El repiqueteo de una lluvia tenaz e intensa llenó el incómodo silencio. El hombre sentado frente a mi se revolvió inquieto en su asiento. Un estremecimiento, aunque no de frío, me recorrió entero; constituía sin duda una notable experiencia el tener escritorio por medio a un asesino de verdad. Me sentía emocionado y feliz; este hombre, que había terminado con la vida de otro hombre. no era producto de una idea ni la resultante de mi condición de autor de novelas policiales. Era algo real, tangible, presente. Esas manos —dedos largos, delicados, casi femeninos— habían ejecutado un determinado acto suprimiendo una vida; al imperio de su voluntad —momento cumbre de la decisión—. otro hombre había dejado de “ser”.
El desconocido clavó en mí sus ojitos, hundidos en las cuencas y movió su bigote con nervioso gesto de ratón.
—Se ha quedado callado —afirmó con voz grave.
Sonreí a medias.
—No es para menos. Considere mi situación. Usted se presenta en mi casa en una noche lluviosa y fría, tal como debe ser en todo cuento de misterio, y sin mediar presentación, apenas si una leve inclinación de cabeza, me suelta esta frasecita: “Acabo de matar a alguien”. No es precisamente una cosa que se ande contando por ahí, o a la que se otorgue mucha publicidad. Forzosamente tengo que pensar que se trata de una broma de mal gusto o que estoy frente a un...
El hombrecito suspiró:
—Sí. comprendo. Quiere decir frente a un loco. Pero se equivoca usted en los dos supuestos. No es broma, y mis facultades mentales funcionan normalmente. Ocurre que necesito su ayuda, digamos, profesional.
—Sinceramente, no lo entiendo.
—¿Qué hay que entender? He cometido un crimen. Por eso me resulta difícil crear detalles, coartadas que alejen de mí toda posibilidad de sospecha. Eso vengo a buscar: una coartada.
—Pero, es absurdo. ¿Qué seguridad tiene de que no lo denunciaré a la policía?
—Ninguna —volvió a suspirar—. Pero lo conozco lo suficiente como para correr el albur. Es usted mi autor policial favorito. —Traté de interrumpirlo, con un gesto de modestia, pero él continuó: —Le aseguro que es verdad. Admiro su sed de aventuras, su curiosidad insaciable.
—Pero, ¿cómo puede saber tal cosa de mí, con el único antecedente de mis cuentos?
—Ya le he dicho que poseo una mente analítica. Cuando leo algo, veo al autor detrás de cada palabra. Sé bien que desespera por un tema para su nuevo libro, y sé también que de contar con el dinero suficiente estaría gozando como espectador de la crisis argelina Si aceptara mi proposición, aun cuando llegaría tarde a Argelia, tendría una butaca de primera fila en el próximo incendio en pequeña escala... tan comunes en nuestro mundo.
Su sangre fría me asombraba y me daba la impresión de estar conversando con un pez. Extraño ser: un pez. ¡Me gustó la imagen... Dios! ¡Allí estaba la trampa! Sin duda el hombrecito conocía mis debilidades.
—Muy bien. ¿Qué es lo que me propone?
—Dinero suficiente para viajar durante varios años y una experiencia que vigorizará y dará autenticidad a su literatura. ¿Me entiende? Me estoy ofreciendo como conejillo de Indias.
Si, era lo que me había supuesto. El condenado pez utilizaba conmigo una gran astucia. Supe que estaba perdido, que terminaría por seducirme la absurda aventura, la posibilidad de vivir un crimen del lado de afuera. Cerré mi cerebro a todo atisbo de sensatez y pedí con voz solemne:
—Lo escucho. Comience usted...
* * *
El reloj dio las doce de la noche.
En principio, el relato me había decepcionado un poco. El hombrecito, que dijo llamarse Remigio Pitt, había asesinado a su mujer. ¿Motivos? El más vulgar del mundo: le había hecho para impedir su fuga con otro hombre. Lo miré con curiosidad. No parecía poseer el temperamento del que comete un crimen pasional. La historia no ofrecía mayores posibilidades
—¿La amaba mucho? —pregunté por decir algo.
—Sí. Elizabeth era rubia, frágil; tan bella y etérea como una princesa de cuento infantil.
—¿Y por qué no la dejó ir? —Me indignaba la idea de que una mujer hermosa se hubiera casado con ese extraño engendro que tenía delante—. Si la quería de verdad, ¿no hubiera deseado verla feliz?
—Sí, claro; pero ocurre que con ella iba a ser feliz un joven de potentes bíceps y sonrisa idiota. Un trio perfecto: belleza, músculos... y millones.
