La primavera había llegado a Capibara-Cué y la esplendorosa vegetación tropical lucía su magnífico verdor bajo la dorada pincelada de sol. Las flores, también, comenzaban a asomar sus llamativos pétalos y las mariposas, en apretadas bandadas, iban de un lado a otro añadiendo su nota de color a la policromía general. El cabo Leiva había traído una hermosa flor de ceibo que colocó dentro de un vaso con agua sobre el escritorio de don Frutos.
—¡Qué rojo vivo el de esa erithuina crestagalli! —se admiró el oficial sumariante nombrándola por su denominación científica.
—Pa vos tendrá ese apelativo gringo —exclamó don Frutos—, pero pa nojotros, no es más que flor’e ceibo... Los viejos saben contar un cuento sobre ella...
—Será una leyenda...
—Puede ser. Dicen que denantes habla una muchacha india que se enamoró’e un blanco y entonces, los de la tribu que no querían mesturanzas, la agrarraron. la ataron al tronco’e un árbol rugoso y seco y la mataron a flechazos. Dispués, al otro día, cuando jueron a buscar el cadáver na enterrarla ya no estaba más, pero la planta seca había echau hojas y de entre ellas parecían caer como gotas´e sangre, las flores del ceibo...
—En realidad es hermosa la narración, pero, si la observa bien, verá que parece la cresta de un gallo y, por eso...
Pero no pudo continuar porque un vecino entró apurado reclamando al comisario
—¡Don Frutos!... ¡Don Frutos!... —dijo.
—¿Qué pa le anda pasando, don Emerenciano? —inquirió el aludido.
—Pues hace nico decir don Celedonio Arambarri que vaya a verlo porque le han sacau plata'e la caja´e fierro.
—Gracias, don... —manifestó don Frutos y. en seguida, dirigiéndose a sus subalternos, ordenó—: Vamos, Arzásola. y vos. Leiva, pa ver lo que ha ocurrido.
Caminaron unas pocas cuadras y llegaron al lugar del hecho, que era una casa dedicada a la compra y venta de hacienda y de frutos del país. La misma consistía en dos piezas, una para oficina y otra para depósito, que se alzaban junto a un gran corral donde acostumbraban a encerrar al ganado hasta que los compradores lo llevaban a sus campos.
La primera habitación tenía dos escritorios, un archivo y, adosada a la pared una caja fuerte Don Celedonio, Paulino Díaz, el contador, y Ricardo Marelli, un joven empleado, los esperaban anhelosos.
—¿Qué pa le anda pasando, don Cele?... —preguntó don Frutos.
—Pues es algo muy extraño... Ayer recibí el producto de una venta de cueros y su importe más o menos cien mil pesos, fueron depositados en el tesoro.
—Para ser exactos —interrumpió el contador— fueron noventa y ocho mil doscientos pesos en noventa y ocho billetes de mil y dos de cien.
—¡Ajá!... ¿Y aura no están más?
—En efecto. Esta mañana vine antes que nadie, y, al abrir la caja, no los encontré. Creí que podría haberlos retirado el contador, que también tiene una llave, pero, al llegar, me afirmó que no lo hizo, de manera que debo suponer que he sido víctima de un robo.
—¿Solamente ustedes dos tienen llaves de la caja?
—Únicamente nosotros dos.
—La termino de revisar —intervino el oficial— y no encuentro señales de violencia, lo que hace suponer que fue abierta con una de ellas.
—¡Un momento! —se adelantó el contador—. No es que quiera defenderme, pero debemos poner las cosas en claro. Don Celedonio es muy confiado, y muchas veces ha dejado la suya abandonada sobre el escritorio por días y días y cualquiera pudo haber sacado un molde para hacer una nueva.
—Es una posibilidad —expresó Arzásola — que debemos considerar. Ahora, ¿quién tiene la llave de la oficina?
—Cada uno de los tres posee una. Cualquiera de nosotros puede entrar y salir a la hora que guste —aclaró el dueño—. Nunca tomé precauciones porque este es un pueblo muy tranquilo...
