lunes, 6 de octubre de 2014

Un Hidalgo

LAS RAÍCES DE ESPAÑA

Es en 1518, en 1519, en 1520, en 1521, o en 1522. Este hidalgo vive en Toledo; el autor desconocido de «El Lazarillo del Tormes» ha contado su vida. La casa es grande, ancha; tiene un zaguán un poco obscuro, empedrado de guijos menuditos; sobre la puerta de la calle hay un enorme escudo de piedra; el balcón es espacioso, con barrotes trabajados a forja; y allá, dentro del edificio, a mano izquierda, después de pasar por una vasta sala que tiene una puertecilla en el fondo, se ve un patizuelo claro, limpio, embaldosado con grandes losas, entre cuyas junturas crécela hierba. Y no hay en toda la casa ni tapices, ni sillas, ni bancos, ni arcas, ni cornucopias, ni cuadros, ni mesas, ni cortinajes. Y no hay tampoco—y ésto es lo grave—ni pucheros, ni cazuelas, ni sartenes, ni platos, ni vasos, ni jarros, ni cuchillos, ni tenedores. Pero este hidalgo vive feliz; en realidad, la vida no es más que la representación que tenemos de ella. En la sala grande que encontramos a la derecha, conforme entramos, aparece un cañizo con una manta; ésta es la cama. En el patio, colocado en uno de sus ángulos, vemos un cántaro lleno de agua: éstas son las provisiones.
En la casa reina un profundo silencio; la calle es estrecha, tortuosa. Se percibe el rumor rítmico, imperceptible, tenue, que hacen con sus tornos unas hilanderas de algodón que viven al lado—estos tornos simpáticos que vosotros habréis visto en el cuadro de Velázquez—; de cuando en cuando se oye una canción, tal vez un romance vetusto—como estos que cantan los pelaires de Segovia en la novela «El Donado hablador»—; o bien, de tarde en tarde, rasga el aire el son cristalino de una campana —estas campanas que en Toledo tocan los franciscanos, o los dominicos, o los mercenarios, oíos agustinianos, oíos capuchinos—; si estas campanadas es por la mañana cuando suenan, entonces nuestro hidalgo se levanta de su alfamar. Son las seis, las seis y media, las siete. En un cabo de la mísera cama están las calzas y el jubón del hidalgo, que a él le han servido de cabecera; él los toma y se los va poniendo; luego coge el sayo, que él zarandea y limpia; después coge la espada. Y ya, a punto de ceñirse el talabarte, la tiene un momento en sus manos, mirándola con amor, contemplándola como se contempla a un ser amado. Esta espada es toda España; esta espada es toda el alma de la raza; esta espada nos enseña la entereza, el valor, la dignidad, el desdén por lo pequeño, la audacia, el sufrimiento silencioso, altanero.
Si este hidalgo no tuviera esta espada, ¿comprendéis que pudiera vivir tranquilo, feliz, contento, en una casa sin sillas, sin mesa, sin cacharros y sin pucheros? Y él la mira, la remira, pasa su mano con cariño por la ancha taza, la blande un momento en el aire y le dice a este mozuelo que le sirve de criado y que le está observando atento: «¡Oh, si supieses, mozo, qué pieza es ésta! No hay marco de oro en el mundo por que yo la diese». Y a seguida la coloca a su lado siniestro. Y a seguida toma la capa de sobre el poyo donde él la puso con mucho cuidado la noche antes, después de soplar bien, y se envuelve arrogantemente en ella. «Lázaro—le dice a su criaíjo—, cuida bien de la casa; yo me voy a oir misa.» Y sale por la calle adelante; sus pasos son lentos; su cabeza está erguida altivamente, pero sin insolencia; un cabo de la capa cruza por encima del hombro, y su mano izquierda ha buscado el pomo de la espada y se ha posado en él con voluptuosidad, con satisfacción íntima. Un sordo portazo ha resonado en la calle; estas vecinas hilanderas han dejado sus tornos un instante y se han asomado al balcón. «¡Miren qué gentil va!»—dice una. «¡Trazas tiene de ser galán!»—exclama otra. «¡Buen caballero es!» —añade una tercera. Y todas estas toledanitas menudas, traviesas— estas toledanitas que por estos mismos días precisamente elogiaba por su viveza Brantome en sus «Vies des dames galantes»—; todas estas toledanitas ríen, acaso un poco locas, un poco despiadadas con sus risas cristalinas, del buen hidalgo, digno y fiero, que se aleja paso a paso, lentamente, majestuosamente, por la calleja arriba. ¿No veis en estas risas joviales acaso un símbolo? ¿No veis en estas hilanderas que trabajan en sus tornos durante todo el día y que se chancean de este hidalgo vecino suyo, íntegro, soñador, valiente, pero que no puede comer? ¿No veis el eterno y doloroso contraste, tan duradero como el mundo, entre la realidad y el espíritu, entre los trabajos prosaicos, sin los cuales no hay vida, y el ideal, sin el cual tampoco es posible la vida?
