LOS OBREROS DE LEBRIJA
En el artículo anterior hemos tratado de bosquejar el fondo; ahora vamos a apuntar las figuras. Estamos todos reunidos en torno de una mesa anchurosa, en el Casino, metidos en un cuarto cerrado, frente a frente, mano a mano, dispuestos a charlar con espacio.
—Vamos a ver—digo yo, dirigiéndome a Pedro, que se encuentra a mi izquierda—. Vamos a ver; yo deseo que ustedes me digan lo que piensan con franqueza sobre esta situación.
Pedro considera con rápida mirada a los demás; los demás son Juan, Pepe Luis, Manuel, Ginés y Antonio. Todos van vestidos con sus chaquetillas ceñidas, livianas, sutiles, de blanco lienzo; todos tienen las caras tostadas, escuálidas, flácidas, con los ojos hundidos; todos se hallan sentados con posturas un poco rígidas, con los sombreros puestos sobre los muslos. Y Pedro—un viejo de ojos claros, vivos, elocuentes—se ha vuelto hacia mí, ha dado una vuelta entre sus manos a su chapeo, y ha dicho.
—Esto, ya lo ve usted, no puede etar peor...
—Lo he visto—replico yo—; lo estoy viendo; pero yo quiero que me digan cómo viven en la presente situación; ustedes tienen mujer; tienen hijos. ¿De qué manera se gobiernan en sus casas en este trance?
Pedro ha callado otro breve momento.
—Hoy—ha replicado—no tenemos jornal; los trabajadores de Lebrija estamos repartidos entre los propietarios; estos propietarios dan diariamente a cada jornalero 60 céntimos. Con estos 60 céntimos ya supondrá usted que no podemos pasar; con estos 60 céntimos compramos pan, lo cocemos en agua, y eso es lo que comemos.
—Sí—observo yo—; de ese modo es imposible continuar. Ustedes necesitan un jornal. ¿Qué jornal ganan ustedes en tiempos normales en Lebrija?
—En tiempos normales—replica Pepe Luis—ganamos tres reales y una telera de pan.
—¿Una telera de pan?—pregunto yo—¿Qué es una telera?
—Una telera—dice Manuel—son tres libras.
—Además—añade Pedro—, nos dan media panilla de aceite y un poco de vinagre.
—¿Cuánto es una panilla?—torno a preguntar yo.
—Una panilla—dice Pedro—es la centésima parte de una arroba.
—¿Cuántas libras tiene la arroba de aquí?
—La arroba de aquí tiene 25 libras.
—Perfectamente—digo yo—, perfectamente; pero con tres reales, una telera de pan, media panilla de aceite y un poco de vinagre creo que no se puede vivir.
—Y tenga usted en cuenta—añade Pedro—que no tenemos este jornal durante todo el año;
muy afortunado puede considerarse el que de los doce meses trabaja seis.
—Entonces—digo—, ¿cuánto creen ustedes que debe ser el jornal mínimo diario? Pedro, Juan, Pepe Luis, Manuel, Ginés, Antonio, ¿quieren ustedes que hagamos la cuenta por la menuda de lo que ustedes necesitan para comer?
Todos sonríen un poco.
—¡Vamos allá!—exclama Pedro.
—¡Ea, lo va uté a vé!—gritan Juan, Pepe Luis, Ginés, Manuel y Antonio.
—Ante todo—digo yo—, supongamos que la familia de usted, Pedro, se compone de usted, de su mujer y de tres chicos.
—¡Esa es la familia que tengo precisamente! —exclama Pedro.
—En ese caso—replico yo—, no tenemos que imaginar nada. Usted, Pedro, necesita pan. ¿Cuánto pan necesita usted todos los días?
—Necesitaré tres kilos. ¿Le parece a usted mucho?
Yo me apresuro a protestar.
—No, no, Pedro; de ningún modo; me parecen muy bien tres kilos.
—Tres kilos los contaremos a 36 céntimos el kilo.
—¡Y ha de ser morenito, morenito pa no exagéralo!—observa Pepe Luis.
—Aceite, ¿cuánto?
—Dos panillas, o sea un real.
—Habichuelas, ¿cuántas?
—Un kilo, que cuesta 36 céntimos.
—¿Patatas?
—Patatas le pondremos 10 céntimos.
—¿Carne?
Pedro se detuvo un momento; Juan, Pepe Luis, Manuel, Ginés y Antonio sonríen.
—Carne—dice al fin lentamente Pedro—, carne, no la probamos.
—¿Vino?
Se hace un nuevo silenció y surgen nuevas sonrisas.
—Vino—dice Pepe Luis—, de cá tré mese, un vasillo.
—Pues pasemos al alquiler de la casa— digo yo.
—Los alquileres suben a 14, 16 y 18 reales mensuales—prosigue Pedro—. Pongamos por la casa 15 céntimos diarios.
—Veamos ahora la ropa. ¿Qué gastan ustedes en ropa?
—Ya lo está usté viendo.
Yo veo las chaquetillas ligeras, astrosas. Los pantalones raídos, las botas despedazadas, los sombreros grasicntos, agujereados.
—¿Cuánto quiere usted que pongamos para la ropa?—vuelvo yo a preguntar.
—Pongamos—dice Pedro—30 céntimos diarios.
—¿Y tabaco?
—De tabaco, 10 céntimos.
—¿Está ya todo? ¿No queda el gasto de la barbería y el de la limpieza de la ropa?
—Por la barbería no pondremos nada; nos afeitamos nosotros mismos. En cuanto al lavado de la ropa, ¿le parece a usté que destinemos 5 céntimos para jabón y que añadamos otros 10 para leña con que guisar?
