viernes, 2 de diciembre de 2022

Los cuatreros

Casilda, la ciudad santafesina, despertaba. El brillo de la estrella matinal se diluía por el lado del naciente en un lago de sangre. Las hojas de los eucaliptos añosos cuchicheaban en lo alto a impulsos de la brisa. Y los pájaros gorjeaban ocultos en el follaje perenne de los ligustros. El invierno agonizaba entre los brazos desnudos de los duraznos, que empezaban a vestirse de rosado. Había perfumes de aromo en el monte, y rocío en las ramas floridas del sauzal. Una amapola se abría en mi jardín en medio de un cantero de violetas, y una naranja, una sola, colgaba aún de la planta en una rama inaccesible.
Por la calle de tierra que corre junto a las verjas de la Escuela de Agricultura, me desplazaba lentamente en mi motoneta saludando a los quinteros de las afueras, que empezaban la jornada antes de que el sol besara la cruz plomiza de la iglesia parroquial.
Luego, en el boulevard asfaltado, el desenfreno, a esas horas en que nadie se cruza en la ciudad que comienza a desperezarse. Y así, con el escape abierto, hasta la jefatura de policía, donde me desempeñaba como secretario del jefe Salmén, con quien había cursado toda la “primaria” en la vetusta escuela Casado, cuando el alma de uno era blanca como guardapolvo de día lunes, y los zapatos brillaban al entrar a clase como la calva de hoy, porque la maestra era buena, sí, pero muy “exigidora”, como decíamos.
Saludé al agente que vigilaba la entrada y me dirigí sin tardar a mi puesto, donde el jefe Salmén hojeaba unos papeles entre mate y mate, que un auxiliar le cebaba.
—Saldremos más tarde a dar una vuelta, Horacio —me dijo luego de devolverme el saludo.
—Bien —respondí mientras me quitaba los guantes—. ¿Qué sabes del Chacho?
—Nada. Es por eso que quiero salir. No daremos con él estándonos aquí metidos.
Chupé con gusto el amargo que me cebó el auxiliar. Después dije:
—¿Sospechás dónde pueda esconderse? ¿Tenés algún pálpito, de esos que sabés tener?
Me miró con alguna severidad. Luego, dijo retornando a sus papeles:
—Cuando tengo un pálpito no lo digo por temor de que se queme.
—Es cierto —repuse—. Las explicaciones que me das son muy satisfactorias. Cuando sospechás algo no lo decís por temor de que se queme, y cuando nada sospechás, nada decís porque nada sospechás. ¡Muy explícito, por cierto!
Conseguí que sonriera, lo cual no era fácil cuando él tenía entre manos un asunto difícil.
—Por esta vez voy a hacer una excepción —dijo.
—A ver...
—El Chacho no anda lejos de estos pagos.
—¡Cómo se te ocurre! Él ha matado en Casilda y sabe que en Casilda se lo busca.
—Él no es un novato. Piensa que la policía, por mirar lo que está lejos, no ve lo que tiene cerca. Él se esconde en nuestra propia sombra.

* * *

Serían las once cuando salimos de la jefatura en el coche de Salmén.
Almorzamos en el restaurante de Vitali, y nos dirigimos después a la estancia de Aveldaño, cercana a la ciudad. Nos recibió el viejo estanciero en la terraza de la casa, donde se hallaba tomando sol en un sillón de ruedas. Era al parecer un hombre acabado. Como si la vida lo hubiese estrujado entre sus garras, y como a una naranja le hubiera quitado el jugo, así estaba el pobre de seco. Y arrugada su piel como una pasa. Mas como si toda la vida escapada del cuerpo se hubiera concentrado en sus ojos, eran éstos vivaces en extremo, elocuentes, penetrantes... ¡Quién resistiría la mirada dé aquél hombre!
—Venimos por el Chacho —dijo Salmén evitando mirarlo—. Él trabajaba en la estancia, ¿no es cierto?
—Él trabajaba —respondió la voz cavernosa de Aveldaño—, usted lo ha dicho.
—¿Y ahora?
—Y ahora no trabaja.
—Pero es posible que se encuentre aquí.
—¿Sugiere usted que estoy dando asilo a un hombre que la policía busca por crimen?
—De ningún modo. Pienso que él puede esconderse en la casa sin que usted lo sepa. Le ruego nos permita registrar.
El galope de un caballo nos hizo volver hacia el parque.
—¡Ahí está! —gritó Salmén—. ¡Se nos escapa!
Corrimos hacia el auto, pero antes de subir advertimos que los cuatro neumáticos habían sido desinflados.
Salmén pidió caballos gritando a voz en cuello, pero nadie se dejó ver por las cercanías. No encontramos otro recurso, entonces, que correr hacia el corral y montar allí en pelo, porque para ensillar llevaría mucho tiempo, y ya habíamos perdido demasiado.
El caballo que montaba el Chacho era veloz, y el terreno que nos separaba del fugitivo agrandábase a cada momento. Salmén comenzó a darle voces de alto, de las que el otro no hizo ningún caso. Efectuamos algunos disparos al aire con el fin de amedrentarlo, también en vano. Entonces Salmén gritó volviéndose a mí:
— ¡Al cuerpo, Horacio! ¡Que no escape!
El hombre respondió al tiroteo hasta quedarse sin balas. Un proyectil dio finalmente en su caballo, que rodó, por lo que nos fue fácil apresar al Chacho, quien al verse perdido nos aguardó de pie junto al animal caldo, sin resistir.

