Considero muy problemático de que aquel inspectorcito con cara de niño de la Sección Homicidios de la Policía Federal sospeche de que yo sea el inteligente asesino de mi bella y difunta esposa. Por otra parte, si no he eliminado a Dan, autor material del hecho, es porque soy un enamorado de mis obras. También fue una idea magistral el ocultar mi habilidad para escribir cartas con la zurda, cargadas de apasionadas y fogosas frases de amor firmadas por mí como Sergio Amor. Interiormente no puedo menos que reírme, ya que yo mismo me trato de “marido vejete y decrépito”, aconsejándole a ella que deje "a esa pasa arrugada para cobijarte en mis brazos fuertes".
Muchas veces me da lástima este imberbe policía. Está desconcertado el pobrecito. Según me ha confesado hay noches que no duerme. Fuma y toma café en demasía. Consulta libros de psicología, criminología o grafología, o cuanto tratado de comisario jubilado ande por ahí, sin poder pescar la punta de la madeja. "Días más y habremos de considerar el asesinato de su señora esposa como el crimen perfecto del siglo. No hay testigos, huellas, coartadas ni sospechosos. Quien enviaba las cartas a su esposa y firma Sergio Amor, puede ser el asesino, pero no aparece. Las mucamas, que siempre conocen los secretos y pecados de sus señoras, esta vez no saben nada. No hay fotos ni citas. Sergio Amor es un mito o un fantasma. Pediré a la superioridad que me releve de este caso. Créame, señor Mortaber. Estoy avergonzado. Este crimen es tan desconcertante como un cuadro abstracto."
Pobrecito. Entre él y yo estaba Dan. Pero no hablaba ni podía decir nada. Por otra parte, bien que me cuidaba de encerrarle secretamente, en un cuarto al que nadie podía tener acceso, cuando el inspectorcito venía a desahogar sus cuitas.
"Agregue, señor Mortaber, la desaparición del puñal o cuchillo empleado y verá que es injusto el ensañamiento de la crítica periodística. Los policías no somos clarividentes, Simplemente deducimos o analizamos. Interrogamos o buscamos."
El jovencito se venía con su verborragia y yo lo oía como Confucio a un discípulo. La mayor parte de las veces le respondía siempre lo mismo: "Dios castigará al culpable. Ya estoy resignado”. El me miraba con algo de compasión, y apurando la copita de coñac se despedía Entonces yo corría al encierro de Dan y lo encontraba siempre haciendo alguna travesura, Era un buen tipo este Dan. Nunca creí que por obra y gracia de un gitano yo hiciera tan buen negocio con él. Porque a pesar de las horas de entrenamiento, paciencia y gastos, yo había hecho un lindo trueque con Dan. Un buen pasar a todo confort a cambio de que eliminara a mi hermosa esposa. Y el muy pillo lo había llevado a cabo limpiamente, ganándose mi eterno aprecio.
No cabía duda alguna. Cuando yo me acercaba y le daba unos golpecitos en la espalda agachaba su cabezota orejuda con toda humildad. Un gran tipo. Era lamentable que no pudiera presentárselo al inspectorcito mareado por tantos libracos de criminología. Además yo le había enseñado a ser antisocial. A desconfiar. A ser huraño. Y Dan representaba su papel a la perfección. No era muy difícil el verme pasar horas enteras riéndome de las ínfulas de anfitrión que tenía. Después, todas las noches fumaba cada cual su buena dosis de cigarrillos y nos despedíamos con un fuerte abrazo de antiguos amigos. Él se encargaba de apagar la luz y yo lo encerraba con doble llave.
El día antes del crimen lo había hecho ensayar varias veces con el maniquí. Era un hallazgo formidable este Dan. Cada vez lo hacía mejor. Había que verlo caminar con el sigilo de un gato y la precaución de un apache parisiense. Lo que le había costado más trabajo era empuñar el puñal. Al principio lo hacía con demasiada torpeza. Pero Dan era muy inteligente como para desmayar en su empeño. Una doble ración de golosinar y afectuosas palmaditas surtieron pronto efecto.
