lunes, 14 de noviembre de 2022

La luz

Alto, flaco y recio, el coronel Figueroa no dejaba traslucir en su aspecto semiquijotesco su avanzada edad.
—Mirá, sobrino —solía decirme— hay dos cosas de las que quisiera olvidarme y son, primero, el año en que nací y, segundo, el apelativo que me pusieron...
Porque este hombre, retobado de coraje y condecorado de cicatrices, respondía al poco masculino nombre de Carmen, por haber venido al mundo un 16 de julio, día dedicado a la Virgen así llamada.
Indudablemente algo de sangre india debería correr por sus venas, revelándose en el tinte algo oscuro de su tez, en sus hirsutos cabellos que no perdían su color oscuro a pesar de los años, y en su estupenda vitalidad, no amenguada por el tiempo ni debilitada por la vida pasada en los fortines, en los cuarteles y en los campos de batalla.
Todavía seguía levantándose con el canto del gallo, “el reloj de los pobres”, para dirigirse a la cocina donde encendía el fuego y, luego, ejecutaba sobre la bombilla del mate una interminable sinfonía de gorgoteos.
Cuando, horas más tarde, caía yo para tomar mi desayuno, solía romper su aburrimiento sentándose frente a mí para narrarme algunas de sus aventuras. Una mañana de invierno, en que el viento se colaba por todos los intersticios, el coronel, al verme estremecer bajo los helados latigazos, me dijo:
—Cuando te veo todo achuchado, buscando el alivio del fuego como pollito que se aprieta a la clueca, pienso en lo que hubieras sufrido si te hubieran mandado a las maniobras que, allá por abril del año 96, hicimos en Curamalal...
—¡Pero... si esa fue la primera conscripción!
—En realidad fue una movilización, con fines de instrucción militar, para la cual se llamó a filas a los jóvenes de 20 años de la guardia nacional, para que prestasen servicio en campamentos, durante dos meses, a iniciativa del jefe de Estado Mayor, general Alberto Capdevila, aprobada por el ministro de Guerra, ingeniero Guillermo Villanueva...
—¿Tuvo que haber sido rica en incidencias?
—¡Imagínate!... Era la primera vez que en el país se hacía una maniobra de esa envergadura. Se dividió al territorio en 12 campamentos y a mí me tocó ir a Curamalal, con la división Buenos Aires, formada por tropas de la Capital y de la Provincia, bajo las órdenes del general don Luis M. Campos. Aunque el clarín sonó a las tres de la mañana, en el cuartel del 11 de infantería, que estaba en la calle Pichincha entre Garay y Brasil, recién pudimos partir a las 8, en un largo convoy de 37 vagones.
—¿Y no desertó nadie?
—¡No! eso sí, algunos llegaron sobre la hora, ya sea a caballo, en carros y hasta uno se presentó en bicicleta, con uniforme y sin el arma.
—¿Y qué hicieron con él?
—Lo incorporaron con vehículo y todo, nombrándolo estafetero, pero se le aplicó un mes de arresto por “falta de respeto al uniforme”.
—¿Habrá ido un mundo de gente a despedirlos?
—Se volcó casi todo Buenos Aires. Y allí en la estación Sola, que estaba rodeada por un espeso fangal, lo hubieras visto al presidente de la Dirección General de Ferrocarriles, ingeniero Maschwitz, con el barro hasta el tobillo, dirigiendo personalmente la operación de partida y revisando vagón tras vagón desde los que servían a los jefes como los que llevaban a la tropa. El día era frío y su rigor se hizo más intenso al caer la noche, de tal manera que para combatir el entumecimiento nos pasamos saltando en los coches y echándonos encima capotes y mantas.
—No habrá sido para tanto, sino por falta de costumbre...
—¡Qué falta de costumbre ni ocho cuartos! Si cuando a las 5 y 30 del otro día llegamos a Pigüé, a uno se le ocurrió mirar el termómetro y éste marcaba dos grados bajo cero...
—¿Partieron de inmediato para las maniobras?
—Así estaba programado pero, a última hora, hubo contraorden y se decidió que saliéramos al día siguiente, de manera que tuvimos toda una jornada para andar a nuestras anchas. Por la tarde llegaron las tropas de los regimientos números 6 y 10 y también se nos unieron los hombres de la brigada provincial.
— ¡Tienen que haber colmado todas las instalaciones del pueblo!
—En cierto modo, aunque el campamento se estableció a una cuadra de la estación, sobre una loma, la mayoría se hizo una escapada a Pigüe que, por aquel entonces contaba con 3.000 habitantes; pero lo más gracioso fue la llegada de los milicianos provinciales que se presentaron envueltos en vistosos ponchos, casi todos con botas altas y con un lio de ropa como equipaje. Algunos entraban en grupos, a todo galope, vivando a distintos personajes políticos y otros preguntaban a favor de quién iba a ser la revolución, negándose a creer que sólo estaban de maniobras.
—¿Y cuándo salieron para destino?
—A la otra mañana. Se nos habla fijado la salida para las 8. Yo debía ir, como de infantería, por el camino de la sierra, que era más corto.
—¿Supongo que usted habrá pasado la noche en el pueblo?
—Supones bien. Mi asistente, un paisanito llamado Felipe Amarilla, me consiguió una cama en uno de los hoteles del pueblo, en una habitación que debí compartir con el coronel Carlos O’Donell, y fue una suerte, porque los oficiales del 2° y 4° regimientos, que habían llegado dos días antes que nosotros, debieron dormir sobre una mesa de billar o tirado sobre una manta en el piso de la cocina.


