viernes, 24 de octubre de 2014

La necesidad de comunicarse es profunda (segunda parte)

El teléfono, la radio, la televisión y la cinta magnetofónica hacen todo esto. Igual lo hacen nuestros sentidos; recogen información de nuestros alrededores, la convierten en señales de nervios y las proyectan al cerebro. 
El telégrafo Cooke-Wheatstone de 1830, 
uno de los primeros en funcionar por 
el sistema electromagnético, 
tenía cinco agujas colocadas en medio de una celosía.

El telégrafo Morse consistía en una fuente de energía eléctrica, una llave de transmisión, un receptor en forma de un resonador electromagnético, y el cable de unión. Al presionar sobre la llave se activaba el electroimán del resonador. El imán entonces hacía mover el resonador con un clic que se podía percibir. Como complemento a su aparato, Morse ingenió su célebre clave de puntos y rayas. Cada letra y cada número tenían su propia identidad; la letra «a», por ejemplo, era «punto-raya». La más ligera transmisión sobre la llave transmitía un punto. Si se mantenía una pequeña fracción de segundo más, enviaba una raya. 
Después de una prolongada discusión en el Congreso sobre el absurdo proyecto de Morse, el gobierno le concedió 30.000 dólares para construir una línea telegráfica entre Baltimore y Washington. Utilizando pequeños platos de cristal como aisladores, ensartó su cable en postes a lo largo del camino. El primer mensaje fue transmitido por el hilo telegráfico el 1 de mayo de 1844. Habiéndose enterado que los liberales, reunidos en un Congreso nacional en Baltimore, habían designado a Henry Clay y Theodore Frelinghuysen sus candidatos para las elecciones a Presidente y Vicepresidente, el ayudante de Morse, Alfred Vail, en su pulsador cerca del empalme de Anápolis, transmitió: «La candidatura es Clay y Frelinghuysen». 

Estas palabras, el primer destello de noticias en la historia, ganaron la delantera a los delegados que regresaban en tren a Washington por una hora y cuatro minutos. El 24 de mayo, durante las ceremonias oficiales en el Tribunal Supremo, Morse despachó a Baltimore el primer mensaje oficial de su telégrafo, un pasaje de la Biblia: «¡Lo que Dios creó!». Las pulsaciones que dio cubrieron la distancia entre las dos ciudades en poco menos de 1/4900 de segundo. 
Telégrafo Morse
Al cabo de dos años, la red de líneas telegráficas se extendía desde Washington a Portland, Maine, al norte, y hasta Milwaukee por el oeste. No se reconocía universalmente que fuera una ventaja, ni mucho menos. En un distrito, los labradores derribaron kilómetros del tendido, convencidos que extraía la electricidad del aire, perturbaba el tiempo y era la ruina de las cosechas. No obstante, no se pudo evitar el empuje inevitable que había de llevar las líneas hasta el lejano Pacífico. En 1861 dieron término los trabajos y los valientes jinetes del Pony Express hicieron historia. Cinco años más tarde el vapor Great Eastern consiguió tender el cable transatlántico permanente de Cyrus H. Field, desde Irlanda a Trinity Bay en Terranova. Los habitantes de la costa atlántica casi enloquecieron. Pensar que ayer lo que tardaba 12 días por vapor podía transmitirse por la clave de Morse desde Nueva York a Londres en unos minutos. 
El ingenio de Morse, con su incesante tic-tac, transmitiendo sus mensajes de clave en las estaciones de ferrocarril y oficinas de telégrafos, pronto llevó a los hombres de imaginación a pensar que si tales sonidos se podían enviar por medio de la línea, también se podría enviar la voz humana de la misma manera. 
El soñador destinado a realizar esta hazaña era un joven escocés de pelo oscuro y aspecto byroniano que vivía en Boston, Alexander Graham Bell. Profesor de elocución y lectura por observación del movimiento de los labios, Bell decidió emplear sus conocimientos de acústica y del sistema auditivo humano para desarrollar un mecanismo que convirtiera las ondas sonoras de la voz humana en una corriente eléctrica fluctuante y viceversa. 

