Sintió la presencia.
Después fueron sus manos. Percibió el calor de ellas a través de la fina tela de su vestido y no pudo evitar un estremecimiento, porque la caricia le produjo una confusa sensación de placer y repulsión a la vez. Y luego fue la mirada. Con esos ojos… como taladros candentes. Como puñales. Como imanes poderosos. Ineludibles, que la sumían en éxtasis y finalmente la hundían en el horror.
Intentó zafarse y no lo consiguió. Los dedos que la retenían se habían transformados en garras que se incrustaron en su piel, y la sensación placentera desapareció. Forcejeó angustiada hasta que el vestido se desgarró y sintió un dolor lacerante en los brazos y en los hombros, al tiempo que hilillos de sangre comenzaron a deslizarse hasta sus dedos.
Enceguecida de asco y dolor multiplicó sus fuerzas hasta que logró liberarse, entonces tomó por el callejón oscuro y resbaladizo, en medio de la noche negra y brumosa. Lo único que deseaba era correr. Huir. Alejarse cuanto antes tanto como sus piernas se lo permitieran. Y eso es lo que hizo con desesperación.
Al menos… es lo que le parecía que estaba haciendo. Pero no avanzaba. No avanzaba nada. Ni un centímetro. Algo no estaba bien. Sus piernas… ¿Qué demonios les pasaba a sus piernas?... No las podía mover. Eran pesadísimas.
Se miró.
Eran de plomo.
No, no… eso no podía ser. Era una locura.
Intentó de nuevo con fiera determinación. Ahora las sentía más livianas. Casi no la sostenían. Volvió a mirarse. Eran de… ¡no, no, no!. Eran de niebla… se deshacían… se deshacían…
Y él estaba detrás. Siempre detrás. Y percibía sus pasos como un impulso fatídico e inexorable. Cada vez más cerca. Cada vez más…
Un jadeo helado junto a su mejilla la sobresaltó y entonces sólo supo que su último recurso era gritar.
Abrió la boca, pero de su garganta reseca, en pugna por respirar, apenas brotó un horrible estertor.
Se estaba muriendo y nadie lo sabría.
Gemía bañada en sudor helado, aún dominada por el pánico, respirando fatigosamente y tratando de disipar las tinieblas del sueño. Puso los pies en el suelo y consiguió arrastrarse hasta la ventana abierta, luchando por recuperar el aliento y llenar sus pulmones con el aire fresco del amanecer.
Otra vez la misma pesadilla. Siempre igual. Noche tras noche. Día tras día. Había intentado dormir durante el día y velar de noche, pero no le dio resultado. Odiaba las noches y las siestas. Odiaba dormir y ansiaba poder lograrlo sin sueños.
Sabía que así no podría continuar porque se sentía en el límite de sus fuerzas. Su resistencia estaba minada y las jaquecas eran cada vez más frecuentes e intensas. Cuando el dolor cedía quedaba inmediatamente dormida en cualquier lugar, pero volvía al mismo sueño una y otra vez, revolviéndose en infinitas espirales.
De nada le servían las pastillas, y el viejo médico del pueblo ya no atinaba con el tratamiento, al extremo que estaba decidido a derivar a su paciente a algún especialista en enfermedades nerviosas.
Pero ella sabía muy bien el origen y el motivo de esos trastornos. Sólo que era su secreto y prefería morir con él.
Viajaré, me iré lejos -se decía animada- Creo que un cambio radical de ambiente me vendría bien. Claro que lo haría sola. Sin el mocoso. Antes lo internaría en un colegio y así no lo vería por un largo, larguísimo tiempo…
En realidad, lo que más la exasperaba era que cuando ella lo atacaba él no se defendía. Era más que eso, hasta le daba la impresión de que ni siquiera la escuchaba. Se encerraba en un mutismo enervante.
Solo miraba. Y eso era peor.
Se levantó con una tremenda sensación de fatiga, se acercó al espejo, se observó y su aspecto no le gustó. Decidió con firmeza emprender el viaja proyectado. Y lo haría sin pérdida de tiempo.
