lunes, 10 de noviembre de 2014

Siluetas de Zaldivar

CANDUELA
¿Dónde he conocido yo a Canduela? ¿En alguna novela de Galdós? ¿En «El amigo manso», en «Lo prohibido», en «El doctor Centeno», en «Ángel Guerra»? Canduela se halla sentado a la mesa, frente a vosotros; tiene la cabeza redonda, fina, y en ella, a los lados, sobre las sienes, dos largas y angulosas entradas; Canduela lleva un bigote que parece recortado, un bigote que os recuerda los bigotes de los oficinistas de 1850, un bigote grueso, negro, que de pronto se estrecha y acaba en dos puntas agudas; Canduela viste un traje sencillo, gris, de alpaca; Canduela luce una corbata indefinible, que creéis haber visto mil veces sobre el pecho de un oficial quinto, de un violinista que toca en un café, de un viajante de comercio, de un estudiante de Medicina; Canduela come en silencio, como todos, lo mismo que el veciño de la derecha, y el vecino de la izquierda, y el vecino de enfrente. Y vosotros lo miráis un momento, y decis: «He aqui un hombre perfectamente vulgar; he aquí un pobre hombre; tal vez un empleado de un Ministerio; acaso un pequeño industrial».
Pero os engañáis. De pronto, Canduela, que está hablando con don Bernardo, dice: «Yendo yo una vez en el rápido de Bruselas a París...» Entonces vosotros suspendéis en el aire el tenedor que os lleváis a la boca, y miráis asombrados a Canduela. Y Canduela sigue comiendo, correcto y sencillo. Y vosotros tornáis a decir: «Sin duda, este pobre señor ha viajado alguna vez, por casualidad, en un expreso extranjero». Pero Canduela se ha puesto a charlar otra vez con don Emilio. Y oís que dice, hablando de un conocido; «Sí; lo conocí porque tiene su abono en el Real al lado del mío...» Y otra vez volvéis a levantar la vista y a mirar con más sorpresa, con más asombro, a Can- •duela. Y así, poco a poco, os vais enterando de que Canduela—sucesor de un famoso banquero— tiene una fortuna considerable, y ha viajado por países extraños, y vive en una casa soberbia, y se pasea en coche cuando le place. Y entonces os recogéis sobre vosotros mismos, aunáis todas vuestras impresiones, y volvéis a decir: «He aquí un hombre sencillo, llano, natural; he aquí uno de estos hombres raros, excepcionales, que lo son todo, y tienen el arte exquisito de no parecer nada».
Y cuando van pasando los días, cuando habéis hablado ya largamente con Canduela, veis que este pobre hombre es un madrileño de casta, ejemplar y resumen del verdadero madrileño; es decir, un hombre fino, flexible, irónico, un poco desencantado, cortés, diligente, intuitivo, ingenioso... Sin Canduela, la vida en Zaldívar no se concibe. Canduela viene todos los años; de aquí pasa a San Sebastián; de San Sebastián pasa a Biarritz. Canduela es amigo de todos; os entera en dos palabras sobre la vida de tal o cual bañista; os regala de cuando en cuando una frase ingeniosa. Canduela encanta a todas las señoras con su afabilidad sobria y oportuna. El les pregunta el primero qué tal lo han pasado en la excursión que acaban de realizar; él les tiende la mano en el estribo del coche; él finge con ellas un ligero enfado cómico por tales o cuales fruslerías.
—Marquesa, estoy muy incomodado con usted.
La marquesa de Peña-Fuente, esta dama discreta, un poco ingenua, que todos conocéis, le mira estupefacta.
—¿Por qué, Canduela?
—Ha pasado usted esta mañana por el parque y no me ha saludado.
—¡Por Dios, Canduela!—exclama la marquesa con esa voz un tanto llorosa que vosotros todos también recordaréis.
Y Canduela baja la cabeza sobre el plato y simula un mutismo hosco, terrible...

DON BERNARDO
Este es el reverso de la medalla, es decir, un hombre que os inspira tales o cuales fantasías, pero que en realidad no tiene nada de extraordinario... Cuando estáis más tranquilos en la mesa oís una gran voz que grita enfurecida:
—Pero ¿qué escándalo es éste? Pero ¿es que vais a estar así toda la vida?
Se trata de don Bernardo, que apostrofa a una criada porque el intervalo de plato a plato se le antoja muy largo. ¿Os extrañarán estos furores de don Bernardo? ¿Creeréis que el gritar de este modo en la mesa redonda es acaso abusivo? No lo extrañéis; don Bernardo, según confesión propia, viene a Zaldívar desde hace treinta y nueve años. ¿Cómo no tener derecho a chillar? ¿Cómo no tener derecho a indignarse si transcurren cuatro minutos en inacción forzosa de las mandíbulas? Imaginad un manchón ovalado, rojo, encendido; poned en él dos diminutos granos de mostaza, trazad en la parte inferior una pincelada blanca, y luego, perpendicular a ésta, otra ancha pincelada blanca... y tendréis el retrato de don Bernardo.
—Don Bernardo—dice Canduela—, ¿sabe usted a quién vi el otro dia en Solares? A Benito.
—¡Hombre!—exclama con una voz recia don Bernardo.
Y se hace un largo silencio; y cuando creéis que ya el tema de este rápido diálogo ha sido olvidado, exclama don Bernardo:
—¡Ya hace tiempo que no le he visto!
—Está muy grueso—replica Canduela.
—No—observa don Bernardo—; digo que no he visto Solares hace tiempo.
—Debe de ser un edificio nuevo—dice Canduela.
—Es antiguo—contesta don Bernardo—; pero habrán hecho reformas.
No me preguntéis más sobre la vida y dichos de don Bernardo. Yo no sé más; nadie sabe más; sería absurdo saber más. Cuando os retiráis de la mesa y vais a coger vuestro sombrero en la percha, veis un tremendo roten, que más bien semeja el tronco gigantesco de un árbol. Este es el bastón de don Bernardo; él lo ha cortado en el bosque y ha ido haciendo en su corteza, con la navaja, mil pintorescos círculos y arabescos. Y después de comer, don Bernardo se aleja por la fronda apoyado en María comete un lapsus, por ligero que sea, ella se detiene y torna hacia atrás, y no prosigue hasta que el error ha sido perfectamente subsanado.
María no charla a gritos, ni ríe en estrepitosas carcajadas, ni ama los atavíos llamativos. A las diez, cuando el salón está más animado, María da un beso al conde—su padre—y se sube a acostarse. Pero María no duerme. Su cuarto está junto al mío. Una hora después, cuando yo subo, veo una rayita de luz bajo la puerta. ¿Qué hace María? ¿Escribe? ¿Lee? ¿Qué libro lee María? ¿A quién escribe María? No, no imaginéis que María lee un libro de versos sentimentales, ni que escribe una larga carta patética. María no es romántica. Hay mujeres que nacen para amantes, otras que nacen para monjas, otras que nacen para solteras impenitentes, otras que nacen para esposas. María Esteban-Collantes ha nacido para esposa.
Vosotros os casáis con María (no tendréis tanta dicha; es un supuesto); un día, a la semana de vuestra boda, o a las dos semanas, o al mes, decís, parándoos ante ella, un poco perplejos, rascándoos mientras tanto la cabeza:
—María, esta noche no vendré a casa...
Y María, sin mostrar pesadumbre, sin sonreír, con naturalidad, contesta:
—Bien.
Otro día, al cabo de poco, volvéis a decir, también confusos, también temerosos:
—María, mañana tendré que estar fuera durante todo el día.
Y María torna a decir, con la misma naturalidad encantadora:
—Bien.
Y pasa el tiempo; vosotros tenéis vuestros agobios domésticos; hay deudas que no se pueden pagar por el momento; existen atenciones, en cambio, cuya satisfacción es imposible demorar. Vosotros estáis mohínos, apesadumbrados. María nota vuestras angustias...
María—le decís vosotros—, nos hace falta comprar tal cosa y no tenemos ahora dinero...
Y entonces, María, se levanta en silencio, abre un armario y os presenta una cajita repleta de billetes y de monedas que ella poco a poco, día tras día, ha ido ahorrando.
Esta es María Esteban-Collantes.

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