martes, 25 de noviembre de 2014

La Andalucía trágica II

EN LEBRIJA
Ya estoy en Lebrija. Yo no quiero engañar al lector; yo no soy un sociólogo, ni un periodista ilustre, ni un diligente repórter; yo soy un hombre vulgar a quien no le acontece nada. «Lo que a mí me ocurre—decía Montaigne—es toda mi física y toda mi metafísica.» Yo ni aun estas palabras del maestro puedo hacer mías.
Ya me encuentro en Lebrija.
—¿Cómo se llama usted?—le he preguntado yo a este mozuelo.
—Benito López Cano—ha contestado él.
Y yo he replicado.
—Pues bien, Benito López Cano, yo le doy a usted las gracias y, además, dos reales.
Este lebrijanito, descalzo, tostado por el sol, con unos ojos vivarachos, ha traído desde la estación, sobre los hombros, mi vieja y raída capa de hidalgo. A las once el tren ha llegado a Lebrija; desde la estación se veía el pueblo a lo lejos; una torre fina, grácil, resaltaba por encima de las blancas fachadas y de los tejados negruzcos. El cielo era de un azul pálido, mate, suave; caía el sol ardoroso, cegador, sobre la campiña. Y los sembrados, que ondulan sobre las lomas y se extienden por la llanada entre cuadros grises de olivos, amarillean acá y allá, mustios, casi agostados, casi secos. Y vamos caminando por un ancho camino polvoriento bordeado por dos ringlas de áloes.
—¿Hay muchas fondas en Lebrija, Benito?—le pregunto yo a mi flamante amigo.
El se detiene un poco, vuelve la cabeza, abre anchos los ojos y contesta:
—¡Ca, no zeñó; no hay má que una.
Y es preciso ir a esta única fonda. Ya comenzamos a caminar por las calles de Lebrija. Las casas son blancas, anchas, de dos pisos las puertas y los balcones aparecen cerrados. Surge a trechos, entre las viviendas modernas, un viejo caserón con su escudo enjalbegado de cal nítida. Y las rejas, estas vetustas rejas de Lebrija, estas rejas anchas, estas rejas nobles, estas rejas soberbias, sobresalen todas sobre la acera un gran espacio y forman como diminutas estancias cerradas con cristales interiormente. Y no se oye en todo el pueblo ni un grito, ni un ruido, ni una canción; de cuando en cuando, por las calles espaciosas cruza un labriego con su ancho sombrero blanco, grasiento, que se para un instante, os mira con su mirada atenta y torna a proseguir en su marcha indolente, melancólica, resignada, tal vez sin rumbo.
Y así llegamos a la plaza; unas palmeras doblan en ella sus ramas inmóviles, brillantes; entre sus troncos surge el follaje obscuro de los naranjos. Y en el centro, sobre un pedestal de granito, un busto en bronce de Lebrija destaca con su cara rapada y sus guedejas. El sol reverbera fulgurante en las blancas paredes; el aire es caliginoso; hay en un costado de la plaza unas sombras anchas y gratas, y en ellas, sentados con gestos de tedio, de estupor, reposan quince, treinta labriegos con los sombreros caídos sobre las frentes. En lo alto, por el cielo pálido, implacablemente diáfano, pasan lentas, con sonoros aleteos, unas palomas; una campana deja caer unas vibraciones cristalinas, largas.
—Benito—le digo yo a mi guía—, ¿dónde para esa fonda?
—¡Ya etamo!—dice él, señalando una casa.
La fonda está en un recodo de la ancha plaza.
—¡A la paz de Dios!—grito yo cuando pongo los pies en el zaguán.
Nadie contesta. Yo repito con voz más recia:
—¿No hay nadie aquí?
—¡Consolación, Consolación!—se oye gritar allá en una pieza remota.
Yo he pasado por un zaguán largo y estrecho; luego he visto una puerta recia y me he aventurado a atravesarla; por fin, he llegado a un patizuelo blanco, claro, limpio, sosegado, donde un gato ceniciento duerme al sol y un canario trina voluptuoso. En las paredes penden unos paisajes rudimentarios, chillones, ingenuos; hay también un retrato de Castelar encuadrado en uno de sus discursos de las Cortes Constituyentes; hay asimismo una «Lámina de las que se reparten a los suscriptores de «La educación política» con efigies de Serrano, de Prim, de Méndez Núñez, de Espartero y de López Domínguez. En los ángulos del patio aparecen macetas de evónimus y aligustres; el pavimento es de losetas rojas; una barandilla pintada de verde corre por lo alto, en el piso de arriba...
Y Consolación no parece. Yo vuelvo a llamar dando unas recias palmadas. Todo está en silencio; oigo de pronto un taconeo rítmico, ligero, y veo luego ante mi, en el umbral de una puerta, una moza alta, gallarda, con unos ojos anchos, negros, y una flor roja, encendida, puesta sobre la frente. Esta moza es, sin duda, Consolación.
—Perdone usted, Consolación—la digo yo, he venido a ver si había cuarto en esta fonda.
Es muy bonita Consolación. ¿Por qué no he de contar yo estas cosas pequeñas? En la fonda hay, en efecto, un cuarto.
—¿Ha almorzado usted ya?—me pregunta la moza.
—No, Consolación—le digo yo sonriendo— no he almorzado todavía.