—¡Ajá! —comento don Frutos—. Quiere decir, entonces, que pa alguno la cosa se le hiso fácil, pero se ha olvidau que ande menos se piensa nos suele salir un grano...
* * *
Después de clausurar el local condujeron al dueño y á los empleados a la comisaria para efectuar el interrogatorio de práctica. Los primeros indagados fueron don Celedonio y Paulino Diaz.
—Güeno... —dijo don Frutos—. ¿Vamoj a ver que pa es lo que hiso ayer, don Cele?
—Poca cosa, a las veinte, el contador guardó el dinero en mi presencia y se despidió, después salió Ricardo, el ayudante y, finalmente, después de asegurar bien puertas y ventanas, me fui yo. Cené con mi familia y con ella y unos amigos estuve en la fiesta que dio la Cooperadora Encolar.
—Si, ya lo vide... pero, y perdone, ¿cuándo quedo solo no volvió a sacar el dinero y se habrá olvidau?
—No, señor... ¡Y no creo que pretenderá que me voy a robar a mi mismo!
—Por supuesto... pero mi deber es desconfíar’e tuitos hasta agarrar al culpable... Vayase nomás y pierda cuidado qu’el ladrón no se me va a dir. ¡Adiós!
—¡Adiós, don Frutos!
—A ver, aura usté, señor contador, hágame saber sus actos... o lo que haiga hecho después que guardó el dinero.
—Pues lo puse en la caja, la cerré delante de don Celedonio, me fui a la pensión y estuve hasta la hora de la cena escuchando música en mi pieza. Luego cené y con unos amigos fui a la fiesta y regresé con ellos. El sereno de la casa puede atestiguar que no volví a salir hasta esta mañana.
—¿Sabe que su posición es delicada, mozo?
—¿Por qué? —replicó el otro con serenidad.
—Porque ustedes dos son los únicos que tenían la lleve´e la caja´e fierro y no creo que el dueño se quiera robar por gusto.
—Perdona señor. No quiero echar la culpa a nadie, pero don Celedonio olvido decirle que los negocios no andaban muy bien y que ese robo podría beneficiarlo por partida doble.
—¿De qué manera?
—Pues quedándose con los cien mil pesos y cobrando igual suma, que debe darle la compañía, porque el negocio está asegurado contra incendios y contra robos...
—¡Ajá!... De manera que don Cele tenía confianza en nojotros y se cuido las espaldas. Por eso estaba tan tranquilo, asigún decía... ¡ajá!
—¿ Además —prosiguió el otro volublemente— por qué robar cien mil pesos cuando he tenido, en más de una oportunidad, sumas mayores?... Si hubiese estado en la situación de Ricardo, tal vez...
—¿Qué pasa con ese mozo?
—¡Perdón!... Esta manía de charlar que tengo... No quiero que vaya a pensar mal, pero como es joven y muy gastador, siempre anda lo que se dice “de la cuarta al pértigo”...
—Muy bien, puede dirse no más y gracias por la Información.
Cuando el contador se hubo retirado, don Frutos hizo llamar, con el oficial, a Ricardo Marelli, que era un joven simpático de escasos veinte años, pero que se mostraba nervioso ante esa imprevista situación.
—Parece que te agarró chucho, Ricardo... Se me hace que estás temblando, y no hace frío...
—Es que nunca me vi envuelto en algo semejante..., pero no he sido yo... Créame, no he sido yo...
—¿Y quién pa te dice que hayas sido?... Contá lo que hiciste anoche.
—Terminado el trabajo me retiré y dejé a don Celedonio que cerró todo. Estuve en mi pieza, en la pensión, leyendo un rato, después cené y... ¿oh!...
El muchacho se puso intensamente pálido, las manos le temblaron con más fuerzas y los ojos amenazaron desorbitárseles. Bondadosamente el comisario trató de apaciguarlo.
—Calmate, Ricardo... ¿Qué te pasa que te has quedau como si el hubieras visto un fantasma?...
—Pues que..., como andaba sin plata no pude ir a la fiesta, y, entonces, para adelantar un trabajo que tenía atrasado volví a la oficina, pero ¡no fui yo!... ¡No fui yo, don Frutos!... Ni me acerqué a la caja...