-Hoy mismo viajaré a Corrientes -se prometió- y haré la reserva para el primer vuelo. Después de todo, mi actitud será justificable. Una viuda que después de la trágica muerte de su marido decide realizar un viaje reparador para mitigar su desconsuelo, aconsejada por su médico de cabecera. Quien podría impedirlo.
-Buenos días, señora. ¿Cómo se siente hoy?
La voz de la mucama que le traía la bandeja con el desayuno, la sacó de sus cavilaciones.
-Muy bien, bastante mejor -mintió.
-¿Desea el desayuno o alguna otra cosa?. Es ya mediodía.
-Sólo una taza de café bien cargado. Necesito despabilarme.
-Perdone señora, le recuerdo que el médico… -intentó advertirle la mucama, pero la otra no le dejó concluir.
-No hay cuidado. Estoy mejor. ¿Dónde está Luis?
-A esta hora no sé donde podrá estar, pero si usted lo desea puedo preguntar a la institutriz.
-Deseo verlo en cuento lo encuentren.
-¿Lo llamo, entonces? -dijo solícita la mucama.
La señora vaciló todavía un poco y luego contestó:
-No, no hay apuro. Más tarde.
Más tarde no pudieron encontrarlo. La institutriz no sabía donde pudiera estar a esa hora, pero alguien lo había visto durante la siesta en la galería y después encaminándose hacia unos arbustos.
La siesta blanca y quieta exhalaba su aliento ardiente y agobiador.
Agujas punzantes como aguijones se le clavaron en las sienes con sistemática insistencia y su respiración se había vuelto dificultosa. Otra vez se sentía cansada. Tanto…
-Tal vez mañana -pensó aturdida-. Sí. Mañana sin falta iría a la ciudad. Ya para entonces seguro que se sentiría mejor. Mañana…
Destapó el frasco y tomó otra cápsula con la esperanza de que esa segunda dosis la aliviara.
Era increíble, pero siempre de siesta era aún peor -se dijo- completamente aturdida por un malestar general y luego se abandonó a un oscuro sopor.
La señorita Julia aprovechando que todos dormían la siesta salió con paso sigiloso. No deseaba que nadie se enterase de su escapada al pueblo.
Una vez allí se detuvo frente a la sacristía y pidió hablar con el sacerdote. Era casi un anciano de carácter dulce y apacible, así que estaba segura de que él la sabría escuchar. Y lo que era más, tal vez hasta le creyera…
Necesitaba confiarse a alguien para calmar su desazón y desconcierto. Y otra vez, mientras esperaba, se repitió que era la única persona que, después de escucharla, no la haría sentirse ridícula.
La sacristía era un lugar fresco y el ambiente de recogimiento que allí se respiraba le transmitió una sensación de confianza y bienestar. Sentimiento que se afianzó cuando ella le confió sus observaciones y temores.
-Por favor, señorita Julia, no quiero ser cargoso, pero habló usted con tanto apresuramiento que parte del relato se me ha escapado. Disculpe a mis viejos oídos que han escuchado tanto… ¿Podría repetirme el final con un poco más de sosiego? Por mi parte, le prometo que haré todo lo que esté a mi alcance para ayudar.
-Perdone usted, Padre. Intentaré hacerlo en la forma más ordenada posible. Pero ocurre que todos estos hechos me han alterado bastante, y mi inquietud crece en la medida que no puedo hacer nada por modificar la situación. Me siento tan impotente… imagínese, cuán no ha de ser mi aflicción, teniendo en cuenta que fui yo quien prácticamente crio al chico. ¡Pobrecito!... usted sabe que la madre falleció al darlo a luz, y el padre se volvió a casar con esa terrible mujer, que desde que falleció el señor no hace más que maltratar a la pobre criatura. -dijo tratando de sofocar su indicación.
-Cómo es eso, ¿se refiere usted al maltrato corporal?
-No. Es otro tipo de castigo, y creo que es peor. Es una mujer cruel. Le dice cosas horribles. Yo la escuché un día, fue por pura casualidad y sin que ella se diera cuenta, y le aseguro que se me heló la sangre. Pero la muy astuta se cuida muy bien de hacerlo delante de terceros. ¡La muy zorra!... -hizo un paréntesis de silencio y luego prosiguió con resolución- Si fuera por mí no volvería a esa casa. De aquí me iría directo a Buenos Aires. El señor ya no está. Fue él quien me contrató como institutriz para atender la educación del niño. Fíjese Padre, que hasta ya aprendió a leer. Claro… el mérito no es todo mío. En realidad, yo…
-Un momento. ¿Cuántos años me dijo que tiene el chico? Si mal no recuerdo, me dijo que es bastante pequeño.
