domingo, 23 de noviembre de 2014

La Andalucía trágica I

EN SEVILLA
¿No os habéis despertado una mañana, al romper el día, después de una noche de tren, cansados, enervados, llenos aún los ojos del austero paisaje de la Mancha, frente a este pueblo que un mozo de estación con voz lenta, plañidera, melódica, acaba de llamar Lora del Río? Asomaos a la ventanilla del coche; tended vuestras miradas por la campiña; el paisaje es suave, claro, plácido, confortador, de una dulzura imponderable. Ya no estamos en las estepas yermas, grises, bermejas, gualdas, del interior de España; ya el cielo no se extiende sobre nosotros uniforme, de un añil intenso, desesperante; ya las lejanías no irradian inaccesibles, abrumadoras. Son las primeras horas del día; una luz sutil, opaca, cae sobre el campo; el horizonte es de un color violeta nacarado; cierra la vista una neblina tenue. Y sobre este fondo difuso, dulce, sedante, destacan las casas blancas del poblado, y se perfila pina, gallarda, aérea, la torre de una iglesia, y emergen acá y allá, solitarias, unas ramas curvadas, unas palmeras. ¿Qué hay en este paisaje que os invita a soñar un momento y trae a vuestro espíritu un encanto y una sugestión honda? ¿Es el pueblo que se columbra a lo lejos bañado por esta luz difusa de la mañana? ¿Son las paredes blancas que irradian iluminadas por el sol que ahora nace? ¿Es este hálito profundo de sosiego que en este punto respiramos? Pero la voz plañidera de antes ha vuelto a resonar en los andenes; el tren torna a ponerse en marcha; poco a poco va perdiéndose, esfumándose a lo lejos el pueblo; apenas si las fachadas diminutas refulgen blanquecinas. Y vemos extensas praderías verdes, caminos que se alejan serpenteando en amplios recodos, cuadros de olivos cenicientos, tablares de habas, piezas de sembradura amarillentas. Y en el fondo, limitando el paisaje, haciendo resaltar toda la gama de los verdes, desde el obscuro hasta el presado, un amplio telón de un azul sombrío, grisáceo, plomizo, negruzco, se levanta. Y ante él van pasando y perfilándose durante unos momentos los cortijos blancos, les pueblecillos con sus torres su tiles, las ringleras de álamos apartados, los anchurosos rodales de alcacel tierno. El tren corre vertiginoso. Ahora aparece un pedazo de río que hace un corvo y hondo meandro, bordeado de arbustos que se inclinan sobre sus aguas; ahora surge un huertecillo con una vieja añora rodeado de frutales en flor; ahora unos inmensos trigos aparecen y desaparecen rápidos, cuajados de florecillas rojas, de florecillas gualdas, de florecillas azules. El tren corre, corre veloz. Nuestras miradas descubren otro pueblo: es Cantillana. Abajo, en primer término, paralela a la vía, corre una línea de piteras grisáceas; más arriba se extiende un inmenso ámbito de un verde claro; más arriba destaca una línea de álamos; por entre los claros del ramaje asoman las casas blancas del poblado; y más lejos aún, por lo alto del caserío, la serranía adusta, hosca, pone su fondo zarco. Y en sus laderas, rompiendo a trechos la austeridad del azul negro, aparecen cuadrilongos manchones de un verde claro.
Ya la mañana ha ido avanzando. El cielo, pálido, suave, se muestra rasgado en la lejanía por largas y paralelas fajas blancas. Ya nos acercamos al término del viaje; torna a aparecer en lontananza otro poblado por entre los espacios del ramaje; es Brenes. Luego vemos de nuevo el río en otra sinuosidad callada, con sus aguas terrosas, después volvemos a con templar otro camino que se pierde allá en los montes; más tarde viene por centésima vez otro ancho prado, llano, aterciopelado, por el que los toros caminan lentos y levantan un instante sus cabezas al paso del convoy...
El tren sigue corriendo. Allá en la línea del horizonte, imperceptible, velada ante la bruma, aparece la silueta de una torre. Nos detenemos de pronto ante una estación rumorosa. ¿No veis aquí ya, en los andenes, yendo y viniendo, los tipos castizos, pintorescos de la tierra sevillana? ¿No observáis ya estos gestos, estos ademanes, estos movimientos tan peculiares, tan privativos de estos hombres? ¿No archiváis, para vuestros recuerdos, esta manera de comenzar a andar, lentamente, mirando de cuando en cuando las puntas de los pies? ¿Y este modo, cuando se camina de prisa, de zarandear los brazos, tendidos a lo largo del cuerpo, rítmicamente, sin chabacanismo, con elegancia? ¿Y esta suerte de permanecer arrimados a una pared o a un árbol, con cierto aire de resignación suprema y mundana? ¿Y el desgaire y gallardía con que un labriego o un obrero llevan la chaquetilla al hombro? ¿Y esta mirada, esta mirada de una profunda y súbita comprensión, que se os lanza y que os coge desde los pies a la cabeza? ¿Y este encorvamiento de espaldas y de hombros que se hace después de haber apurado una copa? La gente va, viene, grita, gesticula a lo largo de los andenes. «¡Manué! ¡Rafaé! ¡Migué!», dicen las voces; retumban los golpazos de las portezuelas; silba la locomotora; el tren se pone en marcha. Y entonces la 'distante silueta de la torre gallarda va rápidamente destacándose con más fuerza, creciendo, surgiendo limpia, esbelta, por encima de una espesa arboleda, entre unos cipreses negros, sobre el fondo de un delicado, maravilloso cielo violeta. Y ya comienzan a desfilar los almacenes, las fábricas, los talleres que rodean a las grandes ciudades. Estamos en Sevilla. El tren acaba de detenerse. Cuando salís de la estación, un tropel de mozos, de intérpretes, de maleteros, os coge el equipaje; un turbión de nombres de hoteles entra en vuestros oídos. Mas vosotros sabéis que estos hoteles son iguales en todas las latitudes; vosotros tenéis ansia de conocer cuanto antes, en tal cual viejo mesón, en este o en el otro castizo parador, a todas estas netas sevillanas, a las cuales el poeta Musset quería dar unas terribles serenatas «que hiciesen rabiar a todos los alcaldes, desde Tolosa al Guadalete».

