jueves, 2 de agosto de 2018

Don Frutos Gómez, el comisario... (II)

Leiva sujetaba a su caballo por las riendas mientras don Giusepe, el herrero del pueblo, apoyando una de las patas traseras del animal sobre su rodilla le sacaba la vieja y gastada herradura para cambiarla por una nueva. El hombre procedía con rapidez y habilidad retirando clavos, tenazas o martillos del yunque próximo.
—¿Y su ayudante, el Ulpiano? —preguntó el cabo Leiva.
—¿Ayudante? Era un estorbo más bien… haragán y mal enseñado. Hace ya como tres meses que lo despedí…
—Ese parece que nació cansau… En ninguna parte dura y lo pior es que le gustan las bebidas y las mujeres. Me se liase que va a terminar mal.
—Además como no hay mucho trabajo bien me puedo arreglar solo…
—¡Ah!… Me dijo don Frutos que no se olvide que el domingo va a haber reunión’e padres’n la escuela pa formar una cooperadora.
—Haré todo lo posible para ir…
—Tiene que dir, don Giusepe… Ta bien que a la Marieta no le falte nada ¡gracias a Dios!, pero hay que ayudar a los otros…
—Le hace falta lo más grande, don Leiva… Le falta la madre…
Suspiró el herrero y luego soltando la pata del cuadrúpedo dijo:
—Ya está… ahora tiene herradura para un rato largo…
El cabo que ya adivinaba la respuesta simuló hurgar en sus bolsillos y preguntó:
—¿Cuánto es, don Giusepe?…
—Nada, amigo… Demasiado hacen ustedes los policías por nosotros para cobrarle estas pequeñeces…
—Güeno, muchas gracias, entonces —repuso Leiva y después de saludar se retiró.
Volvió el hombre a su trabajo junto a la fragua cuando, llegando desde la casa hizo su entrada una niña de unos diez años, tez sonrosada, cabellos rubios y unos límpidos ojos azules.
—Buen día, papá… ¿estoy bien así?…
Giró sobre sí misma para que su progenitor pudiera apreciar la albura del delantal escolar y luego le tendió las manos.
Don Giuseppe examinó las uñas y sentenció:
—Sí, estás bien, puedes irte nomás.
Agachó su cabeza y la niña besó las tostadas mejillas y el hombre quedó mirándola mientras iba a buscar sus libros para dirigirse a la escuelita, después continuó su labor y golpeó un hierro enrojecido que colocó sobre el yunque y que, al choque del martillo, se deshacía en chispas. La niña salió por la puerta del frente y buscando la acera en sombra, ya que el sol mañanero empezaba a dejar sentir sus ardores, fue hacia su destino. Casi al llegar a la esquina, de una casa de material y excelente aspecto, salió una linda muchacha que le dijo:
—Hola, Marieta… ¿vas a clase?
—Sí, Isabel.
—¿Me podrías hacer un favor?
—¡Cómo no!
Miró la joven hacia el interior como con temor y, luego, en voz baja le dio un mensaje.
—Al pasar por la comisaría, decile al oficial que al mediodía voy a ir a hacer unas compras en lo de don Pedro. ¡No te vayas a olvidar!
—Perdé cuidado… ¡hasta luego!…
La joven volvió a la puerta de su casa y desde allí vio a la chiquilla seguir su camino y cómo, cuando el sol la alumbraba, relucían sus rubios cabellos como si fuesen una dorada aureola sobre la cabeza infantil.

Pasaron los días y una siesta don Frutos y el oficial huyendo del intenso calor que convertía en un horno a la oficina se habían sentado en el corredor que daba al patio, el cual había sido recientemente regado para darle algo de frescura por lo que despedía un agradable olor a tierra mojada.
El cabo Leiva vino desde el galpón del fondo donde estaban los caballos, se apoyó contra uno de los postes de la galería y se introdujo un meñique en el oído iniciando una rigurosa limpieza auricular, luego pateó una cascarita de naranja y volvió a inclinarse sobre su sostén.
—A ver vos… ¿qué andás queriendo? —le preguntó don Frutos.
—¿Quién?… ¡yo! —dijo el cabo haciéndose el sorprendido.
—Sí, vos que me tenés rondando desde esta mañana como comadreja al gallinero…
—Y güeno, pues… yo le quesería pedir premiso pa’l domingo…
—¿Pa qué? ¿Si se puede saber?…
—Porque me quiero dir a casar…
—¡¡Ajá!!… —interrumpió el oficial que estaba con espíritu de broma—. ¿Y con quién?…
Sin advertir la malicia de la cuestión, el aludido contestó:
—Con Aniceto, el peón del carnicero…
—¡Pero eso no puede ser!… ¡es monstruoso!…
—¿Y por qué, pa? —atinó a preguntar el cabo.
—Porque entre dos hombres no se pueden casar, hace falta una mujer.
—¡Ja… ja!… —rió don Frutos—. ¡Linda pareja harían!…
—¡Salga de ahí!… Yo digo a casar patos, aguapeazó, pollonas y otros bichos ‘e la laguna…
—Entonces debió decir cazar con zeta —expresó Arzásola pronunciando el correcto sonido de esta letra—. No es lo mismo casar que cazar, hay una diferencia…
—Usté siempre lo mesmo… Aquí sabíamos entendernos bien hasta que vino usté con esas palabras defísiles y sus diferiencias —refunfuñó Leiva—. Y güeno… ¿me deja don Fruto o no me deja?
—Sí, m’hijo y no te olvidés de traer algo pa convidarnos… No se lo dejés tuito al capitán Giménez… A mí me gustaría un patito bien gordo pero eso sí, acordate’e golver pa’l escurecer que tenemos que seguir campiando esas luces malas…
—Ta bien mi comesario, pero va a ser inútil…
—¿Por qué?
—Porque esas cosas’e los espíritus no se pueden agarrar ni dejan huellas. Más bien habería que hacerle decir unas misas por el alma de don Liborio.
—Para mí —intervino Arzásola—, no deben haber tales luces sino deben ser alucinaciones…
—¡Qué pa va a ser lusinaciones! Si dicen que aparecen más cuando no hay luna…
—Alucinaciones quiere decir un engaño de nuestra imaginación, una falsa apariencia…
—¡Ah!… Yo creiba que era algo’e la luna, pues… —explicó Leiva.
—¡Pero es raro que haigan sido varios los que las han visto y gente seria tuita!
—volvió a decir don Frutos—. Algo debe de haber…
—Vea, che oficial —expuso Leiva que estaba algo amoscado—. ¿Por qué pa si son lusinaciones no aparecían antes cuando el finau Liborio no era finau?… ¡eh!… Hace más’e dos meses que el pobre estiró las patas, ¡que Dios lo tenga en su santa gloria! y después llegaron las denuncias y no una, sino muchas…
—Don Serra, don Pedro Castro, Quiroga y la señora, los hijos’e doña Zoila que viven pa esos laus las han visto y no creo que mientan…
—Pa mí como el dijunto supo ser medio agarrau y egoísta es su alma que anda penando —sentenció Leiva.
—Déjese de supersticiones, cabo…
—Almas en pena, supersticiones o lo que sea, pero, ¡algo debe haber! —concluyó don Frutos.

