Capibara-Cué era un modesto poblado de la costa correntina, enclavado en una áspera barranca del Paraná. En un principio fue apeadero de contrabandistas, pero, luego se fueron asentando pescadores, nutrieros, exiliados paraguayos, gente que iba de paso y concluía por afincarse, etcétera.
Un día el vapor, que hacía la carrera entre Corrientes y Posadas, se detuvo para bajar una carga para la estancia de unos ingleses que estaban en las cercanías, luego otros establecimientos solicitaron la misma franquicia y la escala se hizo periódica, lo que contribuyó a su progreso.
Cerca del almacén de don Pedro, se trazó el lineamiento de una plaza, a un costado se hizo un rancho para la comisaría y, más allá, otro para escuela.
Así fue creciendo con el correr del tiempo hasta que, una tarde, un jinete entró por las calles del pueblo, en un tordillo sudado y se dirigió al boliche.
Ya habían caído las primeras sombras de la noche y, en un rincón se encontraban varios parroquianos enzarzados en una partida de truco, mientras otros oficiaban de mirones. En la esquina opuesta un moreno motoso rasgueaba desacompasadamente en la guitarra mientras cantaba a la sordina:
Alfonso lomas... Alfonso lomas...
y asííí... se llama y aquel paraje...
y aquel paraje...
El forastero ató su caballo al palenque y entró al negocio. Algunos levantaron la cabeza para observarlo, pero, al rato, siguieron entregados a sus ocupaciones. Arrimándose al mostrador, Gómez pidió:
—Sírvame una caña juerte...
Don Pedro así lo hizo y, curioso, inquirió:
—¿Va de paso o viene a quedarse?
—Vengo a quedarme —respondió el interrogado y, luego, en voz audible, pero sin alardes, informó:
—Soy el nuevo comesario.
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