-Bueno… ocurre que es muy precoz para su edad cronológica. Hace una semana cumplió los cuatro, pero aprendió a leer sin ningún tipo de dificultad a los tres. Estoy muy orgullosa de él y al mismo tiempo preocupada por esa misma razón.
-¿Pero no es eso un buen síntoma? -dijo tentativo.
-En circunstancias normales, sí.
-Disculpe mi observación, señorita Julia, aún sabiendo que es usted una docente especializada en este tipo de educación, pero ¿no será que se apresuró demasiado con la enseñanza de la lectura?
-Es que yo no le enseñé específicamente a leer. Fue un día que, jugando con sus cubos de colores, de esos que tienen letras y números, él me pidió que le dijera que nombre de las letras y la fonética de cada una de ellas. Y ese fue su punto de partida. En realidad aprendió solo.- suspiró aprensiva y continuó pesarosa. -a partir de entonces casi no ha dejado de ir a la biblioteca de su padre.
-¿Y no le llamó la atención tal actitud en un niño de tan corta edad?...
-En un principio no me inquieté demasiado que allí pasara gran parte de su tiempo, ya que fue en invierno y pensé que se entretenía hojeando los libros con láminas. Hasta que un día, intrigada ya por semejante comportamiento, descubrí que no eran precisamente las láminas lo que le interesaban…
-Pero un nene de tres años… -caviló el sacerdote.
-Así es. Pero al margen de eso, usted tiene que saber que el señor Luis era un hombre de vasta cultura y que parte de su educación la completó en el extranjero, de modo que en esa biblioteca hay de todo. ¿Qué cree usted que el nene estaba leyendo cuando lo fui a ver?.
-Supongo que algún libro de cuentos.
-Una enciclopedia escrita en alemán.
-Pero, y cómo sabe usted que la estaba leyendo -inquirió- tal vez…
-Sólo escuche esto -le cortó ansiosa- le dije, ¿Qué estás haciendo Luisito?
Me quedé esperando a su lado, y cuando no obtuve respuesta volví a insistir:
-¿Te agradan las láminas de ese libro?. Pero la verdad es que tenía varios libros abiertos a su alrededor. Estaba sentado en el suelo, sobre la alfombra que cubre enteramente la habitación, y en el regazo tenía un cuaderno y un lápiz con el que, aparentemente, hacía anotaciones. Sin embargo, lo que más me impresionó, fue la expresión de su carita. Conservaba todos los rasgos angelicales de niño, las sonrosadas mejillas con la aureola de sus ricitos dorados y sus grandes ojos azules… Pero había algo… algo siniestro detrás de esa expresión. Algo que me sacudió y me dejó temblando. No obstante traté de sobreponerme, haciendo como que no me daba cuenta de nada y me puse a ordenar cosas que no necesitaban ser ordenadas, intuyendo que él se había percatado de mi turbación. Para cortar esta situación tan incómoda, arriesgué otra pregunta:
-Luisito, ¿Qué te parece si salimos a dar un paseíto antes que el sol caliente demasiado?. Es una hermosa mañana -dije alentadora.
Me observó con una expresión indescifrable y me dijo lacónico en un tono impersonal:
-¿No ves acaso que estoy controlando unos datos? Hay demasiadas falsedades en los libros.
Me acerqué y vi que los otros libros estaban en idiomas diferentes. Llegué a ver que uno de ellos estaba en inglés y el otro en francés. Esta vez me mordí la lengua para no hacer ningún tipo de comentario. Entonces él prosiguió:
-Esto lleva mucho tiempo.
Ya no pude contenerme y tanteé:
-¿Y cuáles son los datos que te preocupan, querido?
-Unos datos que me incumben sólo a mí. Además vos no lo entenderías. Es demasiado complicado.- Contestó llanamente.
