miércoles, 7 de diciembre de 2022

Veneno en la casa de fiestas

—¡Leoni! ¡Usted aquí!
Cuando concluyó el abrazo advertí lo innecesario de la comprobación, pues efectivamente Leoni estaba ahí, por más que el lugar y la ocasión parecieran ajenos a mi viejo amigo. Porque el lugar era un presuntuoso palacete adornado con argelotes, cariátides y artesones de yeso, y la ocasión, la fiesta que la Fílmica Argentina ofrecía a su primera actriz Gloria Dalbés.
Había allí más de doscientas personas. La mitad de éstas componían ese tout París que existe en cualquier actividad social o antisocial; la otra mitad su necesaria corte. Se había, además, que Gloria Dalbés anunciaría allí mismo, con ese estruendoso impudor de todos sus actos, su próximo casamiento con Pedro Boiarelli, multimillonario dictador del Cine, y eso multiplicaba la curiosidad.
Pero tal vez mi asombro estuvo demás porque cuando lo miré de nuevo advertí que Leoni se movía allí con soltura de dueño de casa.
Abarqué, pues, con un ademán las relumbrantes salas, el baile, el hacerse y disolverse de los grupos, la música y el estruendo, y le pregunté:
—¿Se dedica a esto, Leoni?
—Sí. Alquilé esta casa con un par de socios comanditarios y la arriendo para fiestas. Aquí tenemos de todo: orquestas, bebidas, sandwiches...
Apoyó su gigantesco puño velludo en una mesita que no se partió por un milagro, y tras una pausa, agregó:
—...hasta monos sabios, si el cliente lo pide —con el sordo rencor que el hombre avezado a las partes más duras de la vida siente hacia las cosas frágiles o vanas.
—¿Y qué lo inclinó a esto?
—La plata, m’hljo, como casi siempre. M'hija se casa... Quiero comprar un automóvil... Me pasé veinte años deslomándome para defenderlos a ustedes de ladrones y asesinos y no tengo un cobre.
La mesita crujió. Acudí en su auxilio.
—Puede ser un buen negocio...
—¿Y usted en qué anda?
—En el diario, como siempre, vizcacheando noticias.
—Venga. Haré traer un jerez.
Nos apartamos a una salita decorada con azules y oros, que hacía de escritorio y que se comunicaba por un amplio vano con los salones. Leoni me indicó la concurrencia.
Usted debe conocerlos...
—Está casi todo el ambiente. Ese que va ah i es Juan Buen, el galán español; lo acompaña Marilena, la comentarista de radio. Aquel de barbas es Jullien, el músico olímpico. Más allá, están don Daniel Perlán. descubridor de nuevos talentos femeninos. Lo rodean Anita Tellez, Marta de Santo, Gloria Vélez, Chiquita Etoile, etc., etc. Ahí va Pedro Botarelli. el afortunado... Millones de pesos y Gloria Dalbés... Lo acompaña Segundo Galante, crítico incorruptible. Jamás recibió dinero de nadie, pero las compañías, como tributo a su talento, deben comprarle anualmente un argumento, que luego no filman.
Gloria pasaba en ese momento, hermosísima, arrebatadas las mejillas, animada por un soplo de rabiosa vida su estupidez escultural.
—Y esa es Gloria Dalbés. ¿Qué le parece este mundo, Leoni?
—Parecido a todos. Habrá odio, miedo, rencor, pero también un poco de amor, otro poco de amistad...
—Relativiza demasiado, Leoni. ¿No le parece que el comportamiento del grupo social varia en cuanto se modifican factores económicos y consuetudinarios...?
—¿No puede hablar en criollo, che?
—Quiero decir que en unos ambientes son más frecuentes que en otros ciertas cosas. El delito, por ejemplo.
—Está equivocado. El hombre es el mismo siempre. ¡Las que habré visto en veinte años de Departamento! Abajo... y también arriba.
—¿De modo que a usted le parece posible que aquí, por ejemplo, pueda cometerse un asesinato?
Leoni enarcó animosamente sus peludas cejas.
—¿Y por qué no, amigo, por qué no?
En ese momento, y desde un ángulo del salón contiguo, un grito paró la música. Hubo una pausa, y en seguida las voces recomenzaron tumultuosamente.
