lunes, 3 de noviembre de 2014

El pez y el reloj

He aquí una pequeña paradoja que dedico al querido humorista Luis Gabaldón... 

Yo estoy profundamente triste. Yo me siento en una silla liviana del balneario, frente al mar ancho; tal vez mis pensamientos divagan, frente a esta inmensidad, sobre la otra inmensidad del tiempo y del sucederse inacabable, eterno, de los hombres y de las cosas. Pero un mozuelo irrespetuoso se me apropincua y me pide diez céntimos; éste es el precio de la silla. Yo doy los diez céntimos. Y otra vez, ya libre de esta momentánea impureza de la realidad, mi espíritu vuela férvido, raudo, por los espacios infinitos. Yo me levanto: un filósofo peripatético no puede estar sentado. Entre los grupos de gráciles muchachas yo marcho sinuoso, aspirando la fresca brisa, viendo cómo sobre el fondo esmeralda del mar se perfilan, en bella concordancia, los bustos femeninos, henchidos, ondulosos. De cuando en cuando un tranvía llega; tropeles de bañistas hacen irrupción en el balneario. Se ríe, se charla, se forman corros con las sillas. Allá abajo, en la arena, sobre el tapiz dorado, otras figuras negras se remueven, marchan, y entre ellas pasan y pasan los bañistas con sus trajes menguados. Tal vez sale de las ondas una bella dama, chorreante, encogida, pegado al cuerpo el traje, y entonces un grupo se detiene, la mira ansioso, silencioso, y ella cruza sobre la fina arena despacio, con ese gesto—que ya conocéis—de quien, importándole mucho una cosa, quiere dar a entender que no le importa. Acaso el bañista que surge del piélago terrible es un varón y entonces las gentiles muchachas de la playa le miran, sonríen, cuchichean, en tanto que él, un poco avergonzado, con su malla corta, desteñida, emprende una ligera carrera hasta atrapar la choza.
Yo observo todo esto y torno a sentarme. ¿Por qué, siendo yo un devoto de Aristóteles, estoy siempre sentado? Otra vez este muchacho inevitable se me acerca: me pide diez céntimos. Son los diez céntimos de la silla. Yo le doy los diez céntimos. Y vuelvo a divagar sobre la eternidad, sobre el tiempo, sobre el origen de la vida, sobre las causas finales y sobre el problema del conocimiento. Cuando he estado un rato inmóvil, fija la vista en las aguas glaucas, torno a levantarme. La varié dad es uno de los encantos de la vida; procurad tener siempre variedad en vuestras cosas. Esta es la causa de que yo deje el salón del balneario y baje a la playa. En la playa se ven los lindos pies de las señoras, recostadas en los cestos. Los pies chiquitos, arqueados, calzados con nuevos y elegantes zapatos, son uno de los mayores atractivos de la mujer; procurad que la mujer que améis tenga los pies chiquitos. Yo los voy contemplando todos con la discreción con que un modesto observador de la vida ha de hacer estas cosas. Quizá esta espléndida señora por cuyo lado paso, se halla muy cerca de mí para que yo pueda realizar mi observación; entonces yo—estad atentos— dejo caer mi pequeño bastón ante ella y me inclino, como es natural, a recogerlo...
Y cuando he ido de un lado para otro, yo experimento vehementes deseos de sentarme en una cesta. Estas cestas constituyen para un filósofo de mis dimensiones una novedad sorprendente; el lector ya las conoce; son a modo de diminutas hornacinas de mimbre. Pero yo declaro que no las había visto nunca sino en las fotografías, y que claro está que jamás me había aposentado en ellas. Hay deseos fútiles en la vida que tienen, sin embargo, para nosotros una excepcional importancia. ¿Os confesaré que yo, desde la infancia, cuando viajaba hacia el colegio, he sentido la secreta ansia de comer en la fonda de una estación, entre el bullicio de los viajeros, mientras suenan los timbres y los silbatos de las locomotoras? Después, siendo ya hombre, he satisfecho muchas veces mis ilusiones de muchacho, y he visto, con profundo dolor, que el comer en las estaciones es una triste cosa...
¿Iré a experimentar también en este momento otra cruel decepción? Ante mí tengo una de estas misteriosas cestas; yo me siento, emocionado; los mimbres crujen un poco; una tenue y grata satisfacción hace vibrar mis nervios. Yo me digo a mí mismo que esto es admirable, y considero al mismo tiempo que con las piernas extendidas, con el puño del bastón en la boca, con el sombrero un poco echado hacia la frente, debo de tener cierto aspecto de hombre mundano y distinguido. Yo miro con discreción a un lado y a otro para ver si soy observado por estas damas elegantes. Pero yo compruebo que estas damas no miran y que, en cambio, un hombre vestido de blanco se adelanta hacia mí con un diminuto papel verde en la mano. Yo experimento cierto asombro. ¿Quién es este hombre? ¿Qué quiere? ¿Qué significa este papelillo que me presenta? Este hombre me reclama diez céntimos: son los diez céntimos de la cesta. El sentarse en una cesta cuesta diez céntimos. Yo los entrego. Acaso una vaga desilusión comienza a aso mar en mi espíritu; la