Pero las campanas de los franciscanos, de los agustinos, de los dominicos, de los mercenarios, de los capuchinos, de los trinitarios, están llamando a misa. Nuestro hidalgo penetra en una de esas diminutas iglesias toledañas, blancas, silenciosas; tal vez en el fondo se abre una ancha reja, y a través de los claros del enrejado se columbran las siluetas blancas o negras de las monjas que van y vienen. Y acabada la misa, nada más conveniente que dar un paseo por las afueras. Hace un tiempo claro, tibio, risueño; son los días del promedio del otoño; los árboles van amarilleando; comienzan a caer las hojas, y son movidas, traídas, llevadas, con un rumor sonoro, por el viento, a lo largo de los caminos; sobre el cielo azul, radiante, destacan las cúpulas, campanarios, muros dorados, muros negruzcos, miradores altos, chapiteles, de la ciudad; a lo lejos, frente a nosotros, a la otra banda del hondo tajo, se despliega el panorama adusto, sobrio, intenso, azul obscuro, ocre apagado, verde sombrío —los colores del «Greco»—de los extensos cigarrales. Acaso a esta hora plácida de la mañana salen de la ciudad y pasean por las frondosas huertas estos viejos nobles—don Rodrigo, don Lope, don Gonzalo—que son llevados en sus literas y caminan luego un momento encorvados, titubeantes, cargados con el peso de sus campañas gloriosas al lado de doña Isabel y don Fernando; o estos galanes con sus anchas golas rizadas, que sueñan con ir a Flandes, a Italia, y escriben billetes amorosos con citas de Catulo y Ovidio; o estas lindas doncellas ocultas en sus mantos anchos, y que sólo dejan ver, en toda su negrura, una mano blanca, suave, sedosa, larga, puntiaguda, tal vez ornada de una afiligranada sortija de oro trabajada por Alonso Núñez, Juan de Medina, Pedro Diez, finos aurífices toledanos; o estas dueñas setentonas, ochentonas, que llevan unos grandes pantuflos, unas anchas tocas, que acaso tienen un rudimento de bigote, que van de casa en casa llevando encajes y bujerías, que conocen las virtudes curativas de las hierbas, y que es posible que puedan proporcionaros un diente de un ahorcado o un pedazo de soga... Y nuestro hidalgo va paseando entre toda esta multitud de amadas y amadores. ¿No habéis visto en cierto lienzo de Velázquez—«La fuente de los Tritones»— la manera con que un galán se inclina ante una dama? Este gesto supremo, rendido y altivo al mismo tiempo, sobrio, sin extremosidad molesta, sin la puntita de afectación francesa, discreto, elegante, ligero; este gesto, único, maravilloso, sólo lo ha tenido España; este gesto, esta leve inclinación es toda la vieja y legendaria cortesía española; este gesto es Girón, Infantado, Lerma, Uceda, Alba, Villamediana; este gesto es el que hace nuestro hidalgo ante unas tapadas t|ue pasean ante la fronda; luego habla con ellas, discretea, ríe, sonríe, cuenta sus aventuras.
