miércoles, 30 de noviembre de 2022

El aljibe (Platero y yo)

Míralo; está lleno de las últimas lluvias, Platero. No tiene eco, ni se ve, allá en su fondo, como cuando está bajo, el mirador con sol, joya policroma tras los cristales amarillos y azules de la montera.
Tú no has bajado nunca al aljibe, Platero. Yo sí; bajé cuando lo vaciaron, hace años. Mira; tiene una galería larga, y luego un cuarto pequeñito. Cuando entré en él, la vela que llevaba se me apagó y una salamandra se me puso en la mano. Dos fríos terribles se cruzaron en mi pecho cual dos espadas que se cruzaran como dos fémures bajo una calavera... Todo el pueblo está socavado de aljibes y galerías, Platero. El aljibe más grande es el del patio del Salto del Lobo, plaza de la ciudadela antigua del Castillo. El mejor es éste de mi casa que, como ves, tiene el brocal esculpido en una pieza sola de mármol alabastrino. La galería de la Iglesia va hasta la viña de los Puntales y allí se abre al campo, junto al río. La que sale del hospital nadie se ha atrevido a seguirla del todo, porque no acaba nunca...
Recuerdo, cuando era niño, las noches largas de lluvia, en que me desvelaba el rumor sollozante del agua redonda que caía, de la azotea, en el aljibe. Luego, a la mañana, íbamos locos, a ver hasta dónde había llegado el agua. Cuando estaba hasta la boca, como está, ¡qué asombro, qué gritos, qué admiración!
...Bueno, Platero. Y ahora voy a darte un cubo de esta agua pura y fresquita, el mismo cubo que se bebía de una vez Villegas, el pobre Villegas que tenía el cuerpo achicharrado ya del coñac y del aguardiente...

Juan R. Jimenez
“Platero y yo”, XXVI

sábado, 26 de noviembre de 2022

Golosinas para Dan

Considero muy problemático de que aquel inspectorcito con cara de niño de la Sección Homicidios de la Policía Federal sospeche de que yo sea el inteligente asesino de mi bella y difunta esposa. Por otra parte, si no he eliminado a Dan, autor material del hecho, es porque soy un enamorado de mis obras. También fue una idea magistral el ocultar mi habilidad para escribir cartas con la zurda, cargadas de apasionadas y fogosas frases de amor firmadas por mí como Sergio Amor. Interiormente no puedo menos que reírme, ya que yo mismo me trato de “marido vejete y decrépito”, aconsejándole a ella que deje "a esa pasa arrugada para cobijarte en mis brazos fuertes".
Muchas veces me da lástima este imberbe policía. Está desconcertado el pobrecito. Según me ha confesado hay noches que no duerme. Fuma y toma café en demasía. Consulta libros de psicología, criminología o grafología, o cuanto tratado de comisario jubilado ande por ahí, sin poder pescar la punta de la madeja. "Días más y habremos de considerar el asesinato de su señora esposa como el crimen perfecto del siglo. No hay testigos, huellas, coartadas ni sospechosos. Quien enviaba las cartas a su esposa y firma Sergio Amor, puede ser el asesino, pero no aparece. Las mucamas, que siempre conocen los secretos y pecados de sus señoras, esta vez no saben nada. No hay fotos ni citas. Sergio Amor es un mito o un fantasma. Pediré a la superioridad que me releve de este caso. Créame, señor Mortaber. Estoy avergonzado. Este crimen es tan desconcertante como un cuadro abstracto."
Pobrecito. Entre él y yo estaba Dan. Pero no hablaba ni podía decir nada. Por otra parte, bien que me cuidaba de encerrarle secretamente, en un cuarto al que nadie podía tener acceso, cuando el inspectorcito venía a desahogar sus cuitas.
"Agregue, señor Mortaber, la desaparición del puñal o cuchillo empleado y verá que es injusto el ensañamiento de la crítica periodística. Los policías no somos clarividentes, Simplemente deducimos o analizamos. Interrogamos o buscamos."
El jovencito se venía con su verborragia y yo lo oía como Confucio a un discípulo. La mayor parte de las veces le respondía siempre lo mismo: "Dios castigará al culpable. Ya estoy resignado”. El me miraba con algo de compasión, y apurando la copita de coñac se despedía Entonces yo corría al encierro de Dan y lo encontraba siempre haciendo alguna travesura, Era un buen tipo este Dan. Nunca creí que por obra y gracia de un gitano yo hiciera tan buen negocio con él. Porque a pesar de las horas de entrenamiento, paciencia y gastos, yo había hecho un lindo trueque con Dan. Un buen pasar a todo confort a cambio de que eliminara a mi hermosa esposa. Y el muy pillo lo había llevado a cabo limpiamente, ganándose mi eterno aprecio.
No cabía duda alguna. Cuando yo me acercaba y le daba unos golpecitos en la espalda agachaba su cabezota orejuda con toda humildad. Un gran tipo. Era lamentable que no pudiera presentárselo al inspectorcito mareado por tantos libracos de criminología. Además yo le había enseñado a ser antisocial. A desconfiar. A ser huraño. Y Dan representaba su papel a la perfección. No era muy difícil el verme pasar horas enteras riéndome de las ínfulas de anfitrión que tenía. Después, todas las noches fumaba cada cual su buena dosis de cigarrillos y nos despedíamos con un fuerte abrazo de antiguos amigos. Él se encargaba de apagar la luz y yo lo encerraba con doble llave.
El día antes del crimen lo había hecho ensayar varias veces con el maniquí. Era un hallazgo formidable este Dan. Cada vez lo hacía mejor. Había que verlo caminar con el sigilo de un gato y la precaución de un apache parisiense. Lo que le había costado más trabajo era empuñar el puñal. Al principio lo hacía con demasiada torpeza. Pero Dan era muy inteligente como para desmayar en su empeño. Una doble ración de golosinar y afectuosas palmaditas surtieron pronto efecto.
Esto ya no me preocupaba. Lo que debía perfeccionar era el golpe a asestar por la espalda. Muy débil. Demasiado imperfecto. Cualquier persona que errara el primer golpe podía apuñalear tantas veces como creyere necesario. Con Dan era muy distinto. Para él tenía que ser un solo golpe. Mortal, certero. Una puñalada profunda que desgarrara tejidos y destruyera vértebras. “Vamos, querido Dan. Ensaya por última vez", le dije aquella noche. Apagué la luz principal dejando sólo el velador, como si fuera el dormitorio de Selva. Dan se agazapó y comenzó a caminar silenciosamente dispuesto a lo que yo le indicaba. Se detuvo un segundo. Luego se agachó y... zas... Un sonido gutural y el brazo bajó como una centella. No pude evitar un grito de triunfo. Dan había llegado a la perfección. ¿Después? Ocurrió lo que el ¡inspectorcito veía ya como el crimen perfecto del siglo. Un plan alucinante que para muchos hubiera resultado obra descabellada de un demente. Pero demente o como quieran llamarlo, el crimen se había perpetrado genialmente y era digno de figurar en una vitrina de oro de algún museo policial. ¿Luego? El macabro hallazgo. Los policías. Los interrogatorios. La comprobación de mi inocencia. Los diarios brindando crónicas rojas con grandes titulares. Los planeamientos y deducciones sobre ese apasionado Sergio Amor que también se iba diluyendo en el tiempo, hasta no ser nada. Estaba seguro que hasta el más aventajado estudiante de metafísica no hallaría ningún vestigio para asirse a un principio. No había nadie que hubiera visto o sospechado algo. Solo yo y Dan. El no hablaría nunca. Sólo su espíritu travieso podría hacerme caer en una trampa, y antes de que eso ocurriera yo lo mataría. Mientras tanto los días transcurrieron hasta la llegada del otoño. El joven policía espaciaba sus visitas. Yo hacía buen tiempo que había despedido a la servidumbre y vivía solo y a mis anchas. Podía en esa forma sacar a Dan por las noches a dar un paseo por los jardines, caminatas que tanto a él como a mí nos encantaban. Había transcurrido dos meses desde aquella noche y casi me había olvidado de todo, cuando ocurrió lo asombrosamente insólito. Lo que había descartado subestimando la labor de mi enemigo.
Todo se desmoronó aquella fría noche otoñal, en los jardines cubiertos de hojas amarillentas. En la semipenumbra de la glorieta observé una sombra. Era alguien que fumaba. Una voz familiar me detuvo mientras Dan, de sensible olfato, corría hacia él, atraído por el aroma del tabaco. "Cómo no lo pensé antes, señor Mortaber. Aquella tarde que vi en su escritorio un tratado del buen amaestrador, el titulo me desconcertó. Pensar que estuve a un paso de la solución. Es usted, como diríamos... un científico. No. Mejor aún. Un genio. Dan mató. Usted le enseñó a asesinar a su esposa. Limpia y fríamente. Pero me interesaría oír Sus explicaciones. Ver a Dan actuar bajo sus sabias órdenes. ¿Volvemos a la casa?"
Lo hicimos en silencio, y Dan delante nuestro, alegremente. El inspectorcito quería una demostración. Entramos a la casa, cruzando el gran hall hacia el cuarto secreto. Allí donde Dan había aprendido a matar bajo órdenes mías. Yo descorrí el panel donde guardaba el estuche de terciopelo con el puñal. "Y bien, inspectorcito. Si desea una demostración. Dan se la ofrecerá". El joven policía no tomó en cuenta el significado de aquellas palabras. Le entregué el puñal a Dan y me di vuelta. “Dan es un chimpancé muy inteligente. Sólo baja el brazo una sola vez". Cuando el inspectorcito comprendió, dio un grito de alarma. Ya era tarde.
Dan ya me había dado pasaporte hacia el más allá.

