Azorín, ¿quiere usted
decir algo de las «Sentencias
del presidente Magnaud?—Marquina.
Diré con mucho gusto algo; pero no sé s¡ voy a escribir una página subversiva. Ello es que la casa editorial Carbonell y Esteva, de Barcelona, cuya dirección literaria tiene el poeta Marquina, ha publicado la traducción española de los fallos y veredictos del juez Magnaud. Un ejemplar de este volumen, desde la librería barcelonesa, ha pasado a la capital de una provincia manchega; aquí ha estado seis, ocho, diez días puesto en el escaparate de una tienda, entre una escribanía de termómetro y una Agenda con las tapas rojas. El polvo había puesto ya una sutil capa sobre la cubierta de este pequeño volumen; el sol ardiente de la estepa comenzaba ya a hacer palidecer los caracteres de su título. ¿No había nadie en la ciudad que comprase este diminuto libro? ¿Tendría que volver este diminuto libro a Barcelona, después de haber visto desde el escaparate polvoriento, entre la Agenda y la escribanía, el desfile lento, silencioso, de las devotas, de los clérigos, de las lindas mozas, de los viejos que tosen y hacen sonar sus bastones sobre la acera? No, no; un alto, un extraordinario destino le está reservado a este volumen. Ante el escaparate acaba de pararse un señor grueso, bajo, con ojuelos chiquitos y una recia cadena de plata que luce en la negrura del chaleco. Este señor mira los cachivaches expuestos en la vitrina y lee los títulos de los libros; estos títulos él los ha leído cien veces; pero el título de este diminuto libro es la primera vez que entra en su espíritu.
—¡Caramba!—piensa el señor desconocido—. ¡Caramba!, las «Sentencias del presidente Magnaud», ese juez tan raro de que hablaba el otro día el periódico!
Después que ha pensado tal cosa el señor grueso, sonríe con una sonrisa especial, única, y luego traspone los umbrales de la librería. Tenga en cuenta el lector que en la vida no hay nada que no revista una trascendencia incalculable, y que estos pasos que acaba de dar el señor grueso para penetrar en la tienda, son pasos históricos, pasos de una importancia extraordinaria, terrible. Porque este señor va a comprar el libro, y porque este libro ha de ir a parar al despacho de don Alonso, y porque don Alonso, leyendo las páginas de este libro, ha de sentir abrirse ante él un mundo desconocido. Pero no anticipemos los acontecimientos. Cuando el señor grueso e irónico ha salido de la librería, aún llevaba en su cabeza el mismo pensamiento que llevaba al entrar. «Se lo regalaré a don Alonso»—pensaba él metiéndose en el bolsillo el libro. Después, llegado a la fonda, ha puesto el volumen en la maleta—admirad los destinos de los libros—, entre un queso de bola y un señuelo para las codornices. Y luego, a la tarde, él y la maleta se han marchado en la diligencia hacia un pueblo de la provincia.
En todos los pueblos, bien sean de esta provincia manchega, o bien de otra cualquiera, por las noches (y también por las mañanas y por las tardes) hay que ir al Casino. El señor grueso ha cumplido la misma noche de su llegada con este requisito; en el Casino le esperaban los señores que forman la tertulia cotidiana; él los ha saludado a todos, todos han charlado de varias y amenas cosas, y, al fin, el señor grueso ha sacado su libro y le ha dicho a don Alonso:
—Don Alonso, he comprado esto esta mañana en Ciudad Real para regalárselo a usted.
Don Alonso ha dicho:
—¡Hombre, muchas gracias! Y ha tomado en sus manos el diminuto volumen. Otra vez vuelvo a recordar al lector que considere con detención el gesto de don Alonso al coger el libro, puesto que es de suma trascendencia para la historia contemporánea de nuestra patria. El gesto de don Alonso ha sido de una vaga curiosidad; acaso en el fondo no sentía curiosidad ninguna, y este tenue gesto era sólo una deferencia por el presente que se le hacía. Después, don Alonso ha leído el título: «Novísimas sentencias del presidente Magnaud», y este título tampoco le ha dicho nada a don Alonso. Pero el señor grueso que ha traído el libro ha dicho:
—Este Magnaud es un juez muy raro que ha hecho en Francia algunas cosas extrañas...
—Sí, sí—ha replicado don Alonso, que no conocía a Magnaud—; sí, sí, he oído hablar mucho de este juez.
Y después que han hablado otro poco, se han separado. Don Alonso, cuando ha llegado a su casa, ha puesto el libro en la mesa de su despacho. Un vidente del alma de las cosas hubiera podido observar que ante este libro y los demás que había sobre la mesa, se ha establecido súbitamente una corriente sorda y formidable de hostilidad. Los demás libros eran—tendré que decirlo—el Código civil, el Código penal, los Procedimientos judiciales, la ley Hipotecaria, comentarios a los Códigos, volúmenes de revistas jurídicas, colecciones de sentencias del Tribunal Supremo, Pero si una antipatía mutua ha nacido entre estos libros terribles, inexorables, y este diminuto libro, en cambio, en el estante de enfrente hay otros volúmenes que le han enviado un saludo cariñoso, efusivo, al pequeño volumen. Son todos historias locas, fantásticas, poesías sentimentales, novelas, ensueños de arbitristas, planes y proyectos de gentes que ansian renovar la haz del planeta. Y entre todos estos volúmenes aparece uno que es el que más contento y satisfacción ha experimentado con la llegada del nuevo compañero; se titula: «El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha», y diríase que durante el breve momento que el diminuto volumen ha estado sobre la mesa, un coloquio entusiasta, cordialísimo, se ha entablado entre él y el libro de Cervantes, y que el espíritu de Sancho Panza, nuestro juzgador insigne, daba sus parabienes al espíritu de su ilustre sucedáneo el juez Magnaud.
Pero no divaguemos. Don Alonso, que había salido del despacho con un periódico en una mano y una bujía en la otra, ha tornado a entrar. Y ya en él, se ha parado ante la mesa y ha cogido de ella un gran cuaderno de pliegos timbrados—que es un pleito que ha de fallar al día siguiente—y el pequeño volumen. Luego ha subido unas escaleras, ha gritado al pasar por delante de una alcoba: «¡María, mañana a las ocho!», y se ha metido en su cuarto. Y don Alonso ha comenzado a desnudarse. Nuestro amigo es alto, cenceño, enjuto de carnes; su edad frisa en los cincuenta años...
Ya está acostado don Alonso; entonces coge un momento los anchos folios del pleito y los va hojeando; pero debe de ser un pleito fácil de decidir, porque el buen caballero deja al punto de nuevo sobre la mesilla los papelotes. El diminuto volumen está aguardando; don Alonso alarga la mano, lo atrapa y comienza su lectura. De las varias emociones que se han ido reflejando en el rostro avellanado del caballero, mientras iba leyendo el libro, no hablará el cronista, por miedo de dar excesivas proporciones a este relato. Pero sí ha de quedar consignado, para que llegue a conocimiento de los siglos venideros, que ya quebraba el alba cuando don Alonso ha terminado la lectura de este libro maravilloso, y que, luego de cerrado y colocado con tiento en la adjunta mesilla, el buen caballero—caso extraordinario— ha vuelto a coger el pleito repasado antes ligeramente y con descuido, y lo ha estado estudiando de nuevo, con suma detención, hasta que una voz se ha oído en la puerta, que gritaba: «¡Alonso; son las ocho!»
Y aquí, lector amigo, pondremos punto a la primera parte de esta nunca oída y pasmosa historia.
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