vida, ¿será una cadena de decepciones inacabables, perdurables, como estas olas que llegan presurosas a morir en la arena? Y esta consideración frívola, prosaica, me lleva a otros más hondos y desconsoladores pensamientos. Pero ¿por qué entregarse a la melancolía en un balneario rumoroso, ameno, donde las muchachas ríen y sonríen? No; decididamente, esto es absurdo. Y para desvanecer estos funestos desvaríos, vuelvo al salón y luego subo a la terraza. Las terrazas tienen una utilidad innegable; desde ellas se pueden dominar panoramas extensos y pintorescos. Una inmensa llanura azul se abre ante mi vista. La contemplo un momento de píe: ante mí hay una silla. ¿Por qué no he de sentarme en esta silla? Yo me siento. Y cuando mis ideas vuelan de nuevo por las esferas filosóficas, veo que un desconocido se va acercando a mí. De nuevo torno a sentir una extraña emoción. Este desconocido me pide diez céntimos: es lo que cuesta el sentarse en la terraza para ver el mar ancho. Yo le doy los diez céntimos. Y mi espíritu, ya contristado, ya puesto en la pendiente de la desesperanza, comienza a caer en un abatimiento hondo...
Será preciso marcharse de la playa, pasear por la costa, tomar el tranvía. Tomar el tranvía me parece una idea excelente. Yo lo tomo; yo llego a Santander y voy caminando por los muelles. Aquí veo unos pescadores. Los pescadores son seres estimables; los pescadores nos enseñan la paciencia: procurad también, si estáis un poco fatigados de vuestras mujeres, el dar un pequeño paseo junto a los pescadores. Yo veo que a intervalos—no, por desgracia, muy breves—este excelente pescador que observo tira del implacable hilillo y saca un pescado blanco, de plata. Primero allá en lo hondo, entre las aguas glaucas, se ve una mancha blanca, informe; rápidamente, esta mancha se va agrandando y perfilando, al mismo tiempo que traza una línea sinuosa; luego el pez es arrancado de su elemento y vuela por el aire; por fin, llega a las manos feroces del pescador. Y éste es el momento terrible; el pescador lo desentraba del anzuelo y lo echa en un lóbrego cesto... Pero ésto lo hacen así, pro* saicamente, los pescadores vulgares. Este pescador que yo observo, cuando tiene en la mano uno de estos gruesos «panchos» vivos, brillantes, con escamas de plata, con irisaciones áureas en las aletas; cuando tiene en la mano uno de estos pescados que él ha cogido tras larga y pacienzuda espera, se lo lleva al oído, finge que escucha un momento en silencio, y luego exclama, volviéndose hacia los espectadores, sonriente: «Dice que quiere volverse abajo; pero yo le he dicho que se esté aquí un rato con nosotros». Los espectadores ríen también, en tanto que el pez brinca en la cesta. Y yo digo a mi vez y para mí mismo: «Este pescador es el mayor ironista de Santander.»
El descubrimiento me regocija, y ya voy a retirarme alegre y satisfecho, cuando en este punto ocurre el acontecimiento más considerable y emocionante de mi veraneo sentimental. Las grandes cosas han de ser relatadas con palabras sencillas. Yo tengo mi reloj en la mano; es un pequeño reloj Waltham, plano como este pez, brillante como este pez, ligero como este pez. Yo lo he sacado, naturalmente, para mirar la hora. Pero en el mismo instante en que yo estoy contemplando su blanca esfera, este pescador, que ha acabado de cebar el anzuelo, lo echa de pronto hacia atrás, con objeto de lanzarlo con más fuerza hacia delante. Yo, para evitar que este anzuelo haga presa en mi pequeño sombrero, doy un violento salto, y en el mismo instante mi pequeño reloj salta también al agua. ¿Comprendéis mi estupefacción? Yo lo miro absorto: él, ligero, desenvuelto, desciende entre las ondas tenebrosas como un pez libre, jovial, y desaparece al fin en lo profundo. Y yo, después de permanecer un rato inmóvil, me alejo de este triste paraje. Y yo torno a decirme: «Este pez, que salta y vuelve a saltar en la cesta, debería hallarse en las aguas, suelto y alegre, en vez de estar en tierra firme; y este reloj, que se ha perdido entre las ondas, debería reposar en mi bolsillo, en lugar de marcharse a convivir con salmonetes, lenguados, rodaballos, panchos y merluzas. ¿Por qué este trastrueque del orden natural de las cosas? ¿En virtud de qué misteriosas, impenetrables causas se ha producido este fenómeno? ¿No es ésto algo así como cuando ponemos nuestras ilusiones en un ideal y luego la realidad triste nos lleva por distintos caminos? ¿No es esto una imagen de nuestros destinos, de nuestras vidas, de nuestros amores, de nuestras ambiciones desarregladas, trastrocadas por el azar y por el infortunio?».
He aquí una pequeña paradoja que dedico al querido humorista Luis Gabaldón. Yo estoy profundamente triste.

1 comentario:

  1. Haber leído primero en papel y releído ahora aquí este cuento, me significó una breve visita al paraíso. Admirable y emocionante prosa de Azorín, que nos informa que la Belleza existe.

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