—Bueno, pasó incomodidades, pero le quedó algo para contar...
—Para contar fue lo que me ocurrió a la mañana siguiente. A eso de las 6 salí del cuarto en puntas de pie, para no despertar al coronel y fui al bar en busca de agua caliente para el mate, cuando, al verme, el dueño me señaló y dijo a un agente de policía:
—Ahí está... Ese es el teniente Figueroa...
El milico se me acercó, torpemente hizo la venia y, luego, dijo:
—De parte del comisario vengo a decirle que su asistente Felipe Amarilla está detenido y además preso.
—Bueno, ya iré a sacarlo... ¿Se emborrachó o peleó con alguno?
—Se emborrachó y mató a un hombre. Hace un rato lo encontramos al dueño de un boliche difunteado y a su asistente durmiendo la mona en el galpón...

* * *

Guiado por el agente llegué al local policial y el comisario me hizo leer el sumario con las declaraciones obtenidas, así como las comprobaciones realizadas en el lugar del hecho. Conforme a las mismas mi asistenta había estado bebiendo copiosamente, junto al mostrador y, luego, obtuvo permiso para pernoctar en un galpón que había en un costado del patio. Acomodó unos cueros y sin quitarse el uniforme se echó a dormir sin siquiera desprenderse el cinturón del cual pendía el espadín de reglamento.
—Parece, teniente —explicó el funcionario policial— que a la madrugada a su asistente le volvió a entrar el deseo de beber y penetró por la puerta trasera del despacho, se llegó al mostrador donde habían quedado algunas botellas y, cuando estaba allí, fue sorprendido por el patrón que dormía en la pieza vecina y vino al negocio. Entonces su asistente recogió la tranca de la puerta y con ella le dio un golpe brutal en la frente que lo despachó. Agarró una botella y volvió al galpón donde siguió bebiendo sin darse cuenta, por la embriaguez, de lo horrible de su acción. Luego se durmió hasta esta mañana...
—¿Nadie oyó nada?
—Nadie. Ayer con el ir y venir de los soldados fue un día de intensa labor. La esposa se acostó, según ella, a medianoche, y durmió pesadamente, y el dependiente, que es primo del patrón, también se retiró apenas cerraron, dejando para esta mañana la limpieza del salón que estaba a su cargo.
—Siga, por favor.
—A eso de las cinco de la mañana se levantó y al ir a sus tareas le extrañó ver la luz encendida y mayor fue su asombro al encontrar al dueño asesinado. Avisó a la esposa y ésta recordó al soldado a quien había dado permiso para pasar la noche en el galpón y lo hallaron dormido, con un frasco de anís, a medio terminar a su lado. El dependiente afirmó que, al dejarlo sobre el mostrador la noche anterior, estaba casi lleno. Entonces vinieron a avisarnos y nosotros nos vimos en la obligación de detener a su hombre bajo sospecha de asesinato.
—Es lo justo... Ahora, dígame una cosa —le requerí porque una idea me bullía en la cabeza— ¿Usted dijo que el dueño se levantó a la carrera al oír ruido en el negocio?
—Sí, teniente, lo encontramos en paños menores ...
—¿Y la luz estaba encendida, todavía?
—En efecto.
—Entonces. Amarilla es inocente... Haga traer al primo y a la esposa del difunto y vamos a esclarecer este asunto.

