Dicen que el hornero no siempre fue un pájaro. Los guaraníes que en tiempos apuesto de nombre Yaebé, que vivía con su padre en una humilde choza. Yaebé amaba a Ipona, una joven radiante como la luna llena. Pero el padre no consentía este amor, y había decidido que Yaebé se casara con la hija del cacique, jefe de los guaranies. ¡Pero Yaebé no amaba sino a la bella Ipona! ¡Con qué tristeza esperaba el día de la “gran prueba”! Porque los pretendientes debian someterse a una prueba. Solo el vencedor seria digno de la mano de la princesa.
El día de la competencia llegó y los pretendientes se reunieron. Para comenzar, dispararon sus flechas hacia un escudo clavado en un árbol lejano. Sólo algunos atinaron al blanco. El paso siguiente fue atravesar el rio en un recodo en que rugía y se agitaba embravecido. Sólo dos lo consiguieron: Yaebé y otro joven llamado Tata. La prueba final, la más difícil, consistía en soportar un ayuno de diez días. Ipona acompañó a Yaebé cada día y noche durante el duro ejercicio y, gracias a su amor, Yaebé soportó el hambre. Pero Tata no pudo completar el ayuno. ¡Yaebé debía casarse con la princesa! Un hecho asombroso lo impidió. Llevados por su amor, Yaebe e Ipona redujeron su tamaño, cada vez más y más hasta convertirse en dos homeros, ante la vista maravillada de todos. Los enamorados volaron lejos y, desde entonces viven en su nido de barro: son el símbolo del amor que ningún hombre puede quebrantar.
Revista Anteojito N°1582, pp.41
4 julio 1995
https://archive.org/details/RevistaAnteojito1582/page/n40/mode/1up
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