaga no veis ni un solo niño. En Cestona atruenan con sus trapatiestas y correrías los pasillos desde la mañana hasta la noche. En Urberuaga no columbraréis ni uno tan sólo. En Cestona, el veraneante toma rápidamente su baño en un cuarto elegante, claro, limpio, inodoro, y el resto del día tiéne lo libre para sus tráfagos y devaneos: puede decirse que en Cestona el bañista es un señor que por casualidad, por capricho, se mete en el agua diez minutos. En Urberuaga, un ambiente de ansiedad, de preocupación, de recelo, de sospecha trágica, de desesperanza honda y latente pesa sobre vosotros. El bañista no es un veraneante: es un enfermo. Y ya no son los diez minutos frívolos y joviales de Cestona: son horas y horas de marcha febril por los pasillos con la toalla liada al cuello. Y es la larga complicación de operaciones enojosas que es preciso realizar y sufrir todos los días: el baño, las pulverizaciones, las inhalaciones, las vaporizaciones, la toma de agua en bebida, las consultas ansiosas y desesperadoras al médico. ¿Cómo ha de quedar tiempo en Urberuaga para otras cosas? ¿Cómo ha de haber en vuestro espíritu lugar para otra preocupación que no sea esta de la eficacia de las aguas? Y, enardecidos, enervados, recogidos sobre sí mismos, puesto el pensamiento en el proceso imperceptible de un hondo mal, caminan de sala en sala en un ambiente de éter, de cloruro, de vapor escapado de las pulverizaciones, todas estas figuras pálidas, cóncavas, que tosen en largos y profundos carraspeos, o en breves, bruscas, interminables toses...

LOS DOS
Yo veo a los dos a todas horas: él está intensamente pálido; ella está intensamente pálida. El camina lento; lleva un traje claro: ella camina despacio; viste una blusa blanca y una falda azul. Los dos son delgados, altos; los dos callan, uno junto a otro; los dos se sientan bajo un árbol en la explanada de la puerta; los dos leen un libro en que sus miradas hondas se clavan durante horas. ¿Son hermanos? ¿Son marido y mujer? Yo no lo sé: yo los veo en todos los momentos juntos, caminando a lo largo de la carretera o sentados bajo los árboles. Y adivino en ellos un convivir monótono, doloroso. Y siento en mi espíritu sus largos silencios, sus actitudes de ansiedad, sus gestos de cansancio. A veces un diálogo rápido es entablado entre los dos. ¿Qué dicen? ¿Qué palabras misteriosas son las que salen de sus labios? El, recostado en la mecedora, ha erguido su busto y habla vivamente con ella; ella replica con la misma viveza. El, guarda un momento de silencio y torna luego a dirigirle la palabra a ella... Y entonces ella se levanta y marcha, fina, esbelta, elegante, hacia la casa, de donde torna al cabo de un momento, mientras él, abatido, con el sombrero echado atrás, con un mechón negro sobre la frente, pone los codos sobre los muslos y apoya la cabeza entre las manos...

