martes, 18 de noviembre de 2014

Siluetas de Urberuaga

LA MASA
Don Juan, don Andrés, don Rafael, don Julián, don Félix, don Alejandro, don Pascasio, don Tomás, don Ramón, don José, don Ignacio, están sentados a la mesa. Don Juan, don Andrés, don Rafael, don Julián, don Félix, don Alejandro, don Pascasio, don Tomás, don Ramón, don José, don Ignacio, son como todos los hombres que vosotros tratáis en la calle, en el tranvía, en el teatro, en la oficina, en la redacción, en el Congreso, en el Ateneo. Tal vez don Ignacio lleva en sus labios una vaga sonrisa melancólica; acaso don Ramón tiene una ligera palidez en su rostro; quizá don Rafael os mira vagamente con ojos apagados; es posible que don Pascasio haga un tenue visaje de tristeza ante ciertos manjares, con los que no se atreve. Pero todos ríen, charlan, fuman, beben, marchan por los pasillos, pasean por la carretera y se aventuran a salir a los montes. Don Juan, don Andrés, don Rafael, don Julián, don Félix, don Alejandro, don Pascasio, don José, don Ignacio, toman las aguas de Cestona; mas el dolor en los hepáticos es un dolor discreto, opaco, que no parece localizado en agudos y torturadores aguijonazos en una víscera tan sólo, sino extendido, difluido por todo el cuerpo en una sensación vaga de desasosiego y malestar. ¿Comprendéis por qué se puede vivir en el hotel de Cestona como en otro cualquiera confortable y mundano hotel? Mas la decoración cambia bruscamente desde Cestona a Urberuaga. Ya en Urberuaga no veis ni un solo niño. En Cestona atruenan con sus trapatiestas y correrías los pasillos desde la mañana hasta la noche. En Urberuaga no columbraréis ni uno tan sólo. En Cestona, el veraneante toma rápidamente su baño en un cuarto elegante, claro, limpio, inodoro, y el resto del día tiéne lo libre para sus tráfagos y devaneos: puede decirse que en Cestona el bañista es un señor que por casualidad, por capricho, se mete en el agua diez minutos. En Urberuaga, un ambiente de ansiedad, de preocupación, de recelo, de sospecha trágica, de desesperanza honda y latente pesa sobre vosotros. El bañista no es un veraneante: es un enfermo. Y ya no son los diez minutos frívolos y joviales de Cestona: son horas y horas de marcha febril por los pasillos con la toalla liada al cuello. Y es la larga complicación de operaciones enojosas que es preciso realizar y sufrir todos los días: el baño, las pulverizaciones, las inhalaciones, las vaporizaciones, la toma de agua en bebida, las consultas ansiosas y desesperadoras al médico. ¿Cómo ha de quedar tiempo en Urberuaga para otras cosas? ¿Cómo ha de haber en vuestro espíritu lugar para otra preocupación que no sea esta de la eficacia de las aguas? Y, enardecidos, enervados, recogidos sobre sí mismos, puesto el pensamiento en el proceso imperceptible de un hondo mal, caminan de sala en sala en un ambiente de éter, de cloruro, de vapor escapado de las pulverizaciones, todas estas figuras pálidas, cóncavas, que tosen en largos y profundos carraspeos, o en breves, bruscas, interminables toses...

LOS DOS
Yo veo a los dos a todas horas: él está intensamente pálido; ella está intensamente pálida. El camina lento; lleva un traje claro: ella camina despacio; viste una blusa blanca y una falda azul. Los dos son delgados, altos; los dos callan, uno junto a otro; los dos se sientan bajo un árbol en la explanada de la puerta; los dos leen un libro en que sus miradas hondas se clavan durante horas. ¿Son hermanos? ¿Son marido y mujer? Yo no lo sé: yo los veo en todos los momentos juntos, caminando a lo largo de la carretera o sentados bajo los árboles. Y adivino en ellos un convivir monótono, doloroso. Y siento en mi espíritu sus largos silencios, sus actitudes de ansiedad, sus gestos de cansancio. A veces un diálogo rápido es entablado entre los dos. ¿Qué dicen? ¿Qué palabras misteriosas son las que salen de sus labios? El, recostado en la mecedora, ha erguido su busto y habla vivamente con ella; ella replica con la misma viveza. El, guarda un momento de silencio y torna luego a dirigirle la palabra a ella... Y entonces ella se levanta y marcha, fina, esbelta, elegante, hacia la casa, de donde torna al cabo de un momento, mientras él, abatido, con el sombrero echado atrás, con un mechón negro sobre la frente, pone los codos sobre los muslos y apoya la cabeza entre las manos...