-Pero, ¿en verdad entendés lo que estás leyendo? sólo te enseñé algo de inglés y un poquito de francés – dije, esperando ya cualquier respuesta por más descabellada que fuera.
Con total indiferencia, como si un sabio se dirigiera a un chico del Jardín de Infantes, me respondió, mientras su mirada me producía confusión mental:
-Conociendo las letras es fácil. Lo mismo pasa con los números. Es sólo cuestión de combinaciones.
-Sí… pero… hay diferencias en un idioma y otro y… -farfullé y no pude continuar, porque de pronto me di cuenta de que entre los dos se había abierto una suerte de abismo de incomprensión. No sé si me explico, Padre. Sólo sentí unas tremendas ganas de llorar. Preguntas, emociones, recuerdos… algo que se perdía sin remedio. Algo que no alcanzaba a dimensionar… rechazo… ¡Ay, Padre!... Qué impotente me sentí. Y estoy tan desconcertada. Tengo tanto miedo por él… era un chico tan alegre y me quería tanto como yo a él. Ahora en cambio, se ha vuelto hermético, taciturno, solitario. No habla casi con nadie. Salvo lo estrictamente necesario.
El sacerdote la escuchaba en actitud concentrada, pero cuando habló trató de dar a su voz un tono ligero.
-Vamos, vamos! Señorita Julia. No se deje abatir así. Usted es una mujer inteligente y debe darse cuenta de que esas actitudes a veces son propias de los chicos que crecen demasiado solos. ¿Por qué no prueba ponerlo en contacto con algún otro niño? Además debe tener que cuenta lo del accidente del padre. Siempre estas tragedias dejan secuelas en los niños, por más pequeños que sean. Debe tratarse sin duda de un nene extremadamente sensible. ¿O me equivoco?.
-Todas esas consideraciones están muy bien, pero todavía me falta contarle lo que pasó hace unos días. Y ese incidente es el que me decidió a recurrir a usted -se acomodó en el asiento y su mirada quedó enfocada en una visión interior-. Ocurrió este lunes a la hora de la siesta, cuando fui al patio por casualidad. Era una siesta agobiante pero me desconcertó verlo allí, parado a pleno sol…
Aparentemente conversando con alguien que yo no alcanzaba a ver. En un principio creí que se trataba de algún chico, pero cuando llegué al lugar vi que no había nadie. Aún así me armé de coraje y tratando de imprimir a mi voz naturalidad le dije:
-Creí que estabas con un amiguito… -otra vez la mirada turbadora y después, con una inflexión extraña en su voz me contestó-. A estas alturas ya tendrías que haberte dado cuenta de que la compañía de ningún chico puede resultarme adecuada. Son todos estúpidos. Y ahora no quiero que me interrumpas. Estoy con mi amigo.
No sé cual pudo haber sido mi expresión, sólo sé que miré sin disimulo hacia todos lados buscando al amigo. Pero al margen de esta fantasía, me sentí alarmada pensando que el sol de la siesta pudiera haberle afectado. Me acerqué con intención de tocarle la frente, como acostumbraba hacer para comprobar si no tenía fiebre, pero él se retiró bruscamente evitando mi cercanía y quedó en una actitud de abierto desafío.
-No fue mi intención molestarte, Luisito. Sólo quería proponerte, junto con tu amigo, por supuesto, pasar a un lugar más fresco. ¡Hace tanto calor aquí afuera!...
Giró la cabecita hacia un costado y quedó como escuchando, hasta que finalmente dirigiéndose a mí dijo:
-Mi amigo dice que él no necesita que nadie lo invite. Que entra cuando quiere y que él sabe muy bien a qué horas le place hacerlo. Y papito tampoco desea entrar.
Esto último colmó mi capacidad de asombro, pero aun así y con un resto de voz comencé:
-Pero querido, vos sabés muy bien que tu papito… bueno… que él ya no está entre nosotros.
-Conmigo sí. Y con mi amigo también.
-Y puedo saber quien es tu amigo – inquirí empleando esperanzada todo mi tacto. O lo que restaba de él, tratando de dar a mi voz una inflexión natural.
-Es un señor -dijo lacónico.
-Así que se trata de un señor… creí que sería un amiguito de tu edad -comenté como al descuido.
