jueves, 31 de julio de 2025

IX Las brevas

Fue el alba neblinosa y cruda, buena para las brevas, y, con las seis, nos fuimos a comerlas a la Rica. 
Aún, bajo las grandes higueras centenarias, cuyos troncos grises enlazaban en la sombra fría como bajo una falda, sus muslos opulentos, dormitaba la noche; y las anchas hojas -que se pusieron Adán y Eva-atesoraban un fino tejido de perlillas de rocío que empalidecía su blanda verdura. Desde allí dentro se veía, entre la baja esmeralda viciosa, la aurora que rosaba, más viva cada vez, los velos incoloros del Oriente. 
...Corríamos, locos, a ver quién llegaba antes a cada higuera. Rociíllo cogió conmigo la primera hoja de una, en un sofoco de risas y palpitaciones. -Toca aquí. Y me ponía mi mano, con la suya, en su corazón, sobre el que el pecho joven subía y bajaba como una menuda ola prisionera. Adela apenas sabía correr, gordiflona y chica, y se enfadaba desde lejos. Le arranqué a Platero unas cuantas brevas maduras y se las puse sobre el asiento de una cepa vieja, para que no se aburriera. 
El tiroteo lo comenzó Adela, enfadada por su torpeza, con risas en la boca y lágrimas en los ojos Me estrelló una breva en la frente. Seguimos Rociíllo y yo y, más que nunca por la boca, comimos brevas por los ojos, por la nariz, por las mangas, por la nuca, en un griterío agudo y sin tregua, que caía, con las brevas desapuntadas, en las viñas frescas del amanecer. Una breva le dio a Platero, y ya fue él blanco de la locura. Como el infeliz no podía defenderse ni contestar, yo tomé su partido; y un diluvio blando y azul cruzó el aire puro, en todas direcciones, como una metralla rápida. 
Un doble reír, caído y cansado, expresó desde el suelo el femenino rendimiento.

Juan R. Jiménez
“Platero y yo”, IX

lunes, 28 de julio de 2025

Muñecas, trompos, barriletes, paso a paso los juguetes

Domingo. Día del Niño. Bien tempranito a la mañana. Los chicos se despiertan con una sonrisa de oreja a oreja... A su lado hay un juguete nuevo. ¡Es el regalo del Día del Niño! De pila o de cuerda, de peluche o de control remoto, los juguetes también protagonizan este día tan especial. ¡Acá va nuestro homenaje para ellos!

Crecer jugando
Para vos, ¿qué es un juguete? Seguramente dirás que es algo para jugar y divertirte… Para romperlo o robárselo a tu hermano... Para dejarlo tirado en medio del pasillo, ¡y tenés tazón! Pero también, sin darnos cuenta, lo usamos para otras cosas, como por ejemplo, "explorar el mundo". Y esto, ¿qué es? ¡Es muy sencillo! Los juguetes nos ayudan a crecer, a aprender cosas nuevas, a conocer lo que nos rodea... ¿Tantas cosas? Y sí. Los juguetes son importantísimos.

Jugueteando antes de Cristo
¿Desde cuándo hay juguetes? Como haber, hubo desde que el hombre es hombre. Los más viejos que conservamos, vienen de Egipto. Son unos caballitos de arcilla cocida ¡que tienen 2.500 años! También se conservan unas muñecas egipcias de madera, y unas griegas del año 400 a.C. Parece que los caballitos y las muñecas son los juguetes más antiguos. ¿Por qué será? Pero, ¿eran éstos los únicos juguetes? ¡No! Había otro, redondo, que los chicos pateaban con fuerza. ¿Lo sacaste? ¡Sí! ¡La pelota!

Un molinito de oro
Los años pasaron y los chicos siguieron déle que te juega. Llegó la Edad Media, pero poco conocemos de esa época. Sabemos que existían los trompos y los sonajeros, y se conservan algunos caballos de arcilla... ¡con caballero y todo, de esos que portaban armadura y espada! De las chicas, sabemos que jugaban a la mamá con muñecas de trapo o de madera y que había una princesita, Isabela de Francia, que tenía un molinito de juguete. Y era todo de oro. Y bueno... era el molino de la princesa ¡qué tanto!

Juegos de ayer ¡juegos de hoy!
Del siglo XVI tenemos un montón de datos. Algunos los dio un escritor francés llamado Rabelais y el pintor flamenco Brueghel el Viejo, nos "pinta" muchos juegos de entonces: chicos saltando la cuerda o haciendo girar arcos y trompos, o toneles, ayudados con una vara. Andan en zancos y tiran las tabas. ¿Las qué? Las tabas eran unos huesecitos que se arrojaban al aire. Según cómo caían, el jugador ganaba o perdía.

Al compás del tamboril
Se asomaba el siglo XVIII. A lo lejos se oían platillos y tambores. Una voz, entre tímida y autoritaria, ordenaba: "¡Maaaarchen!" ¿Qué estaba pasando? ¡Muy fácil! Comenzaba el desfile de soldaditos de plomo. Los famosos talleres de Nüremberg, en Alemania, no daban abasto para fabricarlos. Todos los chicos querían tener sus soldaditos en casa, para seguir las alternativas de las campañas napoleónicas. ¡Tal como lo leés! En todas las casas se jugaba a la guerra, en miniatura, imitando al dedillo las guerras.

Superjuguetes siglo XXI
Pronto comenzaron a fabricarse juguetes mecánicos. ¿Cuáles son? Son los que tienen un mecanismo de "relojería". ¿Cómo los engranajes de un reloj? ¡Exacto! Funcionaban dándoles cuerda, y podían cantar, piar, caminar y hasta ¡tocar el tambor! Durante el siglo pasado se pusieron de moda los juguetes educativos. Enseñaban el alfabeto, los números, los colores... ¡Qué bueno aprender jugando! ¡Pero si eso es lo que hacemos con todos los juguetes! ¡Aprender! El auto de control remoto, el robot con batería, los juegos electrónicos, ¡todos estimulan nuestra imaginación y creatividad! ¿Y a vos?

