lunes, 5 de mayo de 2014

El buen Juez II

Apenas los matinales y ambulantes vendedores de la ciudad manchega comenzaban a lanzar al aire con sus lenguas incansables sus pintorescos gritos, tales como «¡Carbón!», «¡El panadero!», cuando don Alonso, ya vestido y compuesto, bajó al comedor en busca del cotidiano chocolate. Pero don Alonso no baja hoy como otros días. Doña María observa en él algo indefinible, extraño, y le pregunta:
—Alonso, ¿has dormido mal? Lola, la cuñada, le mira también, y dice:
—Parece que has dormido mal, Alonso.
Y Carmencita observa, asimismo, el rostro cenceño del buen caballero, y afirma en redondo:
—Papá, tú has dormido mal.
Don Alonso, que va mojando pausadamente los dorados picatostos en la aromática mixtura, se detiene un momento, mira cariñosamente a las tres mujeres y sonríe. Esta sonrisa de don Alonso es maravillosa; es una sonrisa henchida de una luz desconocida, magnética; es una de esas sonrisas históricas que sólo le es dable contemplar a la humanidad cada dos o tres siglos, Y cuando don Alonso ha acabado de sonreír, se ha metido en la boca la suculenta torrija que durante un momento ha estaso suspensa en el aire. Mas, ni doña María, ni Lola, ni Carmencita quedan satisfechas con la sonrisa de don Alonso; ellas no han visto la trascendencia incalculable de esta sonrisa; ellas son sencillas, ingenuas, amorosas, y no pueden sospechar que este chocolate, que esta mañana están ellas tomando en familia, figurará en los fastos de la humanidad. Pero don Alonso baja la cabeza sobre la jicara con un gesto de profunda meditación. Doña María comienza a consternarse; Lola se pone triste; Carmencita mueve su rubia y linda cabeza y no sabe qué pensar.
—Alonso—dice doña María—, a tí te pasa algo.
—Sé franco con nosotras, Alonso—añade Lola.
—Papá—grita Carmencita—, dínos lo que te sucede.
Don Alonso levanta la cabeza y las envuelve a las tres en una de esas miradas largas, sedosas, con las que, en los trances difíciles de la vida, parece que acariciamos a las personas que queremos.
—No os preocupéis—les dice, sonriendo de nuevo—, no os preocupéis: no me sucede nada...
Y el buen caballero se levanta y coge el bastón. Doña María, Lola y Carmencita permanecen sentadas, calladas, como anonadadas, como desconcertadas por una fuerza misteriosa, por un efluvio que ellas no aciertan a explicar, en tanto que don Alonso, erguido, gallardo, sale del comedor y aparece luego en la calle.
Don Juan está en su puerta con las manos cruzadas sobre el chaleco.
—Buenos días, don Juan — le dice don Alonso.
—Buenos nos los dé Dios—grita don Juan.
Don Antonio está más allá, en su portal, columbrando una nubecilla que asoma por el horizonte.
—Buenos días, don Antonio—le dice también don Alonso.
—A la noche lo diremos—contesta don Antonio, que es algo observador de los fenómenos naturales y, por lo tanto, un poco escéptico.
Don Pedro aparece inmóvil en su acera, observando una moza que pasa con su cesta.
—Buenos días, don Pedro—dice por tercera vez don Alonso.
—No sería malo, no sería malo—contesta don Pedro mirando a la mozuela y dando a entender con ésto que con ella no pasaría él mal el día.
Y ya está don Alonso—después de haber saludado también a don Rafael, a don Luis, a don Leandro, a don Crisanto y a don Mateo, de los cuales no hablaremos por no fatigar al lector—, ya está don Alonso sentado ante una mesa en que hay una escribanía de plata y varios rimeros de folios blancos. Detrás de don Alonso, bajo un dosel, destaca un Cristo. Todo ésto quiere decir —ya se habrá comprendido— que don Alonso se halla ya en funciones, o sea que ha llegado el momento en que el buen caballero va a administrar esta cosa sutilísima, invisible, casi fantástica, que se llama Justicia y que los hombres aseguran que no existe sobre la tierra. Mas por esta vez yo afirmo que esta cosa delicada y formidable va a hacer su aparición en esta sala. Don Alonso está decidido a ello, y éste es el motivo de aquella sonrisa estupenda que ni doña María, ni Lola, ni Carmencita han comprendido. ¿Añadiré que don Alonso ha dictado ya sentencia en el pleito que examinaba anoche? ¿Podré pintar la estupefacción, el asombro inaudito que se ha apoderado de todo el pequeño mundo judicial al conocer esta sentencia? ¿Cómo haré yo para que os figuréis la cara que ha puesto don Fructuoso, el abogado más listo de la ciudad manchega, y el ruido peculiar que ha hecho al contraer los labios don Joaquín, el procurador más antiguo?
Por la tarde, después de comer, en el Casino, un breve silencio se ha hecho a la llegada de don Alonso. Ya conocéis estos silencios que se producen cuando se acerca a un grupo un hombre de quien a la sazón se ocupan todas las lenguas; estos silencios, o son un homenaje involuntario, o son una reprobación discreta.
Pero, de todos modos, el silencio es prontamente roto y la charla torna a surgir entusiasta u opaca, según se trate de uno o del otro caso citado. ¿De cuál se trata ahora? En realidad, no hay motivo para abominar de don Alonso por la sentencia dictada esta mañana. Don Fructuoso y don Joaquín, que han perdido el pleito, afirman que es un disparate mayúsculo; pero en el Casino nadie llega hasta sentirse tan tremendamente indignado..