-Ya te dije que los chicos de mi edad me fastidian.
-¿Y tendría yo alguna posibilidad de conocerlo? -tanteé, aún sintiéndome algo estúpida.
-No creo… él no pierde tiempo con mujeres de tu edad. Sólo entabla relación con chicos y mujeres jóvenes. Así me dijo.
Quedé completamente abrumada, pero busqué mi voz y por fin articulé algo que creo que pareció bastante coherente:
-Entonces, al menos, ¿me podrías decir cómo es él?
-Si tanto te interesa… es un señor bajito, robusto, con unos ojos que saben leer tus pensamientos y deseos… ah! y usa un sombrero grande. Muy grande.
-¿Con un qué?...
-Lo que oíste.
-Pero… realmente, ¿conversás con él? -insistí.
-Pese a tu escepticismo, así es.
-Debe ser bastante interesante lo que te dice, como para aguantar este sol…
-Entre otras cosas, me contó que papito no murió precisamente a causa del accidente.
Algo helado serpenteó por mi espina dorsal. Después con la boca seca me escuché decir tontamente: -¿Ah, no?... no entiendo… qué…
-No te molestes en hacer conjeturas. Ella lo mató.
-Quien es ella -me animé a preguntar.
-Creo que no se necesita ser demasiado perspicaz para darse cuenta -me dijo sarcástico, con una sonrisa maliciosa que curvó sus labios rosados. Pero los hoyuelos de su carita habían perdido todo su encanto.
-Por Dios, criatura… ¿sabés lo que estás diciendo?
-Claro. Mi amigo es quien sabe de eso muy bien. Y me aseguró que él me ayudaría a darle un escarmiento a la zorra esa. Que por ahora se divierte bastante haciéndole cosas que a ella le gustan. Pero que cuando se canse de ella le hará algo feo y que después recién vendrá a buscarme para ir a jugar a un que él solo sabe y en el que nadie nos molestará -dijo de un tirón como en trance. Después reaccionó y en tono imperativo agregó- Y no vuelvas a llamarme criatura.
-¡Virgen Santa! -exclamé azorada- Cómo podés decir esas cosas tan… tan… terribles y obs…-me atajé.
-No te mortifiques. Ella está acostumbrada a las obscenidades. Le gustan. Es una sucia -dijo displicente.
-Luisito querido -dije casi llorando-. ¿Qué es lo que te ha pasado?... Por Dios!...
Lo tomé impulsiva entre mis brazos y besé sus rizos dorados. No tenía otra arma sino mi cariño. Me sentía desolada y a merced de algo tan desconocido como aterrador. A través de la tela de su roma sentí su cuerpecito rígido en señal de rechazo, pero no lo solté, mientras desde mi corazón elevaba una plegaria en forma incoherente. Lo arrastré hacia la casa y ya adentro, pude notar que había comenzado a relajarse paulatinamente.
El sacerdote se pasó el pañuelo por la frente con sus apergaminadas manos y suspiró.
-Bueno… creo que usted ha sido bastante explícita, y de acuerdo con todas sus observaciones y experiencias con el niño, pienso que la situación es delicada. La imaginación del chico está sumamente… digamos que estimulada. Y ese personaje al que alude, es sin duda el tan temido Pombero. Porque a menudo suele ocurrir que los mismos peones y el personal de servicio, es decir los más crédulos, son los que se encargan de contar esas mitológicas historias y de allí los hechos… usted más que nadie sabe cómo son los niños.
-Si, es cierto. Pero al margen de esto que acabo de contarle, hay algo en esa casa. Algo que me cuesta definir. Sin embargo, cuando uno está allí podría decir que hasta se puede sentir como algo palpable. Y a ello se suma la extraña actitud de la señora. Hace ya un tiempo que no sale de la habitación. Fíjese que hace poco, una siesta que pasaba por el pasillo que da a su dormitorio, escuché ruidos raros desde allí.
-Y a qué llamaría usted raros… -inquirió el sacerdote.