Revista Anteojito N°1481, pp.18-19
28 de julio 1993

domingo, 27 de julio de 2025

VII El loco

Vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura gris de Platero. 
Cuando, yendo a las viñas, cruzo las últimas calles, blancas de cal con sol, los chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de los harapos verdes, rojos y amarillos, las tensas barrigas tostadas, corren detrás de nosotros, chillando largamente: 
–¡El loco! ¡El loco! ¡El loco! 
...Delante está el campo, ya verde. Frente al cielo inmenso y puro, de un incendiado añil, mis ojos –¡tan lejos de mis oídos!– se abren noblemente, recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y divina que vive en el sinfín del horizonte... 
Y quedan, allá lejos, por las altas eras, unos agudos gritos, velados finamente, entrecortados, jadeantes, aburridos: 
–¡El lo... co! ¡El lo... co!
Juan R. Jiménez
“Platero y yo”, VII

sábado, 26 de julio de 2025

Los inundados

1
Don Dolores Gaitán, nombrado comúnmente don Dolorcito, tenía su rancho de tablas y latas en la Boca del Tigre, terreno abierto como un abanico a la entrada del puente carretero que, sobre el río Salado, enlaza a Santa Fe con las poblaciones de la otra orilla.
Subvenía don Dolorcito a las necesidades mínimas de su familia —una mujer y cuatro chiquilines— de modos distintos e intermitentes. Una veces con el producido de la pesca que llevaba a algún puesto del mercado, otras trabajando a jornal en la carga o descarga de vapores y, más frecuentemente, sirviendo por días en la limpieza de alfombras, encerado de suelos y lavado de vidrios en algunas casas de familias antiguas, donde eran muy apreciadas sus dotes para ese quehacer y muy conocida su inclinación a empinarse las botellas, si las hallaba a mano.
Pero sobre todas esas ocupaciones estimaba la de encargado de algún comité político, de cualquier color, aunque preferentemente gubernista, porque en éstos había siempre más abundancia de recursos y probabilidad de cobrar puntualmente los emolumentos. ¡Lástima que esas boladas se ofrecieran a largos intervalos!
Doña Óptima, su cónyuge, cooperaba al bienestar de la familia, conchabándose, cuando aquél persistía mucho en la molicie, de cocinera suplente en algunas casas conocidas. Vanagloriábase ella de que sus patronas la consideraran y hasta, sentadas en los patios, le dieran el palique que a una visita. Mirábasele allí como un saca apuros para cuando la cocinera titular las dejaba plantadas y todo el gremio ensordecía al llamado que lanzaban desde el «servicio doméstico» de los diarios locales.
Esa situación especial se la conquistaba asegurando a las señoras que, para ayudarlas, debía descuidar a su prole y a su compañero de cadena. Y de noche salía de la casa con gordos envoltijos de condumios y golosinas para festín del rancho de la Boca del Tigre, amén de algún traje viejo del patrón para don Dolorcito y algunas ropitas de desecho para los vástagos.
El ejemplar matrimonio laboraba en perfecto ritmo con sus necesidades. Si estas necesidades estaban cubiertas, se entregaban ambos a su ocupación favorita: ella espulgaba prolijamente, en el umbral del rancho, las crenchas de alguno de sus hijos mientras él, tumbado a la intemperie en la lona del catre, miraba los cambios de formación en el vuelo de los patos o la nube gris que le sugería la idea de un trapo para encerar aquel inmenso piso invertido.
Debemos insistir en que, aun amando la vida muelle, sólo cedían a los halagos de la ociosidad si tenían las ollas abastecidas y los descendientes algunas telas con que cubrir lo indispensable de su desnudez.
En cierta ocasión los pibes contribuyeron con su grano de arena a la bienandanza común. Fue el año anterior, en que pasaron el puente para cazar chingolos en Santo Tomé con trampas de alambre. El padre teñía luego de amarillo a los cautivos y los enajenaba a precios altamente satisfactorios a los tripulantes de los transatlánticos. Y surcando después el océano, los compradores advertían que no era precisamente un canario el pajarillo encerrado en la jaula. A industria tan lucrativa, debió don Dolorcito renunciar definitivamente.
Ello aconteció al volver un día de los diques con dos dientes menos y la vestimenta más desordenada que de ordinario.
Doña Óptima y don Dolorcito formaban una pareja acorde y en cierta manera feliz; y para suprimir esa restricción a su felicidad, habría sido menester que las demandas del hogar no les impusieran en ningún caso la obligación de hombrear bolsas al uno y de trajinar a la otra en cocinas ajenas.

2
Las aguas del Salado comenzaron a hincharse y arrastrar consigo enormes camalotes con ponzoñosas alimañas del Norte. El impetuoso caudal fue rebalsando su cauce hasta invadir las viviendas asentadas en los terrenos adyacentes. Y las alturas se poblaron de volátiles que huían al encontrar sumergidas las islas y anegados sus habituales dormideros.
En los moradores de los menguados rancheríos de la Boca del Tigre fue cundiendo la alarma. Es verdad que para alcanzar el río a ese paraje, debía subir de modo extraordinario. Pero esa contingencia correspondía a lo probable. Y, como es natural, no se hablaba allí sino de la creciente y de la resistencia de los puentes ferroviarios a la acción de las aguas. Los pesimistas pronosticaban horrendas catástrofes.
Una madrugada don Dolorcito observó, al abrir los ojos, que las patas del catre estaban en el agua. Chapaleando el barro de la habitación salió a la puerta y pudo comprobar que la Boca del Tigre caía también bajo el azote de la inundación.
—Bueno; hay que mudarse —pensó apresuradamente, mientras despertaba a su mujer y a sus herederos.
Doña Óptima aprobó:
—Sí; debés salir a buscarnos otra guarida, en lugar seguro, mejor si es cerquita de San Francisco, que hasta allí no ha de alcanzar nunca el río, según no alcanzó ni en la inundación grande.
Don Dolorcito rumbeó para la ciudad.
A su regreso, la inundación sólo dejaba a la vista, en las zonas más bajas de la Boca del Tigre, los techos de los ranchos y las copas de los árboles. El albergue de los Gaitán, construido en una jorobita del terreno, contenía en su interior una capa líquida de diez centímetros. Ya andaban canoas y carros transportando los miserables enseres de quienes procuraban escapar. Esta vez don Dolorcito hizo el trayecto en canoa, más curioso de los cacharros domésticos de todo uso flotantes en las aguas turbias, que impresionado por el cuadro de devastación ofrecido a sus ojos.
Doña Óptima lo recibió, movediza y rodeada de sus pergenios.
—¿Dónde nos encontraste rancho? —inquirió la mujer.
—¿Dónde?… En ninguna parte. También recorrí los conventillos, y no hay lugar para nosotros.
—¿Y entonces?… ¿Pensarás dejarnos morir aquí, a todos, ahogados, como vizcachas en su cueva?
Al parecer, eso pensaba don Dolorcito, en un trágico renunciamiento a toda idea de salvación, pues sentóse y, con el agua a los tobillos, abarcó serenamente con la mirada el desolado paisaje circundante.
A las reclamaciones y prisas de doña Óptima, respondía él con breves frases saturadas de un fatalismo dichoso. No había que afligirse; lo más conveniente para todos era estarse quietos. Tenía la experiencia de la inundación del año cinco. Y doña Óptima, confesándose que su marido siempre supo resolver las dificultades de la familia, algo beneficioso esperaba en medio de la zozobra.
Y cuando ya el agua les pasaba las rodillas vieron venir, bogando afanosamente, varias canoas ocupadas por soldados del Cuerpo de Bomberos, cuyos cascos de hule reflejaban la lumbrarada solar.
La faz de don Dolorcito se animó con una sonrisa.
—¿No decía yo?… No hay que ser zonzos ni precipitarse… Otros se encargarían de sacarnos de la apretura.
Provistos de adecuados materiales de salvataje, los bomberos embarcaron rápidamente a don Dolorcito y los suyos y luego el mobiliario que adornaba su casa. Y minutos más tarde un fastuoso camión oficial conducía a la familia de inundados a un furgón del Central Norte, En el trayecto saludó don Dolorcito con amplios ademanes a algunos conocidos. Los transeúntes de las calles asfaltadas sentían en su corazón un brote de sentimientos piadosos al paso de esos desventurados sin hogar.