—Aire, por favor...
—Se ha desmayado...
—¡Un médico, pronto, un médico!
Apartando como si fueran yuyos a dos o tres mequetrefes que se interponían. Leoni se acercó con invulnerables trancos al montón de personas que pugnaban sin eficacia en torno a alguien caído en el suelo.
— ¡Calma, señores!
Entonces vi que la mujer caída era Gloria Dalbés.
Pocas cosas dan mejor la sensación de vanidad final de todas las vanidades como un salón vacío después de una fiesta, y ese agobio era lo que nos pesaba, cuatro horas más tarde, cuando sólo quedábamos en la casa Leoni, el comisario Solari y yo. aparte de la gente de servicio: mayordomo, barman, mozos, lavacopas, etc.
Los demás, los invitados, los agentes de policía, el juez de instrucción, los médicos, la ambulancia, los de dactiloscopia, los fotógrafos, los reporteros, los cronistas, hablan llegado y se habían ido casi en el lapso que dura cualquier pieza de teatro.
En medio de esa baraúnda, habíanse, empero, comprobado los siguientes hechos; a eso de medianoche, es decir, media hora después de comenzar verdaderamente la fiesta, el mozo Jesús Regueira recogió del mostrador del bar una tanda de vasos colmados de “Corazón llameante” —medio de gin, medio de torino. un golpe de vodka, otro de amargo, tres o cuatro gotas de... lavanda y una pizquita de... pimienta—. “Son para Gloria, Regueira... Lléveselos directamente a ella. Ya protestó porque la bandeja anterior no llegó a destino.” Jesús, determinado a cumplir o morir, levantó la bandeja a la altura de su hombro, como Héctor su escudo, para eludir a los grupos y se encaminó hacia el rincón donde Gloria bromeaba y reía rodeada de una docena de amigos. A medio camino, alguien —no podía decir quien, aunque le pareció una mujer— dejó desde atrás algo en la bandeja y le susurró: “El vaso azul es para Gloria”. Habituado a bromas extravagantes (“tengo veinte años de mozo, señor comisario, figúrese usted...”), Regueira no se volvió para mirar a quien se lo indicaba, pero registró, sí. con memoria profesional, la indicación. Por eso, cuando llegó incólume frente a Gloria, bajó la bandeja y le tendió el raso, y con él la muerte.
Leoni, entretanto, había andado por ahí, huroneando, curioseando, a veces preguntando algo, seca y brevemente. Por eso. cuando Solari nombró el vaso azul con que Gloria habla sido, al parecer, envenenada, dijo:
—Aquí no teníamos ningún vaso azul, comisario.
—¿Cómo?
—Nuestros vasos son de medio cristal, incoloros, con sólo una orla dorada. ¡Ah!, y en el toilette encontrará tres más...
En seguida un agente corroboró que. en efecto, sobre el alféizar de una de las aberturas del toilette —más bien un tragaluz que una ventana—, lejos del alcance de cualquiera, habla tres vasos más, encajados uno dentro de otro, pues eran de sección ligeramente cónica. Los fotógrafos tomaron unas placas y en seguida los de dactiloscopia cazaron las piezas con sus pinzas y las metieron en sus valijitas.
Y no dijo Leoni nada más hasta ahora, cuando nos sentíamos los tres como únicos sobrevivientes de un huracán. El teléfono sonó. Atendió él.
—Avisan que Gloria Dalbés fué envenenada. Estricnina. ¿Qué le pasa, Luis?
El muchacho, un galleguito lavacopas más asustado que tímido, se acercó:
—Usted perdone, señor.. No lo hice antes porque... la policía... Yo quería decirle que... además de ese vaso azul... esta noche se rompieron... otros dos... también azules... y cuatro comunes. Las roturas corrientes, como usted sabe, señor, son siempre de cinco o seis vasos. Están en la basura, señor.
Leoni ya atravesaba los salones con ese tranco suyo que nunca parecía apurado y que tan rápido era.
—¡Venga, Luis!, le gritó desde la última puerta.