El capitán Giménez entró a su cuarto silbando una guarania. Se quitó el saco y luego llamó a los gritos a su asistente.
—¡Ojeda!… ¡Ojeda!…
—Sí, che capitán ya voy viniendo — respondió el servidor y llegó empuñando aún la espumadera ya que hacía el yantar cotidiano para los dos.
—Mirá no te apurés por la comida… Traeme antes un «tereré» para quitarme la sed…
—Quiere pa con hojas’e yerba güena o con hojas de menta…
—Hacelo como quieras…
Extrañado de verlo con tan buen humor y mientras derramaba en un vaso la yerba mate a la que agregó fresca agua del pozo, Ojeda preguntó:
—¿Tuvo güenas noticias de… «allá»?
—¡No! ¿Por qué?…
—Y como lo veo tan contento…
—Estoy contento nomás…
El ex militar se levantó y se puso a recorrer la habitación a trancos largos, luego mientras recibía el refresco de manos de su asistente le preguntó:
—Decime, ¿vos lo conocés a José Asunción Silva?…
Titubeó un momento el interrogado y, en seguida, contestó:
—Así, todo junto no… pero separado creo que sí…
—¿Separado?… ¿Y cómo?…
—Güeno: José conocí muchos, Asunción es la capital’e nojotro país y Silva está el dueño de la carnicería…
Rió Giménez de la ingenuidad de su asistente y asintió:
—Así es, tenés razón…
Bebió el «tereré» y luego fue a tenderse en el lecho para recordar.
Desde hace varios días frecuentaba la escuela para conversar sobre la organización de la Asociación Cooperadora. Aunque con cierto recelo al principio bien pronto se contagió del fervoroso entusiasmo de la maestra y se dispuso a poner su mejor voluntad para paliar en algo las enormes necesidades de la escuelita y sus alumnos.
Poco a poco fueron dejando de lado los temas escolares y una mayor intimidad los llevó a hablar de sus problemas y deseos. Él no le ocultó su condición de hombre casado y de revolucionario en potencia, pero muchas veces, al recibir o entregar un papel sus manos se rozaban y ambos quedaban confusos hablando del tiempo o de los niños.
Esa mañana había ido a verla para comunicarle el resultado de su gestión ante un padre reacio a enviar a sus hijos al aula, cuando ya los niños salían de regreso para sus hogares y quedaron un rato conversando en la sala vacía. De pronto vio, sobre el escritorio un libro del poeta colombiano y lo empezó a hojear.
—¿Le gustan las poesías, capitán? —preguntó ella.
—Sí y alguna vez también escribí algunas… Cosas de juventud… —se apresuró a explicar.
—Me gustaría conocerlas…
—Como todas mis pertenencias ellas también quedaron «allá»… Quizá las hayan quemado… —Es una lástima…
—¿Por qué?…
—Porque sin haberlos leído creo que sus versos deben ser como usted.
—¿Y cómo soy yo?…
Enrojeció ella y, luego, respondió:
—Perdóneme la comparación pero yo lo asocio al palo borracho…
—No creo beber tanto como para eso…
—Lo digo porque ese árbol se presenta a la vista como rudo, y cubierto de espinas, pero, sin embargo ¡qué bellas son sus flores!, dan la impresión que fueran orquídeas y, luego, adentro de su fruto tiene la suavidad de su seda… Quien no lo trata a usted y lo juzga por la apariencia no puede saber el tesoro de ternura que lleva en su corazón.
Entró la portera para anunciar que la comida ya estaba en la mesa y tras de rehusar la invitación a compartirla Giménez volvió a su casa lleno de una profunda alegría que se reflejaba en su rostro y en sus actos y que hacía que Ojeda, en la cocina mientras preparaba el almuerzo, se dijera:
—¿Qué tendrá mi capitancito?… ¡A ver si me lo han ojeau!…

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