—Es una sentencia rara—dice don Luis.
—No existe precedente ninguno que la justifique—añade don Rodolfo, un viejo que estudió el año 54 Derecho civil en la Central con don Juan Manuel Montalbán y Herranz.
—Sin embargo—se atreve a decir Paco, un abogado joven que es un poco orador y que ha leído dos o tres discursos de Santa María de Paredes—, sin embargo, si atendemos a un interés social, colectivo; un interés superior que se remonte sobre las personalidades, sobre el derecho individual, para...
Pero los señores graves no le dejan seguir. —¡Hombre, Paco, hombre!—grita don Leopoldo, un poco indignado—. Usted saca de quicio la cuestión.
—¡Caramba, Paco!—dice don Pedro—. Está usted hoy verdaderamente terrible.
—¡Pero, por Dios, Paco!—observa con voz meliflua don Juan—. Usted pretende destruir los fundamentos del orden social...
Sin embargo, Paco no pretende destruir nada; Paco es una excelente persona. Y después de discutir un rato, Paco, que va a casarse dentro de un mes con la hija de don Luis, conviene con éste en que es una sentencia rara la dictada por don Alonso, y aun llega a afirmar con don Rodolfo que no es posible encontrarle precedentes.
¿Necesitaré decir después de ésto qué género de silencio se ha producido en la tertulia a la llegada de don Alonso? ¿Diré que era algo así como un silencio entre irónico y compasivo? ¿Tendré que añadir que luego, en el curso de la conversación, han abundado las alusiones discretas, veladas, a la famosa sentencia? Pero don Alonso no ha perdido su bella y noble tranquilidad. «El verdadero hombre honrado—dice La Rochejoucauld en una de sus máximas—es aquel que no se pica por nada.» El buen caballero ha dejado que hablasen todos; él sonreía afable y satisfecho; después, a media tarde, ha dado su paseo por la huerta.
Mas, entretanto que discurría por los escondidos senderos, apartado de la ciudad, la ciudad se iba llenando del asombro y de la extrañeza que la sentencia de por la mañana produjera primeramente entre los leguleyos. Y al anochecer, el buen caballero ha regresado a su hogar. Ya las criadas habían traído a la casa los ruidos y hablillas de la calle. Durante la cena, doña María, Lola y Carmencita han guardado silencio; pero al final, doña María no ha podido contenerse y ha dicho:
—Alonso, ¿qué es eso que dicen por ahí que has hecho?
Lola ha insinuado:
—Las muchachas nos han contado...
Y Carmencita, poniendo unos ojos tristes, ha suplicado:
—Papá, cuéntanos lo que ha sucedido.
Don Alonso ha contestado:
—No ha sucedido nada.
Pero doña María ha insistido:
—Alonso, algo será cuando murmura la gente.
—No nos ocultes nada, Alonso—ha tornado a decir Lola.
—Papá—ha exclamado Carmencita—, papá, no nos tengas así.
Y don Alonso ha sonreído y ha dicho:
—No ha sucedido nada. Esta mañana, cuando me habéis preguntado, yo me he hecho un poco el interesante, y vosotras os habéis llenado de preocupaciones; y no había más sino que yo, en vez de pasar la noche durmiendo, la había pasado trabajando. Ahora os veo también alarmadas, y no sucede otra cosa sino que yo he dictado hoy una sentencia apartándome de la ley, pero con arreglo a mi conciencia, a lo que yo creía justo en este caso. Yo no sé si vosotras entenderéis ésto: pero el espíritu de la Justicia es tan sutil, tan ondulante, que al cabo de cierto tiempo los moldes que los hombres han fabricado para encerrarlo, es decir, las leyes, resultan estrechos, anticuados, y entonces, mientras otros moldes no son fabricados por los legisladores, un buen juez debe fabricar para su uso particular, provisionalmente, unos moldes chiquitos y modestos en la fábrica de su conciencia...
Doña María, Lola y Carmencita han tratado de sonreír; pero algo les quedaba allá dentro.
—Ya sé—ha continuado don Alonso—, ya sé que a vosotras os preocupa lo que las gentes van diciendo. No se me oculta que la ciudad está alborotada; pero esto no es extraño. Sobre la tierra hay dos cosas grandes: la Justicia y la Belleza. La Belleza nos la ofrece espontáneamente la Naturaleza y la vemos también en el ser humano; mas la Justicia, si observamos todos los seres grandes y pequeños que pueblan la tierra, la veremos perpetuamente negada por la lucha formidable que todas las criaturas, aves, peces y mamíferos mantienen entre sí. Por esto, la Justicia, la Justicia pura, limpia de egoísmo, es una cosa tan rara, tan espléndida, tan divina, que cuando un átomo de ella desciende sobre el mundo, los hombres se llenan de asombro y se alborotan. Este es el motivo por lo que yo encuentro natural que si hoy ha bajado acaso sobre esta ciudad manchega una partícula de esa Justicia, anden sus habitantes escandalizados y trastornados.
Y don Alonso ha sonreído, por última vez con esa sonrisa extraordinaria, inmensa, que sólo le es dable contemplar a la humanidad cada dos o tres siglos...

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