(Leyenda de Neuquén)
Los araucanos cuentan que sobre el cerro Trompul vivía una vez un cacique con una hija muy hermosa, que tenía por nombre Hormiga Blanca.
Un koná, o sea un mocetón araucano, amaba a la niña, pero era muy pobre para aspirar a la mano de la hija de un cacique. Además tenía un rival, el mago Cuervo Negro, un brujo ya entrado en años, con la piel enferma y la voz ronca.
Cuervo Negro también quería casarse con Hormiga Blanca y el padre de la joven no se atrevía a negársela, porque temía sus poderes mágicos. Cuando el mago le propuso eliminar al koná, aceptó, porque tampoco ese joven lo convencía. En el fondo esperaba poder deshacerse de alguna manera de los dos.
—A ese mozo le deremos un trabajo que le costará la vida —murmuró Cuervo Negro a los oídos del cacique.
—Tú pretendes a mi hija, pero no tiene séquito ni familiares nobles; no dispones de oro ni de piedras preciosas. Entonces haz lo que te ordeno: desciende por este abismo y en el fondo encontrarás grandes riquezas.
El abismo al que se refería el cacique era el respiradero del volcán Trompul, tan hondo, que nadie había visto su fondo. Solo se sabía que bien abajo estaban los espíritus de los antepasados condenados por su maldad. Eran los guardines de los tesoros escondidos en los más profundos del cerro y ningún hombre se había atrevido a bajar a buscarlos.
Hormiga Blanca pudo escuchar esas confabulaciones y advirtió al joven:
—Ten cuidado, apenas empieces a bajar, arrojarán piedras candentes encima tuyo.
El koná bajó por el tremendo respiradero y en cuanto encontró una gruta, se refugió adentro. No se hicieron esperar mucho las piedras, tiradas por los dos viejos para eliminarlos. Sin embargo al día siguientes el muchacho apareció entre ellos sano y salvo.
—¡Ayayay! —se lamentaron el brujo y el cacique. Pero bien pronto descubrieron otra tarea nefasta para el joven pretendiente.
—Sube a aquel árbol, desde donde se oye el chir, chir de los pájaros y trae un nido con huevos o pichones. Para demostrarme que no temes ni picaduras ni raspaduras, deberás ir completamente desnudo.
La fiel Hormiga Blanca pudo escuchar lo que Cuervo Negro había murmurado antes a los oídos del cacique y advirtió al muchacho que esa noche el brujo untaría la corteza del árbol con un poderoso veneno.
Entonces los dos enamorados prepararon una pomada de arcilla roja y grasa de ñandú y el koná, protegido por la misma, trepó sin dificultad al árbol. Allí encontró el nido y se lo puso al revés sobre la cabeza, escondiendo los huevos debajo.
Cuando los dos conspiradores lo vieron llegar vivo y para colmo con los huevos y el nido, ya no supieron qué cara poner. Sin embargo pronto al brujo se le ocurrió otro ardid, que murmuró a los oídos del cacique. Así fue que le dijo al joven:
—Tanto hiciste que mereces una recompensa. Daré una comida para los hombres más importantes de la tribu y en premio a tus esfuerzos, ocuparás el lugar de honor. Después de esta fiesta serás uno más entre los privilegiados de mi gente y quizá te dé la mano de mi hija.
¿Quién podía desconfiar de tan amable invitación? Sin embargo Hormiga Blanca había podido escuchar otra siniestra conversación entre el mago y su padre. Así fue como el koná se presentó a la comida con un cuero de tigre atado a la espalda, explicando que esa era la costumbre entre su gente en ocasiones especiales.
¡Cómo se asustaron los dos viejos cuando vieron que el joven profirió los gritos usuales para iniciar la fiesta, a pesar de estar sentado sobre el asiento atravesado por flechas envenenadas!
El muchacho había reforzado la piel de tigre con una buena protección.
El mago Cuervo Negro sentía que su piel se achicharraba aún más frente a la fuerza de ese joven y el cacique empezó a temer a tan invulnerable pretendiente.
Por la noche, después de la comida, los dos se encerraron y estuvieron confabulando hasta altas horas. La joven trató y trató pero no pudo escuchar lo que hablaban. El koná la tranquilizó; ya se sentía seguro de poder vencerlos.
A la mañana siguiente Cuervo Negro llamó al muchacho y junto con el cacique lo llevaron hasta un árbol inmenso, hueco de un lado, cuyas raíces se hundían seguramente en el mundo de los antepasados de la tribu. Algunos decían que llegaba hasta la base del mismo cerro Trompul.
—El tronco de este árbol está siempre repleto de agua —le dijo el brujo—. Hace mucho guardé adentro patatas, con la esperanza de que el tiempo las pudra. No sé si sabes que los brujos únicamente podemos comerlas así, pero no logro encontrarlas. Ante todo corta el tronco del árbol, después baja por él, a ver su puedes traerlas.
El muchacho se dispuso a cumplir esa tarea, aunque sabía que querían eliminarlo. El árbol era tan grande que seis hombres no podían rodearlo, pero trabajó y trabajó sin descanso. Se rompía un hacha tras otra, hasta que él mismo fabricó una con una piedra más filosa que encontró. Mientras tantos u rabia iba en aumento y cuando tuvo su nueva herramienta preparada, sintió que lo invadía una fuerza sobrehumana y pudo abrir una profunda hendidura en el tronco. Valiéndose de cuñas la agrandó, ya que tendía a cerrarse, después se acercó a Cuervo Negro y el dijo:
—Ahora buscaré tus patatas. Traigo una soga fuerte, tejida por mi madre. Bajo con gusto porque según me contaba mi bisabuelo, el agua de un árbol hueco limpia la piel y cura de los achaques. ¡Qué suerte la mía!
Pero el brujo gritó:
—¿Qué has dicho, malvado? Pues escucha bien. El único que rejuvenecerá soy yo.
Tan ansioso estaba el brujo por lograr la eterna juventud, que arrancó la soga de las manos del muchacho y soltó tan rápido como sus años se lo permitían dentro del árbol. Una vez que su cabeza desapareció el koná retiró las cuñas, la abertura del árbol se cerró y el brujo quedó aprisionado adentro.
El cacique, admirado por la tenacidad y valentía del joven le dio a su hija en matrimonio.
Algunos cuentan que el brujo Cuervo Negro sigue buscando la manera de salir. A veces todavía se escuchan sus gritos enfurecidos en el fondo del cerro Trompul.
Martínez, Paulina; Rey, Eva y Romera, Pirucha
En Leyendas argentinas, Bs As. Sigmas, 1994, pp. 59-60
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