Di un respingo: la cosa prometía ponerse más interesante.
—¿Millones?
—Comprenda. Yo no podía permitir que ella y sus millones me abandonaran.
—¿Muchos? —pregunté con un hilo de voz.
—Quince o dieciséis, no lo sé con exactitud. Su padre, un inmigrante italiano que se hizo rico con la venta de terrenos anegadizos, confió en mí, su secretario de muchos años, y me entregó su hija y su fortuna. Temía que ambas cayeran en manos de un oportunista como este señor de ahora. Yo prometí cuidarlas y he cumplido: he ahorrado a Elizabet el dolor de una desilusión y el dinero quedará en la familia: no terminará despilfarrado por un cualquiera.
Su cinismo me dejó helado y por un momento temía dejarme convencer por su lógica.
—Uno de esos millones será para usted, amigo mío. Piénselo bien. Ni en toda la vida ganará con sus libros una suma tan considerable.
—¿Y si me negara? —inquirí bruscamente, tratando de asignarme importancia—, ¿qué haría usted?
—Matarlo, claro. Sabe.... Creo que el matar es como sacar la primera aceituna de un frasco o conseguir el primer beso de una muchacha; después de uno, los demás son fáciles —rio con una risita hueca y desagradable—. Seria original, ¿no? Digo, que en su cuento muriera hasta el propio autor. Una técnica sumamente efectista.
Confieso que yo, el autor de innumerables crímenes capaces de enloquecer de terror a tías solteronas y señores gordos, sentí en ese momento el aguijón del miedo clavarse agudo en mi carne.
Era inútil seguir hablando: Remigio Pitt estaba dispuesto a todo. Su decisión, el millón de pesos y mi malsana curiosidad me arrastraban como un imán. Tomé mi impermeable y lo invité a salir
—Vamos a su casa —le dije—. Allá me contará el resto.
* * *
Vivía en una villa algo apartada, enclavada en un repliegue montañoso. Me gustó el lugar; presentaba buenas posibilidades.
Entramos. Las habitaciones estaban sumidas en el silencio y las sombras. Remigio Pitt hizo girar una llave y una luz tenue alumbró la estancia. Era un dormitorio, arreglado con exquisito gusto femenino. Pero no tuve tiempo para reparar en más detalles de esa índole, porque tendida en la cama y envuelta en un “desabillé” —vaporosa nube de gasa— estaba ella.
Me quedé mirándola boquiabierto. Era aún más hermosa que lo que había supuesto. Su rostro no tenía la rigidez de la muerte. “La bella durmiente”, pensé.
—¿Cómo la mató?
—Un golpe en la cabeza. Fue todo muy rápido e imprevisto. No tenía armas a mano.
—Mejor así. Si hubiera sido un tiro, tendríamos un verdadero problema. Pero termine de hacerme conocer los hechos.
Fue hasta la habitación contigua y regresó con dos vasos de coñac.
—Tome un trago —me dijo—. Bien, trataré de resumir. Hace una semana salí de viaje de negocios; ella quedó en la villa. Anoche hablé por teléfono con la mucama para anunciar mi regreso. Imagine mi sorpresa cuando la muchacha me dijo que la señora Elizabeth había despedido a la servidumbre y pensaba viajar para reunirse conmigo. De inmediato comprendí la verdad: hacía un tiempo que sospechaba la existencia de un amante y ahora las palabras de la mucama me alertaron sobre un posible abandono. Le pedí que no dijera nada de mi llamado, pues quería dar una sorpresa a mi mujer.
(“¡Y vaya si se la diste!”).
—Sí, claro, ¿y después?
—Regresé esa misma noche. Por un secreto impulso, evité la carretera principal. Nadie advirtió mi llegada. Encontré a mi mujer preparando sus valijas; discutimos; y cuando me convencí de que nada podría disuadirla de su insensato propósito de divorciarse de mí, en aras del jovencito musculoso, decidí matarla. Vi el pisapapeles y...
—¿A qué hora fue eso?
—A las once, aproximadamente.
—Y a las once y media se presentó usted en mi casa.
—Soy un hombre de decisiones rápidas —dijo con desenvoltura.
Miré el reloj. Aun no era la una. Perfecto: teníamos el tiempo necesario. En unos minutos elaboré un plan que me pareció aceptable.
—Lo principal es prepararse una coartada. ¿Puede usted regresar sin ser visto y volver haciendo notar su llegada?
Dudó un momento.
—Creo que sí —dijo por fin—. ¿Y usted, qué hará?