En uno de los grandes tachos de basura donde reposaban en final fraternidad los despojos de la fiesta, cuidadosamente envuelto en papeles de diario (“Para que no se corte nadie, señor. Una precaución. Siempre lo hacemos”, explicó Luis) reposaban los restos de varios vasos. Uno de ellos, azul, había sufrido sin duda una caída leve o afortunada, porque apenas le faltaba un triángulo junto al borde y tenía sólo tres o cuatro rajaduras. Leoni lo puso sobre una mesa donde había docenas de vasos comunes —un medio cristal de talla común, que permitía reposiciones sin tropiezos—, entre los cuales el vaso quebrado resaltaba como forastero.
Lo miró un momento. Luego me preguntó:
—¿Por qué usa anteojos?
—Miopía.
—¿Ve este vaso?
—Desde luego. Mis anteojos sólo tienen cuatro o cinco dioptrías...
Leoni llamó a uno de los mozos.
—Ponga este vaso en una bandeja, Segovia, y vaya hasta ese sofá rojo.
Así lo hizo el otro. Leoni me preguntó:
—¿Lo ve?
A esa distancia, y aún a otra mayor, hubiese visto a aquel vaso de azul chillón.
—Sí.
—Aléjese, Segovia... Más...
—Si... si... Lo verla hasta desde el fondo del salón. Leoni.
—Venga. Segovia.
Dejó Leoni nuevamente el vaso en el paquete que contenía los restos de los demás.
—¿Cómo se rompieron estos dos, Segovia?
—No sé... señor... el barman...
—Llámelo.
El barman recordaba cómo se trizó uno de los dos vasos azules, en cuyo color no reparó por creerlo una de las compras habituales de la casa que esta vez, por cualquier razón, había sido distinta. Le habían pedido una ronda de whisky, que sirvió sobre el mostrador del bar. El vaso azul le tocó a Martine Angel. Antes de que pudiera tocarlo, uno de los invitados la invitó a bailar. Martine dejó entonces su whlky en un extremo del mostrador del bar.
—¿Cuídemelo, eh?, —le pidió al barman, pero éste estaba muy ocupado con los bebedores que se sucedían en tandas. Por ahí advirtió que Juan Buen se había apoderado del abandonado vaso azul y. sobre todo, de su contenido legítimamente escocés. En eso alguien empujó a otro, éste el brazo de Buen, vaciló el recipiente entre sus dedos, dio una voltereta y se estrelló en el piso.
Otro mozo informó sobre el segundo vaso; Apareció, lleno, en una bandeja que él —que por orden del jefe de mozos se encaminaba hacia el rincón donde estaba Gloria Dalbés (“Gloria había pedido esos cócteles”, informó aquél)— dejó unos instantes sobre una mesita para dar fuego a un invitado que se lo pidió. Cuando reanudó la marcha advirtió al intruso, sin darle importancia. Pero a mitad de camino un imprevisto grupo lo rodeó; manos, dedos, guantes, barrieron la bandeja. El vaso azul derramóse sobre ésta y tal vez por eso sólo se rompió y rajó como hablamos visto.
—¿Alguien pudo oír el pedido de Gloria?
—Sí, señor, cualquiera —informó el jefe de mozos—. Nos encontrábamos en el salón... habló a gritos... me hizo señas....
Leoni tironeóse el labio inferior. Finalmente tendió al comisario Solari el envoltorio con los vasos rotos;
—Hágalos revisar. Me parece que también encontrará huellas de estricnina.

* * *

Al día siguiente Leoni fue conmigo a la comisaría. Solari estaba allí, casi doblado por el sueño, porque apenas había dormido un par de horas. Los diarios de la mañana daban noticia del crimen a varias columnas y podían preverse las hazañas de los titulares de la tarde: CELEBRE ACTRIZ ASESINADA POR MANO EMBOSCADA. ENVENENAN A GLORIA DALBES. LA POLICIA NO TIENE PISTA SEGURA. ¡CRIMEN EN LA CASA DE FIESTAS!
Además, entre los invitados había muchos peces gordos y, desde luego, personitas vinculadas a otros grandes bonetes cuyas influencias trataban ahora de mover a su favor para no verse complicadas.
—¿Mucho trabajo, Solari?
Advertí que Leoni sonreía invisiblemente, con una alegría que sólo aparecía en sus ojitos negros como bolitas de azabache.
—Se ha interrogado a ciento diez personas, y todavía faltan más...