MARÍA
María es la nota jovial del balneario.
—María, ¿me da usted un clavel?
María arranca un clavel y lo arroja a la calle. El bañista pasa: es un joven con ancho jipijapa y rojas botas lucientes.
—María, ¿me da usted un clavel?
María arranca un clavel y lo arroja a la calle. El bañista pasa: es un viejo reidor, de mostacho gris retorcido.
—María, ¿me da usted un clavel?
María arranca un clavel y lo arroja a la calle. El bañista pasa: es un señor de barba ancha con una gorra de visera caída.
—María, ¿me da usted un clavel?
Y María ríe, grita, protesta jovial y ruidosa, y se retira del balcón. Porque María no tiene más claveles o—y esto es lo más seguro—no quiere desprenderse de aquéllos que le quedan.
¿Habéis ojeado los «Caprichos» del maestro Goya? ¿Recordáis aquellas figuras femeninas esbeltas, flexibles, ondulantes, serpenteantes? Yo tengo ante los ojos uno de estos «Caprichos»: es una maja de pie, al desgaire, con el peinado bajo, con la mantilla que llega hasta los ojos, con el abanico apoyado en la boca. Detrás de ella una mendiga se ha acercado a requerir su caridad; ella, desenvuelta, ligera, vuelve hacia ella su cara con gesto de desdén, y la leyenda dice: «Perdone por Dios... y era su madre...»
Y bien; esta maja es María; no quiero decir yo que María sea despiadada, implacable, feroz.
No, no; he citado este «capricho» porque es acaso aquel en que el maestro ha puesto un tipo de mujer más esbelto, más grácil, más desenfadado, más elegante. Y María es un tipo parejo a éste; mas si la observáis de cerca, si examináis sus ademanes, su gesto, su manera de andar, de sentarse, de levantarse, de atravesar un salón, veréis—y este es su encanto originalísimo—que en ella el tipo de la maja castiza se entremezcla y confunde con el tipo novísimo de la mujer bilbaína. Y vosotros, al llegar aquí preguntaréis: pero ¿existe en realidad un tipo de mujer bilbaína? ¿No es esto una ficción? ¿No es ésto tal vez una galantería? No, no, lector. Hace pocas tardes yo contemplaba, desde el pórtico de un café, allá en Bilbao, frente al puente, a prima tarde, el desfile ligero e incesante de las lindas mujeres.
El cielo estaba gris; el ambiente era fresco. Pasaban, corrían, cruzaban, se entrecruzaban coches, camiones, automóviles, tranvías; a la izquierda, un denso humacho negro se elevaba ante la arcada—hierro y cristal—de la estación de La Robla; a la derecha, la fronda de los árboles del paseo ponía su telón claro. Se oían silbatos agudos, resoplidos de locomotoras, gritos de conductores, trotes de caballos, chirridos de «troleys»... Y por el centro de la ancha vía, encaminadas hacia el puente o de regreso del puente, iban y venían, entre el estrépito, las bilbainitas con sus tocados estivales, blancos, rosa, azules, un poco inclinadas hacia delante, un poco rígidas, nudosas, fuertes, tal vez con los pies un tantico grandes, pero calzadas todas, todas—y este es un de talle indefectible—, con botas irreprochables, con botas negras, con botas brilladoras, con botas elegantes...
Y he aquí ya expuestas a la ligera, en dos palabras, las características de la mujer bilbaína; acaso, si pertenece a las clases altas, notaréis en ella—crecida y educada en una época de enriquecimiento precipitado—un tenue matiz de ostentación y de ingenuidad en su atavío. Mas, bien pronto, todo lo olvidaréis ante su belleza fuerte y severa, ante sus ademanes decididos, ante el ímpetu y el imperio de su persona...
María es también fuerte, nudosa, y tiene una barbilla suave que se repliega con un encanto extraordinario sobre el enhiesto cuello planchado. María marcha también con el busto un poco inclinado, y sus brazos caen sueltos a lo largo del cuerpo. María anda asimismo— característica acaso la más notoria de la mujer bilbaína—, no rauda, no seguida, no con un paso uniforme y simétrico, sino con una serie armónica de rápidos e intermitentes avances, que concuerda en maravillosa sincronía con el ademán y con el tipo. Por la mañana, María se pone sobre Ja blusa blanca una mantilla, y así, medio arrebozada la cara, al regreso de misa, se asoma al balcón de los claveles. Entonces creéis ver esta maja de Goya de que os he hablado, o bien esas otras manolas de la ermita de San Antonio que el maestro ha pintado sobre un barandal recostadas.
Por la noche, tras la cena, María canta un zortzico al piano, o baila valses y rigodones... El joven marqués de Pestagua, derecho, juntos los pies, se inclina ante ella con rígido movimiento de «gentleman». «María, ¿me hace usted el honor de este vals?» Y María se levanta, y los dos giran y giran rápidos por el salón, sobre las tablas lustrosas, resbaladizas. Y como María es viuda, veis en ella, mientras baila, mientras camina, mientras se sienta, mientras se levanta, cierta placidez, cierta majestad, cierto sosiego en que se trasluce tal vez desencanto infinito...

jueves, 13 de noviembre de 2014

República de Corrientes

"República de Corrientes"
hace tiempo que te llaman,
algunos en tono hiriente,
otros así te proclaman
convencidos que realmente
tiene prestigio y fama.

Tierra de grandes varones
de heroísmo y de valor,
donde las tradiciones
son tus reliquias de amor
que lucen los corazones
con orgullo y con honor.

De sobra tienes motivos
para ser pujante y grande!
el principal: ¡ese hijo...!
¡el Gigante de los Andes!,
¡el Señor del patriotismo!
de quien eres cuna y madre...!

De tu valer... yo se tanto...!
ostentas muchos blasones...!
Mi voz por ello hoy levanto
para decirte: !mercedes!
por engendrar a varones
en cuyas glorias te meces
ser República, Corrientes!
Angelica Díaz Colodrero de Beltran
Profundo Sentir, pág. 50.

martes, 11 de noviembre de 2014

El Carbunclo

Cuenta la leyenda que los Andes aún esconden el tesoro que los españoles no pudieron robarles a los incas. Desde la cumbre del Aconcagua hasta en la última de las montañas está mimetizado, por nadie se dejará ver. Es fiel a los quechuas, que, huyendo de la tiranía, se dispersaron. La cordillera no tiene apuro, los espera para entregarles el oro y la plata que les fueron robados por los conquistadores.

Los dioses incas han dejado instrucciones: el carbunclo, obediente, espera quieto y silencioso pero con los ojos puestos en toda la línea del horizonte y en las cavernas de los abismos. Porque nunca debe cerrar los ojos, le han encomendado que vigile si regresan los que fueron humillados y masacrados por la codicia.
Cuando. un lugareño de las montañas acompaña a algún viajero, debe advertirle sobre la posible presencia del carbunclo, porque el pánico del extranjero al vislumbrar ese extraño resplandor que mete miedo en los huesos y en la lengua es tal que deben volver al rancho a tomar un brebaje para los nervios.
Ese resplandor, que estalla en rojos, amarillos y azules plateados, suele verse muy bien en noches sin luna. Inevitablemente los viajeros sienten interés por el tesoro a cargo de ese ser extraordinario. Hay quien dice que en verdad el carbunclo es un quechua enmascarado por los dioses, que esconde en alguna cueva de la cordillera la fortuna deslumbrante.
Los que lo han visto aseguran que el carbunclo es pequeño, tiene el tamaño y la forma de una tortuguita y su caparazón está cubierta de piedras preciosas que aún desconocen los mortales. Sus huesos son de oro y plata y, su sangre, de fuego. Es por eso que durante las noches debe salir a beber agua fresca de las cascadas y manantiales de los cerros, para aplacar la sed que le causan las llamaradas de sus venas-hechas con hilo de cobre sagrado.
La codicia de los conquistadores no logró arrebatar todo. Los dioses se negaron a entregar los más ricos tesoros porque saben que un día servirán para devolver la felicidad a los descendientes de todos los indígenas que fueron humillados y muertos.
Dicen que el carbunclo no es de andar de día, cuando sale el sol se apresura a refugiarse en las grutas; que es muy bondadoso y puede, a simple vista, ver el alma de los hombres, por eso a los que tienen buen corazón les hace descubrir vetas de oro.
Cuenta una leyenda que una vez un conquistador quiso engañado y le preparó una emboscada: su objetivo era quitarle todo, para luego asesinado. Muy lejano al de la riqueza fue el destino del hombre. El carbunclo, al saberse amenazado, no dudó: lo fulminó con el resplandor de las piedras preciosas.
El resultado de la codicia fue la ceguera. El español, ciego, mientras huía trastabilló y terminó en un hoyo colmado de ratas hambrientas que lo devoraron. Por eso, aunque nadie sepa donde vive, todos conocen su custodia, atento para actuar cuando sea necesario, para obsequiar o para castigar, según sea el caso.

