Escondió el paquete detrás de las medias, en el ropero, y buscó con la vista dos objetos duros. El cenicero de mármol y la blanca base de la lámpara llamaron su atención. Volcó las pastillas de luminal sobre la base de la lámpara y las trituró cuidadosamente con el cenicero: luego vertió el polvo en un papel plegado y lo guardó en el bolsillo junto al pañuelo.
Se cercioró de que su mujer seguía hablando por teléfono y extrajo el paquete de su escondite. Contenía un par de patines nuevos y lustrosos; la puerta de la habitación de su hijo estaba cerrada, pero oía de todos modos la interminable serie de estampidos de revólver que emitía el aparato de televisión.
Apartó uno de los patines v envolvió el otro, ocultándolo detrás de las medias, allí junto a su botellita de coñac. No, no iba a necesitar el coñac, había creído que sí. pero ahora se sentía muy tranquilo.
Volvió a escuchar el ruido del aparato, tendría que esperar a que su hijo estuviera dormido para tirar el patín restante dentro de la caja de los juguetes.
Examinó el que tenía en las manos, hizo girar las ruedas, escuchó su chirrido agudo e irritante y lo dejó arriba del ropero, donde ella no podría verlo.
Gastón se sentía muy tranquilo mientras bajaba las escaleras.
Había tardado muchos meses en adquirir esa tranquilidad, esa absoluta indiferencia ante lo que iba a hacer: había tenido que vencer a su conciencia, a su miedo, a las tensas averiguaciones de su mujer que parecía sospechar algo.
“¿Qué te pasa?”
“¡Estás temblando!'
“¿Por qué no me escuchas cuando te hablo? ¡Estás irreconocible estos días! ¿Es que trabajas demasiado? ¿Es que yo te irrito? ¿Qué te pasa?”
Ella estaba colgando el receptor cuando él entró en la sala.
—Hola, querido, por fin has llegado puntual.
—Algún día tenía que aprender.
Hacía ya mucho tiempo que los saludos se reducían a eso: un saludo breve y desconectado, tal vez una pregunta forzada por parte de ella.
Gastón fue hasta el bargueño, como lo hacía todos los días. y sacó la botella de burdeos:
—¿Querés?
—Bueno: dame —le sonrió ella desde el sillón.
El llenó dos vasos, con un movimiento casual comprobó que ella leía, sacó el papel doblado del bolsillo y vertió el contenido en uno de los vasos. Dejó el vaso sobre la mesita de luz y volvió al bargueño. Cuadro miró a su mujer la copa ya estaba vacía.
Arrojó el papel doblado al fuego.
—¿Qué es eso? —preguntó ella.
—Nada: un número de teléfono inservible.
Apuró su bebida y se sirvió otro vaso para tranquilizar el temblor que le había aparecido en el brazo izquierdo. El chorro de bebida temblaba imperceptiblemente.
La cocinera les anunció que la cena estaba lista y que salía para no volver hasta tarde; Gastón le entregó la llave de la puerta trasera. Los platos quedaron casi sin tocar, pero la botella de vino se agotó rápidamente. Él se sentía ligero y saltarín, pero los temblores no habían desaparecido.
Volvieron a la sala. Poca conversación, muchos bostezos: finalmente ella dijo:
—No me siento bien —y se pasó las manos por los ojos velados por el sueño—. No sé qué me pasa... Tengo unas ganas de dormir terribles... Parece una borrachera... Me voy a dormir...
—Yo escribiré dos cartas, y estaré con vos.
Los pasos de ella subieron la escalera, sus tacos recorrieron el piso superior siguiendo el mismo camino que todas las noches, luego fueron reemplazados por el sonido afelpado de sus pies desnudos: los ruidos de las llaves de luz resonaron huecamente en el silencio.
Eso también estaba previsto: él había repasado mentalmente hasta el último de los ruidos.
Cuando pasaron quince minutos pensó que había llegado el momento oportuno: subió al cuarto del niño, habló con él, no obtuvo respuesta, se sentó a su lado, lo sacudió suavemente; nada.
Cuando cruzaba hacia la pieza de su mujer contemplaba la balaustrada de las escaleras y una sonrisa se insinuaba en sus labios. Se detuvo junto a la cama: ella dormía. Sacó el patín de arriba del ropero y contempló a la durmiente, le habló en voz baja; ella dormía pesadamente. Aumentó el volumen de su voz, la maldijo, la insultó a gritos, luego acerco el patín a su oído e hizo girar las cuatro ruedas con la palma de la mano: el chirrido era agrio y seco, parecía llenar la habitación, las arrugas que había junto a los ojos cerrados se contrajeron. Él se estremeció, levanto los párpados con los dedos: las pupilas estaban vueltas hacia arriba, no había duda, dormía.