Sonó el teléfono. Solari atendió.
—¡Hola! Sí. con él. El doctor... Tendremos el mayor cuidado. Confié en nosotros, doctor. No, no le pasará nada. Revisaré yo mismo las declaraciones. Gracias.
Cortó y nos miró como desde el fondo un pozo cuyo aire se torna ya irrespirable.
—El doctor Mussanti... ex ministro, ex senador... se interesa por una de las muchachas que anoche estuvieron allí. Que no la comprometamos...
Solari se secó la frente. Murmuró:
—Viejo verde... y cuando levantó la mirada encontró él también aquella sonrisa invisible que alegraba, sin modificarlo, el rostro de Leoni.
—¿Qué se trae, Leoni?
—Creo que acerté la tecla.
Solari dio un salto. Capitanes del mondo, millonarios, funcionarios, actrices famosas, volvían a dar paso a los rateros, punguistas, riñas de vecindad, viejas sin memoria y extraviadas y peleas entre borrachos que eran lo cotidiano de la seccional.
—¿Se tomaron todas las declaraciones?
—Faltan unas cuantas, todavía, como le dije.
—¿Hombres y mujeres?
—Hombres. Empezamos por las mujeres porque...
—Con eso basta. ¿Cuáles de esas mujeres usaban anteojos?
Solari acudió a los oficiales sumariantes, cuya memoria no falló. Así en diez minutos recopilamos la lista. Eran la señora Adelina Villaverde de Hermosilla, esposa de un diplomático vagamente centroamericano, gorda, y madura; la comentarista Irene, una especie de ametralladora de palabras que se disparaba automáticamente cada vez que enfrentaba un micrófono; Eva Ríos, una extra oscura cuya presencia en la fiesta sólo se justificaba por su adherencia a otra venerable figura, esta vez masculina, muy alta, muy poderosa, muy millonaria; Inés Carril de Montero, rentista y vieja; Evelyn Greenhouse (en la vida civil Josefa López), cantante internacional más o menos internacional y Laura Benga, corredora, representante de artistas o algo así.
Leoni consideró la lista. Después dijo:
—¿Todas estas llevan anteojos habitualmente?
La respuesta fue afirmativa.
—¿Y qué otra mujer, además de éstas, usó anteojos para leer la declaración?
La nueva consulta arrojó este resultado: Camila Méndez, una actriz bien conocida, sacó de su bolso un par de anteojos para enterarse de lo escrito y la mujer del armador Bringuez lo leyó a través de sus impertinentes. Una tercera, Carola Claro, actriz también, pero de teatro, debía de usar anteojos, pues debió acercarse excesivamente al papel.
—¿Mucho?
—Muchísimo; pegaba la nariz al papel.
Leoni hojeó las declaraciones, anotó una dirección y se levantó.
—¿Nos acompaña, Solari?
El automóvil de la seccional nos dejó frente a la casa cuyas señas había dado Leoni.
—Cuarto, derecha, indicó el ascensorista.
Y cuando una mucama entreabrió la puerta del departamento, Leoni la franqueó con el hombro y entró, con evidente olvido de una orden de allanamiento, pero con eficacia práctica también evidente. Al fondo de la sala de estar que seguía al recibidor, contra los ventanales, Camila Méndez leía un libreto. Cuando nos vio, saltó del sofá y ocultó, en el bolsillo de su quimono, los anteojos.
—No se alarme, señora, y permítame sus anteojos.
Camila Méndez se los tendió.
—Dos o tres dioptris —apuntó Leoni luego de mirar a través de los cristales—. ¿No los usa siempre?
—No. El público, usted sabe... la popularidad.
—¿Y entonces, por qué mató a Gloria Dalbés?

