Sombrero en mano entró, con el pie derecho,
en lo de un sastre muy elegante proveedor del rey.
Este comerciante acababa de acomodar algunas cabezas
de maniquíes, vestidos como se debe vestir.
La multitud, en todos sentidos, se movía mezclado
sombras sin amor que se arrastraban por el suelo.
Y las manos, hacia el cielo pleno de placas de luz,
volaban a veces como pájaros blancos;
“Mi barco partirá mañana para América y no volveré jamás,
con el dinero ganado en los prados líricos,
guiar mi sombra cegada en estas calles que amaba;
pues volver, está bien para un soldado de Indias!
Los bolsistas han venido todas mis condecoraciones de oro fino;
pero, trajeado de nuevo, quiero dormir, al fin
bajo los árboles plenos de pájaros mudos y de monos.
Desvestidos, para él los maniquíes,
sacudieron los trajes, después se los probaron.
El traje de un lord muerto antes de pagarlo,
lo vistió, al regateo, como un millonario.
Fuera, los años
miran la vidriera,
los maniquíes victimas,
y pasan encadenados.
Intercalados en el año, estaban los días viudos.
Los viernes cruentos y lentos de entierros,
los blancos y de todos negros, agobiados por los cielos que llueven,
cuando la mujer del diablo ha golpeado a su amante,
después, en un puerto de otoño con hojas indecisas,
cuando las manos de la gente hacen de follaje allí también,
sobre el puente del barco, posó su valija,
y se sentó.
Los vientos del Océano soplando sus amenazas
dejan en sus cabellos largos besos humedecidos.
Los emigrantes tienden, hacia el puerto, sus manos cansadas
y otros, llorando, están arrodillados.
Miró largamente las costas que morían;
solos barcos de niños tiemblan en el horizonte.
Un ramillete muy pequeño, flotando a la ventura
cubrió el Océano con una inmensa floración.
Hubiera querido ese ramillete, como la gloria,
jugar en otros mares entre todas las ondas
y se tejía, en su memoria,
una tapicería sin fin
que figuraba su historia.
Pero para ahogar, como piojos,
esas tejedoras testarudas que, sin cesar, interrogan,
se casó como un dogo
a los gritos de una sirena moderna, sin esposo.
¡Hinchate hacia la noche, oh mar! Los ojos de los tollos
han acechando hasta el alba, desde lejos, ávidamente,
cadáveres de días roídos por las estrellas,
entre el ruido del oleajes y los últimos juramentos.
Versión e Alberto Mántica
Revista Nun, N°1 Rosario 1941, p.21
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