Y Consolación me hace pasar al comedor; si no temiera yo ser impertinente, volvería a decir que Consolación anda con una gallardía, con una gracia extraordinaria, y, sobre todo, que cuando sirve a la mesa, cuando os quita un plato de delante para llevárselo, da una vuelta rápida y elegante que hace que su vestido revuele un poco y aparezca un pie breve, agudo, enarcado sobre un tacón enhiesto. Yo voy comiendo, y mientras tanto miro a Consolación; así, la comida transcurre rápidamente, como en un soplo. Y de que he despachado las viandas, pienso que es necesario hacer lo que mil veces he hecho en los pueblos y haré otras tantas veces. Ya sospecháis que aludo a la ida al Casino. El Casino está en la plaza; la plaza permanece desierta, silenciosa; allá, en la sombra ancha y grata, los labriegos siguen sentados, inmóviles, cabizbajos, con sus sombreros sobre la frente.
—¿No se llama usted Antonio?—le pregunto yo al mozo del Casino.
—No—dice él—; me llamo Juan.
—Juan—torno yo a decirle—, ¿cómo marcha este pueblo?
Juan da un hondo suspiro, enarca la ceja, aprieta los labios y, al cabo, dice:
—Má, mú má; no hay d'aqui...
Y al decir ésto hace ante la boca con su mano derecha un movimiento, con que quiere indicar el acto de comer. Yo estoy sólo en el Casino; no he visto nunca un Casino de pueblo con un mayor ambiente de familiaridad, de sosiego, de intimidad. Es un salón espacioso y cuadrado de una vieja casa solariega; la luz entra a raudales por cuatro anchos balcones; cuando se cierran las persianas, una claror verde y suave se difluye por la vetusta estancia y deja en una vaga penumbra a las dos camillas— tan agradables—y los dos viejos sofás negros, de gutapercha—tan simpáticos—. Una columna de piedra sostiene el techo; una estera limpia se extiende por el piso...
Y no hay nadie en este Casino; son las dos de la tarde.
—Juan, ¿no viene nadie a este Casino?— pregunto yo.
—No, señó* noj viene nadie—contesta Juan, tristemente.
—Pero ¿y los socios? ¿Y los señores del pueblo?—digo yo.
—Los señores, no vienen ninguno—dice él con el mismo aire melancólico.
Los señores no salen de sus casas: no ponen sus plantas en la calle. «Hace pocos días —me decía en Sevilla un prestigioso periodista—, hace pocos días tuve que ir a un pueblo de la provincia a ver a un amigo, y me aseguró que hacía dos meses que no salía a la calle.» La muchedumbre campesina no es mala; tiene, sencillamente, hambre. La sequía asoladora que reina ha destruido los sembrados; las viñas están devastadas por la filoxera. ¿Cómo van a salir del tremendo conflicto que se avecina propietarios y labriegos? Lebrija es una población de 14.000 almas; hay en ella unos 3.000 jornaleros. De estos 3.000, unos 1.500 son pequeños terratenientes; tienen su pejugar, tienen su borrica. Los otros no cuentan más que con el producto de su trabajo; mas todos, unos y otros, están ya en igual situación angustiosa. Existía antes para estos braceros un recurso; casi todos ellos encontraban trabajo en los viñedos cercanos de Jerez. Pero Jerez atraviesa por honda crisis; no puede dar trabajo; los jornaleros de Lebrija no salen ya de este término. Todos están parados, inactivos. «Es un dolor-me dicen los propietarios—ver cómo estos buenos trabajadores entran en nuestra-s casas y nos dicen que no pueden comer, que sus mujeres y sus hijos tienen hambre.» Desde el 18 de Febrero los propietarios están facilitando medios de vida a los labriegos; el Ayuntamiento reparte entre ellos lo que se recauda en consumos, Pero estos recursos van agotándose; lo que a cada labriego toca apenas si puede hacerle tolerable la vida; la crisis se va acentuando de día en día; la paciencia se va acabando; hace pocas noches la muchedumbre, exasperada, entró a saco en una tienda de comestibles. ¿Qué sucederá dentro de ocho, de diez, de veinte días? ¿No hay acaso ninguna solución por el momento?
Hay, lector, un medio de conjurar por lo pronto el conflicto; pero es preciso no olvidar que estamos en España.
Todos estos obreros de Lebrija, el año pasado, en circunstancias análogas a éstas—pero menos apremiantes—encontraron trabajo en las obras del camino vecinal a Montellano; hoy se lograrla aplacar la crisis con la construcción de la carretera a Trebujena. La carretera está ya concedida; mas la orden para que comiencen las obras no acaba de llegar. ¿Por qué oficinas será preciso andar para lograr tal orden? ¿Qué cúmulo de firmas habrá que conseguir? ¿Qué gruesos y terribles cartapacios será necesario abrir y cerrar? ¿Cuántos y cuántos ordenanzas galoneados tendrán que ir arriba y abajo por los sombríos pasillos de los ministerios? ¿Qué conferencias tendrán que celebrar el jefe de este negociado, el director de tal ramo, el oficial tercero de esta oficina y el oficial segundo de la otra?
En tanto, estos buenos labriegos caminan lentos, entristecidos, hoscos, por las calles de Lebrija; se sientan en la plaza anonadados; tornan a levantarse; entran en su casa; oyen los lamentos de sus mujeres y de sus hijos; vuelven a salir; tornan a recorrer, exasperados, enardecidos, por centésima vez las calles... He aquí las dos Españas. No hagáis, vosotros, los que llenáis las Cámaras y los ministerios, que los que viven en las fábricas y en los campos vean en vosotros la causa de sus dolores...

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