domingo, 11 de diciembre de 2022

El condenado


El silencia en la celda de la muerte era espeso y agobiante. El condenado miró el reloj: sesenta minutos. Comenzó a repetirlo como si necesitara convencerse de ello: sesenta minutos, sesenta minutos.
Poca cosa son sesenta minutos en la vida de todos los días. Pero nadie podría atreverse a calcular el valor de la última hora de un condenado a muerte.
—¡Sí tuviera en este momento muchas de las horas que perdí esperando, que perdí durmiendo, que perdí huyendo!...
Prendió un cigarrillo y chupó con avidez.
—¡Basta, gallina! Siempre supiste que la horca era el único horizonte de tu vida maldita.
Se restregó con fuerza las manos entumecidas tratando de cubrirse mejor con la delgada manta.
—Linda manera de pasar mis últimos cochinos instantes. Tengo frío. Trataré de pensar en algo que me haga hervir la sangre. —Sonrió con amargura— Ya está: podría dedicarme un rato a odiar a mi madre. (¿Pero es que el odio calienta? No, creo que no; el odio hiela el cuerpo y esteriliza el alma.)
La imaginó a la vacilante luz de una vela con el rosario en las manos, los labios apenas entreabiertos por una plegaria musitada entre dientes, los ojos negros fijos en el Cristo, pretendiendo obligarlo a la misericordia.
Casi podía ver su pensamiento mientras oraba por el hijo que debía morir esa noche: “Señor, perdona a mi hijo malvado. Purifica su alma negra de pecados. Yo nada he podido hacer por él. Bien sabes, Señor, cuánto he luchado por inculcarle las virtudes que practico. Pero nació malo y morir criminal era su destino. Es una de las cruces con que me has cargado, Señor, para probarme que soy una de tus elegidas”. Nueva versión, corregida y aumentada, de la oración del publicano.
Tic-tac, tic-tac. Las agujas del reloj marcaban las 23 y 5.
Sintió un agudo puntazo en el hígado.
—Maldito seas. Ni siquiera me dejas disfrutar mi última torta de chocolate.
Torta de chocolate, mi casa, domingo, misa, madre, hermano, castigo, soledad.
A través del humo de su cigarrillo volvió a ver las viejas cosas familiares, recorrió niño la casa paterna, jugó entre los árboles del huerto, se detuvo ante la figura querida de su padre y revivió aquel momento que el rencor grabara a fuego en su corazón.
Ese domingo cumplía diez años. Antes de salir para misa en la capilla del hospital donde trabajaba su padre, le hicieron entrega de un hermoso misal de coloridas estampas. Creyó que el brillo fugaz que vio en los ojos del hermano menor era de alegría al ver su felicidad por sentirse agasajado y amado. Pero no.
Durante el oficio religioso, sin explicarse cómo, el libro desapareció. Qué tremenda angustia, qué negro miedo paralizó su corazón de niño viendo erguirse ante él la alta silueta de la madre, interrogando despiadada. Y el castigo injusto, el silencio culpable de su hermano y el apetitoso aroma de la torta de chocolate preparada en su honor y que nunca llegó a probar.
—Así, siempre. Culpable, siempre culpable sin defensa ni apelación. Terrible justicia la de esa deidad implacable, prodigando penas y castigos, jamás misericordia.
Tic-tac, tic-tac. Las 23 y 10.
Jamás misericordia. Ni aun cuando pasó “aquello” con su padre.
Fue antes, mucho antes. Era entonces demasiado niño para comprender qué andaba mal. Veía a su padre vencido e implorante, suplicando, exigiendo, llorando ante la inflexible negativa de la mujer.
Años después, ya adolescente lo supo: una breve aventura extraconyugal fue la causa del total y definitivo desencuentro: un desliz cometido en un momento de inconsciencia que ella no supo perdonar fue el motivo de la infelicidad de sus vidas.
Cuánto la odió al verla tan segura en su torre de marfil, tan honorable, virtuosa y tan vacía de amor.
Comenzó a desear cuanto ella detestaba y a odiar todo lo que ella quería.
Cuando lo castigaba por alguna de sus muchas faltas, veía su desesperación por la tremenda afrenta de tener un hijo malvado y entonces, gozoso, se sentía más cerca de la plenitud de su destino.
Pensó en su hermano triunfador, competente abogado, modelo de padre de familia, formado por la madre a su imagen y semejanza, con el triste resultado de un grotesco remedo de hombre virtuoso.