Una salpicadura y sus consecuencias 
Cierto día de junio de 1875, Bell estaba sentado en su laboratorio con un aparato receptor pegado a su oído. En otra habitación, un ayudante, Thomas A. Watson, ajustaba una lengüeta de acero unida a su transmisor experimental. Watson dio un toquecito a la lengüeta. Sus vibraciones llegaron hasta Bell por la línea en un sonido débil, pero inconfundible. Al año siguiente, en la vivienda de Bell, él y Watson montaron un transmisor perfeccionado y empezaron las pruebas. El 10 de marzo de 1876 Bell estaba en su despacho y Watson en una habitación contigua. Al hacer los ajustes preliminares, Bell hizo caer una botella de ácido que le salpicó la ropa. «¡Mister Watson, exclamó, venga, le necesito!» Watson oyó las palabras claramente, la primera oración transmitida por teléfono. 
1876, primer teléfono
Fue corriendo. Más tarde, en el mismo año, Bell, que entonces había cumplido los 29 años, recibió de la Oficina de Patentes de los EEUU la número 174.465, que resultó ser una de las patentes individuales más valiosas que jamás haya sido expedida. La versión del primer teléfono de Bell, hoy refinada y producida en cantidades, es casi un aparato indispensable; en 1962 había en todo el mundo unos 150 millones en uso. 
Incluso cuando Bell utilizó su invento como un servicio comercial en 1878, otro sueño empezó a ocurrírsele a los hombres. Ya tenían pruebas que la voz humana, así como la clave de punto y raya de Morse, podía ser enviada efectivamente por medio de un hilo. ¿Por qué?, empezaron a preguntarse, ¿por qué un hilo? Las líneas eran de montaje costoso; las tormentas las hacían caer. ¿Es que la milagrosa electricidad podría hacer posible una máquina para enviar mensajes a través del aire, sin hilos? 
En 1894, tras muchos meses de experimentos, un inspirado joven italiano que contaba sólo 20 años, Guglielmo Marconi, invitó a su madre al laboratorio que tenía en el ático de su casa cerca de Bolonia. Cuando ella estaba mirando, apretó un botón. Aunque no había alambres de conexión, sonó un timbre en la sala, dos pisos más abajo: La transmisión inalámbrica era un hecho conseguido. Marconi obtuvo de su padre un préstamo de 5.000 liras, entonces unos mil dólares, para proseguir el desarrollo de su invento. Tres años más tarde, en Inglaterra, envió mensajes cifrados por telegrafía sin hilos a distancias de 13 kilómetros. De ahí en adelante sólo fue cuestión de construir transmisores de mayor potencia, receptores de mayor sensibilidad, de refinamiento en los aparatos y en la técnica. Dos años más tarde, Marconi pudo lanzar un mensaje por telegrafía sin hilos al otro lado del Canal de la Mancha, y muy pronto, los acorazados de la escuadra británica, en ejercicios tácticos, se comunicaban con los otros a distancias de sesenta millas. 

Una conquista con tres puntos 
Marconi y su telégrafo
A continuación, Marconi atravesó el Atlántico. En una pequeña estación experimental de telegrafía sin hilos en Signal Hill, St. John's, Terranova, el 12 de diciembre de 1901 aplicó a su oído un auricular conectado a su aparato receptor, ajustado con gran precisión. Sobre la estación, a unos 130 metros de altura, una gran cometa surcaba el helado y ventoso firmamento, unida al extremo de una fina antena de alambre de cobre. A la hora precisa de las 12:30 de la tarde, hora de Terranova, Marconi oyó lo que le tenía en tensión y lo que esperaba oír, una señal concertada de antemano desde su poderoso transmisor en Cornualles, Inglaterra. Tres breves clics llegaron entre los ruidos y chillidos estáticos, tres puntos, la clave Morse de la letra «S». En 1/86 de segundo, una llamada de un hombre a otro había cubierto 2.170 millas de océano. 
El concepto tras de este momento épico no había, ciertamente, llegado a Marconi como un relámpago de procedencia desconocida. Fue su genio para montar y perfeccionar las ideas y diseños de otros, principalmente de dos físicos que habían estudiado la dinámica de las ondas electromagnéticas, el vibrante mar invisible que nos rodea, lo que hoy distribuye fielmente más allá del horizonte humano, las numerosas señales de radio y televisión. 
El primero de estos físicos era James Clerk Maxwell, de la Universidad de Cambridge. Maxwell calculó las ecuaciones básicas de electromagnetismo, y en 1865 las utilizó para postular la existencia de ondas electromagnéticas que viajaban por el espacio con la velocidad de luz de 300.000 kilómetros por segundo, radiando de su origen como las ondas en una charca irradian desde el punto del impacto de una piedra que se ha tirado. El segundo físico, Heinrich Hertz, de Alemania, confirmó las hipótesis de Maxwell a fines de los 1880, por medio de dos instrumentos, un oscilador o transmisor y un detector o receptor.
Esquema del aparato generador de ondas
electromagnéticas construido por Hertz.
Hertz era capaz de enviar ondas electromagnéticas a través del aire con el oscilador, e interceptarlas con el detector, aunque los instrumentos no estaban conectados en forma alguna. Estas ondas, llamadas durante mucho tiempo ondas hertzianas, son lo que hoy llamamos ondas de radio. 