-No sabría definirlos con exactitud… pero al principio me parecieron de complacencia, como risitas y cuchicheos cómplices, algo así como arrumacos, y eso me extrañó sobremanera ya que tenía la certeza de que la señora estaba sola. Me detuve y agucé el oído, como para asegurarme de que no se tratara de ocurrencias mías. Y no lo eran. Entonces hice algo que detesto. Me acerqué a la puerta y me detuve a escuchar con toda deliberación. Perdone usted, Padre, mi actitud, pero estaba realmente alarmada. Pegué el oído a la puerta cerrada y los arrumacos o lo que fueran comenzaron a transformarse en gemidos cada vez más lastimeros hasta convertirse en un jadeo horrible. Entonces ya no pude contenerme y comencé a llamar a la puerta pensando que la señora sufría un ataque. Los quejidos cesaron de inmediato. No obstante, insistí e intenté abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Ahora sólo quedaba un silencio aún más aterrador que lo anteriormente escuchado.
Después supe por la mucama que la asiste que, cada vez que ella entra con la bandeja de la comida o cuando acude a su llamado, la habitación está muy fría y en estado de total desorden. Ah, y lo peor, que casi siempre encuentran a la señora semidesnuda, con el camisón o las ropas desgarradas. ¿Qué me dice a esto, Padre? ¿No tengo razón acaso para sospechar que en esa casa ocurren cosas fuera de lo normal? ¿Usted podría hacer algo?...
-Bien. Ahora que ya tengo un panorama general de la situación, le prometo que haré todo lo que esté a mi alcance. Así que mañana por la mañana Dios mediante, estaré por allá. Y trate de mantenerse tranquila. Hasta mañana, señorita Julia.
Era casi la noche de ese mismo día cuando el médico se retiró de la estancia apresuradamente para pedir consulta con un médico de la capital.
Mientras, la enferma se arrastró hasta el espejo de su tocador y esta vez su imagen la espantó. Observó con ojo crítico su pelo opaco y estropajoso y sus manos que le temblaban sin control, en tanto se repetía una y otra vez que se iría lejos… que intentaría prescindir de esas visitas que le daban tanto placer y horror, que huiría cuando pudiera de ese perverso niño que siempre la estaba acosando con esos ojos… esos ojos… De pronto, algo se conectó en su mente embotada. Algo que la sacudió como una descarga de alto voltaje. Esos ojos… los mismos que la perseguían obsesivamente en sus delirios… ojos como abismos… como si otros ojos malignos habitaran dentro de ellos. Acechando. Esperando…
El dolor le taladró las sienes con saña, le recorrió a lo largo de la médula como un siseo ardiente y cuando intentó incorporarse y dar un paso sus piernas ya no le respondieron. A duras penas atrapó el frasco de la mesita de noche. Se tragó varias cápsulas, sabiendo que era una sobredosis, pero ya no le importó.
Ahora flotaba en medio de algo indefinible rodeada de colores brillantes nunca vistos. Todo era tan mullido… tan suave… Se sintió hermosa y deseable y otra vez percibió la placentera calidez de ese cuerpo que la requería. Lo sintió a través de la tela de su vestida, en la nuca, en los hombros… en todo su cuerpo que vibraba esperando… hasta que vio sus manos velludas con uñas como garfios.
Entonces el horror palpitó en sus sienes y en la base de su garganta con fuerza ciega y salvaje, amenazando soltar los tendones de su cuello. Mientras la sangre bullía enloquecida dentro de su cabeza, bombeando detrás de sus ojos. El pecho y la espalda palpitaban descontrolados buscando un poco de aire sin conseguirlo. Intentó gritar. Huir. Salir de la pesadilla. Pero esta vez no era una pesadilla. Esta vez ni siquiera logró mover un dedo. Ni pestañear. Ni apartar la mirada de esos ojos crueles, como brasas…
Esta vez él se quitó el enorme sombrero y le sonrió.
Fue cuando el corazón de ella se detuvo.
La mucama le llevó el desayuno sobre el mediodía, y la encontró caída de bruces junto a la cama, con los ojos desorbitados por el espanto, la ropa hecha jirones y el cuerpo lacerado.
El médico, más tarde confirmó su diagnóstico de un caso de locura irreversible.
Mientras la casa todavía se hallaba convulsionada por el trágico suceso, Luisito salió al patio y desapareció en medio de la siesta reverberante de sol.
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