Cuento de Jorge Crucial
Revista Vea y Lea, 20 de diciembre de 1962 N°403, pp. 68-70

Susto (Platero y yo)

Era la comida de los niños. Soñaba la lámpara su rosada lumbre tibia sobre el mantel de nieve,
y los geranios rojos y las pintadas manzanas coloreaban de una áspera alegría aquel sencillo idilio de caras inocentes. Las niñas comían como mujeres; los niños discutían como algunos hombres. Al fondo, la madre, joven, rubia y bella, los miraba sonriendo. Por la ventana del jardín, la clara noche de estrellas temblaba, dura y fría.
De pronto, Blanca huyó, como un débil rayo, a los brazos de la madre. Hubo un súbito silencio, y luego, en un estrépito de sillas caídas, todos corrieron tras de ella, con un raudo alborotar, mirando, espantados, a la ventana.
¡El tonto de Platero! Puesta en el cristal su cabezota blanca, agigantada por la sombra, los cristales y el miedo, contemplaba, quieto y triste, el dulce comedor encendido.

Juan R. Jiménez
“Platero y yo”, CII

miércoles, 23 de noviembre de 2022

Aguardando al ladrón

Una llovizna fría descendía sobre Buenos Aires desde medianoche.
Sentado en un café, junto a la vidriera. Walter observaba el vaivén de los transeúntes. El melódico reloj de Escasany dio las siete, hora de rumbear hacia la oficina. Levantó el cuello del piloto y se encaminó a la estación Perú del subte. Sobraban asientos en el coche, pero él se mantuvo de pie junto a la puerta opuesta a la del andén, pues el trayecto era corte.
Descendió en Sáenz Peña, y caminó hasta el Departamento de Policía, donde se desempeñaba como subinspector en la Dirección de Investigaciones, Sección Robos y Hurtos.
Nadie había llegado aún. Se quitó el piloto y lo extendió entre dos sillas junto a la estufa para quitarle humedad. Encendió un cigarrillo y se dio al trabajo.
Aún estaba solo cuando sonó la chicharra.
—¡Maldición! —se dijo—. El director llama. Esperemos que no haya que salir a la calle con este día perro.
Se arregló la corbata ante el vidrio del escritorio, y se dirigió a la oficina del director de despacho alisándose el bigote con el dorso, de la mano.
—Buenos días, señor; permiso. ¿Llamó, verdad?
—Sí, Walter; precisamente a usted necesito. Tome asiento, por favor.
Continuó escribiendo unas líneas con su estilográfica; luego firmó y estampó el sello aclaratorio. Oprimió uno de los varios pulsadores que había a un costado del escritorio, y apareció en seguida un ordenanza.
—A Chavez, por favor —dijo alcanzando la hoja.
Hizo girar el asiento hacia Walter y comenzó a decir:
—Se trata de Goldoni. Acabo de comunicarme con Prontuarios y me dijeron que tiene su historia.
—Sí, es bastante conocido.
—Quisiera que usted se encargara del caso. No es tarea fácil que le encomiendo, pero lo creo capaz, Walter.
—Le agradezco, señor.
—Resulta que en la comisaría de la Sección 34ª se ha recibido una denuncia telefónica relacionada con Goldoni.
—¡Ajá! ¿Voz de mujer?
—Voz de mujer.
—Goldoni le habrá hecho alguna perrada.
—Es lo más probable.
—¿Y qué denuncia es, señor?
—El hombre asaltaría esta noche una fábrica de artículos plásticos ubicada en la calle Esquiú.
—¡A la fresca!
El director sonrió.
—¿Se anima usted? Si no se lo dejaría al comisario de la 34ª. El me avisó por si quería yo enviar a alguna determinada persona.
—Me animo, ¡cómo no! —exclamó Walter—. Claro que... necesitaría algunos agentes. Convendría prevenirse por si Goldoni fuera acompañado.
—Desde luego, Walter. El comisario de la 34ª estará a su entera disposición. Y una sugerencia: si no quiere que se sepa, no lo diga ni a su sombra.
A las veinte, noche cerrada ya, un coche policial salía de la Seccional 34ª Walter había conseguido cuatro agentes y la dirección de la FABRI-PLAST.
Descendió ante la fábrica, dando orden a los demás ocupantes del auto de aguardar en el interior. Comprobó que todas las puertas del edificio estaban cerradas, y que no había luz en ninguna de las ventanas del piso alto. Tocó el timbre en una portezuela lateral, e inmediatamente se abrió en ella una mirilla.
—¿Quién es? —dijo la voz española del sereno.
—La policía, señor.
—¿Y qué sucede?
—Tenemos orden de pasar la noche aquí, pues han denunciado que se planea un asalto a la fábrica.
—Pues, si yo no veo sus credenciales y la orden policial, no los dejaré entrar.
—Aquí están mis credenciales, señor.
—Y aquí la orden.
—Veamos, pues...
Tardó en leerla el sereno y algo aun en decidirse a abrir.
Cuando oyó el ruido de llaves, luego de percatarse de que nadie venia por la oscura acera. Walter hizo descender a los agentes y despidió al chofer, quien se alejó lentamente, conduciendo el coche hacia el Departamento Central.
Al ver a les agentes, armados con sendos fusiles ametralladoras, el sereno, que los conocía, se tranquilizó.
—¡Hola, José! —comenzó a saludarlos— . ¿Qué dices tú. García? ¡Ah, vinieron también Alonso y Carreño! Parece que la cosa va en serio.
—Será cuestión de esperar —dijo Walter— para ver si Goldoni viene a la cita.
— ¡Goldoni! —exclamó el sereno—. ¿Alias el "tano"?
—El mismo.
— ¡Tiene fama de buen tirador!
—Por eso nos hemos venido prevenidos —respondió Walter, señalando las armas.
—¿Y yo? —preguntó el sereno—. ¿Qué haré?
—Le sugiero que se vaya tranquilamente a su casa.
—Pero mi deber es estar aquí. Para eso me pagan, hombre.
—Le pagan para cuidar, pero hoy lo reemplazan cinco serenos con armas diez veces más eficaces que la suya. Si el asalto se realizara, su vida correría peligro. Es probable un tiroteo, y yo, más que sugerirle debo ordenarle que deje usted el servicio.
—Y bueno, si es así... Aquí tiene usted todas las llaves. En la cocinita del primer piso encontrarán todo lo necesario para preparar café o tomar mate. Buenas noches y buena suerte.
Walter dejó un agente junto a la puerta de entrada y dos en el patio. Él se ubicó con el cuarto agente en el primer piso, junto a las ventanas que daban a la calle, y así las cosas, se dispusieren a esperar.
La noche era serena y fresca. El viento sur se habla hecho cargo durante la tarde de la espesa y extensa capa de nubes que habían dado a la ciudad el aspecto triste de los días lluviosos. Las estrellas ardían en el infinito negro.
Un campanario dio las doce. Walter chistó al agente que se hallaba apostado a unos metros de él, y cuando se le hubo acercado susurro:
—¿Qué tal es usted para preparar café?
—Me doy maña.
—¿Qué le parece si se hace una escapadita hasta la cocina y prepara un poco? Los muchachos de abajo tendrán frío. Lléveles, por favor.
—Muy bien.
—Yo cuidaré por usted. Trate de no hacer ruido y de ocultar la llama del calentador.
Continuó avanzando la noche sin que se produjeran novedades. Algunos gatos reñían sobre los techos maullando estremecedoramente. Muy de vez en cuando los faros de algún automóvil que pasaba iluminaban la calle.
El agente alcanzó a Walter un humeante pocillo de café.
—¿Les llevó a los muchachos de abajo? —preguntó antes de dar el primer sorbo.
—Sí, y les cayó muy bien.
—No vieron ni oyeron nada, ¿verdad?
—Nada.
—Bien, aguarde aquí mientras doy un paseíto por abajo.
En el patio cambió impresiones con los agentes.
—¿No será una brema de Goldoni? —opinó uno—. ¿Traernos aqui para asaltar en otro lado?
Walter se rio y se limitó a responder:
—Todo es posible, pero aún no terminó la noche.
Dieron las tres, Goldoni se estaba haciendo esperar demasiado... Las cuatro... No vendría esa noche. Un asalto se realiza por lo común, según las estadísticas, entre las once y las tres. Pasado ese lapso comienzan a circular los obreros que van al trabajo y la ciudad despierta para recobrar su dinamismo diurno.
Una idea comenzó a germinar en el cerebro de Walter. La rechazó en un primer instante por atrevida, pero ella continúo desarrollándose y acabó por imponerse.