3
Y los desventurados sin hogar se advirtieron muy a sus anchas en el furgón, bastante más confortable, sin duda, que el rancho de la Boca del Tigre. Enriquecieron además el círculo de sus amistades con los alojados en los vagones vecinos, sobre una vía muerta, frente a la avenida Alem.
Doña Óptima previno:
—Che, todo esto está muy lindo; pero recordá que no disponemos de un centavo para parar las ollas. Debés irte por ahí, en seguida, a trabajar y hacerte de unos pesos.
—¡Somos inundados! —replicó don Dolorcito, engallando la cabeza.
Doña Óptima no entendió la salida de su esposo hasta que llegaron unos caballeros de la Comisión Popular Pro Inundados, precedidos de unas camionetas con ropas de abrigo y municiones de boca. En el vagón de los Gaitán descargaron abundantes alimentos, mientras don Dolorcito escogía para él y los suyos calcetines, camisetas, tricotas que los defenderían del frío de varios inviernos.
Y comenzó para la familia uno de los períodos de holgura más completos que hubieran conocido. No faltaban en el furgón subsistencias ni géneros para asegurar la bienandanza de los moradores. Los poderes públicos y el alto comercio, sensibles a tanto infortunio, procuraban mostrarse generosos con los pobres inundados. Los periodistas cooperaban a la formación de ese general estado de ánimo, disertando sobre los estragos del flagelo y las obligaciones propias de la solidaridad humana. Don Dolorcito, en rueda con los vecinos, leía, tomando mate y mordiendo galletas, esas elucubraciones que a todos, al lector y a los oyentes, enternecían y convencían de su desgracia y de la necesidad de ser socorridos.
Pero lo que a los cuitados principalmente interesaba eran las noticias y pronósticos relativos a la creciente. Y no costaba sorprender un aire de contrariedad en esas tertulias, si se anunciaba el descenso de las aguas del Alto Paraná y, de consiguiente, la inminencia del mismo fenómeno en Santa Fe.
En esas ocasiones don Dolorcito llevaba un poco de optimismo y calma a los espíritus atribulados, opinando, aunque con un gesto melancólico, que el azote continuaría, pues tras esa creciente excepcional vendría, para agravar la situación, la creciente periódica llamada del pejerrey.

4
Al abrir la puerta corrediza del furgón y liberarse con un desperezo de la última modorra de la siesta, don Dolorcito afrontó a una comisión de señores que acudían a ofrecer ocupación a los pobres inundados. Los guinches estaban aparejados para llevar a las bodegas de los barcos un cargamento de rollizos, y de la campaña requerían brazos para las faenas de la agricultura.
Don Dolorcito rechazó la invitación con un continente altivo y desdeñoso:
—¡Yo soy inundado!
—Una razón de más para que trabaje, ¡qué diablos! —replicó un caballero de facciones semíticas.
Don Dolorcito se encogió de hombros, sin dignarse contestar.
La comisión se marchó después, siendo fácil colegir por las actitudes el fracaso de la gestión. Todos los inundados aducían motivos para no agitarse.
El caballero de las facciones semíticas, disgustado, exclamaba, levantando los brazos:
—Son una manga de holgazanes.
También doña Óptima juzgó oportuno invocar los afanes hogareños para desoír las solicitaciones de señoras copetudas, puestas en el terrible trance de hacerse la comida y las camas, pues la inundación provocaba una aguda crisis de domésticas.
Un día se les notificó que las raciones debían buscarlas en el domicilio del presidente de la Comisión Popular.
—Es un abuso —protestó don Dolorcito, obligado ahora a acudir con su mujer y unas canastas en procura de los socorros que antes les llevaban al furgón.
Pero mayor abuso fue el del Central Norte, al disponer que los inundados desocuparan los vagones, necesarios para la movilización de la cosecha.
Todos, con la sola excepción de la familia Gaitán, se trasladaron a los alojamientos habilitados por la Comisión Popular.
—No sea terco, don Dolorcito —le aconsejó un vecino—. Hay también otros lugares aceptables. Mi mujer y yo estamos ahora muy a gusto y muy independientes.
—¿Dónde?
—En un calabozo de la comisaría 2ª.
—Si se contentan con eso, mejor para ustedes. Yo conozco mi derecho y no me han de sacar así no más del furgón, donde me siento cómodo.
Ese derecho lo conoció don Dolorcito por intermedio del procurador Canudas. El profesional consultó una cochambrosa «colección de leyes usuales» y, señalando con la uña de luto ciertos artículos, le demostró cómo la justicia lo amparaba y cómo el Central Norte debía recurrir a fatigosos trámites y esperar el vencimiento de largos plazos antes de llegar al lanzamiento de los inquilinos del furgón.
Pero la empresa pareció olvidarse de sus huéspedes. El tiempo transcurría, y bajo el cinc del furgón continuaban don Dolorcito y los suyos. El espíritu previsor del hombre había acumulado allí, merced a sus infatigables demandas a la Comisión Popular, copiosos bastimentos para la familia. 

5
Al despertar una mañana, don Dolorcito observó que su vivienda trepidaba con extraño fragor. Y, entreabriendo la puerta, columbró un paisaje nuevo y mudable. Marchaban por pleno campo y pasaban velozmente los postes indicadores del kilometraje.
El hombre se notó perplejo y agobiado por su responsabilidad. Ni él ni el procurador Canudas barruntaron jamás esa contingencia. ¿Adónde pretendía desterrar la empresa a la desventurada familia de inundados? ¡Innoble represalia contra quienes no hacían más que acogerse a la protección de la ley!
Doña Óptima, despegando los párpados, se sentó en el filo del catre. Y, al enterarse de lo que acontecía, censuró en medio de un bostezo:
—Ya te dije que todo eso nos acarrearía algún trastorno.
Los hijos no participaron de las inquietudes de sus mayores. La novedad de la casa rodante les brindaba una perspectiva fecunda en promesas. Y don Dolorcito debió repartir certeros coscorrones entre su descendencia, para separarla del peligro de caer fuera del vehículo.
Y tras ese día vino otro día, y el furgón enganchado a un tren de mercancías, cambió de panorama. Ahora las llanuras cedían espacio a las sierras. Cruzaban la provincia de Córdoba, y ese espectáculo de pedregales ásperos, cielos límpidos y ríos someros, interesaron al pronto y cautivaron después a los Gaitán, que jamás se habían alejado más de una legua de su municipio. Finalmente, el coche paró en Cosquín.
El jefe de la estación descorrió la puerta y, sorprendido, interrogó a sus inesperados ocupantes.
—¿Quiénes son ustedes?
—Inundados —informó don Dolorcito.
—¿De dónde vienen?
—De Santa Fe.
El funcionario ferroviario se desconcertaba. ¿Qué hacer? Debía ser uno de esos vagones que, sustraídos al contralor de las oficinas de tráfico, suelen andar de un lado a otro por las líneas, para quedar a veces olvidados en alguna vía muerta. Y dio aviso a la Superintendencia.
Ocho días demoraron en llegar las instrucciones: que uniera el furgón perdido al primer tren.
Y un mediodía, don Dolorcito, paseando por las inmediaciones, notó con susto que su furgón se marchaba. Debió correr a la máxima velocidad de sus piernas para ser al fin acogido por los brazos redondos y cariñosos de doña Óptima y el júbilo de los vástagos.
Don Dolorcito formuló un cargo contra la deplorable organización de los servicios de transporte del país; y seguidamente se entregó a la contemplación de los jocundos cuadros que la naturaleza ha extendido a los costados de los rieles, en el trayecto a Capilla del Monte, para recreo de turistas y viajantes de comercio.
En Cruz del Eje otra locomotora se llevó para San Juan al furgón de los inundados, y de allí hacia el lado de Bolivia. De la estación terminal pidieron órdenes y, previa la tramitación del respectivo expediente, el furgón volvió al punto de partida.

6
Al cabo de dos meses don Dolorcito y los suyos entraban en la estación de Santa Fe, llenos sus espíritus de las magníficas visiones de la excursión.
Entretanto, las aguas, volviendo a sus cauces, se habían retirado de la Boca del Tigre y cesado los auxilios a las pobres familias castigadas por la catástrofe. Se apoderó de don Dolorcito un desabrimiento que el procurador Canudas supo suavizar con estas consoladoras palabras:
—Ustedes saldrán del furgón, pero el ferrocarril deberá indemnizarles los perjuicios que les irroga la exigencia. Es lo justo.
Y, en efecto, los asesores de la empresa determinaron, para eludir un juicio, allanarse a la demanda, asignando a los inundados una cantidad, de la cual el procurador Canudas adjudicóse, naturalmente, la parte del león.
Y los Gaitán, más lucios y pelechados, retornaron a su rancho de la Boca del Tigre, luego de correr, en un espacio de cuatro meses, los tremendos azares propios de la calamidad pública, que tan hondamente había conmovido a los lectores de diarios.
Don Dolorcito y doña Óptima, reintegrados a su existencia ordinaria, añoran aquellos días fantásticos y consideran las probabilidades de alguna otra creciente de los ríos.

Mateo Booz
Santa Fe, mi país, Las Ciudades, pp. 16-22. Titivillus.

De buena fuente

En plazas y avenidas de nuestras ciudades variadas fuentes nos regalan su fresca belleza. Un "antepasado" de la fuente con surtidor de agua es el pozo, que tenía como único fin almacenar el agua que le llegaba a través de largas tuberías. El pozo se construía en algún cruce de caminos y pertenecía a todos. Muchas veces era el único suministro de agua de que disponían las personas más humildes.

Existen fuentes de formas y tamaños variados. Desde las pequeñas y simples hasta las suntuosas adornadas con estatuas. columnas y pórticos. Griegos y romanos decoraron sus ciudades y mansiones con artísticas fuentes, a las que atribuían mágicos poderes. Cada fuente se erigía en honor a un dios a quien estaba consagrada, como la fuente de Erecteos, en Atenas.





Una fuente con características diferentes de las de las plazas es la Pila Bautismal que se encuentra en los templos cristianos. Contiene agua del Bautismo. Su finalidad no es ornamental, sino únicamente religiosa. Las catedrales europeas suelen estar acompañadas de un baptisterio. Es un pequeño edificio. circular o poligonal, donde se encuentra la pila bautismal.


En la actualidad muchas fuentes agregan al encanto de sus surtidores de agua, el color y la música. Una maravillosa fuente dotada de estos atributos es la que se encuentra en la plaza de los Dos Congresos en la ciudad de Buenos Aires. Es celebre la iluminación de la fuente de Neptuno, en Madrid, España. Pero la fuente más famosa del mundo es La Fontana de Trevi, en Roma, Italia

Revista Anteojito N°1533, p.20
26 de julio 1994
https://archive.org/details/RevistaAnteojito1533/page/n19/mode/1up

VI La miga


Si tú vinieras, Platero, con los demás niños, a la miga, aprenderías el a, b, c, y escribirías palotes. Sabrías tanto como el burro de las figuras de cera –el amigo de la Sirenita del Mar, que aparece coronado de flores de trapo, por el cristal que muestra a ella, rosa toda, carne y oro, en su verde elemento– ; más que el médico y el cura de Palos, Platero. 
Pero, aunque no tienes más que cuatro años, ¡eres tan grandote y tan poco fino! ¿En qué sillita te ibas a sentar tú, en qué mesa ibas tú a escribir, qué cartilla ni qué pluma te bastarían, en qué lugar del coro ibas a cantar, di, el Credo? 
No. Doña Domitila –de hábito de Padre Jesús Nazareno, morado todo con el cordón amarillo, igual que Reyes, el besuguero–, te tendría, a lo mejor, dos horas de rodillas en un rincón del patio de los plátanos, o te daría con su larga caña seca en las manos, o se comería la carne de membrillo de tu merienda, o te pondría un papel ardiendo bajo el rabo y tan coloradas y tan calientes las orejas como se le ponen al hijo del aperador cuando va a llover... 
No, Platero, no. Vente tú conmigo. Yo te enseñaré las flores y las estrellas. Y no se reirán de ti como de un niño torpón, ni te pondrán, cual si fueras lo que ellos llaman un burro, el gorro de los ojos grandes ribeteados de añil y almagra, como los de las barcas del río, con dos orejas dobles que las tuyas.

Juan R. Jiménez
“Platero y yo”, VI

IV El eclipse


Nos metimos las manos en los bolsillos, sin querer, y la frente sintió el fino aleteo de la sombra fresca, igual que cuando se entra en un pinar espeso. Las gallinas se fueron recogiendo en su escalera amparada, una a una. Alrededor, el campo enlutó su vede, cual si el velo morado del altar mayor lo cobijase. Se vio, blanco, el mar lejano, y algunas estrellas lucieron, pálidas. ¡Cómo iban trocando blancura por blancura las azoteas! Los que estábamos en ellas nos gritábamos cosas de ingenio mejor o peor, pequeños y oscuros en aquel silencio reducido del eclipse. 
Mirábamos el sol con todo: con los gemelos de teatro, a con el anteojo de larga vista, con una botella, con un cristal ahumado; y desde todas partes: desde el mirador, desde la escalera del corral, desde la ventana del granero, desde la cancelas del patio, por sus cristales granas y azules... 
Al ocultarse el sol que, un momento antes todo lo hacía dos, tres, cien veces más grande y mejor con sus complicaciones de luz y oro, todo, sin la transición larga del crepúsculo, lo dejaba solo y pobre, como si hubiera cambiado onzas primero y luego plata por cobre. Era el pueblo como un perro chico, mohoso y ya sin cambio. ¡Qué tristes y qué pequeñas las calles, las plazas, la torre, los caminos de los montes! 
Platero parecía, allá en el corral, un burro menos verdadero, diferente y recortado; otro burro...
Juan R. Jiménez
“Platero y yo”, IV

viernes, 25 de julio de 2025

III Juegos del anochecer

Cuando, en el crepúsculo del pueblo, Platero y yo entramos, ateridos, por la obscuridad morada de la calleja miserable que da al río seco, los niños pobres juegan a asustarse, fingiéndose mendigos. Uno se echa un saco a la cabeza, otro dice que no ve, otro se hace el cojo... 
Después, en ese brusco cambiar de la infancia, como llevan unos zapatos y un vestido, y como sus madres, ellas sabrán cómo, les han dado algo de comer, se creen unos príncipes: 
—Mi padre tiene un reloj de plata. 
—Y el mío, un caballo. 
—Y el mío, una escopeta. 
Reloj que levantará a la madrugada, escopeta que no matará el hambre, caballo que llevará a la miseria... 
El corro, luego. Entre tanta negrura, una niña, con voz débil, hilo de cristal acuoso en la sombra, canta entonadamente, cual una princesa: 

Yo soy la viudita 
del Conde de Oré... 

...¡Sí, sí! ¡Cantad, soñad, niños pobres! Pronto, al amanecer vuestra adolescencia, la primavera os asustará, como un mendigo, enmascarada de invierno. 
—Vamos, Platero...

Juan R. Jiménez
“Platero y yo”, III

II Mariposas blancas

La noche cae, brumosa ya y morada. Vagas claridades malvas y verdes perduran tras la torre de la iglesia. El camino sube, lleno de sombras, de campanillas, de fragancia de hierba, de canciones, de cansancio y de anhelo. De pronto, un hombre obscuro, con una gorra y un pincho, roja un instante la cara fea por la luz del cigarro, baja a nosotros de una casucha miserable, perdida entre sacas de carbón. Platero se amedrenta. 
—¿Ba argo? 
—Vea usted... Mariposas blancas... 
El hombre quiere clavar su pincho de hierro en el seroncillo, y yo lo evito. Abro la alforja y él no ve nada. Y el alimento ideal pasa, libre y cándido, sin pagar su tributo a los Consumos...

Juan R. Jiménez
“Platero y yo”, II

La Fiesta de San Santiago

En el Noroeste de nuestro país es donde se conservan con más celo las costumbres antiguas. En las celebraciones religiosas afloran, entremezcla-das con ritos traídos por los conquistadores españoles.

Un santo acriollado
En 25 de julio honran a San Santiago. El santo que viste poncho, sombrero aludo y luce tupida barba negra, monta un espléndido caballo blanco. Antes de iniciar la procesión, los devotos se arrodillan humildemente para recibir la imagen de San Santiago que luego será llevada en andas. A este momento de profundo recogimiento se le llama "tomar gracia".

Pintorescos personajes
Pasado este instante aparecen varios personajes que desempeñan un importante papel en la celebración, Son los suris (ñandú en quechua), cuyo número no pasa de cuatro están cubiertos de plumas de ñandú. El “torito”, que lleva una máscara hecha de papel madera y yeso, con grandes cuernos. Y los "caballos" con ropa de alegre color y una simulada cabeza de este animal.

Vistosa coreografía
Al ritmo de erques, quenas, sikus y cajas se inicia la danza. El "toro" trata de embestir a los "caballos” que giran formando una ronda. Mientras, los suris, como si aletearan, se balancean y corren alrededor. El baile se realiza a lo largo de toda la procesión y también en el atrio de la iglesia. La imagen de San Santiago llega a destino: el templo, y la fiesta continúa

Fin de fiesta
Una comida típica acompaña esta celebración: la tistincha. Consta de carne seca, choclos hervidos, papas y algún otro ingrediente. Debe cocinarse en vasijas de barro herméticamente cerradas. Algunos de los asistentes se encargan de la cocción, mientras otros tratan de arrebatar el sabroso plato. Así, entre juegos, música y brindis, culmina la fiesta de San Santiago.

Revista Anteojito N°1585, p. 19
25 de julio 1995

Ruedas sin motor


Ya está inventado el medio de transporte destinado, tal vez, a superar en popularidad al automóvil. ¿Cuándo fue inventado? Pues antes que él. No congestiona el tránsito, se estaciona en cualquier parte, no usa combustible y no contamina. ¿Su nombre? Bicicleta. Hay actualmente en el mundo 800 millones de bicicletas contra 460 millones de automóviles. Para viajes cortos la bici es inigualable, especialmente en ciudades con problemas de tránsito. Ella pasa, delgadita, elegante y veloz donde los autos se atascan. Y, ¿Qué mantenimiento necesita? Un inflador de mano, un parche de vez en cuando, aceitar la cadena, revisar los frenos y... ¡adelante con el farol!

Revista Anteojito N°1585, p. 12
25 de julio 1995
https://archive.org/details/RevistaAnteojito1585/page/n12/mode/1up

¡Tenés una prenda!


Hay un juego de "prendas" que dice: "Al don, al don Pirulero (o Firulero); cada cual, cada cual, atiende su juego”. Los participantes deben interpretar. por ejemplo, distintos instrumentos musicales y cambiarlos cuando el que dirige "ejecuta" ese instrumento. Su origen es muy lejano en el tiempo y en el espacio. Un autor español, Diego Torres y Villarroel, que vivió entre los años 1696 y 1758, lo menciona en su obra "Letrillas Satiricas”. Pero hay un cambio en el nombre del personaje principal: se llama "Antón Perulero". Esto no importa mucho. Lo importante es jugar y divertirse, ¿no?