Esto ya no me preocupaba. Lo que debía perfeccionar era el golpe a asestar por la espalda. Muy débil. Demasiado imperfecto. Cualquier persona que errara el primer golpe podía apuñalear tantas veces como creyere necesario. Con Dan era muy distinto. Para él tenía que ser un solo golpe. Mortal, certero. Una puñalada profunda que desgarrara tejidos y destruyera vértebras. “Vamos, querido Dan. Ensaya por última vez", le dije aquella noche. Apagué la luz principal dejando sólo el velador, como si fuera el dormitorio de Selva. Dan se agazapó y comenzó a caminar silenciosamente dispuesto a lo que yo le indicaba. Se detuvo un segundo. Luego se agachó y... zas... Un sonido gutural y el brazo bajó como una centella. No pude evitar un grito de triunfo. Dan había llegado a la perfección. ¿Después? Ocurrió lo que el ¡inspectorcito veía ya como el crimen perfecto del siglo. Un plan alucinante que para muchos hubiera resultado obra descabellada de un demente. Pero demente o como quieran llamarlo, el crimen se había perpetrado genialmente y era digno de figurar en una vitrina de oro de algún museo policial. ¿Luego? El macabro hallazgo. Los policías. Los interrogatorios. La comprobación de mi inocencia. Los diarios brindando crónicas rojas con grandes titulares. Los planeamientos y deducciones sobre ese apasionado Sergio Amor que también se iba diluyendo en el tiempo, hasta no ser nada. Estaba seguro que hasta el más aventajado estudiante de metafísica no hallaría ningún vestigio para asirse a un principio. No había nadie que hubiera visto o sospechado algo. Solo yo y Dan. El no hablaría nunca. Sólo su espíritu travieso podría hacerme caer en una trampa, y antes de que eso ocurriera yo lo mataría. Mientras tanto los días transcurrieron hasta la llegada del otoño. El joven policía espaciaba sus visitas. Yo hacía buen tiempo que había despedido a la servidumbre y vivía solo y a mis anchas. Podía en esa forma sacar a Dan por las noches a dar un paseo por los jardines, caminatas que tanto a él como a mí nos encantaban. Había transcurrido dos meses desde aquella noche y casi me había olvidado de todo, cuando ocurrió lo asombrosamente insólito. Lo que había descartado subestimando la labor de mi enemigo.
Todo se desmoronó aquella fría noche otoñal, en los jardines cubiertos de hojas amarillentas. En la semipenumbra de la glorieta observé una sombra. Era alguien que fumaba. Una voz familiar me detuvo mientras Dan, de sensible olfato, corría hacia él, atraído por el aroma del tabaco. "Cómo no lo pensé antes, señor Mortaber. Aquella tarde que vi en su escritorio un tratado del buen amaestrador, el titulo me desconcertó. Pensar que estuve a un paso de la solución. Es usted, como diríamos... un científico. No. Mejor aún. Un genio. Dan mató. Usted le enseñó a asesinar a su esposa. Limpia y fríamente. Pero me interesaría oír Sus explicaciones. Ver a Dan actuar bajo sus sabias órdenes. ¿Volvemos a la casa?"
Lo hicimos en silencio, y Dan delante nuestro, alegremente. El inspectorcito quería una demostración. Entramos a la casa, cruzando el gran hall hacia el cuarto secreto. Allí donde Dan había aprendido a matar bajo órdenes mías. Yo descorrí el panel donde guardaba el estuche de terciopelo con el puñal. "Y bien, inspectorcito. Si desea una demostración. Dan se la ofrecerá". El joven policía no tomó en cuenta el significado de aquellas palabras. Le entregué el puñal a Dan y me di vuelta. “Dan es un chimpancé muy inteligente. Sólo baja el brazo una sola vez". Cuando el inspectorcito comprendió, dio un grito de alarma. Ya era tarde.
Dan ya me había dado pasaporte hacia el más allá.
Cuento de Jorge Crucial
Revista Vea y Lea, 20 de diciembre de 1962 N°403, pp. 68-70
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