—Es mejor que no lo sepa hasta que todo esté arreglado. El que yo realice parte de su trabajo, le permitirá obtener la anhelada impunidad.
Remigio Pitt denotó algún nerviosismo; quizás le era duro confiarse por entero. Le ofrecí un cigarrillo, que tomó con dedos temblorosos y me indicó con un gesto un encendedor de mesa. Le di fuego y él me agradeció con una sonrisa; me sentí bien ante su falta de seguridad.
—Creo que mis nervios están empezando a aflojar.
—Es mejor que se vaya cuanto antes. Regrese dentro de una hora y trate de hacer bien su papel.
—Mi salvación está en sus manos —me dijo con tono de melodrama.
“¡Cómo me gustaría hundirte!”, me sorprendí pensando.
* * *
Quedé en la casa, solo con la lluvia y el cadáver. Como primer paso fui al garaje y dejé a la vista un gato, al que previamente averié, y varias herramientas; luego saqué el auto de Elizabeth y pinché un neumático. Como mis sagaces lectores habrán adivinado, el objeto de esas maniobras era hacer creer a la policía que la muchacha, al no poder cambiarlo, se había arriesgado a conducir el auto en malas condiciones hasta la próxima estación de servicio. Pero, desgraciadamente, el camino escarpado y el tiempo lluvioso precipitarían el desastre.
Regresé al dormitorio. Traté de borrar concienzudamente todas las posibles huellas digitales, cuidando dejar impresas las de la víctima.
¡Elizabeth! Aun hoy, un violento temblor me sacude cuando la recuerdo. Siento todavía su carne blanca y fría, seda al roce de mis dedos; huelo la fragancia de sus largos cabellos rubios y la piel se me eriza. Tuve que realizar la macabra tarea de vestirla y hasta de maquillarla, pues debía dar la impresión de una feliz y hermosa muchacha corriendo al encuentro de un marido, o de un amante, según la versión que prefiriera la policía. Sé que no podría repetir un momento semejante, sobre todo después de haberme enamorado de Elizabeth.
Pero me estoy adelantando demasiado. Esto debería haberlo contado un poco más adelante, para dar una mayor sorpresa a mis lectores. Perdonen esta falta de habilidad para guardar el suspenso, pero escribo en tal estado de excitación emotiva que no puedo ser muy cerebral.
* * *
Todo salió de acuerdo con lo planeado. Desbarranqué el auto en la primera curva, no sin antes haber dado un beso de despedida al cuerpo frío de la muchacha. Me costaba destruir algo tan hermoso. Llevado por un extraño rapto, saqué de la villa algunos objetos pertenecientes a la muerta: un fino pañuelo de encaje, cartas, un libro —los “Veinte Poemas de Amor” de Neruda— y. me avergüenza un poco contarlo, un frasco del embriagador perfume que usaba. Regresé a mi casa abatido y triste, odiándome y sintiéndome despreciable. La soñada experiencia de participar de un crimen desde el lado de afuera, me había resultado sórdida y agobiante. Además, un leve escozor, una subconsciente advertencia de haber dejado un cabo suelto, me restaba tranquilidad.
Remigio Pitt hizo bien su parte. Regresó a la hora y pasó por su club, haciendo notar su presencia y aclarando que volvía de un viaje. Preguntó a un amigo, vecino de la villa, si había visto allí a Elizabeth.
La policía no encontró motivos de sospecha y el informe final determinó: “accidente”.
Enterraron a Elizabeth una plácida mañana de sol. Sin poder evitarlo, asistí al sepelio. Fue entonces cuando advertí que odiaba a Remigio Pitt tanto como amaba a su mujer. Al verlo, compungido y lloroso, recibiendo el pésame de sus amistades, sentí que una oleada de calor me subía a la cabeza y resecaba mi boca, dejándome un gusto amargo. Era el odio.
Los días siguientes fueron de pesadilla. Me drogaba a cada instante con los pequeños objetos que me ayudaban a recordar a Elizabeth. La sentía como un ser vivo o un fantasma siempre presente: advertía su dulzura, su sensibilidad, su exquisitez femenina, y lloraba su pérdida sin antes haberla encontrado jamás. En tanto, Remigio Pitt era feliz. Feliz con sus millones en perspectiva, su aparente impunidad y su fría sangre de pez. Feliz en tanto yo agonizaba de dolor y remordimientos.
Sabía que el hombrecito cumpliría con su parte del pacto, pero yo no deseaba su sucio dinero, el dinero de mi pobre Elizabeth. Y decidí traicionarlo.