Tic-tac, tic-tac. Eran las 23 y 40.
Recordaba ahora los días de estudiante y el único amor de su vida. Era hija de una familia amiga y lo suficientemente buena para merecer la aprobación de la madre.
Tenía cabellos lacios color ceniza y unos ojos claros con una mirada de adentro, tierna y acariciante. No era hermosa, pero atraía y subyugaba.
Desde el principio se la adjudicaron al hermano.
—¡Qué pareja perfecta forman! ¡Qué hermosos y qué buenos!
Desde el abismo de su miseria, sin saber cómo, porque odiaba todo lo que oliera a santidad, comenzó a enamorarse de ella, desesperada e íntegramente. Fue la época de su vida en que quiso cambiar, en que vislumbró la posibilidad de salvarse.
Y la chica empezó a quererlo. Buscaba su compañía, sabía escucharlo en sus confidencias y sobre todo caminar a su lado en silencio, sintiéndose unidos por el simple contacto de las manos.
Una tarde resolvieron hacer una escapada a la playa cercana. Necesitaban estar a solas para hablar de ese sentimiento que, aunque no del todo permitido conscientemente, los estaba envolviendo día a día.
¿De qué hablaron? No lo sabía bien, pero oía todavía su voz aniñada entrecortada por los sollozos diciéndole que era bueno y que lo amaba, y la dulce tibieza que inundaba su alma agradecida.
Oscurecía cuando volvieron al auto de la chica, estacionado en la barranca junto al rio.
Sentado en el estribo estaba el hermano. Los miró larga y severamente; analizó sus manos entrelazadas, la ajustada malla que ceñía el cuerpo de la chica y los halló culpables.
—¡Maldito! ¡Mil veces maldito! ¡Sucio, asqueroso, podrido! ¡Tenías que corromperla a ella también!
Las palabras insultantes sonaron en sus oídos como latigazos; sintió que la ira le encendía la sangre y como una fiera se lanzó sobre su hermano.
Rodaron luchando entre las piedras, tratando de destruirse mutuamente. Todo el rencor acumulado en muchos años lo descargaba en cada golpe que pegaba.
Llegaron peleando hasta el borde del barranco. La chica gritaba histérica a su lado, tratando de separarlos. Sintió que lo tomaba de un brazo clavándole las uñas. Se encegueció, le dio un empellón tratando de librarse de ella... y la chica cayó abajo.
Cuando llegaron a la playa, estaba muerta. Ofrecía una estremecedora visión con su carne blanca destrozada y sucia, los cabellos grises ensangrentados y los ojos muy abiertos, redondos, fijos, como sorprendidos por la súbita llegada de la Muerte.
Ese fue el principio del fin, el paso inicial de su marcha al patíbulo. La justicia humana no lo condenó. Accidente, dijeron. Pero él se juzgó culpable. Ese era en realidad el crimen verdadero que habla cometido: por él debía morir esa misma noche.
Tic-tac, tic-tac. El reloj marcaba las 23 y 30.
Después de la muerte de la chica vino el vértigo, el desenfreno, la locura. Voluntaria, conscientemente se dejó tragar por la ciénaga, chapoteando en el barro para hundirse antes.
Con morbosa delectación comenzó una brillante carrera criminal. Fue ladrón, no por miseria, traficante de drogas, amo del juego clandestino. Arruinó cientos de vidas, mató lentamente cuerpos y almas.
¿Amor? No, amor no tuvo; sólo placer sensual brindado por cuerpos bonitos, cuerpos sin rostro. No prestaba atención a las caras porque sabía que jamás encontraría otros ojos serenos, apacibles, otra piel fresca e intocada, otro pelo color ceniza como aquéllos de la amada perdida.
Tic-tac, tic-tac. Las 23 y 40.
Contra la puerta de la celda se recortó la rechoncha figura del alcalde.
Se dirigió a él con voz monótona, indiferente:
—¿Desea pedir algo más?
—Sólo que quiero estar tranquilo —contestó con rudeza.
El funcionario lo miró con aire distraído y, dando por cumplida su misión, se retiró en silencio...
—Mejor así —pensó en voz alta—. Hacía mucho tiempo que no estaba solo conmigo mismo. Sobre todo desde que murió la chica, he tenido miedo a la soledad y al silencio. Tal vez por miedo a encontrarme; tal vez por temor de no volver a dormir. Cómo decía aquel viejo proverbio: “Las tres cosas más desesperantes en la vida son: amar y no ser amado; esperar al que no llega; estar en la cama y no poder dormir”.