Aparece ocasionalmente en las noches oscuras y en los lugares solitarios.
La persona que se llegue a encontrar con este ser, puede resultar favorecida, pues quienes conocen de esta leyenda cuentan que el Carbunco entrega y vomita una bola de oro incrustada de piedras preciosas… pero, quien recibe estas alhajas no debe mostrarse ambicioso, porque si lo hace –de inmediato- el Carbunco lo descubre, quita el tesoro y se lo traga, desapareciendo inmediatamente en la oscuridad, mientras que la persona que se mostró ambiciosa puede quedar ciega o paralizada.
En el sur de la sierra argentinas, su implicación maléfica está más atenuada. En esta zona se describe al Carbunco como un gato negro con un diamante en la frente que emite un gran destello. Los individuos que lo encuentren deben perseguirlo con un pañuelo o manta blanca para atraparlo y quitarle la piedra preciosa de su frente.
No obstante, quien ha logrado capturar al Carbunco y le ha arrancado el diamante, es interpelado luego por éste, quien con una voz llorosa suplica que devuelvan la gema, por la cual este ser sobrenatural está dispuesto a dar cualquier cosa…
Aprovechándose de esto, sus captores las riquezas que ambicionado, y cuando le devuelven el diamante, el Carbunco desaparece y con él todas las esperanzas de hacer realidad sus ambiciones…
En fin, el Carbunco es el ser que castiga a los ambiciosos y premia a las personas desinteresadas.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Siluetas de Zaldivar

CANDUELA
¿Dónde he conocido yo a Canduela? ¿En alguna novela de Galdós? ¿En «El amigo manso», en «Lo prohibido», en «El doctor Centeno», en «Ángel Guerra»? Canduela se halla sentado a la mesa, frente a vosotros; tiene la cabeza redonda, fina, y en ella, a los lados, sobre las sienes, dos largas y angulosas entradas; Canduela lleva un bigote que parece recortado, un bigote que os recuerda los bigotes de los oficinistas de 1850, un bigote grueso, negro, que de pronto se estrecha y acaba en dos puntas agudas; Canduela viste un traje sencillo, gris, de alpaca; Canduela luce una corbata indefinible, que creéis haber visto mil veces sobre el pecho de un oficial quinto, de un violinista que toca en un café, de un viajante de comercio, de un estudiante de Medicina; Canduela come en silencio, como todos, lo mismo que el veciño de la derecha, y el vecino de la izquierda, y el vecino de enfrente. Y vosotros lo miráis un momento, y decis: «He aqui un hombre perfectamente vulgar; he aquí un pobre hombre; tal vez un empleado de un Ministerio; acaso un pequeño industrial».
Pero os engañáis. De pronto, Canduela, que está hablando con don Bernardo, dice: «Yendo yo una vez en el rápido de Bruselas a París...» Entonces vosotros suspendéis en el aire el tenedor que os lleváis a la boca, y miráis asombrados a Canduela. Y Canduela sigue comiendo, correcto y sencillo. Y vosotros tornáis a decir: «Sin duda, este pobre señor ha viajado alguna vez, por casualidad, en un expreso extranjero». Pero Canduela se ha puesto a charlar otra vez con don Emilio. Y oís que dice, hablando de un conocido; «Sí; lo conocí porque tiene su abono en el Real al lado del mío...» Y otra vez volvéis a levantar la vista y a mirar con más sorpresa, con más asombro, a Can- •duela. Y así, poco a poco, os vais enterando de que Canduela—sucesor de un famoso banquero— tiene una fortuna considerable, y ha viajado por países extraños, y vive en una casa soberbia, y se pasea en coche cuando le place. Y entonces os recogéis sobre vosotros mismos, aunáis todas vuestras impresiones, y volvéis a decir: «He aquí un hombre sencillo, llano, natural; he aquí uno de estos hombres raros, excepcionales, que lo son todo, y tienen el arte exquisito de no parecer nada».
Y cuando van pasando los días, cuando habéis hablado ya largamente con Canduela, veis que este pobre hombre es un madrileño de casta, ejemplar y resumen del verdadero madrileño; es decir, un hombre fino, flexible, irónico, un poco desencantado, cortés, diligente, intuitivo, ingenioso... Sin Canduela, la vida en Zaldívar no se concibe. Canduela viene todos los años; de aquí pasa a San Sebastián; de San Sebastián pasa a Biarritz. Canduela es amigo de todos; os entera en dos palabras sobre la vida de tal o cual bañista; os regala de cuando en cuando una frase ingeniosa. Canduela encanta a todas las señoras con su afabilidad sobria y oportuna. El les pregunta el primero qué tal lo han pasado en la excursión que acaban de realizar; él les tiende la mano en el estribo del coche; él finge con ellas un ligero enfado cómico por tales o cuales fruslerías.
—Marquesa, estoy muy incomodado con usted.
La marquesa de Peña-Fuente, esta dama discreta, un poco ingenua, que todos conocéis, le mira estupefacta.
—¿Por qué, Canduela?
—Ha pasado usted esta mañana por el parque y no me ha saludado.
—¡Por Dios, Canduela!—exclama la marquesa con esa voz un tanto llorosa que vosotros todos también recordaréis.
Y Canduela baja la cabeza sobre el plato y simula un mutismo hosco, terrible...

