Obedeció el otro y se pusieron a conversar y como el camorrero andaba sin ocupación, enseguida quedó incorporado como agente.
—Pero mirá... —advirtió don Frutos— que tenés que sufrir largo por la paga...
—No importa, don... Yo me vua arreglar, pero siempre me ha gustao nicó ser utoridá...
—Ta bien, pero no pa que te abuses 'e loj otro ¡eh!
—No ha de, comesario.
—Güeno, aura vamoj pa ver el local...
Salieron del negocio, pero ya, adentro, quedó flotando en el ambiente la hombría de don Frutos.
Don Pablo, un viejo tropero, retiró de la boca el grueso cigarro paraguayo, escupió a un costado y sentenció:
—Macho'l hombre... ¿No?
— ¡Aja! —asintió el otro.
Los demás no dijeron nada, pero su silencio era la muda rúbrica para su coraje.
Pasaron cinco días y don Frutos se encontraba en el patio del boliche de don Pedro, viendo jugar una partida de bochas de la cual era juez. Sentado junto a una rústica mesita fumaba tranquilamente y daba sus fallos. De rato en rato su mirada se extendía sobre el río que corría próximo al pie de la barranca, se detenía sobre las islas cercanas o en la copa verdeante de los árboles que circuían el lugar.
De pronto vio atracar una canoa y descender a varias personas que se alistaron para empezar a subir por el tortuoso sendero. El agente Ojeda, que andaba por las cercanías, echó un vistazo a sus sencillos equipajes y les dio la venia para seguir. Eran una vieja paraguaya, su hija, en avanzado estado de gravidez, y un muchacho que había manejado los remos.
Terminó el partido, y los jugadores se disponían a concertar otro, cuando don Frutos los abandonó yendo al encuentro de los recién llegados.
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