* * *

Al cabo de un momento llegaron los dos. La viuda gimoteaba sin cesar mientras el hombre permanecía con aire sereno y reconcentrado. Siguiendo mis instrucciones el comisario envió al hombre a una dependencia interior y sometimos a la esposa a un interrogatorio intrascendente.
Esta repitió lo que ya sabíamos: que había trabajado mucho y que, fatigada, se retiró a medianoche para dormir como un lirón hasta la madrugada cuando el primo la despertó para darle la infausta noticia.
—Y yo... yo... le abrí las puertas al criminal —se lamentaba— porque fui yo quien le permitió se refugiase en el galpón. Si hubiese sabido...
La dejamos desahogarse y luego le dijimos que podía retirarse. Titubeó un momento y, con cierta inquietud, preguntó:
—¿Y Daniel, mi primo?
—Ya irá, después... —le respondí—. Primero tiene que contestar ciertas preguntas de rutina.
Apenas hubo desaparecido hicimos venir al dependiente y cuando se hubo acomodado frente al escritorio, lo acusé:
—Bueno, amigo, todo se acabó. Su cómplice termina de confesar...
—¿Mi cómplice? —se extrañó y palideció.
—Sí, y no lo niegue, que ya lo sabemos de pe a pa... Fue ud. quien mató a su primo.
Tozudo, intentó negar, pero yo lo apuré:
— ¡No mienta que será peor!
—Sí, Daniel, confiesa —intervino el comisario— ya doña Lola nos ha dicho como fue..
Era blando el hombre y estaba confundido así que no fue difícil arrancarle la declaración. Sucedió que, al cerrar el negocio, quedó Daniel, como de costumbre, efectuando la limpieza secundado por la mujer, mientras el marido iba a la cama. Creyéndolo dormido los otros, que ya lo habían traicionado, se entregaron a sus escarceos amorosos, pero el esposo llegó de improviso y los sorprendió en falta. Entonces, Daniel, temeroso del otro que era más grande y fuerte se apoderó de la tranca y le dio el golpe que resultó mortal. Desesperados no sabían qué hacer, cuando a ella se le ocurrió la idea de hacer recaer la culpa sobre el inocente soldado que dormía su embriaguez en el galpón, pero no se dieron cuenta de tres cosas...
—¿Cuáles?
—Primero, que Felipe Amarilla era un hombre de campo y se hubiera llevado ginebra, caña u otro licor fuerte y no anís, que ellos consideran “bebida pa'mujeres”; segundo, que el soldado tenía su espadín en el cinturón y no hubiera tenido necesidad de apelar a la tranca para defenderse o atacar; y tercero, la luz...
—¿Y qué tuvo que ver la luz?
—Mucho. Conforme a sus declaraciones ambos se acostaron antes y no se concibe que el dueño no la haya apagado antes de ir a la cama y que, además, no hubiera cerrado la puerta del patio.
—Pudo haberse quedado a trabajar y ser sorprendido por Amarilla...
—¿No te parece raro que, con el frío que hacía, se hubiese quedado en paños menores?
—Cierto.
—Entonces pensé que si el dueño se había acostado y la luz estaba prendida era porque “alguien” se había quedado a trabajar y no podía ser otro que Daniel. Me extrañó que la mujer, que dormía pared por medio, no hubiera escuchado nada, y calculé que tendría algo que ver con el asunto. Al ver la juventud de ambos y saber que el muerto era quince años mayor que ella no tuve dificultad en hallar el motivo...
—¿Y por qué no apagaron la luz?
—Porque pensaron que daría lugar a dudas que un hombre semiborracho encontrase a oscuras la tranca y la botella...
—Bien. ¿Y pudieron unirse a su regimiento en tiempo?
—Justito, ya que el coronel Victoriano Rodríguez que era el jefe del Estado Mayor de la División Buenos Aires, estaba por darnos por desertores cuando caímos al trote a incorporarnos, pero, a pesar de que corrimos unas cuantas cuadras, te doy mi palabra que no pudimos entrar en calor porque ¡hacía un frío!

Cuento de Dermidio Ojeda Garrido
Revista Vea y Lea, 11 de diciembre 1958 N°300, pp. 70-72

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