—Adiós, don Juan.
—Yo creí que ya no vendría usted esta noche.
—He cenado un poco tarde.
—¿Quiere usted que demos un paseo?
—Como usted quiera.
Don Juan se detiene un instante en el portal del Casino, apoyado en su bastón, con la cabeza baja. Parece meditar profundamente. Después levanta su mirada y dice:
—¿Ha estado usted esta tarde en la Fontana?
—Sí—le contesto yo.
—Le he visto a usted pasar desde lejos; no tenía seguridad de que fuese usted, porque llevaba usted sombrilla, y no la lleva ninguna tarde...
La luz de la luna, suave, plateada, baña las fachadas de las casas; de los aleros, de los balcones, caen unas sombras largas, puntiagudas, sobre los blancos muros. Las lechuzas, en la torre de la iglesia, lanzan a intervalos misteriosos resoplidos. Don Juan y yo caminamos despacio. Ya hemos marchado a lo largo de una calle, después hemos torcido a la derecha y hemos atravesado una plaza, luego hemos pasado por dos, por tres, por cuatro calles más; al fin nos hemos encontrado otra vez en la puerta del Casino. Esto es fatal. Don Juan se detiene otra vez en la puerta, con la cabeza baja, apoyado en su bastón. Luego sale de sus meditaciones, levanta la vista y dice:
—¿Usted se aburrirá aquí soberanamente?
—No, don Juan—le contesto—; yo estoy aquí muy bien.
En el Casino, la concurrencia de prima noche se ha ido disgregando; en un ángulo, medio sumido en la penumbra, cuatro jugadores mueven ruidosamente las fichas del dominó sobre el mármol. Las lamparillas eléctricas lucen mortecinas. Hay algo en la atmósfera que es cansancio, tedio, monotonía indefinible...
—¿Subimos, Azorín?—pregunta don Juan.
—Subamos, don Juan—contesto yo.
Subimos lentamente por las escaleras que llevan al piso principal. De nuevo don Juan se para un momento en la puerta del salón. Yo comienzo a sospechar que hay una secreta afinidad entre las puertas y don Juan. Pero otra vez sale don Juan de sus profundas cavilaciones.
—Deme usted dos pesetas, Azorín.
Yo le doy dos pesetas a don Juan. Y entramos. Los reflejos verdes de una lámpara caen sobre un grupo de cráneos que se inclinan absortos; una voz grita: ¡Juego!
—Hemos jugado al caballo—me dice don Juan—. Yo tengo fe en ese caballo.
Transcurre un minuto de ansiedad. Luego, súbitamente, se hace un enorme respiro; las monedas tintinean.
—Hemos ganado. Azorín. ¿Le gusta a usted el siete de copas, o el dos de espadas?
—Como usted quiera; a mí me da lo mismo.
—Entonces pondremos al dos de espadas. Yo tengo simpatías por ese dos de espadas, por más que ese siete de copas...
Don Juan apunta al dos de espadas. El banquero comienza a echar lenta, suavemente las cartas; todos los ojos miran ansiosos, ávidos; la lámpara deja caer sus reflejos verdes.
—¡Juego!—grita de pronto don Juan—. Antoñico, esa postura del dos de espadas pasa al siete de copas...
Sale el siete de copas.
—¿Ve usted, Azorín?—me dice don Juan— He tenido una inspiración. Ese siete de copas era seguro.
Don Juan sigue apuntando a estas o a las otras cartas; yo observo las miradas, los gestos, el oir y venir febril de las manos sobre el tapete. ¿Cuánto tiempo transcurre así? ¿Una hora, dos horas, tres horas?
—Azorín—oigo que me dice don Juan—. tenemos ya seis duros.
—Hay que jugarlos todos—le digo yo.
El se queda un poco asombrado.
—¿Cree usted?...
—Como usted quiera; pero yo creo que debemos intentar el último golpe y marcharnos.
—Muy bien—dice resuelto don Juan—; pues lo intentaremos... ¿En qué tiene usted más fe: en la sota de bastos, o en el cuatro de oros?
—A mí lo mismo me da—le digo yo.
—Yo creo que esa sota de bastos es de confianza; sin embargo, ese cuatro de oros...
Don Luis juega a la sota. El banquero comienza a echar lentamente las cartas.
