—¿Dice usted que era un
hombre jovial?
—Completamente jovial;
cuando yo le serré el cráneo...
—¿Le serró usted el cráneo?
—Lo hice como médico forense;
Alejandro era uno de mis mejores amigos; éste es uno de los trances más dolorosos
que me han ocurrido en la vida.
—¿Cómo murió ese hombre?
—Murió como habla vivido:
sin tristezas ni dolores, sin causar pesadumbre a nadie.
—Ese era el ideal de otro
hombre a quien yo estimo también mucho y que vivió hace tres o cuatro siglos: el
filósofo Montaigne. Este filósofo quería morir en una posada. «Vivamos y riamos
entre nuestras gentes, y vayamos a lamentarnos y morir entre las desconocidas»,
decía él.
—Alejandro era uno de
esos hombres que llevan una alegría absurda por donde van.
—Entre todas las alegrías,
la absurda es la más alegre: es la alegría de los niños, de los labriegos y de los
salvajes, es decir, de todos aquellos seres que están más cerca de la Naturaleza
que nosotros. ¿Cómo era Alejandro?
—Era alto, grueso, con
el cuello recio y la cabeza pequeña.
—¿Era rico?
—Estaba bastante bien;
pero se gastó toda su fortuna divirtiéndose y viajando. Cuando murió ya le quedaba
muy poco; la muerte vino a tiempo.
—¿No tenía hijos?
—Era soltero; él decía
que no sentía ansias porque su nombre se perpetuase en el mundo.
—Ese es otro punto de
semejanza con el filósofo que antes he citado. Este Montaigne tampoco deseaba ver
perpetuada su estirpe. «Yo me consuelo fácilmente de lo que sucederá en el mundo
después que yo me marche», escribía él. ¿Dice usted que Alejandro viajaba?
—Iba con frecuencia a
Madrid; allí llegó a ser muy conocido. Un día entró en un café y mandó decir que
todo lo que estaban tomando los concurrentes lo pagaba él. «¿Quién paga? ¿Quién
paga?»—iban preguntando los parroquianos. Y entonces él, cuando todos estaban mirándole,
se subió a una mesa y comenzó a pronunciar un discurso con palabras
incongruentes.
—Estaría
alcoholizado.
—No, no se emborrachaba
jamás; lo que el gustaba era comer bien y mucho. Esta fué la causa de su muerte.
—¿Murió de apoplegía?
—Sí, señor. Estábamos
una noche de broma en el Casino viejo... ¿Usted no ha conocido el Casino viejo?
—No, señor.
—Desapareció hace ya muchos
años. Estábamos allí una noche cenando, y Alejandro no estaba con nosotros. Todos
lo echábamos de menos. Pero Alejandro no podía faltar: pronto lo vimos asomar por
la puerta. Entonces comenzó la alegría... Yo recuerdo que después de la cena, cuando
trajeron el café, yo cogí una copa, la llené de ron y se la ofrecí a Alejandro.
El la tomó y la tuvo un
momento en la mano: luego se la bebió. Pero cuando apartó la copa de los labios
hizo una mueca de disgusto y me dijo estas palabras, que parece que aún estoy oyendo:
«Esta copa me ha sabido a veneno».
—¿Por qué dijo eso?
—No sé; tal vez era un
presentimiento. El ron no tenia nada; todos bebimos de él... Cuando ocurría
ésto era la una de la noche. Yo me marché, porque me gusta madrugar. «Hasta mañana»,
le dije a Alejandro. «¿Vendrás por aquí?», me preguntó él. «Sí, después de
comer», contesté yo. Conmigo se vinieron también tres o cuatro amigos, pero Alejandro
se quedó allí con dos o tres más, que eran los más bullangueros.
—¿Qué hacían allí?
—Charlaban y bebían. Lo
que pasó después yo lo sé porque me lo ha contado muchas veces el conserje. Alejandro,
cuando asistía a estas francachelas, tenía por costumbre bailar al final una
danza de su invención.
—¿La había inventado él?
—Podía muy bien
haberla inventado: era una serie de saltos y de piruetas estrafalarias. Esa noche
bailó también. Los demás tocaban las palmas y cantaban, y él saltaba en medio del
corro con su corpachón gordo. Pero, de repente, así que había ya bailado un gran
rato, se apartó del grupo y fué a sentarse a una mesa. Ya en la mesa, puso el codo
sobre el mármol, apoyó la cabeza en la palma de la mano y cerró los ojos.
—¿No les extrañó ésto
a los demás?
—No, de ningún modo; los
demás estaban un poco bebidos; aparte de que esto de que Alejandro se pusiera a
dormir después de una comilona era cosa corriente.
—¿Y qué hicieron cuando
Alejandro comenzó a dormir?
—Se marcharon. Alejandro,
cuando cerrólos ojos, dio unos ronquidos. «Ya está durmiendo Alejandro»—dijeron
todos, y se fueron. Entonces el conserje hizo que su mujer trajera una manta y
una almohada, las pusieron en el suelo y, entre los dos, cogieron a Alejandro para
acostarlo. Tenga usted presente que cuando Alejandro acabó de dar los ronquidos
de que he hablado antes, ya estaba muerto. El conserje me ha referido muchas veces
que, cuando él y su mujer cogieron a Alejandro para acostarlo, él dijo: «¡Demonio,
lo que pesa esta noche don Alejandro!.,.» Así pasó la noche Alejandro. Al día
"siguiente el conserje entró en el salón y vio que aún estaba tal como él lo
dejara. «¡Don Alejandro! ¡Don Alejandro!»—le gritó. Pero Alejandro no se movía;
entonces le tiró de un brazo, le tiró de una pierna y vio, horrorizado, que la pierna
y el brazo estaban rígidos... Yo le hice la autopsia el mismo día; le serré el cráneo
y creí que no llegaba nunca a la masa encefálica. ¡No he visto nunca unos
huesos tan recios! Dentro no había más que una chispita de cerebro.
—De modo que, ¿será
preciso no tener sesos para ver alegre la vida?
—Es posible...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario