lunes, 6 de octubre de 2014

El oidor

Un martes de agosto a media tarde, sentado en la soledad de su tienda, Pedro Marín escuchó la música por primera vez. Nada de cuanto llevaba cumplido de aquella jornada, fría, de un sol desleído en las nubes invernales, tediosa para quien no estuviera como él compenetrado en el letargo del pueblo, lo presagiaba. Había vendido un par de camisas y un sombrero durante la mañana. Había almorzado liviano, como aconsejaban sus sesenta y cuatro años, con su esposa y su hija. Había dormido la siesta acostumbrada sin pesadillas. Justo a las tres, en el espejo del baño, había contemplado su cara algo sanguínea por el agua y las refregaduras de la toalla, saludable a pesar de las arrugas adornada por un prolijo bigote del mismo ceniciento de los caballos en retirada. Luego había estado remarcando los precios de algunas cajas. Sin embargo ocurrió. Lo encontraron desvanecido, la frente sobre el mostrador, los brazos colgando. No dijo una sola palabra de lo que realmente sintió. El médico, que atribuyó el desmayo a un brusco cambio de presión, le recetó unas pastillas.
Sucedió de nuevo un domingo en la misa de diez. Ocupaba el lugar habitual entre sus dos mujeres. Llevaba puesto el traje gris, gastado pero impecable, cepillado y planchado por la hija con esmero de su desesperanzada soltería. Casi insensiblemente, el moroso concierto del órgano fue transformándose en aquel otro concierto sublime. Antes de ser poseído alcanzó a tomarse del respaldo del banco de enfrente. El oficio se suspendió hasta que consiguieron sacarlo, todavía presa de convulsivos sollozos.
Se pasó esta segunda convalecencia buscando en vano una explicación. Su lucidez superó todas las pruebas que se impuso. Sus nervios resultaban insospechables; además, ninguna secuela permitía suponer una verdadera enfermedad, siquiera un mínimo dolor de cabeza. No había probado una gota de alcohol, nunca había tenido un vicio. Pensó en ciertos fenómenos mentales de los que a veces leía en los diarios, pero enseguida abandonó la hipótesis, más por temor que por considerarla sinceramente descabellada. 
La tercera fue en sus sueños. Caminaba a ciegas a través de una espesa niebla. Repentinamente comenzó a oír aquello. Al principio, como un suave lamento que parecía subir del fondo de una tristeza abismal. A medida que crecía la melodía, unos borrosos fuegos lejanos poblaban la bruma. La música se condensaba, disipando su pesadumbre de un sostenido impulso, mientras las hogueras se aproximaban. Hasta que distinguió los árboles. Gigantescos árboles de retorcidas ramas desnudas que de pronto se encendían y quedaban ardiendo lentamente. Y la fantástica sinfonía irrumpió en su plenitud. Y vio a su alrededor, en el difuso resplandor, ruinosas tumbas de mármol negro y sobre ellas enormes estatuas de ángeles y de demonios, como animadas por los reflejos movedizos. Y echó a correr. Y ahora era un caudal inmenso, rotundo, impetuoso, que resonaba en aquel laberinto en llamas. Y él corría y corría entre los sepulcros, cercado por el incendio, aterradoramente pequeño en la grandeza celestial de la música. Aquella madrugada, muchos en el barrio despertaron al son del antiguo y olvidado piano de la señorita Marín. Una caótica función de un Pedro Marín en piyama, de rostro desencajado y ojos atónitos.
Desde entonces, aquel vetuoso instrumento se convirtió en una usina de torpes, desarticulados sonidos que se repetían a cualquier hora y que terminaron por impacientar al vecindario.
La prudencia de la señora Marín dispuso que fuese desocupada la pieza del fondo, deposito de trastos que daba a un baldío por dos de sus lados y al gallinero, y allí hizo instalar el plano y fue confinado el oidor. En su isla dejó pasar los días enteros, sin que nadie supiese de su retiro más que los penosos sonidos ahora distantes. A menudo la hija cruzaba el patio, de vuelta, con la bandeja de los alimentos intacta. Doña Alma, la esposa, solía regresar llorando. Al cabo de una semana, los mirones que espiaban sobre el muro ya no pudieron sorprender a Pedro Marín paseándose caviloso, cada vez más delgado. La tienda cerró para siempre.
El anciano de melena blanca llegó un radiante mediodía en el tren de pasajeros. Apareció en el único taxi del pueblo. Traía una valija desteñida y el gesto grave y cansado. Golpeó con energía, apenas respondió al saludo de la dueña de casa y entró con llamativa resolución.
-Un cura locos -dijeron.
-Un exorcista -dijeron.
Pero más tarde, cuando en ves de los destemplados tanteos sonoros comenzaron aquellas maravillosas armonías, el enigma se reveló:
-Un pianista. Un gran pianista. -dijeron.
El viejo permaneció en la casa cerca de un mes. La mayor parte del tiempo, fuera de sus pensativas caminatas por las calles, la dedicaba a sus lecciones alternadas con los exasperantes intentos del alumno. Un atardecer la música se interrumpió súbitamente y alguien lo vio salir al patio a grandes pasos, iracundo, con el semblante descompuesto. Partió al día siguiente.
Vinieron otros. Un violinista jorobado. Un trompetista negro y risueño. Un flautista barbudo, de gruesos anteojos, muy alto y muy flaco. Todos fracasaron. Todos se marcharon con sus instrumentos fatigados inútilmente por el oidor.
Mientras, Pedro Marín empeoraba. Con frecuencia se ponía a gritar; alaridos de pánico, ahogados en lastimeros gemidos para recomenzar al rato. Alma debió acudir a los vecinos: se revolcaba en el barro, bajo el aguacero, apretándose las orejas.
Por fin lo llevaron en una ambulancia. Había mucha gente. Esta irreconocible, ceñido por una envoltura que cubría su cuerpo de las piernas al cuello. Dos enfermeros le sujetaban los hombros. Antes de ascender al vehículo, tras las patéticas despedidas, murmuró, sin levantar la mirada.
- No importa. Yo voy a seguir escuchando.
José Gabriel Ceballos

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