Cuando andaba por el filo de los cincuenta años, Eduvigis, su mujer, enfermó de pasmo, según dijo la curandera y en menos de una semana murió.
La pérdida agobió a Frutos de tal manera que su cabellera, hasta entonces negra y brillante, pareció cubrirse de ceniza, su rostro se arrugó y perdió su anterior aire alegre y desenvuelto.
Don Juan Román, gran conocedor de hombres, comprendió la causa de su transformación y una tarde lo llamó a su despacho:
—Mira, Frutos —le dijo—, vos la querías mucho a la Eduvigis.
—Ansí es, don Juan, por qué lo vua negar.
—Bueno, si seguís rondando por acá donde todo tiene el perfume de su recuerdo, dentro de poco tiempo la vas a seguir al cementerio.
Frutos lo miró en silencio.
—Como yo te aprecio mucho —continuó el estanciero— y mañana o pasado me podes hacer falta, he resuelto que te vayas de aquí...
—¿Me echa, patrón? —preguntó el hombre, dolorido.
—No m'hijo. Es para tu bien y, también, para mi conveniencia, que te alejo de la estancia. Sólo quiero que vayas de comisario a Capibara-Cué.
—¿Y Pastor Amarilla?
—No sé quién le agujereó la cabeza de un balazo. La gente anda medio entonada por esos lugares y por eso te mando a vos para que pongas orden.
Y como las decisiones de don Juan Román no se discutían el paisano salió a preparar sus cosas, ensilló su caballo y puso rumbo a su nuevo destino.
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