MARÍA
María es la nota jovial del balneario.
—María, ¿me da usted un clavel?
María arranca un clavel y lo arroja a la calle. El bañista pasa: es un joven con ancho jipijapa y rojas botas lucientes.
—María, ¿me da usted un clavel?
María arranca un clavel y lo arroja a la calle. El bañista pasa: es un viejo reidor, de mostacho gris retorcido.
—María, ¿me da usted un clavel?
María arranca un clavel y lo arroja a la calle. El bañista pasa: es un señor de barba ancha con una gorra de visera caída.
—María, ¿me da usted un clavel?
Y María ríe, grita, protesta jovial y ruidosa, y se retira del balcón. Porque María no tiene más claveles o—y esto es lo más seguro—no quiere desprenderse de aquéllos que le quedan.
¿Habéis ojeado los «Caprichos» del maestro Goya? ¿Recordáis aquellas figuras femeninas esbeltas, flexibles, ondulantes, serpenteantes? Yo tengo ante los ojos uno de estos «Caprichos»: es una maja de pie, al desgaire, con el peinado bajo, con la mantilla que llega hasta los ojos, con el abanico apoyado en la boca. Detrás de ella una mendiga se ha acercado a requerir su caridad; ella, desenvuelta, ligera, vuelve hacia ella su cara con gesto de desdén, y la leyenda dice: «Perdone por Dios... y era su madre...»
Y bien; esta maja es María; no quiero decir yo que María sea despiadada, implacable, feroz.
No, no; he citado este «capricho» porque es acaso aquel en que el maestro ha puesto un tipo de mujer más esbelto, más grácil, más desenfadado, más elegante. Y María es un tipo parejo a éste; mas si la observáis de cerca, si examináis sus ademanes, su gesto, su manera de andar, de sentarse, de levantarse, de atravesar un salón, veréis—y este es su encanto originalísimo—que en ella el tipo de la maja castiza se entremezcla y confunde con el tipo novísimo de la mujer bilbaína. Y vosotros, al llegar aquí preguntaréis: pero ¿existe en realidad un tipo de mujer bilbaína? ¿No es esto una ficción? ¿No es ésto tal vez una galantería? No, no, lector. Hace pocas tardes yo contemplaba, desde el pórtico de un café, allá en Bilbao, frente al puente, a prima tarde, el desfile ligero e incesante de las lindas mujeres.
El cielo estaba gris; el ambiente era fresco. Pasaban, corrían, cruzaban, se entrecruzaban coches, camiones, automóviles, tranvías; a la izquierda, un denso humacho negro se elevaba ante la arcada—hierro y cristal—de la estación de La Robla; a la derecha, la fronda de los árboles del paseo ponía su telón claro. Se oían silbatos agudos, resoplidos de locomotoras, gritos de conductores, trotes de caballos, chirridos de «troleys»... Y por el centro de la ancha vía, encaminadas hacia el puente o de regreso del puente, iban y venían, entre el estrépito, las bilbainitas con sus tocados estivales, blancos, rosa, azules, un poco inclinadas hacia delante, un poco rígidas, nudosas, fuertes, tal vez con los pies un tantico grandes, pero calzadas todas, todas—y este es un de talle indefectible—, con botas irreprochables, con botas negras, con botas brilladoras, con botas elegantes...
Y he aquí ya expuestas a la ligera, en dos palabras, las características de la mujer bilbaína; acaso, si pertenece a las clases altas, notaréis en ella—crecida y educada en una época de enriquecimiento precipitado—un tenue matiz de ostentación y de ingenuidad en su atavío. Mas, bien pronto, todo lo olvidaréis ante su belleza fuerte y severa, ante sus ademanes decididos, ante el ímpetu y el imperio de su persona...
María es también fuerte, nudosa, y tiene una barbilla suave que se repliega con un encanto extraordinario sobre el enhiesto cuello planchado. María marcha también con el busto un poco inclinado, y sus brazos caen sueltos a lo largo del cuerpo. María anda asimismo— característica acaso la más notoria de la mujer bilbaína—, no rauda, no seguida, no con un paso uniforme y simétrico, sino con una serie armónica de rápidos e intermitentes avances, que concuerda en maravillosa sincronía con el ademán y con el tipo. Por la mañana, María se pone sobre Ja blusa blanca una mantilla, y así, medio arrebozada la cara, al regreso de misa, se asoma al balcón de los claveles. Entonces creéis ver esta maja de Goya de que os he hablado, o bien esas otras manolas de la ermita de San Antonio que el maestro ha pintado sobre un barandal recostadas.
Por la noche, tras la cena, María canta un zortzico al piano, o baila valses y rigodones... El joven marqués de Pestagua, derecho, juntos los pies, se inclina ante ella con rígido movimiento de «gentleman». «María, ¿me hace usted el honor de este vals?» Y María se levanta, y los dos giran y giran rápidos por el salón, sobre las tablas lustrosas, resbaladizas. Y como María es viuda, veis en ella, mientras baila, mientras camina, mientras se sienta, mientras se levanta, cierta placidez, cierta majestad, cierto sosiego en que se trasluce tal vez desencanto infinito...

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