A faire damner les alcaldes
de Tolose au Guadalete.

Y estos empecatados mozos y caleseros no os entienden; tal vez se han acabado ya los mesones y paradores clásicos en Sevilla. Y así, os conducen rápidos, frivolos, a una fonda que tiene un blanco y limpio patio en el centro y en que hay unas mecedoras y un piano. Esto os place, sin duda; mas vosotros no tardáis en dejar este patio, estas mecedoras y este piano y en saltar sobre el primer tranvía que pasa por la puerta. Las calles son estrechas, empedradas, limpias, sonoras; parece que hay en ellas una ráfaga de alegría, de voluptuosidad, de vida desenvuelta e intensa. Veis los patios nítidos y callados de las casas a través de cancelas y vidrieras; en las fachadas de vetustos casones, destaca la simbólica madeja; pasan raudas, rítmicas las sevillanas con flores rojas o amarillas en la cabeza; leéis en los esquinazos de torcidas callejas estos nombres tan nobles, tan sonoros de Manara, de Andueza, de Rodríguez Zapata; en los balcones cuelgan ringlas de macetas, por las que desborda un raudal de verdura. El tranvía corta vías angostas, cruza plazas, corre a lo largo de anchas avenidas con árboles.
—¿Y Salú?—le grita al cobrador una mujer desde la acera.
El cobrador es un sevillano menudito, airoso, que lleva colgada sobre el hombro la bolsa con una elegancia principesca.
—¡Hoy tá mehó!—contesta a la pregunta con una voz sonora.
Hemos pasado junto a la catedral; atrás queda la cuadrada y gentil Giralda; cruzamos frente a la puerta de San Bernardo; a dos pasos de aquí se columbra el matadero. ¿No son estos mozos que platican en estos corros los célebres y terribles giferos sevillanos de que nos habla Cervantes en «Los perros de Mandes»?
Y después, por las afueras de la ciudad, bordeamos las viejas dentelleadas murallas, y tornamos a internarnos en las callejas serpenteantes; los vendedores lanzan sus salmodias interminables y melancólicas; en un mercado, un viejo hace subir y bajar por largas cañas unas figurillas de cartón. ¿No veis en este hombre un filósofo auténtico? ¿No os agradarla tener una amena conversación con este sevillano?
Mas todavía existen otros seres más filosóficos en Sevilla; pensad en estos barberos enciclopédicos que vemos al pasar frente a sus barberías; pensad también en estos increíbles pajareros que hacen maravillas estupendas con sus pájaros, de todos tamaños y colores. ¿No hay en el ambiente de esta ciudad algo como un sentido de la vida absurdo, loco, jovial, irónico y ligero? ¿No es esta misma ligereza, rítmica y enérgica a la par, una modalidad de una elegancia insuperable? Las ideas se suceden rápidamente; la vida se desliza en pleno sol; todas las casas están abiertas; todos los balcones se hallan de par en par; gorjean los canarios; tocan los organillos; los mozos marcan sobre las aceras cadenciosos pases de vals; se camina arriba y abajo por las callejas; se grita con largas voces melodiosas; los músculos juegan libremente en un aire sutil y templado; livianos trajes ceñidos cubren los cuerpos. Y así, en este medio de enervación, de voluptuosidad, nacen las actitudes gallardas, señoriles, y un descuido y una despreocupación aristocrática nos hacen pasar agradablemente entre las cosas, lejos de las quimeras y los ensueños tórridos de los pueblos del Norte... (1).
Mas nuestro paseo ha terminado; se va acercando la hora de dejar a Sevilla. Hay otros moradores en tierras andaluzas para quienes la vida es angustiosa. Esa es la Andalucía trágica que ha venido por lo pronto a buscar el cronista. Aquí queda nuestra ilusión de un momento por todas estas sevillanas que caminan airosas por las callejas con la flor escarlata en sus cabellos de ébano.

(1) |Eh, cuidado, Sr. Azorin, con esto, escrito en 1905! Fíjese usted.— (Nota de Azorin, en 1914)

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