Revista Anteojito N°1585, p. 4
25 de julio 1995

jueves, 24 de julio de 2025

I Platero

Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. 
Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: «¿Platero?» y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe en no sé qué cascabeleo ideal... 
Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar; los higos morados, con su cristalina gotita de miel... 
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...; pero fuerte y seco por dentro como de piedra. Cuando paso sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo: 
-Tien’ asero... 
Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
Juan R. Jiménez
“Platero y yo”, I

El viento y el sol

(Adaptación de una fábula de Esopo)

Don Viento era un señor gordo y colérico que gustaba demostrar su poder ante cualquiera que le prestara un poquito de atención. Le divertía volarle el sombrero a las señoras que iban elegantemente vestidas por la calle. Adoraba marear al pobre gallito de la veleta que no podía parar de girar y girar en la torre de la iglesia. Cuando se enojaba, era capaz de volar los techos de las casas, las aspas de los molinos y destruir todo lo que encontraba a su paso.
El Sol, que lo miraba indignado, decidió darle una lección. Así, le propuso medir sus fuerzas en una competencia.
"Cada uno de nosotros podrá hacer uso de todos los recursos que tenga a su alcance para despojar del abrigo al primer viajero que pase por acá."
El Sol y el Viento se dieron la mano y esperaron a que pasase alguien. De pronto, apareció un hombrecito flaco y desgarbado, y el Viento pensó: "Esto será muy sencillo". Y como era su turno, comenzó a soplar con violencia, Los árboles se sacudieron y el saco del viajero parecía un barrilete a punto de levantar vuelo. El pobre hombre, sorprendido por el violento cambio de temperatura provocado por el ventarrón, apretó contra si sus ropas. El Viento probó nuevamente con más bríos, pero lo único que consiguió fue que el hombre desesperado se colocara un abrigo más pesado sobre el saco que ya tenía puesto.
Entonces, el Viento se dio por vencido y cedió su turno al Sol. El Sol comenzó a calentar el aire con suaves rayos dorados y pronto el hombre se sacó el segundo saco. Luego, el Sol envió rayos más cálidos que hicieron que el viajero, sudoroso y acalorado, se quitara sus ropas para ir a refrescarse en un río cercano de aguas frescas.
El Viento, desconsolado, miró al Sol quien le dijo: "No lo olvides, la persuasión siempre es más eficaz que la violencia".
Revista Anteojito N°1744, p.34
24 de julio 1998

Duendes de los bosques noruegos

Vamos a conocer a unos seres de la mitología noruega: los trolls.

Hace muchísimos años, en el noroeste de Europa, había sólo hielo y nieve. Cuando el clima se volvió más cálido, hielo y nieve se fueron retirando y salieron a la luz maravillosos bosques salpicados de lagos y cascadas. Pobladores procedentes del Sur se asentaron allí y se llamaron a sí mismos "Nordmenn" (Hombres del Norte).

Extraños seres
El país de los "Nordmenn" recibió el nombre de Noruega. En ese ambiente de belleza perfecta, la imaginación popular creó a unos seres tan feos como el miedo, como la oscuridad, que se convirtieron en algo así como el espíritu pícaro de los bosques.

¿Quiénes son?
Se llaman Trolls. Diminutos como gnomos o gigantescos como montañas; todos tienen nariz larguísima, cuatro dedos en manos y pies, una cola muy peluda y, a veces, ¡cuatro cabezas y un solo ojo! Conocedores de que su fealdad causa terror, evitan acercarse a los humanos. Nadie los ha visto jamás.

Feos, pero buenos
Los Trolls son tímidos, ingenuos y alegres. Pueden vivir cientos de años y son poseedores de poderes sobrenaturales que les permiten causar daño a los que se muestran poco amistosos, otorgar beneficios a sus "amigos" o transformarse en bellísimas jovencitas, si así lo desean.

¿Amigos o enemigos?
Un buen consejo para aquellos que se aventuren a internarse en los bosques noruegos es "Hacé te amigo de los Trolls". No conviene enemistarse con ellos porque sus enojos llegan a ser tan grandes como sus descomunales narices.

¡Nada de sol!
El Sol -tan querido por todas las criaturas vivientes- es temido por los Trolls. ¿Por qué? Porque puede transformarlos en piedras. Por eso, gustan de la vida nocturna. Cuando el Sol se ha ido, realizan sus paseos y cuando el rey de la luz resurge, se esconden en misteriosas cuevas que sólo ellos conocen.









Cría fama...
Es tanta la influencia que Los Trolls tienen entre los noruegos que, cuando encuentran alguna roca extraña, piensan de inmediato que puede tratarse de alguno de estos fantásticos personajes petrificados por el Sol. Una bella región en la frontera con Suecia se llama Troll-park, en su homenaje…


Favoritos de los chicos
Se ignora cuándo nacieron los Trolls. Tampoco se sabe quién los creó. Lo cierto es que todos los chicos noruegos conocen a la perfección los escalofriantes relatos protagonizados por ellos. Y ya adultos, los evocan con cálida nostalgia. Los Trolis integran el folclore del país.

Modelos de pintores
Muchos artistas se sintieron atraídos hacia estos seres tan particulares y, a pesar de su fealdad, decidieron "inmortalizarlos". Uno de dichos artistas fue Theodor Kittelsen, pintor noruego que vivió entre los años 1857 y 1914. Plasmó sobre papel y sobre tela las curiosas figuras de Los Trolls.




Revista Anteojito N°1744, pp.3-4
24 de julio 1998

martes, 22 de julio de 2025

El expreso de la siesta

El trencito paró junto al linyera que descansaba al costado de la vía.
–Si venís de fogonero –le gritó el maquinista– te llevo hasta Corrientes.
El otro meditó antes de rehusar. –¿Sabe lo que pasa? –dijo–. Que estoy apurado.

¡A TODO VAPOR!
El 9 de febrero de 1966 la locomotora 682 del Ramal 060, Ferrocarril Urquiza, salió a las nueve de la mañana de la capital correntina arrastrando seis vagones de pasajeros y cuatro de carga y correspondencia.
Su destino era Mburucuyá, a 178 kilómetros de distancia. Llegó el día siguiente a las 10.47 de la mañana, empleando veinticinco horas cuarenta y siete minutos, con un promedio algo inferior a siete kilómetros la hora.
No es un caso excepcional, sino apenas reciente, en la historia del tren más chico, más lento, más exasperante y más divertido del mundo.
–Pura estación y poco tren –nos dice el conductor del taxi que a las cinco de la madrugada nos deja frente al edificio de lo que, para los correntinos, será siempre el Ferrocarril Económico o, simplemente, "el trencito".
Minutos después pasamos junto a la diminuta locomotora que junta la presión necesaria para arrastrar los cincuenta y cuatro ejes del convoy. La vía es sorprendente: extendiendo esta revista abierta sobre ella, faltaría muy poco para tapar los dos rieles, separados por 60 centímetros.
Todo lo demás, ténder, vagones, furgón, está hecho a escala. El único coche de primera, en que nos sentamos con diecisiete pasajeros más, tiene diez asientos dobles y diez simples. Tres luces mortecinas lo alumbraban. Pero aun antes de arrancar, las caras eran invisibles: toda la gente dormía, acurrucada en fantásticas posiciones, como ahorrando fuerzas para el improvisado trayecto.
A las 5.30 el silbato perforó la noche y el trencito se puso en marcha con un descomunal fragor de ejes.