DON BERNARDO
Este es el reverso de la medalla, es decir, un hombre que os inspira tales o cuales fantasías, pero que en realidad no tiene nada de extraordinario... Cuando estáis más tranquilos en la mesa oís una gran voz que grita enfurecida:
—Pero ¿qué escándalo es éste? Pero ¿es que vais a estar así toda la vida?
Se trata de don Bernardo, que apostrofa a una criada porque el intervalo de plato a plato se le antoja muy largo. ¿Os extrañarán estos furores de don Bernardo? ¿Creeréis que el gritar de este modo en la mesa redonda es acaso abusivo? No lo extrañéis; don Bernardo, según confesión propia, viene a Zaldívar desde hace treinta y nueve años. ¿Cómo no tener derecho a chillar? ¿Cómo no tener derecho a indignarse si transcurren cuatro minutos en inacción forzosa de las mandíbulas? Imaginad un manchón ovalado, rojo, encendido; poned en él dos diminutos granos de mostaza, trazad en la parte inferior una pincelada blanca, y luego, perpendicular a ésta, otra ancha pincelada blanca... y tendréis el retrato de don Bernardo.
—Don Bernardo—dice Canduela—, ¿sabe usted a quién vi el otro dia en Solares? A Benito.
—¡Hombre!—exclama con una voz recia don Bernardo.
Y se hace un largo silencio; y cuando creéis que ya el tema de este rápido diálogo ha sido olvidado, exclama don Bernardo:
—¡Ya hace tiempo que no le he visto!
—Está muy grueso—replica Canduela.
—No—observa don Bernardo—; digo que no he visto Solares hace tiempo.
—Debe de ser un edificio nuevo—dice Canduela.
—Es antiguo—contesta don Bernardo—; pero habrán hecho reformas.
No me preguntéis más sobre la vida y dichos de don Bernardo. Yo no sé más; nadie sabe más; sería absurdo saber más. Cuando os retiráis de la mesa y vais a coger vuestro sombrero en la percha, veis un tremendo roten, que más bien semeja el tronco gigantesco de un árbol. Este es el bastón de don Bernardo; él lo ha cortado en el bosque y ha ido haciendo en su corteza, con la navaja, mil pintorescos círculos y arabescos. Y después de comer, don Bernardo se aleja por la fronda apoyado en María comete un lapsus, por ligero que sea, ella se detiene y torna hacia atrás, y no prosigue hasta que el error ha sido perfectamente subsanado.
María no charla a gritos, ni ríe en estrepitosas carcajadas, ni ama los atavíos llamativos. A las diez, cuando el salón está más animado, María da un beso al conde—su padre—y se sube a acostarse. Pero María no duerme. Su cuarto está junto al mío. Una hora después, cuando yo subo, veo una rayita de luz bajo la puerta. ¿Qué hace María? ¿Escribe? ¿Lee? ¿Qué libro lee María? ¿A quién escribe María? No, no imaginéis que María lee un libro de versos sentimentales, ni que escribe una larga carta patética. María no es romántica. Hay mujeres que nacen para amantes, otras que nacen para monjas, otras que nacen para solteras impenitentes, otras que nacen para esposas. María Esteban-Collantes ha nacido para esposa.
Vosotros os casáis con María (no tendréis tanta dicha; es un supuesto); un día, a la semana de vuestra boda, o a las dos semanas, o al mes, decís, parándoos ante ella, un poco perplejos, rascándoos mientras tanto la cabeza:
—María, esta noche no vendré a casa...
Y María, sin mostrar pesadumbre, sin sonreír, con naturalidad, contesta:
—Bien.
Otro día, al cabo de poco, volvéis a decir, también confusos, también temerosos:
—María, mañana tendré que estar fuera durante todo el día.
Y María torna a decir, con la misma naturalidad encantadora:
—Bien.
Y pasa el tiempo; vosotros tenéis vuestros agobios domésticos; hay deudas que no se pueden pagar por el momento; existen atenciones, en cambio, cuya satisfacción es imposible demorar. Vosotros estáis mohínos, apesadumbrados. María nota vuestras angustias...
María—le decís vosotros—, nos hace falta comprar tal cosa y no tenemos ahora dinero...
Y entonces, María, se levanta en silencio, abre un armario y os presenta una cajita repleta de billetes y de monedas que ella poco a poco, día tras día, ha ido ahorrando.
Esta es María Esteban-Collantes.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Instrucciones para dar cuerda al reloj

Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo.

Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave
de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro
plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren
regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí
mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la
sombra de una mujer, el perfume del pan.
¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su
muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El
miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse
y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj,
gangrenando la fría sangre de sus rubíes. Y allá en el
fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y
comprendemos que ya no importa.
Julio Cortázar

Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan
un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo
de aire. No te dan solamente un reloj, que los cumplas
muy felices, y esperamos que te dure porque es de
buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan
solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca
y pasearás contigo. Te regalan —no lo saben, lo terrible
es que no lo saben—, te regalan un nuevo pedazo
frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo, pero no
es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa
como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca.
Te regalan la necesidad de darle cuerda para que siga
siendo un reloj; te regalan la obsesión de a atender a la
hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio
por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo
de perderlo, de que te lo roben, de que se caiga al suelo
y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que
es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia
a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan
un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el
cumpleaños del reloj.
Julio Cortázar

martes, 4 de noviembre de 2014

Un beso maternal

Felices los que han sentido
Su tierno rostro oprimido
Por el labio maternal!
Dichosos los que han oído,
Y al canto se han adormido
De aquella voz celestial!
Tú no puedes comprender
La dicha de poseer
Lo que tienes, niño, ahora;
Lo que vale esa mujer
Que ríe con tu placer
Y que si tú lloras, llora;
Que vela siempre a tu lado
Con solicito cuidado,
Y tu querer adivina,
Su amor desinteresado
Tan dulce, tan sosegado
Como el aura matutina.
Niño, cuando la razón
Alumbre tu corazón,
Y veas cómo es debido,
Recuerda con que ilusión
Con que delirio y pasión
Esta mujer te ha querido.
Beso el polvo que piso
Y la cuna que meció
Con una afán tan prolijo;
Respeta lo que toco
Lo que te dijo y mando;
¡Mucho debe hacer un hijo!
Alza su lánguido brazo,
Forma con el tuyo un lazo,
Y no le sueltes jamás.
Dirige su tardo paso,
No andes en amarla escaso,
Nunca cual ella amarás. 

María Josefa Massanés
En Cuentos de la abuelita, 1900, pp. 170-172

lunes, 3 de noviembre de 2014

El pez y el reloj

He aquí una pequeña paradoja que dedico al querido humorista Luis Gabaldón... 