Las múltiples características de una onda 
Poco a poco sus características sobresalientes fueron descubiertas. Su tipo de oscilación, o frecuencia, era fantástico, abarcando de 500.000 ciclos a más de dos millones de ciclos por segundo. Algunas podían seguir la curvatura de la tierra. Todas podían penetrar y atravesar muchas sustancias. Al concentrarlas y radiarlas en frecuencias muy elevadas, incluso a través de la niebla y la oscuridad, retrocedían reflejadas como un eco de luz, a los receptores cerca del transmisor, la pista más tarde para el radar. 
La radiotelegrafía de Marconi producía señales de clave, discernibles de la siguiente forma: Al apretar el pulsador se cerraba el circuito eléctrico. Esto hacía saltar una chispa un espacio entre dos bolas de metal separadas a poco más de un milímetro de distancia. La chispa producía ondas de radio que pasaban por la antena y salían al aire en series discontinuas de puntos y rayas, que la persona situada al otro extremo podía oír y descifrar. Los transmisores de hoy envían, no unas series discontinuas, sino emisiones constantes de ondas de radio. Al apretar una llave de emisión, el operador puede modificar, o «modular», la forma de las ondas. Estas modulaciones son las que el receptor traduce de nuevo a sonidos. 
A los pocos años de la introducción del radiotelégrafo de Marconi, el aire era un caos de señales de tiempo, informes sobre el estado atmosférico, emisiones de buques en alta mar, y la cháchara de algunos operadores. El receptor podía seleccionar el transmisor que deseaba oír por medio de un aparato llamado capacitor variable, que eliminaba otras frecuencias. 
Las técnicas básicas de la radio permanecen casi lo mismo hoy que en los tiempos de Marconi, aunque, naturalmente, con adelantos y refinamientos importantes. Uno de ellos ha sido el paso de la radiotelegrafía a la radiotelefonía, al adaptar el transmisor de teléfono al transmisor de radio; las ondas de radio, en vez de ser moduladas por medio de claves telegráficas, fueron moduladas por medio de señales eléctricas creadas por sonidos dirigidos a un micrófono. Un segundo adelanto de incalculable importancia fue el
Tubo de vacion de Fleming.
desarrollo del tubo de vacío, un mecanismo de una sensibilidad electrónica muy elevada que podía detectar las señales de radio con mayor eficacia que los detectores de cristales de los primeros tiempos, y amplificar- las tanto en la recepción como en la emisión, con objeto que pudieran ser enviadas a mayor distancia y reproducidas con más fuerza y claridad. 
El tubo de vacío fue inventado en 1904 por un inglés, John Ambrose Fleming, como resultado de las observaciones que hizo Edison respecto a sus primeras lámparas de incandescencia, pero que, irónicamente, nunca prosiguió. El tubo de Fleming recogía las ondas de radio tal como venían de la antena y las convertía de oscilaciones en un fluir de corriente, continuo y en un sentido. En 1907, el doctor Lee De Forest, ingeniero americano, construyó un tubo mejorado que fue llamado tríodo, o audión. Un nuevo diseño mejorando el circuito le fue añadido en 1914 por E. H. Armstrong, postgraduado de ingeniería eléctrica de la Universidad de Columbia, que aumentó considerablemente la sensibilidad del audión. 
Debido a su capacidad para aumentar las señales eléctricas más débiles con gran fidelidad, el tubo de vacío resultó ser la clave de todas las maravillas de la electrónica moderna, desde el radar hasta el electrón microscópico, desde la televisión a los computadores. 
Edison junto a su fonografo.
La transición de la máquina mecánica a la máquina electrónica no fue tan evidente e impresionante como en la evolución del fonógrafo y el cine sonoro. Según fue concebido en principio, el fonógrafo, la «máquina parlante», era un diseño mecánico para reproducir las ondas de sonido. Un artista cantaba o tocaba en una bocina. Las vibraciones hacían temblar una aguja de acero y que imprimiese un patrón sobre un cilindro de cera que giraba (más tarde un disco). Cuando un fonógrafo casero tocaba un disco duplicado, su aguja reproducía sus vibraciones originales contra una membrana o diafragma que las convertía de nuevo en ondas de sonido.

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