* * *

El Chacho hallábase ya en el calabozo. No teníamos en aquel entonces otro detenido. Poco y “bueno”.
La jornada nos había resultado dura, y estábamos agotados. Anochecía y nos disponíamos ya a retirarnos.
—Unos matecitos y nos vamos —dijo el jefe frotándose las manos.
Estaba alegre. Había hecho algo bueno y sin arriesgar mucho. Se lo hice notar:
—Ya no sos el hombre serio de esta mañana, ¿eh?
Sonrió.
—Sí, estoy contento —dijo—. Pero no me hago ilusiones.
—¿Qué? ¿Otro de tus pálpitos?


—Sí, Horacio... Aveldaño no se entrega fácilmente. El Chacho fue siempre su brazo derecho. Aveldaño es el cerebro y el Chacho el brazo que obedece al cerebro. Sabe que si se to condenan por crimen, perderá a su mejor hombre.
—Es cierto, viejo, pero... ¿qué puede hacer ahora?
—Él es muy capaz. No dormirá. Horacio.
En eso sonó el teléfono. El auxiliar de guardia atendió y acercó luego el aparato a Salmén, diciendo:
—Es el estanciero Aveldaño.
—Sí... ¿cómo le va. Aveldaño?... Ajá... ¿Y cómo se enteró usted?... Bien iremos en seguida, Aveldaño... Oh. si. descuide usted... ¡Hasta luego!
Colgó el tubo con gesto brusco.
—¿Viste? —dijo malhumorado—. ¿No te lo dije?
—Qué pasó?
—Dice haberse enterado de que una banda de cuatreros se dirige a su estancia desde Arequito. Se alzarán con el ganado reservado para el matadero. Nos pide que vayamos a la estancia con toda nuestra gente para evitar el robo.
—No hay bandas de cuatreros en la zona. Es muy extraño lo que dice el viejo.
—¿No ves a donde va Aveldaño, Horacio?
—Claro que si... Trata de alejarnos de la jefatura para que sus peones liberen al Chacho sin encentrar resistencia.
—Claro como el agua.
—Pero... ¿qué dirá cuando lleguemos a la estancia?
—¿Dónde están los cuatreros de que habló? Se le preguntará.
—Sí, ¿qué podrá decirnos, entonces?
—¿De qué cuatreros me hablan?, dirá ¿Quién llamó? ¿Están locos, ustedes?
—Sí, y no será posible probar que él llamó.
Salmén se puso de pie. Su rostro se habla nublado nuevamente. Comenzó a dar grandes pasos por la oficina, las manos detrás, la cabeza gacha. De pronto se detuvo ente el auxiliar. Entendí que había hallado una salida.
—Júntame cuantos hombres puedas —dijo.
En seguida salió al pasillo y llamó al cabo de guardia:
—Haga ensillar el mayor número de caballos que sea posible —ordenó.
Entró y continuó paseándose nerviosamente. Yo lo observaba sin atreverme a preguntar nada. Se detuvo después ante mí y dándome suavemente con el pie en un tobillo:
—Creo que se la ganaremos al viejo —dijo.
—¿Si? —pregunté alegremente.
No se explayó más y yo no insistí. El horno no estaba para bollos.
Los caballos fueren alineados en la calle, y los hombres de la policía que el auxiliar pude reunir, unos quince, se agruparon en el corredor ante la oficina del jefe.
—Pueden montar ya —les dijo— y dirigirse a la estancia de Aveldaño. Dejen dos caballos ocultos en la oscuridad. Horacio y yo los alcanzaremos luego.
Los hombres se alejaron y en seguida oímos el ruido de las herraduras sobre la calle asfaltada.
Sólo un hombre uniformado quedaba en el edificio, y era el que vigilaba junto a la celda en que el Chacho había sido puesto por la tarde.
Salmén destapó una botella de vino y se acercó al agente.
—No te aflijas, Pedro —le dijo—. Mañana tendrás un uniforme nuevo.
Y acto seguido comenzó a derramar el vino sobre las ropas del agente.
—Y ahora a hacer "nono” —le dijo dándole una paternal palmada—. Espero que hayas entendido mis instrucciones.
El agente se acostó en el suelo ante las rejas del calabozo. Salmén echó una mirada al interior de la celda. Un cuerpo se vislumbraba sobra el camastro, cubierto por una manta.
Nos ocultamos en un viejo aljibe ubicado en el centro del patio, y aguardamos. Por unos orificios hechos en la pared circular, observábamos la entrada del edificio, desprovista de vigilancia. No tardaron en llegar. Primero fue una cabeza que se asomó, luego un cuerpo que avanzaba pegado a la pared. Un silbo suave, y varias sombras entraron en escena resaltando sobre un fondo iluminado por el farol de la calle. Llegaron donde Pedro estaba echado y lo rodearon.