Pensó en dejar el otro patín en la caja de los juguetes, pero prefirió seguir su trabajo; después habría tiempo; después habría tiempo para todo.
Salió de su dormitorio llevando una silla, la apoyó contra la pared y se sentó en ella, luego apoyó los pies contra la balaustrada y empujo. No era muy fuerte, pronto comenzó a emitir crujidos y a ceder paulatinamente; la madera lustrosa se combaba bajo la presión de sus dos pies. Súbitamente se rajó con un estampido, y una astilla cayó al piso inferior. Contempló su obra: después aferró la balaustrada y la terminó de partir arrancó algunos barrotes y los rompió sobre su rodilla, después llevó los fragmentos hasta abajo y los esparció por el piso.
Volvió al primer piso y se calzó el patín, marcó una profunda huella en el piso de madera y luego incrustó el patín entre las ruinas de la balaustrada.
Se sentó entre las maderas quebradas para cobrar aliento, sus pies se balanceaban en el vacío mientras sus manos formaban muñequitos y figuras con las astillas más chicas. En el suelo, allí abajo, se podía ver la curiosa estrella formada por las maderas caídas.
Una especie de sopor se apoderó de él; de pronto se dio cuenta de que el tiempo transcurría y se puso de pie para completar su obra. El movimiento blanco a sus espaldas lo dejó helado de espanto.
—¿Qué estás haciendo, querido? —preguntó ella como sí no pudiera verlo.
—¡Nada!
Los temblores renacieron, se sentía aturdido, golpeado en el vientre, des¬ provisto de toda capacidad de reacción.
—Pero... ¿Qué ocurrió?
—¡Nada! Me caí... Estaba un patín de Martincito...
—Pero si Martincito no tiene patines; vos se los prohibiste. ¿Te acordás?
—¡Pero después le dije que si! Vos no estabas: no habrás escuchado... —Sus pies parecían fijados en el suelo por medio de raíces cálidas y sudorosas— Se los traje la semana pasada.
—Yo no los vi, a pesar de que ordené hoy mismo la caja de juguetes.
—Los habría... puesto en otra parte... Los habría dejado por ahí tirados, como éste... ¡Mocoso idiota! Por poco me rompo la cabeza.
—¿Cómo es que no oí ningún ruido? —Ella se acercó: parecía solícita, preocupada, tendía su mano, le palpaba el cráneo, las costillas, los brazos— ¿Estás lastimado?
—No sé.
Gastón no oyó la segunda pregunta de ella, «habrás estado durmiendo.» Tenía ganas de huir, gritar, saltar, saltar hasta el suelo y caer en el medio de todas sus astillas tan cuidadosamente dispuestas.
—No he podido dormir en toda la noche, querido.
—Pero si cuando yo te miré estabas dormida.
—No, fingía, no quería que te preocuparas.
—Pero ¡yo hice ruidos!
—Si, unos chirridos: me pareció la máquina de afeitar.
—¡Te levanté los párpados!
—Estaba amodorrada; pensé que me besabas.
—¿Besarte? —Gastón se pasó los dedos por los labios: hacía más de un año que no besaba a su mujer en la cama.—¿Besarte? Pero...
Ella estaba más cerca, casi todo su cuerpo se unía al de él: era una presencia cálida, persistente, intolerable.
Gastón quiso retroceder, quiso escapar: su pie dio un paso en el vacío, su pantalón se enganchó en uno de los barrotes quebrados y el cuerpo quedó colgando cabeza abajo antes de caer; él vio un gran remolino de astillas, escaleras, patines, cuadros y balaustradas rotas, la vio a ella que contemplaba, como ligeramente sorprendida, su caída; oyó el gran fragor del aire que huye...
Su cuerpo se destrozó contra el piso.
Ella dejó escapar el aliento y fue muy tranquilamente a la habitación del niño para cerciorarse de que dormía; había hecho falta una dosis muy pequeña de somnífero para que su sueño fuera muy pesado...
Escuchó la respiración pesada y volvió a cerrar la puerta: luego, con llanto en la voz. llamó al médico.
Contempló a Gastón: no había duda, la cabeza estaba torcida en un ángulo imposible; en realidad él había hecho un buen trabajo, no faltaba detalle alguno; la balaustrada rota, el patín...
Recordó el otro patín. ¿Habría sido él lo suficientemente precavido como para ponerlo en la caja de los juguetes? Corrió al cuarto del niño y comenzó a sacar los objetos de la gran caja de madera. Los trencitos, los bloques de madera coloreada, el auto de carrera, la gran pelota roja y los grandes soldados de rostros inexpresivos se amontonaron sobre el suelo.
El médico le había prometido que saldría en seguida; ya el auto de la cruz verde se estaría acercando. El patín no había aparecido cuando la caja quedó vacía; una expresión acosada apareció en el rostro de ella, arrojó con estruendo los juguetes dentro de la caja. La respiración del niño cesó, súbitamente la estaba mirando con expresión seria y sorprendida... La dosis había sido muy pequeña.