Se oyeron pasos apresurados en el corredor. La puerta se abrió y una figura enclenque entró en la celda:
—Otra vez usted —dijo con fastidio—. Váyase, curita, o haré que se lo lleven a la fuerza. Su sola presencia basta para sacarme de mis casillas.
—Buenas noches, hijo —dijo el sacerdote nerviosamente—. Permíteme quedarme, hijo. ¡Queda tan poco tiempo!
—Poco tiempo. Ya sé que queda poco tiempo: sólo veinte minutos. Veinte minutos... Pero ya no: quedan diecinueve. He perdido otro minuto que jamás volveré a tener.
El cura se sentó en la cucheta, junto al condenado. Tragó saliva dificultosamente y dijo:
—Nunca me he sentido tan inútil como ahora. Sé que no soy más que un fracaso en este ambiente, pero contigo tenía esperanzas. Eres católico y, aun cuando te hayas extraviado. Dios es misericordia y es perdón.
—Misericordia. Perdón. Sucias y viles mentiras de una religión plagada de falsedades...
El sacerdote iba a hablar, pero lo interrumpió con un gesto:
—¿Puede ser buena, puede ser verdadera una religión que produce monstruos como mi madre? ¿Cree que si Dios existiera existirían al mismo tiempo destinos como el mío? Antes de nacer ya fui condenado por esa divinidad sedienta de venganza que usted invoca. Soy su obra, obra de un dios cruel y su despiadada sacerdotisa.
El sacerdote se quedó inmóvil mirándolo, sin atreverse a consolarlo.
—He pensado mucho sobre lo poco que he podido saber de ti, he meditado mucho sobre lo que ha sido tu vida. Había preparado un discurso que decirte, pero lo he olvidado. Quisiera ser capaz de ayudarte, quisiera encontrar las palabras exactas que debo decirte. Peí o tengo miedo de mi impotencia y ese miedo me traba la lengua y confunde mis ideas...
Se pasó una mano por la frente, buscando despejarla.
—Tu historia se asemeja a la historia de Caín. En realidad, toda la historia de la humanidad está encadenada al primer crimen que conoció el mundo.
—Una vez leí que Caín nació rebelde porque fue concebido en la negra noche de nuestro destierro del Paraíso. Nació rebelde, pero no necesariamente malvado.
Concebido en el miedo, la desesperación y el rencor por el Paraíso perdido; nutrido de desesperanza; respirando, viendo, tocando odio, pero con un alma inmortal, como tú, y una misma potencia hacia el bien que hacia el mal.
¿Por qué fue su destino el maldito del primer renegado, del primer fratricida? Porque al igual que tú se abandonó sin luchas, sin esperanzas de redención. Ese, el de la desesperanza, fue también el trágico error de Judas.
—¡Basta, curita! No gastes más palabras. No hagas que maldiga mis últimos instantes.
El otro siguió hablando vehemente, desesperadamente:
—De Dios sólo conociste el rostro de la Ira, la idea de la Venganza, cuando su más grande idea es la de la Caridad. Esa, la verdad del Amor es la gigantesca verdad de Cristo. Quitasela y no queda nada.
La puerta de la celda se abrió; había llegado el momento.
El religioso imploró:
—Sálvate hijo, hermano. Abandónate a Dios y a su misericordia.
—Es tarde, curita; y no es tuya la culpa. Aunque sea verdad todo lo que me dices, estoy cansado, demasiado cansado para intentar llegar a Dios...
Sin notarlo casi, se vio de pronto arriba, con la áspera soga lastimándole el cuello.
No quiso mirar en derredor; oía la voz monótona del sacerdote rezando al lado suyo.
—¡Basta ya! —dijo entre dientes—. Deja de insistir.
Miró al cielo.
Las estrellas brillaban en lo alto.
—Son hermosas —pensó— Siempre las sentí distantes y enemigas, pero ya no. —Se sintió invadido por una tremenda ansia de eternidad, por un desbordante deseo de subir más y más hasta alcanzar a tocar las estrellas con las manos.
Un grito animal brotó de su garganta:
—¡Dios! ¡Oh, Dios mío!
Desde el infinito, Dios oyó.

Cuento de Ana María Ponce
Revista Vea y Lea, 2 de abril 1959 N°308, pp. 72-75

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