—Este sí que está hecho una uva —dijo uno.
—Quítale las "llave". che. A ver, dejame a mí. Aquí están.
Abrieron el calabozo descuidando del agente que "dormía” en el suelo y entraron para despertar al Chacho.
—Arriba, Chacho, que "venimo pa” llevarte. “Vamo”, che. Chacho.
Lo movían en la oscuridad, mientras Pedro “despertaba” y cerraba la puerta desde afuera, y nosotros saltábamos del aljibe y corríamos en su auxilio al tiempo que el supuesto Chacho se incorporaba sacando debajo de las mantas un fusil ametralladora, gritando:
—¡Al que se mueva lo cocino!
Encendimos la luz de la celda y entramos para desarmar a los hombres, anonadados por la sorpresiva acción. Salimos luego y Salmén dijo a los flamantes presos mientras cerraba:
—Si ustedes venían por el Chacho, sepan que él cabalga ahora hacia la estancia muy bien vigilado por nuestros hombres. Hasta luego, señores, y pórtense bien, porque Roque anda con muchas ganas de cocinarlos. Él es antropófago y dice que la carne más sabrosa es la de peón.
Roque, el que habla reemplazado al Chacho en la celda, era un agente de color.
Salmén y yo nos dirigimos a nuestros caballos. ocultos en las sombras a pecas metros de la jefatura.
—Felicitaciones, jefe —murmuré mientras montábamos.
—No —dijo—. Esto resultó bastante fácil. Lo que yo quisiera es probar que Aveldaño es el cerebro de esta maquinación.
—Creo que será difícil probarlo.
—Sin embargo, no pierdo las esperanzas.
Partimos al galope. Las herraduras resonaban sobre el asfalto arrancando chispas rasadas. Poco después nos uníamos a nuestros hombres.

* * *

En dirección contraria al viento, para no ser descubiertos por los perros, un grupo de jinetes se acercaba a la estancia de Aveldaño.
—Cuando los perros se nos vengan —dijo uno— encaramos a todo galope y no paramos hasta el corral.
Atravesaron una estrecha cañada y se detuvieron después en un bosquecillo, para revisar las monturas. El grupo de casas, trojas y galpones se divisaba desde allí. Una luna incompleta se asomaba ruborizada por encima de los techos. Montaron y reiniciaren la marcha. El aroma del hinojo, desgajado por los cascos de las bestias, se esparcía par los aires.
En silencio avanzaron lentamente hasta que fueron advertidos por los perros, ya en las cercanías de las casas. Unos fieros mastines les salieron al encuentro ladrando enfurecidos y saltando en tomo al grupo de jinetes aplicando dentelladas por doquier.
— ¡A ver! —gritó el que marchaba al frente—. Ustedes dos entretengan a los perros mientras nosotros arreamos el ganado.
Así se hizo. Dos hombres se encargaron de los canes. Repartieron sobre lomos y hocicos rebencazos al por mayor, mientras los otros galopaban hacia el corral donde se hallaban las reses destinadas al matadero de Casilda.
Abrieron la tranquera, y dando grandes veces hicieron que los vacunos salieran hacia el camino levantando una gran nube de polvo. Nadie llegó desde la casa. Algunos disparos de revólver, que partieron de la terraza, se hicieron oír por encima del ruido ensordecedor del rebaño, sin conseguir que los desconocidos se amedrentaran y dejaran de llevarse las reses más gordas de la estancia.
Llegados al camino grande se alejaron envueltos en una densa polvareda. La noche se llenó con el ruido de la tropa que trotaba mugiendo por el camino, estimulada por las voces de los hombres: "¡Vaca, vaca, vaca! ¡Hop, hop, hop!”. Aún se oían disparos en la casa, y los perros, acobardados por los golpes, ladraban desde lejos.
La tropa se fue perdiendo en lontananza y poco a poco retomó la calma nocturnal, ulular de lechuzas sobre el granero, croar de ranas en la cañada, y la luz mala brillando sobre alguna osamenta olvidada, para engendrar cuentos de fogón en las mentes campesinas y hacer que aún el menos piadoso se santiguara.