Mi libro —“La historia de Remigio Pitt”— llegaba a su fin; yo escribía con la celeridad y urgencia del que debe cumplir algo a breve plazo. Revolviendo mis notas encontré el medio de perderlo. ¿Cómo no lo había pensado antes? Acicateado por mi sed de venganza, aun cuando pretendiera disfrazar mi primitiva pasión sublimándola por un ideal deseo de que se hiciera justicia, no tardé en dar con la mucama que atendiera a Remigio Pitt la noche antes del asesinato de su mujer. La chica, una españolita de grandes ojos asustados, terminó por ceder ante mi insistencia y me confesó que su patrón le había dado dinero para asegurar su silencio, en caso de ser interrogada por la policía. Me inquietó. ¿Así que el hombrecito había andado ajustando detalles a mis espaldas? ¿Qué quería decir eso?
Pero mi odio era demasiado oscuro, ciego, como para detenerme a pensar a mitad de camino. Obligué a la temerosa mucama a contar a un inspector amigo cierta historia que yo previamente fabricara. El la escuchó atentamente y por su rostro advertí que asignaba importancia al asunto.
—¿Por qué no se presentó antes? —quiso saber.
—Bueno... tenía un poco de miedo y no creí que fuera del todo necesario.
—¡Oh, al contrario! Su aporte es de inestimable valor.
La mucama pasó a la habitación contigua para que le tomaran declaración. Quedé a solas con mi amigo:
—¿Qué te parece? —aventuré.
—¡Hum...!, no sé. Para serte sincero, te diré que nunca me gustó el marido (“A mí tampoco”). He notado en él algo viscoso, siniestro; una sinuosidad de gusano (“Decididamente, viejo, eres demasiado inteligente para ser policía”). Por desgracia, es poca evidencia en su contra. No tenemos prueba alguna, excepto el hecho de que haya ocultado su llamado de la noche anterior y su conocimiento de la partida de su mujer.
Lógicamente, porque eso significaba comprometerme, no había podido hablar de su soborno a la mucamita, para objetar su silencio.
—Es muy poca cosa —continuó—. Muy poca cosa. Yo había pensado en la existencia de un amante. Hay un detalle que desconocerás, pues lo ocultamos a la prensa; encontramos huellas digitales que no pertenecen a la muerta, a Pitt o a la servidumbre. Aún no hemos podido identificarlas, pero confío en que lo lograremos. Como ves. el caso no está cerrado. Ahora mandaré detener al marido. Como él ignora lo que sabemos, quizás obtengamos algo —sonrió amistosamente—. No me mires con esa cara de asombro. No bien conozca algún otro detalle o la identidad del asesino, si es que hay algún asesino, te lo haré saber. Sé lo mucho que te interesan estas cosas.
Sentí un vahído y un penetrante zumbido en la cabeza. A mi lado, oí la voz preocupada del inspector.
—¿Qué te pasa? Te has puesto de un color verdoso. ¿Qué ocurre?
* * *
Salí a la calle; el aire frío me despejó. Caminé hasta mi casa, pues necesitaba ordenar mis pensamientos, razonar con claridad. No tardé en comprender lo que ya sabía: el diabólico hombrecito me había tendido una celada en previsión de una hipotética traición. Allí estaba la causa de mi intranquilidad, el escozor que experimentara la noche fatídica. Mi subconsciente me había advertido que algo quedaba por hacer, que no había borrado todas mis huellas. Me recordé con un vaso de coñac en las manos y ofreciendo fuego a un pobre diablo asustado, con un encendedor de mesa que después no volví a ver. Con seguridad, después que yo regresara a mi casa tras cumplir mi macabro trabajo, Remigio Pitt habla vuelto y colocado los objetos en lugar visible.
¡Maldito canalla! Su refinada maldad y astucia llegaba a tal extremo, que había dejado todo preparado para salvarnos o bien perdernos juntos. Nunca tuvo miedo, desde un principio supo qué hacer con lúcida claridad; jamás necesitó de mi ayuda, salvo para procurarse una coartada y dejarme la parte sucia de la tarea. Sí; lo había previsto todo, excepto que yo me enamoraría de su mujer y que lo delataría aún antes de cobrar el millón de pesos.
Y comprendí también que ya no tenía salvación.
Termino de redactar mi historia. Es una especie de confesión y espero que alguien la crea.
Ahora oigo que llaman a la puerta, pero no me sobresalto. Sé que es la policía.
Cuento de Ana María Ponce
Revista Vea y Lea, 14 de abril 1960 N°335, pp. 68-71
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