Algo nervioso comenzó a pasearse por el patio, y no tardó en dar forma a su plan. Lo consideró lógico y fácil de llevar a la práctica.
Consultó su reloj, y las esferas le dijeron que era preciso obrar con rapidez. Las cuatro y media: dentro de una hora comenzarían a llegar los obreros de la fábrica.
Se dirigió a los agentes apostados en el patio y les dijo:
—Yo creo, muchachos, que por esta noche hemos terminado.
—Si no vino hasta ahora, ya no vendrá —corroboró uno de los hombres.
—Pueden irse, entonces —dijo Walter—. Yo me quedaré hasta que llegue el personal de la fábrica.
Los agentes no se hicieron repetir la sugerencia y se fueron.
Una vez solo. Walter se dirigió al primer piso, donde estaban las oficinas, y cerró las persianas de las ventanas que daban a la calle. Encendió la luz y observó la disposición de los muebles. Le llamó la atención una puerta sobre les vidrios deslustrados de la cual se leía "Administrador". Probó en ella las numerosas llaves que el sereno le habla entregado, y cuando consiguió abrir entró y encendió la luz.
Se mantuvo indeciso unos instantes. ¿Dónde estaría el dinero? Si fuera cierto que Goldoni andaba con ganas de visitar la fábrica, seria por haberse enterado de que ahí había dinero.
Optó por un armario de puertas de vidrio. No hallando llave para él, rompió los vidrios, pero no encontró el dinero.
Se dirigió luego al escritorio ubicado en el centro de la oficina, pero las llaves de los muchos cajones no estaban en el llavero que él tema. Maldiciendo corrió a la planta baja en busca de herramientas.
El campanario cercano daba las cinco cuando lograba abrir el primer cajón sin hallar en él lo que buscaba. Igual suerte tuvo con el segundo y tercero.
Con los nervios de punta se dio a abrir el penúltimo cajón del costado izquierdo, encontrando gran resistencia. Iba a abandonarlo para intentar con otro, cuando se le ocurrió que habría algún motivo para que ese cajón estuviera mejor cerrado que les demás. Y cuando consiguió abrirlo vio confirmadas sus sospechas. Su mirada atónita pudo acariciar varios fajos de billetes grandes. Hizo un paquete con ellos, y tomando las herramientas que había usado bajó corriendo.
Abrió la portezuela de la calle y se asomó: nadie venía. Se encaminó a paso rápido a un baldío cercano y ocultó entre unos arbustos paquete, pistola y herramientas, y volvió a la fábrica.
Dejó adrede la portezuela de la calle entornada, y luego de subir al primer piso buscó el baño y entró en él. Cerró por dentro con llave, la quitó de la cerradura, y luego de arrojarla en el inodoro oprimió el botón del agua.
Respiró entonces con cierta tranquilidad. Había dado, término a lo planeado. Sólo restaba esperar.
Sería necesario forzar la puerta para sacarlo del baño. Entonces aclararía las cosas:
—Idos los policías —diría—, pues ya no se esperaba a Goldoni. apareció éste y, arma en mano, me despojó de la pistola y me hizo entrar en el baño, cerrando con llave por fuera. No sé qué habrá hecho después, pero oí ruido de vidrios que se rompían y luego golpes como de herramientas, y lo sentí después pasar corriendo.
No sería necesario agregar más. Todos creerían que Goldoni había roto los vidrios del armario, forzado los cajones y que, luego de alzarse con el dinero, había huido dejando abierta la puerta de calle.
Se sentía nervioso, palpitante el corazón, pero creía haber hecho las cosas bien. Se miró en el espejo, y encontró en él un rostro alterado. Se lavó las manos para borrar las suciedades que le habían dejado las herramientas, y se dispuso después a esperar tratando de calmarse.
Grande fue su sorpresa cuando oyó un rumor en la cerradura. No supo qué hacer ni qué decir. Alguien trataba de abrir, indudablemente, ¿pero quién? Recordó que había dejado la puerta de calle abierta. ¡Se habían metido!, ¿pero quién? No podría ser gente de la fábrica, pues era demasiado temprano aún.
Un ruido seco y otro en seguida, le hicieron entender que habían sido sacadas las dos vueltas de llaves. La puerta empezó a abrirse lentamente y asomó una pistola.
—No se mueva, señor policía —ordenó una voz potente mientras la puerta se abría del todo.
Walter pudo ver a un hombre alto y delgado que conservaba aun en la siniestra la ganzúa con que había abierto.
—¿Y usted? —preguntó azorado.
—Goldoni, para lo que guste mandar. Pero por el momento levante las manos y diríjase a la calle. Yo iré detrás con mi pistola. Pase, señor.
Obedeció el policía y se encaminó a la calle. Goldoni ocultó el arma bajo el saco y advirtió:
—Caminaremos hasta la esquina. Doblando sobre esta misma manzana, tengo el coche a mitad de cuadra. No intente burlarse de mí, porque sabrá que a Goldoni le da tanto matar a un policía como apagar una vela.
Llegados al automóvil dijo:
—Tome el volante y conduzca por donde yo le indique.
Acató Walter la orden sin titubear, y el hombre se sentó atrás poniendo la pistola junto a la cabeza del otro.
—Dirija hacia Avenida Sáenz —ordenó y Walter puso el motor en marcha.
Fue guiando de acuerdo a las indicaciones de Goldoni. por Sáenz, luego Caseros, para doblar finalmente hacia el Norte hasta llegar a Avenida Belgrano.
—Al Departamento de Policía, chofer —ordenó Goldoni, y Walter se atrevió a mirarlo interrogativamente.
A la altura de Entre Ríos, a dos cuadras del Departamento, Goldoni dijo:
—Detenga usted. Imagino que deseará saber muchas cosas, y no tengo inconvenientes en contarle. Cuando ustedes llegaron a la Fabriplast, hacía rato que yo estaba escondido adentro. Entré por la tarde colándome entre unos obreros que descargaban caños de riego, y ya me disponía a caer sobre el sereno cuando llegaron ustedes. Viéndome en inferioridad numérica preferí permanecer tranquilo en mi escondite. Cuando quedó usted solo comprendí que había llegado el momento de actuar, paro me sorprendió su manera de proceder. Esperé para ver lo que hacía, y me froté las manos al verlo salir con el paquete y las herramientas. Vi donde los escondía, y me fue fácil retirarlos, cuidando, eso sí. de tomar las herramientas con un pañuelo. Volví tras suyo, pues me intrigaba su comportamiento. Usted se demoró buscando algo, y yo pude llegar a tiempo para vario entrar, oír el ruido de la llave al cerrar, al ser retirada de la puerta y al caer en el agua del inodoro. Cuando apretó el botón, lo comprendí todo. Usted diría que yo lo había encerrado por fuera, y toda la culpa caería entonces sobre mí. ¡Ingenioso plan! Ahora no le será tan sencillo explicar las cosas. Echarle la culpa a Goldoni es fácil, pero no hallarán mis impresiones digitales en las herramientas que usted usó y trató de ocultar en el baldío, y que yo, antes de abrirle la puerta del baño, he tenido la precaución de colocar sobre el escritorio que usted forzó. ¡Qué sorpresa se llevarán los muchachos de dactiloscopia cuando comprueben que las huellas dejadas coinciden con sus impresiones digitales!
Rio el hombre y añadió:
—Bien, oí de los agentes que usted trabaja en el Departamento, y lo he traído hasta él. En alguna forma debía pagar el favor que me hizo retirando el dinero. Bájese y no se vuelva hasta llegar a Solis. No me obligue a ser descortés con usted.
Descendió Walter y Goldoni se sentó al volante. Dejó que el subinspector se alejara hasta la otra esquina. Tomó entonces por Entre Ríos y escapó a gran velocidad por la avenida.
Walter miró la hora: eran las seis. Ya habrían entrado los obreros a la Fabriplast. No podría ya regresar para retirar las pruebas del delito. La única solución era fugarse.
—¡Hola, Walter! —exclamó el director de investigaciones sacando la cabeza por la ventanilla, y abriendo la puerta continuó— Suba, que pascaremos un rato mientras llega la hora de entrar a la oficina. Estos aires matinales son deliciosos. Escucharé con gusto su relato. ¿Le díó trabajo Goldoni? ¿Fue él allá? Cuente, Walter, cuente.