—Esa es una admisión delicada... —se adelantó Arzásola—. Hasta que se aclare esa situación que es un poco comprometedora, tenemos que tenerlo demorado... ¡Leiva, póngalo arrestado!
—¿Y dónde lo hago cambiar, che oficial?
—¿Cambiar qué, cabo?
—Y, la ropa, pues... ¿No dijo que vamos a tenerlo de morado y él está de traje azul, pues...?
—Dije demorado, o sea detenido.
—Ta bien; el que tiene boca se enquivoca... ¡Vamos, Ricardo!
* * *
Poco más tarde los policías comentaban los hechas mientras tomaban mates que les acarreaba el cabo y pensaban las probabilidades que, a su favor o en contra, tenía cada uno de los interrogados.
—Uno de los tres tiene que haber sido... Pa mi uno de ellos aprovecho pa volver, sabiendo que la casa estaba sola, abrió la caja, sacó el dinero y lo escuendio hasta que tuito se olvide —expresó don Frutos.
—Yo no creo que don Cele, que siempre jue honrau, haga una matufla’e esas pa cobrar el siguro —dijo Leiva.
—En cuanto a Paulino, el contador, ha justificado a la perfección todos sus movimientos. Salió antes que los demás, estuvo en la pensión oyendo música, como sus vecinos pueden justificar.
—¡Y viera qué lindo tocadiseo tiene! —agregó el cabo—. Con un braclto que se mueve solo pa agarrar los discos y haserlas funsionar y pa parar la máquina, propio como una persona humana.
—Es lo que se llama un cambiador automático —aclaró Arzásola.
—¡Qué lindo si habiera un cebador atomático, tamién! —supiró Leiva—. Que agarrara´l mate, lo enllenara y lo pasara; "Tome usté... Aura usté"...
—Callate y seguí tu trabajo —mandó don Frutos—, Y vos. oficial, continuá.
—Poseo el testimonio de las personas con quienes estuvo en la fiesta y la del sereno que le dio entrada, de manera que, a "prima facie", el contador está exento de culpa.
—¿Y de Ricardo, qué averiguaste?
—Dicen que lo vieron entrar en la pensión y meterse en la pieza, pero no saben si voltio a salir o permancló en ella. Se sabe que llegó a cenar cuando ya los otros se hallaban a la mesa... Después tornó a salir para regresar tarde y solo...
—Con lo que quedamos que los tres pudieron haberlo hecho: el contador por codicia, don Celedonio pa cobrar el siguro y Marelll pa tener dinero pa sus farras —reflexionó don Frutos.
—Así es —confirmó Arzásola.
—Pero el que lo hiso estudeó bien las casas pa confundirnos y. lo que es pior, escuendió´l dinero pa no culparse, pero ¿vos sabés cómo casamos jilgueros por acá?
—No, señor...
—Pues ponemos encerrau uno n’una jaula y, entonces, los otros cain pa comer l´alpiste'la otra jaula abierta y se encierran solos... Yo tamién vua a poner un siñuelo pa darle confianza al ladrón... ¡Ya vas a ver!...
* * *
Sin embargo, la situación de Ricardo Marelli no tardó en verse aún más comprometida, porque algunas personas manifestaron que lo vieron salir del negocio a altas horas de la noche y, por otra parte, era general el consenso que se trataba de un mozo muy amigo de las fiestas y que apenas cobraba su sueldo lo dilapidaba en diversiones. Como en su favor no argumentaba otra cosa que su inocencia, don Frutos resolvió cerrar el sumario decidiendo culpar al mismo de la substracción.
—¡Qué lástima! —se lamentó el vasco Arrambarri—. Lo tenía por un buen muchacho aunque algo ligero de cascos, no más. Pensaba ponerlo como contador ahora que Díaz se me va y... ¡ya ve!...
—¡Cómo! —se asombró el oficial—. ¿Se enojaron?
—Bueno; la culpa la tiene este carácter mió tan impulsivo... Cuando supe que les habla dicho lo del seguro, que a mí se me habla pasado por alto, pero que no hubiera vacilado en declarar, le dije dos o tres cosas fuertes. Él me contestó del mismo modo y casi fuimos a las manos, con lo que le arreglé las cuentas y, apenas pueda, se irá para la capital.
En efecto, el ex contador, cuando supo que estaba libre de sospechas, manifestó que en el primer vapor saldría para Corrientes, ya que había perdido su situación en el pueblo.
Y, a los pocos días, una mañana clara, cuando el sol reverberaba sobre las azules aguas del Paraná, Paulino Díaz llegó al embarcadero con sus valijas, acompañado por un grupo de amigos, entre los que se encontraban los policías, para despedirlo. Ya el vapor de la carrera hacia sonar su silbato a la distancia cuando empezaron los apretones de manos y las frases de rigor.
—¡No te olvides de escribir! —decía uno.
—Güeno; no se pirda de Capibara-Cué... —expresaba don Frutos.
—Espero que nos perdone las molestias del último asunto —exclamaba el oficial.
—No hay por qué...; son gajes del oficio.
—¡Que le vaya bonito!... —dijo Leiva en una fineza, cuando, de pronto, se vio a un hombre bajar corriendo por la barranca.
—¡Eh!... ¡Eh!... ¡Don Frutos!... ¡Don Frutos!... ¡Ha habido otro robo!
—Es don Epafrodito, el dueño de la pensión —explicó Paulino.
Llegó el mencionado, jadeante, y agregó:
—Don Frutos..., un viajante se ha quejau que le han robau anoche o esta mañana un alfiler´e corbata muy valioso.
—¿Anoche o esta mañana?... —repitió don Frutos mesándose la barbita—. Entonces, Paulino, lo siento, pero tiene que venir con nosotros pa que le revise las valijas... Es una formalidá, pero hay que cumplirla...
—Voy a perder el barco... ¡Ahí llega! —se quejó el ex contador.
—La ley es la ley... Usté estaba en la casa cuando se produjo el hecho, ansí que tamién puede haber sido.
—Me perjudica... Déjeme que pague el valor de la alhaja, pero no me haga perder el viaje.
—No puedo... ¡Leiva!..., agarra esas valijas y usté venga conmigo.
—Es un atropello inicuo.
—Será, pero es la ley... ¡Vamos!
* * *
En la comisaria, pese a todas las protestas y aun a las de Díaz, se hizo la búsqueda con todo cuidado, porque como “era una cosa tan chiquita había que mirar bien”, ordenó don Frutos, y así, disimuladas dentro del forro de una de las valijas, encontraron noventa y ocho billetes de mil, y con ellos en la mano el comisario increpó:
—¿Y esta plata?
—Es mia... Es el producto de mis ahorros.
¿Por eso tenía que llevarla escuendida?... Endemás, qué casualldá que sea maj o menos lo mesmo que le robaron a don Cele loj otros dias.
—Puede pensar lo que quiera, pero usté controló todos mis pasos y sabe que no puedo ser yo; hay testigos.
—Sí, testigos de güeña fe que creyeron que estabas en la pieza porque oyeron la música, pero su aparatito trabajo solo y usté, de mientras, salló por el fondo, robó la plata, la escuendió y volvió.
—Es absurdo.
—Eso lo dirá el juez... Yo dende el prencipio sospeché de vos... —prosiguió don Frutos tratándolo ya más familiarmente—, porque buscaste echar la culpa a don Cele, por lo del siguro, y al pobre Ricardo, porque ero gastador. Metelo adentro, Leiva, y soltalo al siñuelo.
—¿Y quién pa es el siñuelo, don Frutos?
—Quién pa va a ser sino el pobre Ricardo, que sirvió pa hacer caer a éste.
—Muy bien —se apresuró a decir Arzásola mientras Leiva encerraba al preso—; no debemos olvidar al alfiler.
—No te apurés que eso jue un pretesto pa poder revisar las valijas de ése... Don Epafrodito me dio una mano, y aura, Leiva seguí con los verdes
—No, si lo que aquí hace falta es un cebador atomático —se quejó el cabo—. A tuitas horas mate y mate no más...
Velmiro A. Gauna
Revista Vea y Lea, 25 de octubre 1960 N°349, pp. 80-82
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