—¿Qué buscás, mamá?
—Nada.
—¿Qué ocurrió? ¿Por qué están encendidas todas las luces? ¿Por qué me siento mal?
—¿Te sentís mal?...
—Sí... ¿Por qué venís a buscar juguetes a esta hora?
—Estaba guardando los que vos dejaste tirados... ¡Sssshhhh! ¡Dormite, que te sentirás mejor!
Lo besó en la frente y salió rápidamente. Una vez en el pasillo suspiró libremente: se había sentido tentada por unos segundos, había tenido deseos de insultarlo, gritarle, gritarle de miedo: ya lo veía interrogado por el médico, por la policía: «¿Dónde está el otro patín?» «Yo nunca tuve patines, papá me lo prohibió.» «¿Y estos?» «No son míos; yo nunca vi esos patines.» Y los veía examinando la mancha de burdeos, el burdeos que ella había volcado debajo del sillón, los veía encontrando el narcótico, el narcótico cristalizado en la mancha: ella no había puesto ese narcótico, no, ella se lo podía jurar, pero él estaba muerto y ella estaba viva...
Comenzó a revisar los rincones más inverosímiles; la imagen del auto del médico la obsesionaba, tenía la certeza de que el patín restante debía de estar en algún lugar de la habitación de Martincito, pero no podía entrar; tal vez él ya había vuelto a dormirse, tal vez la estaría esperando, escuchando... Le producía el mismo miedo que ella le había producido a su marido unos minutos antes. Bajó las escaleras y revisó la sala, tenía que hacer un rodeo para no pasar por encima del cadáver, ¡oh, sí! Era un cadáver: la frente vencida, los ojos vidriosos y ¡a cabeza horriblemente torcida eran signos inequívocos.
Tendría que ocultar el otro patín, hacer de cuenta que los patines no hablan existido nunca, reemplazarlos por otro juguete del que ya no se atrevía a apoderarse.
Subió las escaleras; no se atrevía a entrar en la habitación de su hijo; buscaba desesperadamente algún juguete olvidado: esperaba que Martincito hubiera sido tan descuidado como de costumbre... Pero ella había guardado los juguetes el día anterior, ella misma había recogido todos los soldados tirados y había examinado esa misma caja, y ella se había cerciorado de que no quedaba nada afuera.
Los nudillos golpearon contra la puerta, tal vez el timbre ya había sonado y ella no lo había oído; la desesperación la rodeaba como una gran campana de vidrio; parecía incapaz de hablar, de oír, de sentir sus propios pasos sobre la alfombra. Los nudillos volvieron a golpear, muy fuerte ahora.
Ella abrió finalmente la puerta y dejó entrar al hombre de la valija. Este entró rápidamente y se arrodilló junto al cuerpo; no parecía sorprendido ante el mar de astillas y la deformidad muerta que tenía ante sus ojos. Después de examinarlo, cargó a Gastón y lo subió en silencio.
Cumplida esta tarea se volvió hacia la mujer convulsionada por el llanto y el miedo y le murmuró unas palabras tranquilizadoras, luego la rodeó con el brazo y la condujo hasta una silla. Ella sentía que el piso se le movía debajo de los pies, que una terrible sensación de náusea la ahogaba, y no opuso resistencia. De pronto oyó la voz del médico llena de extrañeza:
—¿Qué hace esta silla acá?
Ella abrió los ojos, tenía delante la balaustrada quebrada que se abría hacia ella como una boca llena de dientes; un grito se escapó de sus labios aterrados y se levantó y dio unos pasos. El médico se apresuró a tranquilizarla y la sentó nuevamente:
—No se preocupe, ahora iremos abajo cierre los ojos... ¿Dónde guarda el coñac?
—En el ropero de Gastón... Detrás de las medias.
Él fue en busca del coñac; ella quedó contemplando la terrible boca abierta, con el patín nuevo y reluciente incrustado en una madera partida.
La puerta del niño se abrió y Martincito la miró con curiosidad y temor:
—¿Qué ocurrió, mamá?
—Nada. Estoy un poquito enferma, nada más.
Mientras trataba de sonreírle sintió la presencia del médico en la puerta: se extrañó de que no se acercara, y se volvió hacia él...
Su respiración quedó paralizada.
El galeno estaba parado en la puerta, su rostro revelaba desconcierto: en una mano llevaba una botella de coñac, en la otra un patín mal envuelto en un papel.
—Esto estaba junto a la botella —dijo.
Los ojos del niño se abrieron:
—¡Me van a regalar patines! —gritó.
Cuento de Hugo A. Brown
Revista Vea y Lea, 11 de octubre 1962 N°398, pp. 56-58
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