Mucho antes del descubrimiento de la electricidad, el hombre había encontrado el sistema de transmitir información más aprisa de lo que podía caminar, correr o montar. La transmitían por medio de penachos de humo, por medio de los sonidos de los tam-tams, cuernos, campanas o disparos de pistola, por el destello del sol en los metales o espejos, y por el resplandor de las luces por la noche en los campanarios.
Hoy nuestras líneas de comunicación se extienden a través de los continentes y los océanos. La responsabilidad de este milagro cae sobre una nueva raza de máquinas, mecanismos que utilizan las invisibles ondas, fuerza y fluir de la electricidad. Estas máquinas eléctricas abarcan desde diseños primitivos activados por corrientes que laten a través de sus finos nervios metálicos, hasta diseños maestros, que han venido a llamarse «electrónicos» porque dependen de la acción de los electrones en tubos y transistores al vacío. Estos mecanismos extienden nuestros sentidos incluso lo mismo que las máquinas más antiguas extendían nuestros músculos. También han extendido el mismísimo significado de la palabra «máquina».
Las máquinas electrónicas traen a nuestras salas de estar al presidente de los EEUU, o una escaramuza en una aldea de techos de paja en el Congo. Con plumas registradoras y líneas oscilográficas cambiantes, registran los latidos de nuestro corazón, la actividad de nuestro cerebro, el movimiento de nuestros ojos durante el ensueño del medio dormir. Procuran claves proustianas del pasado, permitiéndonos oír de nuevo voces calladas desde hace mucho tiempo. Las primordiales entre estas máquinas extraordinarias de comunicación y memoria son el telégrafo, teléfono y la radio; el fonógrafo y la cinta magnetofónica; el cine sonoro y la televisión.
Aunque parezcan inseparables del siglo XX, las máquinas electrónicas tienen sus raíces en las profundidades del pasado, en el acopio gradual de conocimientos sobre la conducción y aislamiento de la corriente eléctrica. En 1729, un inglés llamado Stephen Gray transmitió cargas eléctricas a cerca de 300 metros a través de alambres de latón, e hilo mojado. Dos décadas más tarde, un francés, el abad Jean Antoine Nollet, decidió averiguar a qué velocidad viajaba la electricidad. Hombre de buen humor, así como de curiosidad científica, colocó a 200 monjes cartujos en un círculo de 1,5 km. de longitud, los ató con alambre y envió una fuerte carga por el mismo, averiguando que viajaba muy rápidamente por cierto. Sin embargo, fue esencialmente el trabajo de Volta, Oersted y Henry, descrito en el capítulo 6, lo que dio impulso a la electrónica, la batería de Volta, el electromagnetismo de Oersted y el electroimán de Henry.
El electroimán es, por cierto, crucial en todas las máquinas de comunicación. El electroimán típico, como el que hay en un receptor telefónico, consiste de una pequeña médula de hierro, envuelta en bobinas de alambre aislado. Como hemos hecho notar antes, está activada por las propiedades de imantación de la corriente eléctrica. Cuando la corriente pasa a través de las bobinas, el hierro se magnetiza. Es increíblemente sensible; tanto si la corriente vibra a intervalos, 50 ó 50.000 veces por segundo, tantas veces la médula pierde o recobra su imantación, reflejando y radiando precisamente la fuerza y duración de la corriente.
En Inglaterra, en la década del 1830, W. F. Cooke, estudiante de medicina, y Charles Wheatstone, físico, dedujeron del descubrimiento de Oersted que una aguja magnética es desviada por la corriente eléctrica, e idearon un telégrafo eléctrico primitivo, precursor dramático del moderno teletipo de la policía.
El día primero de año en 1845, un tal John Tawell mató a una mujer en Slough, envenenándola, y después huyó en tren a Londres, que estaba a 30 kilómetros de distancia. Las autoridades telegrafiaron la descripción de Tawell en seguida. Los detectives londinenses le esperaban cuando llegó a la estación de Paddington. A su debido tiempo fue ahorcado por homicidio.
La inspiración de un retratista
Coincidiendo con el intento de Cooke-Wheatstone, un retratista norteamericano, Samuel F. B. Morse, decidió inventar un telégrafo eléctrico. Un diseño extraordinariamente sencillo establecía el principio básico de todas las máquinas de comunicación que le siguieron: transformación de la información en pulsaciones eléctricas, latidos breves e intermitentes, y su transmisión en forma de señales eléctricas.
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