Yo estoy profundamente triste. Yo me siento en una silla liviana del balneario, frente al mar ancho; tal vez mis pensamientos divagan, frente a esta inmensidad, sobre la otra inmensidad del tiempo y del sucederse inacabable, eterno, de los hombres y de las cosas. Pero un mozuelo irrespetuoso se me apropincua y me pide diez céntimos; éste es el precio de la silla. Yo doy los diez céntimos. Y otra vez, ya libre de esta momentánea impureza de la realidad, mi espíritu vuela férvido, raudo, por los espacios infinitos. Yo me levanto: un filósofo peripatético no puede estar sentado. Entre los grupos de gráciles muchachas yo marcho sinuoso, aspirando la fresca brisa, viendo cómo sobre el fondo esmeralda del mar se perfilan, en bella concordancia, los bustos femeninos, henchidos, ondulosos. De cuando en cuando un tranvía llega; tropeles de bañistas hacen irrupción en el balneario. Se ríe, se charla, se forman corros con las sillas. Allá abajo, en la arena, sobre el tapiz dorado, otras figuras negras se remueven, marchan, y entre ellas pasan y pasan los bañistas con sus trajes menguados. Tal vez sale de las ondas una bella dama, chorreante, encogida, pegado al cuerpo el traje, y entonces un grupo se detiene, la mira ansioso, silencioso, y ella cruza sobre la fina arena despacio, con ese gesto—que ya conocéis—de quien, importándole mucho una cosa, quiere dar a entender que no le importa. Acaso el bañista que surge del piélago terrible es un varón y entonces las gentiles muchachas de la playa le miran, sonríen, cuchichean, en tanto que él, un poco avergonzado, con su malla corta, desteñida, emprende una ligera carrera hasta atrapar la choza.
Yo observo todo esto y torno a sentarme. ¿Por qué, siendo yo un devoto de Aristóteles, estoy siempre sentado? Otra vez este muchacho inevitable se me acerca: me pide diez céntimos. Son los diez céntimos de la silla. Yo le doy los diez céntimos. Y vuelvo a divagar sobre la eternidad, sobre el tiempo, sobre el origen de la vida, sobre las causas finales y sobre el problema del conocimiento. Cuando he estado un rato inmóvil, fija la vista en las aguas glaucas, torno a levantarme. La varié dad es uno de los encantos de la vida; procurad tener siempre variedad en vuestras cosas. Esta es la causa de que yo deje el salón del balneario y baje a la playa. En la playa se ven los lindos pies de las señoras, recostadas en los cestos. Los pies chiquitos, arqueados, calzados con nuevos y elegantes zapatos, son uno de los mayores atractivos de la mujer; procurad que la mujer que améis tenga los pies chiquitos. Yo los voy contemplando todos con la discreción con que un modesto observador de la vida ha de hacer estas cosas. Quizá esta espléndida señora por cuyo lado paso, se halla muy cerca de mí para que yo pueda realizar mi observación; entonces yo—estad atentos— dejo caer mi pequeño bastón ante ella y me inclino, como es natural, a recogerlo...
Y cuando he ido de un lado para otro, yo experimento vehementes deseos de sentarme en una cesta. Estas cestas constituyen para un filósofo de mis dimensiones una novedad sorprendente; el lector ya las conoce; son a modo de diminutas hornacinas de mimbre. Pero yo declaro que no las había visto nunca sino en las fotografías, y que claro está que jamás me había aposentado en ellas. Hay deseos fútiles en la vida que tienen, sin embargo, para nosotros una excepcional importancia. ¿Os confesaré que yo, desde la infancia, cuando viajaba hacia el colegio, he sentido la secreta ansia de comer en la fonda de una estación, entre el bullicio de los viajeros, mientras suenan los timbres y los silbatos de las locomotoras? Después, siendo ya hombre, he satisfecho muchas veces mis ilusiones de muchacho, y he visto, con profundo dolor, que el comer en las estaciones es una triste cosa...
¿Iré a experimentar también en este momento otra cruel decepción? Ante mí tengo una de estas misteriosas cestas; yo me siento, emocionado; los mimbres crujen un poco; una tenue y grata satisfacción hace vibrar mis nervios. Yo me digo a mí mismo que esto es admirable, y considero al mismo tiempo que con las piernas extendidas, con el puño del bastón en la boca, con el sombrero un poco echado hacia la frente, debo de tener cierto aspecto de hombre mundano y distinguido. Yo miro con discreción a un lado y a otro para ver si soy observado por estas damas elegantes. Pero yo compruebo que estas damas no miran y que, en cambio, un hombre vestido de blanco se adelanta hacia mí con un diminuto papel verde en la mano. Yo experimento cierto asombro. ¿Quién es este hombre? ¿Qué quiere? ¿Qué significa este papelillo que me presenta? Este hombre me reclama diez céntimos: son los diez céntimos de la cesta. El sentarse en una cesta cuesta diez céntimos. Yo los entrego. Acaso una vaga desilusión comienza a aso mar en mi espíritu; la vida, ¿será una cadena de decepciones inacabables, perdurables, como estas olas que llegan presurosas a morir en la arena? Y esta consideración frívola, prosaica, me lleva a otros más hondos y desconsoladores pensamientos. Pero ¿por qué entregarse a la melancolía en un balneario rumoroso, ameno, donde las muchachas ríen y sonríen? No; decididamente, esto es absurdo. Y para desvanecer estos funestos desvaríos, vuelvo al salón y luego subo a la terraza. Las terrazas tienen una utilidad innegable; desde ellas se pueden dominar panoramas extensos y pintorescos. Una inmensa llanura azul se abre ante mi vista. La contemplo un momento de píe: ante mí hay una silla. ¿Por qué no he de sentarme en esta silla? Yo me siento. Y cuando mis ideas vuelan de nuevo por las esferas filosóficas, veo que un desconocido se va acercando a mí. De nuevo torno a sentir una extraña emoción. Este desconocido me pide diez céntimos: es lo que cuesta el sentarse en la terraza para ver el mar ancho. Yo le doy los diez céntimos. Y mi espíritu, ya contristado, ya puesto en la pendiente de la desesperanza, comienza a caer en un abatimiento hondo...
Será preciso marcharse de la playa, pasear por la costa, tomar el tranvía. Tomar el tranvía me parece una idea excelente. Yo lo tomo; yo llego a Santander y voy caminando por los muelles. Aquí veo unos pescadores. Los pescadores son seres estimables; los pescadores nos enseñan la paciencia: procurad también, si estáis un poco fatigados de vuestras mujeres, el dar un pequeño paseo junto a los pescadores. Yo veo que a intervalos—no, por desgracia, muy breves—este excelente pescador que observo tira del implacable hilillo y saca un pescado blanco, de plata. Primero allá en lo hondo, entre las aguas glaucas, se ve una mancha blanca, informe; rápidamente, esta mancha se va agrandando y perfilando, al mismo tiempo que traza una línea sinuosa; luego el pez es arrancado de su elemento y vuela por el aire; por fin, llega a las manos feroces del pescador. Y éste es el momento terrible; el pescador lo desentraba del anzuelo y lo echa en un lóbrego cesto... Pero ésto lo hacen así, pro* saicamente, los pescadores vulgares. Este pescador que yo observo, cuando tiene en la mano uno de estos gruesos «panchos» vivos, brillantes, con escamas de plata, con irisaciones áureas en las aletas; cuando tiene en la mano uno de estos pescados que él ha cogido tras larga y pacienzuda espera, se lo lleva al oído, finge que escucha un momento en silencio, y luego exclama, volviéndose hacia los espectadores, sonriente: «Dice que quiere volverse abajo; pero yo le he dicho que se esté aquí un rato con nosotros». Los espectadores ríen también, en tanto que el pez brinca en la cesta. Y yo digo a mi vez y para mí mismo: «Este pescador es el mayor ironista de Santander.»
El descubrimiento me regocija, y ya voy a retirarme alegre y satisfecho, cuando en este punto ocurre el acontecimiento más considerable y emocionante de mi veraneo sentimental. Las grandes cosas han de ser relatadas con palabras sencillas. Yo tengo mi reloj en la mano; es un pequeño reloj Waltham, plano como este pez, brillante como este pez, ligero como este pez. Yo lo he sacado, naturalmente, para mirar la hora. Pero en el mismo instante en que yo estoy contemplando su blanca esfera, este pescador, que ha acabado de cebar el anzuelo, lo echa de pronto hacia atrás, con objeto de lanzarlo con más fuerza hacia delante. Yo, para evitar que este anzuelo haga presa en mi pequeño sombrero, doy un violento salto, y en el mismo instante mi pequeño reloj salta también al agua. ¿Comprendéis mi estupefacción? Yo lo miro absorto: él, ligero, desenvuelto, desciende entre las ondas tenebrosas como un pez libre, jovial, y desaparece al fin en lo profundo. Y yo, después de permanecer un rato inmóvil, me alejo de este triste paraje. Y yo torno a decirme: «Este pez, que salta y vuelve a saltar en la cesta, debería hallarse en las aguas, suelto y alegre, en vez de estar en tierra firme; y este reloj, que se ha perdido entre las ondas, debería reposar en mi bolsillo, en lugar de marcharse a convivir con salmonetes, lenguados, rodaballos, panchos y merluzas. ¿Por qué este trastrueque del orden natural de las cosas? ¿En virtud de qué misteriosas, impenetrables causas se ha producido este fenómeno? ¿No es ésto algo así como cuando ponemos nuestras ilusiones en un ideal y luego la realidad triste nos lleva por distintos caminos? ¿No es esto una imagen de nuestros destinos, de nuestras vidas, de nuestros amores, de nuestras ambiciones desarregladas, trastrocadas por el azar y por el infortunio?».
He aquí una pequeña paradoja que dedico al querido humorista Luis Gabaldón. Yo estoy profundamente triste.