* * *

—Fue un caso simple —nos decía Leoni esa noche, mientras la estufa a querosene silbaba suavemente en el comedor de su casa de Ramos Mejía y en la cocina el tintineo de la vajilla que manipulaba la patrona nos auguraba los insuperables ravioles, el vinito riojano que le mandaba su hermano, el pródigo antipasto—. Sentado que el vaso azul —y los otros cinco— fueron traídos desde afuera, habla dos preguntas: ¿Por qué no usó el envenenador los de la casa? ¿Por qué eligió esos chillones azules? Las dos preguntas se contestaban así; quien los trajo necesitaba verlos entre los demás en cualquier momento. Ahora bien, para distinguir un vaso entre otros bastará que él tenga una leve diferencia sobre los habituales. Un tallado distinto, dos o tres círculos dorados en vez de uno, son detalles que pasan inadvertidos para todos, pero no para quien esté sobre aviso. Por tanto quien necesitaba vigilarlos era alguien que tenia dificultad para verlos de cerca o de lejos. Es decir, el envenenador no poseía una vista normal y no usaba anteojos, o los usaba inadecuados. La constelación Gloria Dalbés - veneno - asesino que no osa anteojos pero que debe usarlos señala con mayor probabilidad a una mujer. Primero, porque los celos profesionales entre actrices adquieren a veces caracteres de odio mortal; segundo, porque envenenar es una tarea tan femenina como zurcir medias o cambiar pañales a un bebé. Es un procedimiento que permite suplir la fuerza física y el momentáneo coraje masculino que hacen falta para liquidar al prójimo. Tercero, porque difícilmente un hombre no usa anteojos cuando los necesita.
Por eso pedí la lista de mujeres con anteojos, que descarté cuando los oficiales indicaron que todas ellas los usaban de manera permanente, es decir, que llevaban cristales adecuados para sus defectos. Pedí en seguida que me señalaran a las que no los usaban, pero que debían usarlos, y me dieron tres nombres. Sin considerar a la vieja de Bringues, Carola Claro y Camila Méndez estaban situadas en el mismo plano de popularidad que Gloria Dalbés, pero Carola debió acercar tanto los ojos al papel que no se concebía que sin anteojos pudiera vez ni siquiera a diez pasos de distancia el vaso azul. Me quedó una sola: Camila Méndez. Ahora sabemos por qué mató. Gloria Dalbés se había abierto paso a puntapiés, a arañazos, de cualquier manera, sin piedad y sin remordimiento. Ella y Camila se odiaban desde hacía tiempo, silenciosamente, ferozmente, por más que parecieran tolerarse. Cosas de su mundo: un papel inferior al de la otra, pero que hay que aceptar; un crítico amigo de una, que deja de elogiar a la otra; aparecer menos en las tapas de las revistas; lucir joyas más caras... Gloria coronaba su carrera casándose con Pedro Botarelli, dueño de una cadena de cines y de radios. Camila sabía que Gloria utilizaría todas sus armas —ahora infinitamente multiplicadas— para cerrarle el paso y, si podía, para hundirla definitivamente. El plan de Camila podrá parecer una locura, pero la desesperación empuja. Ella lo concibió —también lo sabemos ahora— teóricamente, imaginándolo todo. sin ese campaneo previo que asegura al delincuente. precisamente porque Camila no es una profesional del delito o del crimen. Ella pensó envenenar un cóctel y hacerlo Regar a Gloria. Por eso compró esos vasos, por eso los introdujo en la casa ocultándolos bajo su estola de piel —seis vasos metidos uno dentro de otro no abultan casi nada— por eso puso en práctica su plan ni bien pudo. Pero lo que en teoría parecía perfecto fracasó en la práctica. Lograr que un vaso envenenado llegase a destino por interpósita persona resultó dificilísimo. Por eso debió romper, o hacer que se rompieran, los dos vasos anteriores, también envenenados. Ella empujó la mano de Buen, ella derramó el vaso de la bandeja. La gente era mucha, el barullo también, se había bebido... nadie se dio cuenta. La desesperación la movió a su último gesto y el tercer vaso llegó a destino. Gloria Dalbés habla bebido más de lo conveniente, las felicitaciones la aturdían todavía más... Le gustaban los cócteles raros y fuertes, y no advirtió o creyó que se trataba de una novedad, el sabor de la bomba líquida que le tendió el mozo. Bebió una dosis capaz de matar a un caballo. Esto es todo, amigos. y ahora ya no dirá éste (éste era yo) que los crímenes son más frecuentes en unas capas sociales que en otras. El hombre es Igual en todas partes.

Cuento de A. L. Perez Zelaschi
Revista Vea y Lea, 22 de agosto 1957 N°266, pp. 86-88

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