—¡Juego!—esclama de pronto don Juan—. Antoñico, esos seis duros de la sota pasan al cuatro de oros...
Sale la sota.
—¡Caramba!—grita estupefacto, desolado, don Juan.
—Don Juan—le digo yo riendo—, no hay que hacer caso...
—Hombre, Azorín, le diré a usted: yo tenía fe en la sota; es más, tenía casi la seguridad de que iba a salir; pero ese cuatro de oros..., ese cuatro...
Y comienza una larga disertación sobre las probabilidades de la sota y las del cuatro de oros...
—¿Vamos a dar un paseo?—me dice al fin.
—Vamos donde usted quiera—le digo yo.
La luz de la luna baña suave, plateada, las anchas calles; de los aleros, de los balcones, caen unas sombras largas, puntiagudas; reina un profundo silencio en la ciudad dormida; las lechuzas resoplan formidables, y una voz lejana canta con una melopea plañidera: «¡Sereno, la una!»
Don Juan y yo caminamos despacio.
—Don Juan—le digo—, ¿usted se acuesta tarde todas las noches?
—Yo, Azorín—me dice él—, no puedo acostarme nunca sin ver la luz del día.
Yo me quedo mirando a don Juan. ¿Puede darse un ser más extraño y más interesante que un trasnochador de pueblo? ¿Qué hacen estos trasnochadores fantásticos durante toda la noche interminable de las ciudades muertas? ¿En qué emplean las horas monótonas, eternas, de las madrugadas invernales?
—¿Y qué hace usted, don Juan, toda la noche?—le pregunto—. Aquí, en el pueblo, será difícil encontrar algo en que entretenerse...
—Le diré a usted—contesta don Juan—; a primera hora de la noche, hasta las doce o la una, estoy en el Casino; luego nos vamos tres o cuatro amigos a alguna casa y hacemos una cena, y al final, yo me marcho a casa y me entretengo en algo. El mes pasado hice un globo de periódicos; cuando trataron de empapelar la Biblioteca del Casino, yo me ofrecí a hacer el trabajo, y la empapelaba de noche, así que se marchaban todos los socios...
Pasamos por dos, por tres, por cuatro calles; cruzamos una plaza. Una ventana aparece iluminada en una casa.
—¿Qué estará haciendo Alfredo?—pregunta don Juan—. Y luego grita: ¡Alfredo! ¡Alfredo!
Un joven surge en el balcón.
—Buenas noches, don Juan, y la compañía— dice.
—¿Pero tan temprano en casa?—le pregunta don Juan.
—Me he de marchar mañana a las ocho a los Calderones, a ver cómo marcha la uva —dice Alfredo—; quiero principiar a pisar el jueves...
Nos despedimos.
—¿Quiere usted que vayamos a casa a toma algo?—dice don Juan.
—Como usted guste, don Juan—le digo yo. En la puerta, don Juan se detiene otra vez un momento, meditando profundamente. Después, me dice:
—¡Caramba, Azorín! Si yo no íjubiera tenido la mala idea de mudar la postura...
Cuando entramos en la casa, don Juan va encendiendo las lamparillas eléctricas, y pasamos al comedor. De una alacena saca don Juan vasos, una botella, un salchichón, un queso...
—Aquí hay unas chuletas, Azorín—me dice enseñándome un plato—; ¿quiere usted que las asemos?
La cocina está cerca. Hacemos fuego y asamos las chuletas; pero no encontramos la sal. Don Juan sale y abre una puerta allá en lo hondo de la entrada.
—¡Lola! ¡Lola!—grita—. ¿Dónde habéis puesto la sal?
Luego vuelve, registra un cajón del aparador y saca el salero.
¿Cuántas horas pasan mientras comemos y charlamos? ¿Una, dos, tres, cuatro? Un reloj, uno de esos relojes terribles de las casas de los pueblos, suena cuatro metálicas campanadas; cantan los gallos a lo lejos. En los vidrios de la ventana aparece una claridad vaga, opaca...
—Don Juan, me marcho—digo yo.
—Pues vaya usted con Dios, Azorín, y hasta la tarde.
La puerta hace un ruido sordo al ser cerrada. Yo miro al Oriente, que aparece encuadrado entre las dos ringlas de las casas, y lo veo teñirse de carmín, de nácar y de oro.
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