Tal vez estas damas, en el decurso de esta charla, insinúan—ya conocéis la treta—el deseo de una merienda o tal cual refrigerio; entonces, nuestro amigo siente un momento de vaga angustia, alega una urgencia inaplazable y se despide; ellas sonríen bajo sus mantos; él se aleja, lento, gallardo, apretando con leve crispación el puño de su espada. Y va pasando la mañana; doce graves, largas campanadas han sonado en la Catedral; es preciso ir a casa; ya en todos los comedores de la ciudad se tienden los blancos manteles, de lino o de damasco, sobre las mesas; nuestro hidalgo regresa hacia su caserón. Y aquí, en este punto, comienza una hora dolorosa. Vosotros, ¿no os habéis paseado por una sala de vuestra casa silenciosos, abstraídos de todo, en esos momentos en que honda contrariedad abruma vuestro espíritu? No sentís ira; no sentís indignación; no sale de vuestros labios ni un reproche ni un lamento: es una angustia íntima, mansa, una conformidad noble con el destino lo que os embarga. Así camina este hidalgo por las estancias y corredores de su casa. Estando en estos paseos llaman a la puerta; es Lázaro. Si antes, acaso, había en el ceño de nuestro amigo un dejo de fruncimiento, ahora, de pronto, su semblante se ha serenado.
—Lázaro, ¿cómo no has venido a comer? —le dice, sonriendo a su criado—. Yo te he estado esperando y, viendo que no venías, he comido.
Lázaro no ha comido; pero ha traído unos mendrugos y una uña de vaca que ha limosneado por la ciudad; él lo cuenta así.
—Lázaro—torna a decirle afablemente el caballero—, no quiero que demandes limosna; podrían creer que pides para mí...
Pero Lázaro se sienta en el poyo y se pone a comer; el caballero pasea y le mira.
—¡Buenas trazas tienes para comer, Lázaro!— le dice por tercera vez—. ¿Es eso uña de vaca?
—Uña de vaca es, señor—replica Lázaro.
—Yo te digo—vuelve a decir el buen hidalgo— que no hay mejor bocado en el mundo, para mi gusto.
Entonces Lázaro—que sabe que su señor está en ayunas—le ofrece un pedazo de la vianda; él titubea un poco; al fin—perdonémosle esta abdicación magna—, al fin, come. En este instante de perplejidad, ¿qué cosas habrán pasado por el cerebro de este hombre heroico?
Por la tarde torna de nuevo a pasear el caballero por las callejas toledanas; acaso platica con unos amigos—aunque él dice que no los tiene; recoged este otro rasgo de simpatía—, o acaso, desde el acantilado, mira correr en lo profundo las ondas mansas y rojizas del río. Otra vez tocan luego las campanitas de los conventos. ¿Va a una novena, a un trisagio, a un sermón nuestro amigo? Cuando entra en su casa, de regreso, le dice a Lázaro:
—Lázaro, esta noche ya es tarde para salir a comprar mantenimientos; mañana será de día y proveeremos nuestra despensa.
Y después pone su capa con cuidado sobre el poyo—luego de soplar bien—, se desnuda y se acuesta.
Esto era en 1518, en 1519, en 1520, en 1521 o en 1522. En este mismo siglo, una mujer, gran penetradora de almas—Teresa de Jesús—, escribía lo siguiente en el libro de «Las Fundaciones»: «Hay unas personas muy honradas, que, aunque mueran de hambre, lo quieren más que no que lo sientan los de fuera».
Esta es la grandeza española: la simplicidad, la fortaleza, el sufrimiento largo y silencioso bajo serenas apariencias; ésta es una de las raíces de la patria que ya se van secando.

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