DIÁLOGOS DE FURGÓN
En las Confesiones de un opiómano hay un pasaje que siempre me pareció el producto de una confusión entre sueño y realidad. Describe De Quince y una calle londinense, tortuosa, estrecha y tan dotada de voluntad propia que finalmente pasa por la cocina de una casa particular.
Algo parecido experimenté en el trencito. íbamos aún por los oscuros suburbios de Corrientes, las ventanillas rozando una cerca, cuando tuve la sensación de que atravesábamos el dormitorio de una clínica o un hospital. Ahí estaban las camas al alcance de la mano, las pacíficas caras de los enfermos durmiendo bajo una luz verdosa, y nosotros circulando entre ellos. Después me expliqué: la puerta de ese misterioso lugar estaba abierta y era tan ancha que parecía no haber pared. Pero hoy me pregunto si esa explicación es válida y si el trencito, como aquella calle de Londres, no pasa por donde puede.
Amaneció. Avanzaba entre yuyales, a medio metro de un alambrado, con velocidad y ritmo de galope. En los coches de segunda el amontonamiento de bolsas, paquetes, sandías, cajones con animales, pasajeros dormidos, era aún mayor que en primera. Pero en el vagón estafeta todos estaban despiertos. Nos acomodamos entre las bolsas de galletas y las pilas de sacas vacías. Una de ellas tenía una inscripción con este melancólico ruego:
Retourner á Barcelona.
El foguista Antonio y el ajustador Lyfinchuk, el estafetero y los guardas tomaban mate, pero el maquinista Pedro Segovia –fuera de servicio– se desayunaba con una botella de aperitivo Lusera, recitando antes de cada trago:
–En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo –según él, porque era devoto, y según los demás, porque estaba "bautizado dos veces".
Era Segovia un hombre enorme, aparatoso, de aire terrible, aunque inocente como una criatura, con una vasta cabeza y una gorra de vasco muy chica. A pesar del calor llevaba dos camisetas bajo la chaqueta azul.
–Comparado con antes –dijo Segovia–, esto es una flor. Cuando había un descarrilamiento teníamos que zambullirnos en el agua para poner los gatos. Los durmientes eran de palma, en vez de quebracho. Usábamos leña verde y las más de las veces recorríamos un kilómetro y ahí nomás nos quedábamos.
–Pero eso –objetó con acento guaraní el hijo de rusos Lyfinchuk–fue por el tiempo en que Jesucristo era guarda hilos. Don Pedro Segovia fingió enojarse.
–Yo no soy de muchas índoles –tronó–, pero hay que respetar la una distancia a la otra distancia.
Los demáslo azuzaron. Con candorosa crueldad querían hacerlo retroceder a otra historia que siempre terminaba por hacerlo llorar. Pero don Pedro guardó silencio, y lo único que pudieron sacarle fue esta remota sentencia:
–La máquina no tiene libro.
Ocho años atrás, en el kilómetro 7, la máquina había tumbado y matado a su mejor amigo, Desiderio Sánchez.

LOS PELIGROS DE PAULINA
–Va yendito el tren –dice sentada en el estribo Rosalía Salazar, esta vieja de cara increíblemente joven, a pesar de las innumerables arrugas.
Es cierto, y no hay mejor manera de decirlo: el tren va yendito. Hemos dejado atrás Santa Ana con sus anchísimas calles de césped, el Riachuelo inundado y cubierto de grandes hojas de victoria regia, San Luis del Palmar con su corte de viejas y chicos vendiendo chipá, dulce de guayaba, pasteles de queso.
Sólo teníamos veinticinco minutos de atraso. Pero a las 8.35 se cortó el tren, al zafarse un pasador, y hubo que retroceder en busca de los vagones perdidos.
La peripecia es habitual, uno de los infinitos riesgos que acechan al trencito y que tanto divierten a los correntinos, por lo menos en el comentario posterior. Hay otros más insólitos: a veces el viento sopla con fuerza, aplasta el pastizal contra las vías y la máquina se para porque las ruedas patinan. Y alguno más dramático: el 21 de diciembre de 1965 un temporal tumbó al agua a la 681 –conducida por Segovia–en el ramal a General Paz, que desde entonces está interrumpido.
En el kilómetro 49 empezamos a navegar, literalmente. El invencible trencito cruzaba una zona inundada de treinta cuadras, con el agua hasta los estribos. Algunos pasajeros bajaron en canoa. El camino lateral había desaparecido.
–Por aquí no pasa ningún colectivo–se jactaron los alegres ferroviarios.
Pero luego se acumularon los tropiezos. A las once de la mañana, en el kilómetro 73, la máquina perdió una pieza y hubo que ir a campearla. Dos horas después ocurrió el accidente más espectacular: la 682 atropello un ternero de no más de un metro de alzada, y saltó de los carriles. Con un dispositivo de fierros, palos y palancas improvisado sobre el lugar se la indujo a volver a su sitio, después de muchos resoplidos y contramarchas.
Herlitzka, Cernido Cué, el enorme estero de La Maloya, de trágica fama: una verde sábana de ciénaga donde no se ve un árbol en veinte kilómetros a la redonda. Pero a las tres de la tarde (horario fijado: 11.27) estábamos en Lomas de Vallejo. Ahí la vía se bifurca: un ramal va hacia el este a General Paz, uno de los pueblos más antiguos y pintorescos de la provincia. El otro da una gran vuelta en dirección suroeste, hacia Mburucuyá.