Cuento de Juan Carlos Brusasca 
Revista Vea y Lea, 22 de noviembre 1960 N°351, pp. 76-79

martes, 22 de noviembre de 2022

El juguete

Escondió el paquete detrás de las medias, en el ropero, y buscó con la vista dos objetos duros. El cenicero de mármol y la blanca base de la lámpara llamaron su atención. Volcó las pastillas de luminal sobre la base de la lámpara y las trituró cuidadosamente con el cenicero: luego vertió el polvo en un papel plegado y lo guardó en el bolsillo junto al pañuelo.
Se cercioró de que su mujer seguía hablando por teléfono y extrajo el paquete de su escondite. Contenía un par de patines nuevos y lustrosos; la puerta de la habitación de su hijo estaba cerrada, pero oía de todos modos la interminable serie de estampidos de revólver que emitía el aparato de televisión.
Apartó uno de los patines v envolvió el otro, ocultándolo detrás de las medias, allí junto a su botellita de coñac. No, no iba a necesitar el coñac, había creído que sí. pero ahora se sentía muy tranquilo.
Volvió a escuchar el ruido del aparato, tendría que esperar a que su hijo estuviera dormido para tirar el patín restante dentro de la caja de los juguetes.
Examinó el que tenía en las manos, hizo girar las ruedas, escuchó su chirrido agudo e irritante y lo dejó arriba del ropero, donde ella no podría verlo.
Gastón se sentía muy tranquilo mientras bajaba las escaleras.
Había tardado muchos meses en adquirir esa tranquilidad, esa absoluta indiferencia ante lo que iba a hacer: había tenido que vencer a su conciencia, a su miedo, a las tensas averiguaciones de su mujer que parecía sospechar algo.
“¿Qué te pasa?”
“¡Estás temblando!'
“¿Por qué no me escuchas cuando te hablo? ¡Estás irreconocible estos días! ¿Es que trabajas demasiado? ¿Es que yo te irrito? ¿Qué te pasa?”
Ella estaba colgando el receptor cuando él entró en la sala.
—Hola, querido, por fin has llegado puntual.
—Algún día tenía que aprender.
Hacía ya mucho tiempo que los saludos se reducían a eso: un saludo breve y desconectado, tal vez una pregunta forzada por parte de ella.
Gastón fue hasta el bargueño, como lo hacía todos los días. y sacó la botella de burdeos:
—¿Querés?
—Bueno: dame —le sonrió ella desde el sillón.
El llenó dos vasos, con un movimiento casual comprobó que ella leía, sacó el papel doblado del bolsillo y vertió el contenido en uno de los vasos. Dejó el vaso sobre la mesita de luz y volvió al bargueño. Cuadro miró a su mujer la copa ya estaba vacía.
Arrojó el papel doblado al fuego.
—¿Qué es eso? —preguntó ella.
—Nada: un número de teléfono inservible.
Apuró su bebida y se sirvió otro vaso para tranquilizar el temblor que le había aparecido en el brazo izquierdo. El chorro de bebida temblaba imperceptiblemente.
La cocinera les anunció que la cena estaba lista y que salía para no volver hasta tarde; Gastón le entregó la llave de la puerta trasera. Los platos quedaron casi sin tocar, pero la botella de vino se agotó rápidamente. Él se sentía ligero y saltarín, pero los temblores no habían desaparecido.
Volvieron a la sala. Poca conversación, muchos bostezos: finalmente ella dijo:
—No me siento bien —y se pasó las manos por los ojos velados por el sueño—. No sé qué me pasa... Tengo unas ganas de dormir terribles... Parece una borrachera... Me voy a dormir...
—Yo escribiré dos cartas, y estaré con vos.
Los pasos de ella subieron la escalera, sus tacos recorrieron el piso superior siguiendo el mismo camino que todas las noches, luego fueron reemplazados por el sonido afelpado de sus pies desnudos: los ruidos de las llaves de luz resonaron huecamente en el silencio.
Eso también estaba previsto: él había repasado mentalmente hasta el último de los ruidos.
Cuando pasaron quince minutos pensó que había llegado el momento oportuno: subió al cuarto del niño, habló con él, no obtuvo respuesta, se sentó a su lado, lo sacudió suavemente; nada.
Cuando cruzaba hacia la pieza de su mujer contemplaba la balaustrada de las escaleras y una sonrisa se insinuaba en sus labios. Se detuvo junto a la cama: ella dormía. Sacó el patín de arriba del ropero y contempló a la durmiente, le habló en voz baja; ella dormía pesadamente. Aumentó el volumen de su voz, la maldijo, la insultó a gritos, luego acerco el patín a su oído e hizo girar las cuatro ruedas con la palma de la mano: el chirrido era agrio y seco, parecía llenar la habitación, las arrugas que había junto a los ojos cerrados se contrajeron. Él se estremeció, levanto los párpados con los dedos: las pupilas estaban vueltas hacia arriba, no había duda, dormía.
Pensó en dejar el otro patín en la caja de los juguetes, pero prefirió seguir su trabajo; después habría tiempo; después habría tiempo para todo.
Salió de su dormitorio llevando una silla, la apoyó contra la pared y se sentó en ella, luego apoyó los pies contra la balaustrada y empujo. No era muy fuerte, pronto comenzó a emitir crujidos y a ceder paulatinamente; la madera lustrosa se combaba bajo la presión de sus dos pies. Súbitamente se rajó con un estampido, y una astilla cayó al piso inferior. Contempló su obra: después aferró la balaustrada y la terminó de partir arrancó algunos barrotes y los rompió sobre su rodilla, después llevó los fragmentos hasta abajo y los esparció por el piso.


