viernes, 16 de diciembre de 2022

Maternidad

Para el hombre que tuvo una buena madre
todas las mujeres son sagradas en memoria
de ella.
J.P. Ritcher

La madre es la mayor heroína del mundo. Nadie hace tantos sacrificios ni soporta tantos sufrimientos, como sin una queja, soporta ella en bien de sus hijos.
¿Qué comparación tiene el dar la vida por un amigo en el fragor de una batalla o en los horrores de un naufragio, con el perpetuo sacrificio de muchas madres reiterado día tras otro durante más de medio siglo?
¡Cuán pequeños resultan los héroes mundanos en comparación de la heroica madre!
En el seno de la familia no hay servicios tan valiosos como los de la madre.
No hay descanso para la solicitud.
Sobre ella recaen todos los menesteres domésticos, desde la confección de las comidas hasta el semanal repaso de la ropa, aparte de las mil menudencias que interpoladas entre los habituales menesteres le ocupan mente y manos durante todo el día, y a veces hasta muy entrada la noche cuando ya toda la familia reposa.
Por muy amoroso y prudente que sea el padre, las cargas más pesadas y las más graves preocupaciones de la vida del hogar recaen sobre la madre, cuyas virtudes domésticas son para los demás individuos de la familia, especialmente para los egoístas, una tentación que los mueve a abusar de ella, creyéndose con derecho a echarle encima todas las cargas del hogar sin que nadie se lo agradezca.
Muchas madres proletarias sacrifican en beneficio de sus hijos todo cuento en más estiman la generalidad de las gentes.
Sacrifican gustosas su salud y aún se quitan el pan de la boca para que sus hijos puedan recibir instrucción complementaria.
Van de casa en casa a lavar ropa, fregar suelos y otros serviles menesteres, a fin de que sus hijos aprovechen las ocasiones que ellas no tuvieron en disposición de aprovechar.
Sin embargo, la mayor parte de las veces es la ingratitud, cuando no el menosprecio, la siniestra recompensa de su sacrificio.
Hay quienes al morírsele la madre se gastan un dineral en el entierro y le dedican hermosas coronas, mientras que en vida no se acordaron jamás de obsequiarla con una flor.
Uno de los más tristes casos que darse pueden es el de la angustia de un hijo que en la prosperidad no se acordó de que a su madre se la debía.
Por ingrato y descastado que un hijo se muestre y por mucho que se degrade en el vicio o en el crimen, siempre está seguro del amor de su madre que no le abandonará aunque todo el mundo le abandone.
Así dice Rudyard Kipling en su poesía “Amor maternal”:
“Si me ahorcaran en la más alta montaña, sé, ¡oh! madre, que hasta allí me seguiría tu amor.
Si en el más profundo mar me ahogara, s sé, ¡oh! madre mía, que hasta mi llegarían tus lágrimas.
Si me maldijeren en cuerpo y alma, sé, ¡oh! madre mía, sé que tus oraciones invalidarían la maldición.”
Seguramente no hay otro amor tan intenso como el de la madre que acompaña al hijo desde la cuna al sepulcro sin jamás abandonarlo por muy desgraciado o perverso que llegue a ser.

Orison Sweet Marden.
En Hojas Sueltas 122-124

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