EL PAÍS RECÓNDITO
A medida que uno se interna en la provincia, el tipo humano se transforma. Cuando en San Luis del Palmar subió el gaucho Altamirano, con sus altas polainas de colores, su tirador de cuero –pariente del chiripá– y sombrero con barbijo, parecía una excepción. Después esta clase de hombres, imponentes en su estatura y en su aspecto, se convierte en la norma, y uno tiene la sensación de viajar en el tiempo más que en el espacio. En las últimas estaciones, son verdaderas asambleas da gauchos las que acuden a la estación y forman en semicírculo a cincuenta metros de distancia.
Aun el elemento más moderno confirma el cambio. Un absorto pasajero pegaba el oído a su aparato de transistores escuchando la emisión en guaraní de una radio paraguaya. (Las radios correntinas son demasiado "sofisticadas" para transmitir en el verdadero idioma de los hijos del país.) Y en el tren, ya no se hablaba otra cosa.
Los vagones se han reducido a tres, y los pasajeros de primera también a tres: Graciela González, que después de dos años de ausencia vuelve de Buenos Aires a visitar a su padre; su prima Cristina que regresa del fastuoso carnaval correntino; y un conscripto de aeronáutica, igualmente de visita.
El trencito no lleva gente a estas etapas finales del campo. La saca: las sirvientitas que necesita la Capital, los peones que reclaman las fábricas, los jinetes que requieren los escuadrones de seguridad para las represiones urbanas. El paupérrimo interior correntino, donde cien pesos son un jornal, después que pasó el vendaval histórico de los ingenios, las forestales, las algodoneras, hoy exporta su gente a falta de otra cosa.

LOS INTRÉPIDOS FOGUISTAS
En Puisoye abordamos la locomotora, construida hacia 1900 en los talleres de 32 Cheapside, London, según reza una chapa de bronce. En el ténder el foguista Antonio va acumulando al alcance de la mano los trozos de quebracho que alimentan la caldera. El maquinista Campos tira de un alambre y el silbato suena. Después mueve a la izquierda la palanca del regulador y nos ponemos en marcha entre pastizales, lagunas, campos amarillos con su fondo de palmeras contra el cielo grisado por grandes nubes de tormenta: un paisaje dulce que varía hasta el infinito.
Cada diez minutos, la locomotora consume quince trozos de quebracho de medio metro de largo. Nos prestamos de foguistas, y el respiro permite a Antonio correr sobre los techos de los vagones, volver con la pava, dar un salto sobre el vagón-tanque y cebar unos mates.
Las chispas de la máquina nos tiznan la cara, nos perforan la camisa y alguna más grande quema como un tiro. Pero el calor y el fuego tienen su compensación: cuando pasamos bajo las ramas de los árboles que se cruzan sobre nuestras cabezas, caen baldazos de agua. Dicen que es porque antes ha llovido.
El trencito se vuelve cada vez más familiar, más íntimo. Maquinista y fogonero saludan a la gente sentada ante sus ranchos, reciben y transmiten encargos aviva voz. A lo lejos se ve sobre el costado de la vía una mancha blanca que crece hasta convertirse en un hombre con la mano extendida. El maquinista tira de la gran palanca roja a su derecha: es el freno, y esa es la manera de abordar el trencito en pleno campo, como si fuera un taxi.
Todo se bambolea, jadea, sopla, chifla, humea dentro de la locomotora. Las agujas de los manómetros tiemblan como moribundos, chorros de agua hirviente brotan de válvulas y junturas que Antonio ajusta pacientemente con una llave, sin perder nunca su apostura de caballero británico. Pero estos campos ondulados bajo el sol oblicuo –bananales, mandiocales, ráfagas de monte cerrado–son el último esplendor del paisaje. Doblamos una curva final y entramos triunfalmente en Mburucuyá a las siete y media del crepúsculo. Hemos tardado apenas catorce horas.
En el andén no había casi nadie: dos o tres personas y una hilera de gallinas expectantes que con el descenso del único pasajero, subieron ordenadamente a picotear los restos de comida que quedaban en los pasillos.
Dormimos en Mburucuyá, pueblo de largas calles y silencios. Pensábamos volver por el mismo camino y pedimos que nos despertaran a las cinco. Pero el dueño de la fonda se retrasó diez minutos, y cuando salimos al patio estrellado, oímos al trencito que perforaba la noche a la distancia, con su jadeo estrepitoso, burlón, invulnerable.
Con esta hazaña quedamos incorporados a la historia del trencito: somos, Pablo Alonso y yo, los únicos que hemos conseguido perderlo. Nos vengamos viajando en ómnibus y tardando tres horas para volver a Corrientes.
"Ese medio cómodo, rápido y barato de comunicación y transporte", decía en 1891 el gobernador Ruiz, refiriéndose a los trabajos iniciados cuatro años antes por Eugenio Minvielle y continuados por Francisco Bolla para construir una vía férrea que uniera el ingenio azucarero Primer Correntino, en San Luis del Palmar, con la capital de la provincia.
El decreto que otorgaba la concesión a Bolla fue ya un símbolo del trencito. Dictado en 1890, por un increíble olvido escapó a la publicación en el Registro Oficial, donde sólo apareció veintinueve años después.
Para entonces todos los ramales del Primer Correntino, o Ferrocarril Económico, estaban terminados. Entre 1890 y 1892 –dice el historiador Hernán Gómez, de quien extraemos estos datos– "se construyeron doce kilómetros de vías" y se inauguró el tramo Corrientes-San Luis del Palmar. En 1898 quedó librada al servicio la línea del Ingenio a la capital.
Pero en 1904 la empresa quebró y el gobierno dispuso su caducidad y el levantamiento de vías. En 1908 la adquirió Carlos Dodero, que al año siguiente empezó los trabajos de los ramales a General Paz –inaugurado en 1911–y a Mburucuyá. La empresa Dodero fracasó a su vez, y el Económico fue sucesivamente a manos del Banco Francés del Río de la Plata y del gobierno provincial, hasta que fue nacionalizado en 1946.
Hoy, en sus tres viajes semanales de ida y tres de vuelta, las ocho locomotoras del trencito transportan mensualmente unos tres mil pasajeros. La carga despachada de Corrientes oscila de 40.500 kilos (enero 1966) a 92.000 kilos (junio 1965); y la carga recibida, de 12.000 kilos (diciembre 1965) a 58.500 kilos (agosto 1965). Se despacha harina, arroz, aceite, yerba, vino. Se recibe maíz, naranjas, almidón de mandioca.
No es demasiado. Pero en muchas zonas del campo, es lo único que se mueve.
Es cierto que el trencito ya nunca llega a horario. Cuando eso ocurría, en la antigüedad, el paisanaje lo festejaba disparando sus revólveres al aire. Pero también es cierto que siempre llega, porque un tren casi mágico, como este, va tripulado por gente casi mágica, como la que nosotros conocimos. Y es indudable que el día que desaparezca, desaparecerá con él un objeto de cariño para muchos, y acaso el único tema que infaliblemente hace sonreír a cualquier correntino. 

Rodolfo Walsh
El violento oficio de escribir, Obra periodística (1953-1977)
Pp. 106-109
1995, Segunda edición: enero 1998
Espejo de la Argentina, Planeta

Revista Panorama N°38: https://ahira.com.ar/ejemplares/panorama-no-38/