jueves, 23 de octubre de 2014

El ideal de Montaigne

—¿Dice usted que era un hombre jovial?
—Completamente jovial; cuando yo le serré el cráneo...
—¿Le serró usted el cráneo?
—Lo hice como médico forense; Alejandro era uno de mis mejores amigos; éste es uno de los trances más dolorosos que me han ocurrido en la vida.
—¿Cómo murió ese hombre?
—Murió como habla vivido: sin tristezas ni dolores, sin causar pesadumbre a nadie.
—Ese era el ideal de otro hombre a quien yo estimo también mucho y que vivió hace tres o cuatro siglos: el filósofo Montaigne. Este filósofo quería morir en una posada. «Vivamos y riamos entre nuestras gentes, y vayamos a lamentarnos y morir entre las desconocidas», decía él.
—Alejandro era uno de esos hombres que llevan una alegría absurda por donde van.
—Entre todas las alegrías, la absurda es la más alegre: es la alegría de los niños, de los labriegos y de los salvajes, es decir, de todos aquellos seres que están más cerca de la Naturaleza que nosotros. ¿Cómo era Alejandro?
—Era alto, grueso, con el cuello recio y la cabeza pequeña.
 —¿Era rico?
—Estaba bastante bien; pero se gastó toda su fortuna divirtiéndose y viajando. Cuando murió ya le quedaba muy poco; la muerte vino a tiempo.
—¿No tenía hijos?
—Era soltero; él decía que no sentía ansias porque su nombre se perpetuase en el mundo.
—Ese es otro punto de semejanza con el filósofo que antes he citado. Este Montaigne tampoco deseaba ver perpetuada su estirpe. «Yo me consuelo fácilmente de lo que sucederá en el mundo después que yo me marche», escribía él. ¿Dice usted que Alejandro viajaba?
—Iba con frecuencia a Madrid; allí llegó a ser muy conocido. Un día entró en un café y mandó decir que todo lo que estaban tomando los concurrentes lo pagaba él. «¿Quién paga? ¿Quién paga?»—iban preguntando los parroquianos. Y entonces él, cuando todos estaban mirándole, se subió a una mesa y comenzó a pronunciar un discurso con palabras incongruentes.
—Estaría alcoholizado.
—No, no se emborrachaba jamás; lo que el gustaba era comer bien y mucho. Esta fué la causa de su muerte.
—¿Murió de apoplegía?
—Sí, señor. Estábamos una noche de broma en el Casino viejo... ¿Usted no ha conocido el Casino viejo?
—No, señor.
—Desapareció hace ya muchos años. Estábamos allí una noche cenando, y Alejandro no estaba con nosotros. Todos lo echábamos de menos. Pero Alejandro no podía faltar: pronto lo vimos asomar por la puerta. Entonces comenzó la alegría... Yo recuerdo que después de la cena, cuando trajeron el café, yo cogí una copa, la llené de ron y se la ofrecí a Alejandro.
El la tomó y la tuvo un momento en la mano: luego se la bebió. Pero cuando apartó la copa de los labios hizo una mueca de disgusto y me dijo estas palabras, que parece que aún estoy oyendo: «Esta copa me ha sabido a veneno».
—¿Por qué dijo eso?
—No sé; tal vez era un presentimiento. El ron no tenia nada; todos bebimos de él... Cuando ocurría ésto era la una de la noche. Yo me marché, porque me gusta madrugar. «Hasta mañana», le dije a Alejandro. «¿Vendrás por aquí?», me preguntó él. «Sí, después de comer», contesté yo. Conmigo se vinieron también tres o cuatro amigos, pero Alejandro se quedó allí con dos o tres más, que eran los más bullangueros.
—¿Qué hacían allí?
—Charlaban y bebían. Lo que pasó después yo lo sé porque me lo ha contado muchas veces el conserje. Alejandro, cuando asistía a estas francachelas, tenía por costumbre bailar al final una danza de su invención.
—¿La había inventado él?
—Podía muy bien haberla inventado: era una serie de saltos y de piruetas estrafalarias. Esa noche bailó también. Los demás tocaban las palmas y cantaban, y él saltaba en medio del corro con su corpachón gordo. Pero, de repente, así que había ya bailado un gran rato, se apartó del grupo y fué a sentarse a una mesa. Ya en la mesa, puso el codo sobre el mármol, apoyó la cabeza en la palma de la mano y cerró los ojos.
—¿No les extrañó ésto a los demás?
—No, de ningún modo; los demás estaban un poco bebidos; aparte de que esto de que Alejandro se pusiera a dormir después de una comilona era cosa corriente.
—¿Y qué hicieron cuando Alejandro comenzó a dormir?
—Se marcharon. Alejandro, cuando cerrólos ojos, dio unos ronquidos. «Ya está durmiendo Alejandro»—dijeron todos, y se fueron. Entonces el conserje hizo que su mujer trajera una manta y una almohada, las pusieron en el suelo y, entre los dos, cogieron a Alejandro para acostarlo. Tenga usted presente que cuando Alejandro acabó de dar los ronquidos de que he hablado antes, ya estaba muerto. El conserje me ha referido muchas veces que, cuando él y su mujer cogieron a Alejandro para acostarlo, él dijo: «¡Demonio, lo que pesa esta noche don Alejandro!.,.» Así pasó la noche Alejandro. Al día "siguiente el conserje entró en el salón y vio que aún estaba tal como él lo dejara. «¡Don Alejandro! ¡Don Alejandro!»—le gritó. Pero Alejandro no se movía; entonces le tiró de un brazo, le tiró de una pierna y vio, horrorizado, que la pierna y el brazo estaban rígidos... Yo le hice la autopsia el mismo día; le serré el cráneo y creí que no llegaba nunca a la masa encefálica. ¡No he visto nunca unos huesos tan recios! Dentro no había más que una chispita de cerebro.
—De modo que, ¿será preciso no tener sesos para ver alegre la vida?
—Es posible...

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