Volvió al primer piso y se calzó el patín, marcó una profunda huella en el piso de madera y luego incrustó el patín entre las ruinas de la balaustrada.
Se sentó entre las maderas quebradas para cobrar aliento, sus pies se balanceaban en el vacío mientras sus manos formaban muñequitos y figuras con las astillas más chicas. En el suelo, allí abajo, se podía ver la curiosa estrella formada por las maderas caídas.
Una especie de sopor se apoderó de él; de pronto se dio cuenta de que el tiempo transcurría y se puso de pie para completar su obra. El movimiento blanco a sus espaldas lo dejó helado de espanto.
—¿Qué estás haciendo, querido? —preguntó ella como sí no pudiera verlo.
—¡Nada!
Los temblores renacieron, se sentía aturdido, golpeado en el vientre, des¬ provisto de toda capacidad de reacción.
—Pero... ¿Qué ocurrió?
—¡Nada! Me caí... Estaba un patín de Martincito...
—Pero si Martincito no tiene patines; vos se los prohibiste. ¿Te acordás?
—¡Pero después le dije que si! Vos no estabas: no habrás escuchado... —Sus pies parecían fijados en el suelo por medio de raíces cálidas y sudorosas— Se los traje la semana pasada.
—Yo no los vi, a pesar de que ordené hoy mismo la caja de juguetes.
—Los habría... puesto en otra parte... Los habría dejado por ahí tirados, como éste... ¡Mocoso idiota! Por poco me rompo la cabeza.
—¿Cómo es que no oí ningún ruido? —Ella se acercó: parecía solícita, preocupada, tendía su mano, le palpaba el cráneo, las costillas, los brazos— ¿Estás lastimado?
—No sé.
Gastón no oyó la segunda pregunta de ella, «habrás estado durmiendo.» Tenía ganas de huir, gritar, saltar, saltar hasta el suelo y caer en el medio de todas sus astillas tan cuidadosamente dispuestas.
—No he podido dormir en toda la noche, querido.
—Pero si cuando yo te miré estabas dormida.
—No, fingía, no quería que te preocuparas.
—Pero ¡yo hice ruidos!
—Si, unos chirridos: me pareció la máquina de afeitar.
—¡Te levanté los párpados!
—Estaba amodorrada; pensé que me besabas.
—¿Besarte? —Gastón se pasó los dedos por los labios: hacía más de un año que no besaba a su mujer en la cama.—¿Besarte? Pero...
Ella estaba más cerca, casi todo su cuerpo se unía al de él: era una presencia cálida, persistente, intolerable.
Gastón quiso retroceder, quiso escapar: su pie dio un paso en el vacío, su pantalón se enganchó en uno de los barrotes quebrados y el cuerpo quedó colgando cabeza abajo antes de caer; él vio un gran remolino de astillas, escaleras, patines, cuadros y balaustradas rotas, la vio a ella que contemplaba, como ligeramente sorprendida, su caída; oyó el gran fragor del aire que huye...
Su cuerpo se destrozó contra el piso.
Ella dejó escapar el aliento y fue muy tranquilamente a la habitación del niño para cerciorarse de que dormía; había hecho falta una dosis muy pequeña de somnífero para que su sueño fuera muy pesado...
Escuchó la respiración pesada y volvió a cerrar la puerta: luego, con llanto en la voz. llamó al médico.
Contempló a Gastón: no había duda, la cabeza estaba torcida en un ángulo imposible; en realidad él había hecho un buen trabajo, no faltaba detalle alguno; la balaustrada rota, el patín...
Recordó el otro patín. ¿Habría sido él lo suficientemente precavido como para ponerlo en la caja de los juguetes? Corrió al cuarto del niño y comenzó a sacar los objetos de la gran caja de madera. Los trencitos, los bloques de madera coloreada, el auto de carrera, la gran pelota roja y los grandes soldados de rostros inexpresivos se amontonaron sobre el suelo.
El médico le había prometido que saldría en seguida; ya el auto de la cruz verde se estaría acercando. El patín no había aparecido cuando la caja quedó vacía; una expresión acosada apareció en el rostro de ella, arrojó con estruendo los juguetes dentro de la caja. La respiración del niño cesó, súbitamente la estaba mirando con expresión seria y sorprendida... La dosis había sido muy pequeña.
—¿Qué buscás, mamá?
—Nada.
—¿Qué ocurrió? ¿Por qué están encendidas todas las luces? ¿Por qué me siento mal?
—¿Te sentís mal?...
—Sí... ¿Por qué venís a buscar juguetes a esta hora?
—Estaba guardando los que vos dejaste tirados... ¡Sssshhhh! ¡Dormite, que te sentirás mejor!
Lo besó en la frente y salió rápidamente. Una vez en el pasillo suspiró libremente: se había sentido tentada por unos segundos, había tenido deseos de insultarlo, gritarle, gritarle de miedo: ya lo veía interrogado por el médico, por la policía: «¿Dónde está el otro patín?» «Yo nunca tuve patines, papá me lo prohibió.» «¿Y estos?» «No son míos; yo nunca vi esos patines.» Y los veía examinando la mancha de burdeos, el burdeos que ella había volcado debajo del sillón, los veía encontrando el narcótico, el narcótico cristalizado en la mancha: ella no había puesto ese narcótico, no, ella se lo podía jurar, pero él estaba muerto y ella estaba viva...
Comenzó a revisar los rincones más inverosímiles; la imagen del auto del médico la obsesionaba, tenía la certeza de que el patín restante debía de estar en algún lugar de la habitación de Martincito, pero no podía entrar; tal vez él ya había vuelto a dormirse, tal vez la estaría esperando, escuchando... Le producía el mismo miedo que ella le había producido a su marido unos minutos antes. Bajó las escaleras y revisó la sala, tenía que hacer un rodeo para no pasar por encima del cadáver, ¡oh, sí! Era un cadáver: la frente vencida, los ojos vidriosos y ¡a cabeza horriblemente torcida eran signos inequívocos.
Tendría que ocultar el otro patín, hacer de cuenta que los patines no hablan existido nunca, reemplazarlos por otro juguete del que ya no se atrevía a apoderarse.
Subió las escaleras; no se atrevía a entrar en la habitación de su hijo; buscaba desesperadamente algún juguete olvidado: esperaba que Martincito hubiera sido tan descuidado como de costumbre... Pero ella había guardado los juguetes el día anterior, ella misma había recogido todos los soldados tirados y había examinado esa misma caja, y ella se había cerciorado de que no quedaba nada afuera.
Los nudillos golpearon contra la puerta, tal vez el timbre ya había sonado y ella no lo había oído; la desesperación la rodeaba como una gran campana de vidrio; parecía incapaz de hablar, de oír, de sentir sus propios pasos sobre la alfombra. Los nudillos volvieron a golpear, muy fuerte ahora.
Ella abrió finalmente la puerta y dejó entrar al hombre de la valija. Este entró rápidamente y se arrodilló junto al cuerpo; no parecía sorprendido ante el mar de astillas y la deformidad muerta que tenía ante sus ojos. Después de examinarlo, cargó a Gastón y lo subió en silencio.
Cumplida esta tarea se volvió hacia la mujer convulsionada por el llanto y el miedo y le murmuró unas palabras tranquilizadoras, luego la rodeó con el brazo y la condujo hasta una silla. Ella sentía que el piso se le movía debajo de los pies, que una terrible sensación de náusea la ahogaba, y no opuso resistencia. De pronto oyó la voz del médico llena de extrañeza:
—¿Qué hace esta silla acá?
Ella abrió los ojos, tenía delante la balaustrada quebrada que se abría hacia ella como una boca llena de dientes; un grito se escapó de sus labios aterrados y se levantó y dio unos pasos. El médico se apresuró a tranquilizarla y la sentó nuevamente:
—No se preocupe, ahora iremos abajo cierre los ojos... ¿Dónde guarda el coñac?
—En el ropero de Gastón... Detrás de las medias.
Él fue en busca del coñac; ella quedó contemplando la terrible boca abierta, con el patín nuevo y reluciente incrustado en una madera partida.
La puerta del niño se abrió y Martincito la miró con curiosidad y temor:
—¿Qué ocurrió, mamá?
—Nada. Estoy un poquito enferma, nada más.
Mientras trataba de sonreírle sintió la presencia del médico en la puerta: se extrañó de que no se acercara, y se volvió hacia él...
Su respiración quedó paralizada.
El galeno estaba parado en la puerta, su rostro revelaba desconcierto: en una mano llevaba una botella de coñac, en la otra un patín mal envuelto en un papel.
—Esto estaba junto a la botella —dijo.
Los ojos del niño se abrieron:
—¡Me van a regalar patines! —gritó.

Cuento de Hugo A. Brown
Revista Vea y Lea, 11 de octubre 1962 N°398, pp. 56-58

Alegría (Platero y yo)

Platero juega con Diana, la bella perra blanca que se parece a la luna creciente, con la vieja cabra gris, con los niños...
Salta Diana, ágil y elegante, delante del burro sonando su leve campanilla, y hace como que le muerde los hocicos. Y Platero, poniendo las orejas en punta, cual dos cuernos de pita, la embiste blandamente y la hace rodar sobre la hierba en flor.
La cabra va al lado de Platero, rozándose a sus patas, tirando con los dientes de la punta de las espadañas de la carga. Con una clavellina o con una margarita en la boca, se pone frente a él, le topa en el testuz, y brinca luego, y bala alegremente, mimosa igual que una mujer...
Entre los niños, Platero es de juguete. ¡Con qué paciencia sufre sus locuras! ¡Cómo va despacito, deteniéndose, haciéndose el tonto, para que ellos no se caigan! ¡Cómo los asusta, iniciando, de pronto, un trote falso!
¡Claras tardes del otoño moguereño! Cuando el aire puro de octubre afila los límpidos sonidos, sube del valle un alborozo idílico de balidos, de rebuznos, de risas de niños, de ladridos y de campanillas...

Juan R. Jiménez
“Platero y yo”, LXXXIX

viernes, 18 de noviembre de 2022

El jardin

Era ya muy tarde cuando el llamador de la puerta de la clínica para enfermos nerviosos dejó oír su voz estridente. Con una sensación que era mezcla de fatiga y expectación, el doctor Lars oyó los pasos de la enfermera de tumo dirigiéndose hacia la sala de guardia por el largo corredor blanco. Hacía ya varios días que un pertinaz insomnio torturaba al médico, y el trabajo comenzaba a tornarse pesado, agobiador. Sin embargo, siempre quedaba la esperanza de que llegara el caso esperado. Por eso continuaba en su puesto, estoicamente.
En el consultorio externo aguardaba el desconocido. Era un hombre de rostro pálido, desencajado, encerrado en un silencio hosco, sentado con el aire de quien no puede sostenerse en pie.
Lars comenzó con el interroga torio de práctica, para obtener tan sólo respuestas monosilábicas, desganadas. Hasta que de pronto cuando el reloj de pared del consultorio comenzó a dar las diez de la noche, el hombre pareció salir de un trance. Con un gemido se incorporó y se acercó al escritorio del médico.
—Me dijeron que usted puede ayudarme, doctor. Por eso vine. Pero temo que todo sea inútil. Ya se acerca la hora y siento sueño nuevamente... y no quiero dormir... ¡no puedo volver a soñar con “aquello”!
Con un aplomo totalmente falso, pues una excitación creciente amenazaba transparentarse en su voz, el médico se echó hacia atrás en su sillón y esbozó una sonrisa profesional:
—¡Tranquilícese! —dijo con voz clara—. Trate de coordinar sus ideas y dígame por qué no quiere dormir... ¿qué es lo que sueña?...
¿Por qué? ¿Por qué un hombre no puede dormir? ¿Por qué “no quiere” hacerlo?
—Es por la pesadilla, doctor. Vuelve noche tras noche como insistencia aterradora, y en los momentos de vigilia su recuerdo se apodera de mi mente hasta tal punto que temo cerrar los ojos. Pero es inútil. Pese a todo, al caer la noche me precipito en un sopor profundo, como si otra voluntad más fuerte se adueñara de la mía, y todo recomienza...
Lars se agitó en su asiento.
—¿Puede recordarlo en todos sus detalles?
—¡Es horrible!
El hombre había inclinado su cuerpo hacia adelante y se advertía la enorme vena azul que cruzaba su cuello.
—No consigo olvidar el menor detalle... Comienza siempre igual. La puerta se abre al cerrar yo los ojos, y me hallo transportado a otras dimensiones, otros mundos con diferente sentido del espacio y el tiempo... es una puerta vieja, de hierro forjado, con cristales de colores adornándola en filigranas rojas, verdes, amarillas... que conozco perfectamente pese a divisarlas por sólo una fracción de segundo. Una angustia inconcebible me domina apenas entro y la puerta se cierra a mis espaldas, y el terror profundiza sus hálitos en mi espíritu. No sé por qué tengo miedo; tal vez por lo que voy a hacer. El jardín está totalmente abandonado. Malezas y yuyos crecen a lo largo de sus canteros, ahogando manojos de flores que se han vuelto salvajes. En el centro, una fuente de piedra llena de agua verduzca, con vegetación podrida que produce borbotones de gases en la turbia superficie. Una palmera degenerada que ha ido perdiendo poco a poco su forma jónica para caer y convertirse en una planta rastrera, llena de brotes malignos que hacen más horrible su aspecto casi humano de miseria física, se arrastra junto a la fuente proyectando en ella su forma enfermiza. Sobre el lugar revolotean docenes de pájaros enormes, oscuros. Pero son mudos, ni cantan ni gritan.


Solamente planean y miran. Yo sigo caminando, adentrándome en el espantoso lugar. Y los pájaros revolotean, silenciosos como el agua estancada y la sombra torturada de la palmera enferma. Sin apresurarme, con paso vacilante, presintiendo ya el horror que me aguarda, camino entre las hierbas, que ondulan como cabellos de mujer. Lo que hace al abandonado jardín tan escalofriante no es ni el silencio ni la total ruina. Es el presentimiento, que crispa los nervios y los pone tensos como las cuerdas de un violín satánico. De pronto, algo se mueve bajo mis pies. Es un tortuga artística y de mirada miope que avanza lentamente. Entonces veo, los pies apuntando hacia el cielo, calzados con gruesos zapatos deportivos, los pantalones claros manchados con algo oscuro que no es barro... y más allá, siguiendo una línea tétricamente horizontal, el cuerpo. Hojas marchitas forman un rojizo sudario que cubre el rostro. Impelido por una fuerza incontenible, imposible de definir, ansiando huir pero sin poderlo hacer, sigo adelante. Necesito saber, averiguar la identidad del muerto oculto en el jardín abandonado. Pero no lo logro. Todo se oscurece y lo único que capto es un torbellino de hojas secas que giran, giran sin cesar. Y chacales gigantescos que cruzan un firmamento negro, aullando enloquecidos. Entonces despierto, cubierto por una transpiración fría, enterrado, haciendo esfuerzos para saber dónde me hallo, sin comprender con seguridad cuál es mi vida real y dónde termina el sueño para dar paso a la verdad tangible y la cordura —el hombre se interrumpió un instante. Su voz se había tomado aguda—¡Me deslizo por la cuesta viscosa de la locura, doctor ¡nadie puede salvarme!
Lars parpadeó y dejó de lado la estilográfica de oro con que tomara algunas botas.
—Nosotros lo ayudaremos —dijo con acento cordial— Tendré que internarlo, naturalmente... pero antes una última pregunta. ¿Cómo interpreta usted la repetición constante de su pesadilla?
El rostro del hombre se tornó lívido.
—No es una pesadilla, doctor, a veces creo que es un presagio. Lo único que me falta es llegar a la cabeza y saber.
—¿Si? —el médico hizo un ges- :o para alentarlo a hablar— ¿Qué cosa?
—Me falta saber quién es el muerto del jardín abandonado, doctor... temo estar a punto de convertirme en un asesino... ¡qué sé yo!
Consultando su reloj. Lars se puso de pie y se dirigió hacia la puerta.
—Venga —invitó el hombre—. Vamos a hablar con la recepcionista para que le den una habitación. Esta noche tomará un sedante y no soñará... mañana comenzaremos con su tratamiento.
El hombre siguió al médico con la cabeza gacha arrastrando los pies. Pero al llegar a la galería interior de la clínica se detuvo bruscamente y sus ojos adquirieron la misma mirada vidriosa que tuviera mientras narraba su sueño. Con una mano larga y pálida señaló hacia adelante.
—¿Qué es eso? —inquirió.
Lars miró. Una vieja puerta de hierro, con cristales de colores, resaltaba sobre la blanca pared.
—Un patio interno —contestó—. Desde que esta casona se convirtió en clínica está clausurado.
El hombre nada dijo. Con movimientos convulsivos se acerco a la puerta y la abrió sin dificultad alguna. El médico frunció el ceño y lo siguió sin hablar.
Con pasos desesperadamente lentos, el hombre penetró en el patio interior de la clínica. En realidad no era tal patio, sino un viejo jardín cubierto por malezas y hojarasca. Sus rosales se habían convertido en algo agresivo y salvaje, que luchaba por ja vida contra las altas hierbas. En el centro, junto a una fuente de piedra deteriorada, llena de agua verduzca mezclada con restos de vegetación podrida, algo, que en otra época debió ser una palmera, se arrastraba angustiosamente.
El ambiente era depresivo, y cuando una tortuga anquilosada pasó junto a su pierna, el hombre se sobresaltó. Con ojos tremendamente abiertos se volvió hacia el médico.
—¿Comprende lo que quise decirle? —susurró con voz helada—. No era un sueño... Y ahora lo sé... lo sé... ¡Ahora sé quién era el muerto del jardín abandonado! ¡Ya no volveré a soñar!
La afilada navaja se abrió, y su hoja brilló un instante bajo la fría luz de la luna otoñal.
El grito fue espantoso. Luego hubo un intenso silencio.

* * *

Y así lo encontraron, con la ensangrentada navaja abierta, parado junto al cadáver, los ojos vidriosos y una sonrisa inexpresiva en sus labios.
—¡Cielos! —exclamó la horrorizada enfermera—. ¡Doctor Lars! ¿Qué ha hecho?
Lars se volvió hacia ella y señaló los botines de golf que calzaba el muerto.
—Terminé con su pesadilla y con la mía... ahora podré volver a dormir tranquilo, sin temor a seguir soñando con su llegada... —su sonrisa se transformó en algo horroroso—. Ya nunca volvéremos a soñar, señorita... ¡porque ahora él y yo sabemos quién es el muerto del jardín abandonado!
Las nubes, como negros chacales siniestros, ocultaron nuevamente el rostro otoñal de la luna.

Cuento de Alfredo Julio Grassi y F. W. Seymour
Revista Vea y Lea, 25 de abril 1963 N°411, pp. 60-62

miércoles, 16 de noviembre de 2022

Un buen detective nunca se casa

No se puede escribir un relato policial perfecto. Siempre hay que sacrificar algo. Sólo se puede ser fiel a un principio fundamental. Esta es mi principal queja contra el relato deductivo. Su principio fundamental es algo que no existe: un problema que resista al tipo de análisis que un buen abogado aplica a un problema legal. No se trata de que estas historias no sean intrigantes, sino de que no tienen manera de compensar sus puntos flojos.
Se ha dicho que “a nadie le importa el cadáver”. Esto es una tontería, pues se está prescindiendo de un elemento valioso. Es como decir que el asesinato de tu tío te importa lo mismo que el asesinato de un desconocido en una ciudad en la que nunca has estado.
Una serie policial casi nunca equivale a una buena novela policial. El efecto de los finales de capítulo depende de que uno no disponga del siguiente capítulo. Cuando se juntan todos los capítulos, los momentos de falsa tensión resultan simplemente molestos.
La trama amorosa casi siempre debilita el misterio, porque introduce un tipo de tensiones que no son antagónicas a los esfuerzos de detective por resolver el problema. Complica la situación y, en nueve de cada diez casos, elimina, por lo menos, a dos sospechosos utilizables. El único tipo de trama amorosa eficaz es la que genera un peligro personal para el detective... pero que, al mismo tiempo, uno sabe instintivamente que será un mero episodio. Un buen detective nunca se casa.
La paradoja de la novela policial es que, aunque su estructura casi nunca se sostiene bajo el atento escrutinio de una mente analítica, atrae precisamente a este tipo de mentes, más que a otras. Por supuesto, siempre está el lector sediento de sangre, y el que se interesa por los personajes, y el que busca experiencias sexuales de segunda mano. Pero todos éstos juntos apenas representarían una pequeña minoría en la comparación con el tipo de gente a la que le gustan las historias policiales, precisamente por sus imperfecciones.
Hay que decir que se trata de un género que jamás ha sido pulido del todo, y los que han profetizado su decadencia y caída se han equivocado precisamente por esta razón. Puesto que el género jamás se ha perfeccionado, su forma no ha quedado fija. Los académicos nunca le han puesto encima sus manos muertas. Sigue siendo fluido, demasiado variado para clasificarlo fácilmente, ramificándose en todas direcciones. Nadie sabe con exactitud qué le hace funcionar, y no posee ninguna cualidad concreta que no falte en ninguno de los mejores ejemplos. Ha producid más arte malo que ningún otro tipo de ficción, con la posible excepción de las novelas de amor, y probablemente más arte bueno que ningún otro género que goce de similar aceptación.
Muéstrame un hombre o una mujer que no soporte las novelas policiales y me estarás mostrando un tonto... un tonto inteligente, quizás, pero un tonto al fin.

Extraído de “Raymond Chandler Speaking
Raymond Chandler
Traducción de Guillermo Piro
Revista Gargantúa. Año 1, Número 3. Diciembre de 2000. p.6

Las tres viejas (Platero y yo)

Súbete aquí en el vallado, Platero. Anda, vamos a dejar que pasen esas pobres viejas...
Deben venir de la playa o de los montes. Mira. Una es ciega y las otras dos la traen por los brazos. Vendrán a ver a don Luis, el médico, o al hospital. Mira qué despacito andan, qué cuido, qué mesura ponen las dos que ven en su acción. Parece que las tres temen a la misma muerte. ¿Ves cómo adelantan las manos cual para detener el aire mismo, apartando peligros imaginarios, con mimo absurdo, hasta las más leves ramitas en flor, Platero?
Que te caes, hombre... Oye qué lamentables palabras van diciendo. Son gitanas. Mira sus trajes pintorescos, de lunares y volantes. ¿Ves? Van a cuerpo, no caída, a pesar de la edad, su esbeltez. Renegridas, sudorosas, sucias, perdidas en el polvo con sol del mediodía, aún una flaca hermosura recia las acompaña, como un recuerdo seco y duro...
Míralas a las tres, Platero. ¡Con qué confianza llevan la vejez a la vida, penetradas por la primavera esta que hace florecer de amarillo el cardo en la vibrante dulzura de su hervoroso sol!

Juan R. Jiménez
“Platero y yo”, XXXVI

lunes, 14 de noviembre de 2022

La luz

Alto, flaco y recio, el coronel Figueroa no dejaba traslucir en su aspecto semiquijotesco su avanzada edad.
—Mirá, sobrino —solía decirme— hay dos cosas de las que quisiera olvidarme y son, primero, el año en que nací y, segundo, el apelativo que me pusieron...
Porque este hombre, retobado de coraje y condecorado de cicatrices, respondía al poco masculino nombre de Carmen, por haber venido al mundo un 16 de julio, día dedicado a la Virgen así llamada.
Indudablemente algo de sangre india debería correr por sus venas, revelándose en el tinte algo oscuro de su tez, en sus hirsutos cabellos que no perdían su color oscuro a pesar de los años, y en su estupenda vitalidad, no amenguada por el tiempo ni debilitada por la vida pasada en los fortines, en los cuarteles y en los campos de batalla.
Todavía seguía levantándose con el canto del gallo, “el reloj de los pobres”, para dirigirse a la cocina donde encendía el fuego y, luego, ejecutaba sobre la bombilla del mate una interminable sinfonía de gorgoteos.
Cuando, horas más tarde, caía yo para tomar mi desayuno, solía romper su aburrimiento sentándose frente a mí para narrarme algunas de sus aventuras. Una mañana de invierno, en que el viento se colaba por todos los intersticios, el coronel, al verme estremecer bajo los helados latigazos, me dijo:
—Cuando te veo todo achuchado, buscando el alivio del fuego como pollito que se aprieta a la clueca, pienso en lo que hubieras sufrido si te hubieran mandado a las maniobras que, allá por abril del año 96, hicimos en Curamalal...
—¡Pero... si esa fue la primera conscripción!
—En realidad fue una movilización, con fines de instrucción militar, para la cual se llamó a filas a los jóvenes de 20 años de la guardia nacional, para que prestasen servicio en campamentos, durante dos meses, a iniciativa del jefe de Estado Mayor, general Alberto Capdevila, aprobada por el ministro de Guerra, ingeniero Guillermo Villanueva...
—¿Tuvo que haber sido rica en incidencias?
—¡Imagínate!... Era la primera vez que en el país se hacía una maniobra de esa envergadura. Se dividió al territorio en 12 campamentos y a mí me tocó ir a Curamalal, con la división Buenos Aires, formada por tropas de la Capital y de la Provincia, bajo las órdenes del general don Luis M. Campos. Aunque el clarín sonó a las tres de la mañana, en el cuartel del 11 de infantería, que estaba en la calle Pichincha entre Garay y Brasil, recién pudimos partir a las 8, en un largo convoy de 37 vagones.
—¿Y no desertó nadie?
—¡No! eso sí, algunos llegaron sobre la hora, ya sea a caballo, en carros y hasta uno se presentó en bicicleta, con uniforme y sin el arma.
—¿Y qué hicieron con él?
—Lo incorporaron con vehículo y todo, nombrándolo estafetero, pero se le aplicó un mes de arresto por “falta de respeto al uniforme”.
—¿Habrá ido un mundo de gente a despedirlos?
—Se volcó casi todo Buenos Aires. Y allí en la estación Sola, que estaba rodeada por un espeso fangal, lo hubieras visto al presidente de la Dirección General de Ferrocarriles, ingeniero Maschwitz, con el barro hasta el tobillo, dirigiendo personalmente la operación de partida y revisando vagón tras vagón desde los que servían a los jefes como los que llevaban a la tropa. El día era frío y su rigor se hizo más intenso al caer la noche, de tal manera que para combatir el entumecimiento nos pasamos saltando en los coches y echándonos encima capotes y mantas.
—No habrá sido para tanto, sino por falta de costumbre...
—¡Qué falta de costumbre ni ocho cuartos! Si cuando a las 5 y 30 del otro día llegamos a Pigüé, a uno se le ocurrió mirar el termómetro y éste marcaba dos grados bajo cero...
—¿Partieron de inmediato para las maniobras?
—Así estaba programado pero, a última hora, hubo contraorden y se decidió que saliéramos al día siguiente, de manera que tuvimos toda una jornada para andar a nuestras anchas. Por la tarde llegaron las tropas de los regimientos números 6 y 10 y también se nos unieron los hombres de la brigada provincial.
— ¡Tienen que haber colmado todas las instalaciones del pueblo!
—En cierto modo, aunque el campamento se estableció a una cuadra de la estación, sobre una loma, la mayoría se hizo una escapada a Pigüe que, por aquel entonces contaba con 3.000 habitantes; pero lo más gracioso fue la llegada de los milicianos provinciales que se presentaron envueltos en vistosos ponchos, casi todos con botas altas y con un lio de ropa como equipaje. Algunos entraban en grupos, a todo galope, vivando a distintos personajes políticos y otros preguntaban a favor de quién iba a ser la revolución, negándose a creer que sólo estaban de maniobras.
—¿Y cuándo salieron para destino?
—A la otra mañana. Se nos habla fijado la salida para las 8. Yo debía ir, como de infantería, por el camino de la sierra, que era más corto.
—¿Supongo que usted habrá pasado la noche en el pueblo?
—Supones bien. Mi asistente, un paisanito llamado Felipe Amarilla, me consiguió una cama en uno de los hoteles del pueblo, en una habitación que debí compartir con el coronel Carlos O’Donell, y fue una suerte, porque los oficiales del 2° y 4° regimientos, que habían llegado dos días antes que nosotros, debieron dormir sobre una mesa de billar o tirado sobre una manta en el piso de la cocina.