sábado, 1 de noviembre de 2014

El viborón del Río


El que no conoce el cuento del viborón del río, no sabe lo que son los encantamientos.
Cuentan que había una vez un pescador muy pobre y con poca suerte. Se iba tempranito a la orilla del río con el arpón y la red, pero no sacaba ni un pescado, ni uno solo. Y ahí estaba, llorando su mala suerte un día, cuando se le apareció el señor del río, nada menos.
Venía mojado y lleno de escamas, con aire de viborón y olor a surubí. La verdad, metía miedo.
-Si querés pescado, te doy pescado. ¿Querés pescado?
-Claro que quiero. -dijo el pescador, sin creer demasiado en lo que oía.
-Entonces te doy pescado, ¿sabés?, y hay algo que quiero a cambio: que me des lo primero que salga a recibirte cuando vuelvas a tu casa. Lo primero. ¿Estás de acuerdo?
-Sí, de acuerdo. -dijo el pescador, tranquilo el hombre, porque sabía que el primero que salía a recibirlo era su perro, el Manchas.
-Entonces tirá la red nomás y agarrá el arpón, que te esperan los peces.

Ese día el pescador dejó de ser pobre y se volvió suertudo: pescó diez canastos de pescado -surubíes, pejerreyes, tarariras y un dorado que brillaba como el sol- y los vendió bien en el pueblo. Sólo que, cuando volvió a la casa, no salió a recibirlo el Manchas, como siempre, sino su hija, la Narcisa, la única que tenía. Ahí sintió el pobre que el mundo se le venía abajo y que se le borraba la suerte de un plumazo.
-El río quiere a nuestra Narcisa -le contó a la mujer esa noche-, y ya se sabe lo cabrero que es el río.
A la mujer se le ocurrió que tal vez pudiesen engañar al viborón (creía la pobre que el río era zonzo), y al día siguiente no llevaron a la orilla a la hija, sino al pobre Mancha, atado con una cuerda. El río se enojó mucho:
-Ése no fue el trato, che pescador. Quiero a tu hija, que salió a recibirte mucho antes que tu perro.
El pescador supo entonces que nada podía hacer por salvar a Narcisa de su destino.
Le dijo que preparara su atadito de ropa y la acompañó a la orilla. La chica estaba ahí temblando, con mucha cara de miedo, esperando que de un momento a otro se le apareciera el viborón del río. Pero nadie vino a recibirlo. Nada más sucedió otra maravilla: se abrieron en dos las aguas y le mostraron el camino, que se iba hundiendo. Lo raro era que el fondo del río ni siquiera estaba barroso sino seco y lleno de pastito. Narcisa anduvo un largo rato y llegó a una casa muy linda, lindísima, pero muy solitaria.
Golpeó y salieron a atenderla una especie de sombra, invisibles casi, pero muy educadas, muy atentas. Unas le ofrecían comida, otras le peinaban las trenzas, le traían vestidos… Se acostó a dormir en sábanas de seda -¡de seda, nada menos!- y en mitad de la noche alguien que llega y se acuesta a su lado.
Narcisa lo oyó, pero estaba tan asustada que no dijo nada y siguió durmiendo.
Y a la segunda noche, igual.
Y a la tercera, se anima y le pregunta:
-¿Quién sos?
Temblaba entre las sábanas de sólo pensar en las asquerosas escamas del viborón del río.

-Soy tu esposo –le dijo una voz en medio de lo oscuro-, el señor del río. ¿Hay algo que quieras?
-Sí –dijo Narcisa entre sollozos-. Querría volver a ver a mis padres. Acá me siento muy sola. Las sombras son muy amables, pero no dicen ni mu. La verdad, señor, acá me aburro un poco.
-Está bien –dijo el señor del río-, te voy a dejar que vayas de visita. Pero, eso sí, Narcisa, tenés que prometerme que de allá no traés nada, ni la cabeza de un alfiler, ¿me entendiste?, ni el negro de una uña.
-Sí, lo prometo –dijo Narcisa, y se durmió contenta pensando en el viaje.