* * *

Cuando estalló el despertador junto a mi oído, no había amanecido todavía. A pesar de que me hallaba molido por las "aventuras" del día anterior, arrojé con decisión las frazadas y me incorporé sin tardar. Quería llegar a la jefatura lo antes posible, porque aquel seria, sin duda, el día de las grandes novedades.
Volé en mi motoneta por las calles alumbradas todavía por los focos eléctricos y por aquel pedazo de luna que palidecía.
Llegué a la oficina anticipándome a Salmén, quien apareció un momento después acompañado por algunos vecinos de "buen nombre y honor".
Apenas nos habíamos sentado, oímos que un auto se detenía. Salmén y yo nos asomamos a la ventana y vimos que de la parte trasera del coche bajaban una silla de ruedas, en la que acomodaron luego al estanciero Aveldaño, que había viajado en el mismo automóvil.
—Ahí se nos viene —comentó Salmén—. Viejo zorro... ¿con qué nos saldrá ahora?
Retornamos a nuestros asientos y aguardamos al viejo, que entró moviendo con sus manos las ruedas de la silla.
—El señor, jefe dejará de serlo —dijo por todo saludo.
—¿Si? Caramba...
—He avisado por teléfono que sería víctima de un robo, y usted no acudió a socorrerme. He hablado con usted mismo. No lo niegue porque puedo probar lo que digo.
—Nadie lo niega. Aveldaño. Usted habló conmigo ayer por la tarde diciendo que una banda de cuatreros se dirigía a su estancia. ¿Es así?
—Sí, señor.
—Puedo decirle más —prosiguió Salmén— Puedo decirle cuáles eran sus intenciones. Usted pretendía que nosotros abandonáramos el edificio para que sus hombres pudieran liberar al Chacho sin encontrar mayor resistencia.
—Esas son conjeturas suyas que me ofenden.
—Verá que le hablo de hechos reales. Cuando nos alejamos de la jefatura para dirigirnos a su estancia, sus hombres entraron para llevarse al Chacho, pero cayeron en una emboscada.
Los labios de Aveldaño se distendieron. Pretendió sonreír sin conseguirlo.
—Usted se contradice —murmuró.
—¿Por qué, Aveldaño?
—Dijo haber ido a mi estancia, ¿verdad?
—Sí, llegamos a ella alrededor de las nueve de la noche, cuando salía la luna.
—Justamente a esa hora un grupo de jinetes se llevó de mi estancia un apreciable número de reses. ¿Qué hizo usted para impedir el robo, que fue realizado a la luz de la luna y de la manera más ruidosa?
—Verá, Aveldaño. Usted es el cerebro que planeó el frustrado rescate del Chacho y...
—¿Cómo lo prueba, señor?
—Eso era lo que necesitábamos, probarlo, y para ello era suficiente con demostrar que usted había llamado por teléfono con el único fin de alejarnos de aquí, ya que la banda de cuatreros a que usted se refirió no existe.
—¡Me robaron las vacas! —gritó el viejo—. ¿Cómo dice que no existe?
—De acuerdo con sus planes —prosiguió Salmén. sin perder la calma—, usted negaría haber pedido auxilio cuando llegáramos a la estancia, y no podríamos probar lo contrario. Era preciso que usted confesara habernos llamado, para que nadie dudara de que lo había hecho con el fin de facilitar la tarea a sus peones. Por eso nosotros arreamos su ganado para que usted viniera a denunciar, como lo ha hecho ante estos respetables testigos, que la policía no había acudido a su llamado. Ya ve que la policía estuvo anoche en la estancia. Los animales fueron arreados hasta el matadero, en donde podrá presentarse para cobrar la suma convenida, cuando recobre la libertad.

Cuento de Juan Carlos Brusasca
Revista Vea y Lea, 25 de octubre 1962 N°399, pp. 56-58

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