—Bueno, pasó incomodidades, pero le quedó algo para contar...
—Para contar fue lo que me ocurrió a la mañana siguiente. A eso de las 6 salí del cuarto en puntas de pie, para no despertar al coronel y fui al bar en busca de agua caliente para el mate, cuando, al verme, el dueño me señaló y dijo a un agente de policía:
—Ahí está... Ese es el teniente Figueroa...
El milico se me acercó, torpemente hizo la venia y, luego, dijo:
—De parte del comisario vengo a decirle que su asistente Felipe Amarilla está detenido y además preso.
—Bueno, ya iré a sacarlo... ¿Se emborrachó o peleó con alguno?
—Se emborrachó y mató a un hombre. Hace un rato lo encontramos al dueño de un boliche difunteado y a su asistente durmiendo la mona en el galpón...

* * *

Guiado por el agente llegué al local policial y el comisario me hizo leer el sumario con las declaraciones obtenidas, así como las comprobaciones realizadas en el lugar del hecho. Conforme a las mismas mi asistenta había estado bebiendo copiosamente, junto al mostrador y, luego, obtuvo permiso para pernoctar en un galpón que había en un costado del patio. Acomodó unos cueros y sin quitarse el uniforme se echó a dormir sin siquiera desprenderse el cinturón del cual pendía el espadín de reglamento.
—Parece, teniente —explicó el funcionario policial— que a la madrugada a su asistente le volvió a entrar el deseo de beber y penetró por la puerta trasera del despacho, se llegó al mostrador donde habían quedado algunas botellas y, cuando estaba allí, fue sorprendido por el patrón que dormía en la pieza vecina y vino al negocio. Entonces su asistente recogió la tranca de la puerta y con ella le dio un golpe brutal en la frente que lo despachó. Agarró una botella y volvió al galpón donde siguió bebiendo sin darse cuenta, por la embriaguez, de lo horrible de su acción. Luego se durmió hasta esta mañana...
—¿Nadie oyó nada?
—Nadie. Ayer con el ir y venir de los soldados fue un día de intensa labor. La esposa se acostó, según ella, a medianoche, y durmió pesadamente, y el dependiente, que es primo del patrón, también se retiró apenas cerraron, dejando para esta mañana la limpieza del salón que estaba a su cargo.
—Siga, por favor.
—A eso de las cinco de la mañana se levantó y al ir a sus tareas le extrañó ver la luz encendida y mayor fue su asombro al encontrar al dueño asesinado. Avisó a la esposa y ésta recordó al soldado a quien había dado permiso para pasar la noche en el galpón y lo hallaron dormido, con un frasco de anís, a medio terminar a su lado. El dependiente afirmó que, al dejarlo sobre el mostrador la noche anterior, estaba casi lleno. Entonces vinieron a avisarnos y nosotros nos vimos en la obligación de detener a su hombre bajo sospecha de asesinato.
—Es lo justo... Ahora, dígame una cosa —le requerí porque una idea me bullía en la cabeza— ¿Usted dijo que el dueño se levantó a la carrera al oír ruido en el negocio?
—Sí, teniente, lo encontramos en paños menores ...
—¿Y la luz estaba encendida, todavía?
—En efecto.
—Entonces. Amarilla es inocente... Haga traer al primo y a la esposa del difunto y vamos a esclarecer este asunto.

* * *

Al cabo de un momento llegaron los dos. La viuda gimoteaba sin cesar mientras el hombre permanecía con aire sereno y reconcentrado. Siguiendo mis instrucciones el comisario envió al hombre a una dependencia interior y sometimos a la esposa a un interrogatorio intrascendente.
Esta repitió lo que ya sabíamos: que había trabajado mucho y que, fatigada, se retiró a medianoche para dormir como un lirón hasta la madrugada cuando el primo la despertó para darle la infausta noticia.
—Y yo... yo... le abrí las puertas al criminal —se lamentaba— porque fui yo quien le permitió se refugiase en el galpón. Si hubiese sabido...
La dejamos desahogarse y luego le dijimos que podía retirarse. Titubeó un momento y, con cierta inquietud, preguntó:
—¿Y Daniel, mi primo?
—Ya irá, después... —le respondí—. Primero tiene que contestar ciertas preguntas de rutina.
Apenas hubo desaparecido hicimos venir al dependiente y cuando se hubo acomodado frente al escritorio, lo acusé:
—Bueno, amigo, todo se acabó. Su cómplice termina de confesar...
—¿Mi cómplice? —se extrañó y palideció.
—Sí, y no lo niegue, que ya lo sabemos de pe a pa... Fue ud. quien mató a su primo.
Tozudo, intentó negar, pero yo lo apuré:
— ¡No mienta que será peor!
—Sí, Daniel, confiesa —intervino el comisario— ya doña Lola nos ha dicho como fue..
Era blando el hombre y estaba confundido así que no fue difícil arrancarle la declaración. Sucedió que, al cerrar el negocio, quedó Daniel, como de costumbre, efectuando la limpieza secundado por la mujer, mientras el marido iba a la cama. Creyéndolo dormido los otros, que ya lo habían traicionado, se entregaron a sus escarceos amorosos, pero el esposo llegó de improviso y los sorprendió en falta. Entonces, Daniel, temeroso del otro que era más grande y fuerte se apoderó de la tranca y le dio el golpe que resultó mortal. Desesperados no sabían qué hacer, cuando a ella se le ocurrió la idea de hacer recaer la culpa sobre el inocente soldado que dormía su embriaguez en el galpón, pero no se dieron cuenta de tres cosas...
—¿Cuáles?
—Primero, que Felipe Amarilla era un hombre de campo y se hubiera llevado ginebra, caña u otro licor fuerte y no anís, que ellos consideran “bebida pa'mujeres”; segundo, que el soldado tenía su espadín en el cinturón y no hubiera tenido necesidad de apelar a la tranca para defenderse o atacar; y tercero, la luz...
—¿Y qué tuvo que ver la luz?
—Mucho. Conforme a sus declaraciones ambos se acostaron antes y no se concibe que el dueño no la haya apagado antes de ir a la cama y que, además, no hubiera cerrado la puerta del patio.
—Pudo haberse quedado a trabajar y ser sorprendido por Amarilla...
—¿No te parece raro que, con el frío que hacía, se hubiese quedado en paños menores?
—Cierto.
—Entonces pensé que si el dueño se había acostado y la luz estaba prendida era porque “alguien” se había quedado a trabajar y no podía ser otro que Daniel. Me extrañó que la mujer, que dormía pared por medio, no hubiera escuchado nada, y calculé que tendría algo que ver con el asunto. Al ver la juventud de ambos y saber que el muerto era quince años mayor que ella no tuve dificultad en hallar el motivo...
—¿Y por qué no apagaron la luz?
—Porque pensaron que daría lugar a dudas que un hombre semiborracho encontrase a oscuras la tranca y la botella...
—Bien. ¿Y pudieron unirse a su regimiento en tiempo?
—Justito, ya que el coronel Victoriano Rodríguez que era el jefe del Estado Mayor de la División Buenos Aires, estaba por darnos por desertores cuando caímos al trote a incorporarnos, pero, a pesar de que corrimos unas cuantas cuadras, te doy mi palabra que no pudimos entrar en calor porque ¡hacía un frío!

Cuento de Dermidio Ojeda Garrido
Revista Vea y Lea, 11 de diciembre 1958 N°300, pp. 70-72