Al día siguiente el agua volvió a abrirse en dos mostrándole el camino hasta a orilla.
Los padres se alegraron mucho de ver a la hija y le hicieron mil preguntas.
-Pero ¿cómo es él? –preguntaba la madre-. ¿Es feo, hija, muy feo muy feo? ¿Tiene cara de viborón o de pescado?
-No sé, mamá. Cuando llega está todo oscuro.
-¿Y no duerme cuando llega?
-Se duerme, sí, pero se va antes de que la luz vuelva. Me parece que no quiere que lo vea.
Entonces la madre tuvo otra de sus ideas. Le dijo:
-¿Sabés qué pienso, Narcisa? Que lo mejor es que te lleves un fósforo. Esperás a que se duerma y después lo encendés y le mirás la cara. Ahí vas a ver si es de viborón nomás, como dice tu padre, o de pescado, como dijo yo.
Narcisa no quería, porque se acordaba bien de la recomendación que le había hecho el marido, pero tanto insistió la madre que al final se llevó el fósforo escondido entre las ropas. Creía la pobre que, de tan chiquito que era, nadie iba a descubrirlo nunca.
Se paró en la orilla, se abrieron las aguas y volvió a la casa por el mismo camino.

Esa noche el viborón llegó, como siempre, cuando ella estaba ya acostada en sus sábanas tibias, haciéndose la dormida. En cuento el marido empezó a roncar (y bien fuerte que roncan los viborones), Narcisa sacó su fósforo, lo encendió y lo acercó a la almohada. Y no era viborón el que dormía a su lado, no, y tampoco era pescado. Era hombre, y joven, y hermoso. Tan hermoso que Narcisa se olvidó de que tenía un fósforo en la mano y lo dejó caer sobre la frente del muchacho dormido.

¡Para qué! Ya se sabe cómo se pone el río cuando se despierta…
-Me traicionaste, Narcisa –le dijo con una furia tan brava que hizo temblar la cama-. ¿No te dije que no trajeras nada de la casa de tus padres, ni la cabeza de un alfiler ni el negro de una uña?

-Perdoname, perdóname –suplicó Narcisa-, yo sólo quería verte la cara. Mi papá dice que sos un viborón y mi mamá dice que sos pescado…
-¿Y vos hacés lo que te mandan, no? Te dicen andá y vos vas. Te dicen llevá y vos traés. ¿Por qué no pensás un poco? ¡Si supieras lo que hiciste, Narcisa! ¡Siete días me faltaban! ¡Siete días nada más para quebrar el hechizo que me obligaba a ser viborón durante el día! Y ahora, por tu culpa, porque hiciste lo que hiciste, siete años más tengo que sufrir esta desgracia. ¿Sabés lo que es hacer de viborón todos los días, que la gente te vea y diga “¡Uy, qué feo!”? ¿A vos te gustaría?
Narcisa se puso a llorar.
-A mí me gusta ser tu esposa. No me importa que seas viborón –decía, y lo abrazaba.
-Pero a mí sí que me importa, y no quiero que me veas feo, así que me voy y te dejo sola. Pensá bien lo que querés hacer. Si me querés, si querés encontrarme, vas a tener que buscarme en los Tres Picos de Amor. Es una ciudad muy grande y está cerca de un río.
Y ahí desapareció el esposo. Y no sólo el esposo: también la casa, las sombras serviciales y hasta el río… Narcisa apareció parada en medio de un monte espeso, lejos de todo lo que conocía. Con los vestidos rotos, sin zapatos, sin nada, como mendiga.
Comenzó a caminar y caminó tres años por el monte espeso, buscado los Tres Picos de Amor.

Un día llegó a la casa de una vieja revieja más arrugada que la corteza.
-Señora –le dijo cuando salió a recibirla-, soy mendiga y busco un sitio: los Tres Picos de Amor se llama; no sé si lo conoce.
-Jamás oí hablar de ese sitio, hijita –dijo la vieja-, pero eso no quiere decir nada: salgo poco de casa. Puede que mi hijo, el Viento Sur, lo conozca.
Y llegó el Viento Sur sacudiendo las ramas.
-¿Los Tres Picos de Amor, dice? No, niña, hasta allá no llego. Pero puedo acercarla un poco si usted quiere.
Y sin esperar la respuesta, levantó en el aire a Narcisa y voló con ella un año entero. La dejó en un campo, cerca de un ranchito.
Narcisa golpeó a la puerta del rancho y salió a recibirla una vieja más vieja que la vieja revieja arrugada como la corteza.
-Busco los Tres Picos de Amor, señora. ¿Acaso los conoce?
-Conocer no los conozco, hijita, pero los oí nombrar una vez, cuando era chica. En una de ésas mi hijo, el Viento Norte, que anda por tantos lados…
Y llegó el Viento Norte arreando una manada de nubes.
-Sí que los vi –dijo cuando la madre le hizo la pregunta-, los vi de lejos muchas veces aunque no llega tan allá mi recorrido. Cerca la puedo dejar, eso sí. Suba, sí quiere, que la llevo.
Levantó a Narcisa en un remolino y voló dos años con ella.
Por fin la dejó al pie de un cerro, siempre trepando, siempre remontando el río y con los ojos fijos en esos picos tan altos que de noche parecían pinchar la luna. Hasta que llegó a la ciudad milagrosa.
Se metió por una calle, una calle cualquiera, y de pronto –así de milagrosos son los encuentros- se topó cara a cara con el esposo, con el señor del río. El sol brillaba en el cielo, pero no había ya viborón ni surubí ni escamas. Sólo un joven hermoso, que la abrazó, la besó y le dijo:
-Por fin llegaste, Narcisa. ¡Siete años que te esperaba!

Y Narcisa suspiró aliviada.
El cuanto no dice si se quedaron a vivir en los Tres Picos de Amor o si volvieron a la casa del río. Pero a mí se me hace que sí, que volvieron al río, porque los ribereños son así: se encariñan con el agua.