—Está bien—agrego yo—; vamos ahora a sumar.
Y la suma arroja un total de 2 pesetas 49 céntimos.
—Pedro, Juan, Pepe Luis, Manuel, Ginés, Antonio—les digo a mis amigos—: las cuentas que acabamos de echar no pueden ser tachadas de escandalosas; están calculados todos los gastos con bastante modestia. Y bien: si ustedes ganan 3 reales de jornal y necesitan tirando por lo bajo, 9 reales y 24 céntimos, ¿qué hemos de hacer? ¿Cómo vamos a resolver este conflicto? ¿Qué ideas son las de ustedes? Yo agradecería que ustedes me hablaran con entera confianza, como a un compañero. Las obras de la carretera que todos esperamos no harán sino aplacar esta angustia presente; el problema tornará a resurgir. Ustedes han pensado muchas veces sobre él: ¿qué creen ustedes que debemos hacer?
Pedro, Juan, Pepe, Antonio, Ginés, Manuel y Pepe Luis se han mirado en silencio. ¿Tenían reparo en exponer su escondido criterio ante un desconocido? Y de pronto este Antonio, que ha permanecido callado durante toda la conferencia, ha levantado la cabeza y ha comenzado a hablar. Antonio es uno de estos hombres tímidos, apocados, encogidos, que callan, que conllevan todo resignado, pacientes, y que de pronto, cuando menos lo esperamos, se yerguen en actitudes bravias y tienen en sus palabras y en sus obras una audacia y un ímpetu estupendos. Yo quiero que temáis y respetéis a estos hombres que a vosotros os parecen insignificantes y opacos, a estos hombres que pasan inadvertidos por la vida; ellos hacen las cosas grandes, ellos son tremendos, ellos guían e inspiran a las muchedumbres en las revoluciones.
—En Lebrija—ha dicho Antonio—existen grandes extensiones de terrenos incultos; esos terrenos son los que creemos nosotros que el Estado debe expropiar a sus propietarios y vendérnoslos a nosotros a largos plazos. Hoy hay en el pueblo pequeñas parcelas de tierra arrendadas a los labriegos; pero estos arrendamientos no sirven sino para enriquecer a los intermediarios. Yo, por ejemplo, llevo una fanega de tierra arrendada; yo pago por ella 31 pesetas y 25 céntimos. La persona a quien yo entrego esta cantidad no es el dueño de la tierra; esta persona a su vez tiene arrendado este pedazo y entrega por él al verdadero propietario tan sólo 1 1 pesetas. Y asi, lo que va de diferencia entre lo que yo entrego y lo que él entrega es lo que yo creo que se me cobra a mi injustamente. Y éste no es un caso extraordinario; he de advertir a usted que ya en Lebrija se va generalizando este sistema, y que los propietarios van arrendando sus tierras a unos pocos acaparadores, que, a su vez, las subarriendan a los pequeños terratenientes. Y no es ésto lo más grave de todo; lo más grave— y fíjese usted bien en ello—es que cuando se rotura una dehesa y es arrendada a un jornalero una parcela, este jornalero la cultiva con todo esmero, la limpia con cuidado, la hace producir lo más posible, y entonces, cuando se halla en este estado, el dueño se la quita al jornalero para arrendarla en un precio mayor a otro solicitante; es decir, que el labriego ha trabajado durante unos años para mejorar unas tierras, y que cuando esta mgjora se ha realizado resulta que sólo sirve para que el dueño de la tierra se enriquezca...
Antonio ha callado un instante.
—Pero, Antonio—le digo yo—, aun cuando esos terrenos incultos se expropiaran y repartieran, ¿qué iban ustedes a hacer con ellos?¿No necesitarían ustedes medios para comenzar a cultivarlos?
—No se nos oculta—contesta Antonio—; nosotros sabemos que el Estado no puede acometer esta reforma sin fomentar a la par el crédito agrícola. Faltan cajas y Bancos que suministren a bajo precio dinero al labrador. Hoy, en Lebrija, por ejemplo, no hay ni un propietario que facilite un duro a un jornalero, fiado en sólo la persona de éste; el crédito directo no existe; el trabajador necesita que le abone una persona de capital; para tomar 25 pesetas es preciso que tenga por lo menos bienes por valor de 500 el que ha firmado. Y después hay que contar con que la tasa del préstamo asciende, como regla general, a un 25 por 100, y que hay que pagar al corredor y convidarlo, y que es preciso gastar también los 25 céntimos del documento.
Yo oigo atentamente cuanto me dice Antonio; sus compañeros asienten a sus palabras.
—Y esto que ustedes me dicen a mí ahora— resumo yo—, ¿lo han pedido ustedes alguna vez en público?
—¡Mil veces, mil veces!—gritan todos.
Y Antonio, más vehemente, más exaltado:
—Cuando nosotros pedimos ésto, cuando nosotros solicitamos un permiso para celebrar una reunión, se nos mandan cuarenta o cincuenta guardias civiles. El Gobierno no conoce otro medio de solucionar la cuestión social. No se escuchan nuestros razonamientos; no se contesta a ellos; se nos enseñan los cañones de los fusiles, y con eso creen haber cumplido su misión ante la sociedad los ministros.
Y luego, con voz más queda, más tranquila:
—Nosotros estamos ya cansados.
Ya están cansados los buenos labriegos de Lebrija; ya están cansados los labriegos de toda Andalucía; ya están cansados los labriegos, los obreros, los comerciantes, los industriales de toda España. Ya estamos cansados los que movemos la pluma para pedir un poco de sinceridad, de buena fe, de amor, de reflexión a los hombres que nos gobiernan. ¿Qué va a venir después de este cansancio? ¿No es ésta una interrogación formidable?