Leiva sujetaba
a su caballo por las riendas mientras don Giusepe, el herrero del pueblo,
apoyando una de las patas traseras del animal sobre su rodilla le sacaba la
vieja y gastada herradura para cambiarla por una nueva. El hombre procedía con
rapidez y habilidad retirando clavos, tenazas o martillos del yunque próximo.
—¿Y su
ayudante, el Ulpiano? —preguntó el cabo Leiva.
—¿Ayudante?
Era un estorbo más bien… haragán y mal enseñado. Hace ya como tres meses que lo
despedí…
—Ese parece
que nació cansau… En ninguna parte dura y lo pior es que le gustan las bebidas
y las mujeres. Me se liase que va a terminar mal.
—Además como
no hay mucho trabajo bien me puedo arreglar solo…
—¡Ah!… Me dijo
don Frutos que no se olvide que el domingo va a haber reunión’e padres’n la
escuela pa formar una cooperadora.
—Haré todo lo
posible para ir…
—Tiene que
dir, don Giusepe… Ta bien que a la Marieta no le falte nada ¡gracias a Dios!,
pero hay que ayudar a los otros…
—Le hace falta
lo más grande, don Leiva… Le falta la madre…
Suspiró el
herrero y luego soltando la pata del cuadrúpedo dijo:
—Ya está…
ahora tiene herradura para un rato largo…
El cabo que ya
adivinaba la respuesta simuló hurgar en sus bolsillos y preguntó:
—¿Cuánto es,
don Giusepe?…
—Nada, amigo…
Demasiado hacen ustedes los policías por nosotros para cobrarle estas
pequeñeces…
—Güeno, muchas
gracias, entonces —repuso Leiva y después de saludar se retiró.
Volvió el
hombre a su trabajo junto a la fragua cuando, llegando desde la casa hizo su
entrada una niña de unos diez años, tez sonrosada, cabellos rubios y unos
límpidos ojos azules.
—Buen día,
papá… ¿estoy bien así?…
Giró sobre sí
misma para que su progenitor pudiera apreciar la albura del delantal escolar y
luego le tendió las manos.
Don Giuseppe
examinó las uñas y sentenció:
—Sí, estás
bien, puedes irte nomás.
Agachó su
cabeza y la niña besó las tostadas mejillas y el hombre quedó mirándola
mientras iba a buscar sus libros para dirigirse a la escuelita, después continuó
su labor y golpeó un hierro enrojecido que colocó sobre el yunque y que, al
choque del martillo, se deshacía en chispas. La niña salió por la puerta del
frente y buscando la acera en sombra, ya que el sol mañanero empezaba a dejar
sentir sus ardores, fue hacia su destino. Casi al llegar a la esquina, de una
casa de material y excelente aspecto, salió una linda muchacha que le dijo:
—Hola,
Marieta… ¿vas a clase?
—Sí, Isabel.
—¿Me podrías
hacer un favor?
—¡Cómo no!
Miró la joven
hacia el interior como con temor y, luego, en voz baja le dio un mensaje.
—Al pasar por
la comisaría, decile al oficial que al mediodía voy a ir a hacer unas compras
en lo de don Pedro. ¡No te vayas a olvidar!
—Perdé
cuidado… ¡hasta luego!…
La joven
volvió a la puerta de su casa y desde allí vio a la chiquilla seguir su camino
y cómo, cuando el sol la alumbraba, relucían sus rubios cabellos como si fuesen
una dorada aureola sobre la cabeza infantil.
Pasaron los
días y una siesta don Frutos y el oficial huyendo del intenso calor que
convertía en un horno a la oficina se habían sentado en el corredor que daba al
patio, el cual había sido recientemente regado para darle algo de frescura por lo
que despedía un agradable olor a tierra mojada.
El cabo Leiva
vino desde el galpón del fondo donde estaban los caballos, se apoyó contra uno
de los postes de la galería y se introdujo un meñique en el oído iniciando una
rigurosa limpieza auricular, luego pateó una cascarita de naranja y volvió a
inclinarse sobre su sostén.
—A ver vos…
¿qué andás queriendo? —le preguntó don Frutos.
—¿Quién?… ¡yo!
—dijo el cabo haciéndose el sorprendido.
—Sí, vos que
me tenés rondando desde esta mañana como comadreja al gallinero…
—Y güeno,
pues… yo le quesería pedir premiso pa’l domingo…
—¿Pa qué? ¿Si
se puede saber?…
—Porque me
quiero dir a casar…
—¡¡Ajá!!…
—interrumpió el oficial que estaba con espíritu de broma—. ¿Y con quién?…
Sin advertir
la malicia de la cuestión, el aludido contestó:
—Con Aniceto,
el peón del carnicero…
—¡Pero eso no
puede ser!… ¡es monstruoso!…
—¿Y por qué,
pa? —atinó a preguntar el cabo.
—Porque entre
dos hombres no se pueden casar, hace falta una mujer.
—¡Ja… ja!…
—rió don Frutos—. ¡Linda pareja harían!…
—¡Salga de
ahí!… Yo digo a casar patos, aguapeazó, pollonas y otros bichos ‘e la laguna…
—Entonces
debió decir cazar con zeta —expresó Arzásola pronunciando el correcto sonido de
esta letra—. No es lo mismo casar que cazar, hay una diferencia…
—Usté siempre
lo mesmo… Aquí sabíamos entendernos bien hasta que vino usté con esas palabras
defísiles y sus diferiencias —refunfuñó Leiva—. Y güeno… ¿me deja don Fruto o
no me deja?
—Sí, m’hijo y
no te olvidés de traer algo pa convidarnos… No se lo dejés tuito al capitán
Giménez… A mí me gustaría un patito bien gordo pero eso sí, acordate’e golver
pa’l escurecer que tenemos que seguir campiando esas luces malas…
—Ta bien mi
comesario, pero va a ser inútil…
—¿Por qué?
—Porque esas
cosas’e los espíritus no se pueden agarrar ni dejan huellas. Más bien habería
que hacerle decir unas misas por el alma de don Liborio.
—Para mí —intervino
Arzásola—, no deben haber tales luces sino deben ser alucinaciones…
—¡Qué pa va a
ser lusinaciones! Si dicen que aparecen más cuando no hay luna…
—Alucinaciones
quiere decir un engaño de nuestra imaginación, una falsa apariencia…
—¡Ah!… Yo
creiba que era algo’e la luna, pues… —explicó Leiva.
—¡Pero es raro
que haigan sido varios los que las han visto y gente seria tuita!
—volvió a
decir don Frutos—. Algo debe de haber…
—Vea, che
oficial —expuso Leiva que estaba algo amoscado—. ¿Por qué pa si son lusinaciones
no aparecían antes cuando el finau Liborio no era finau?… ¡eh!… Hace más’e dos
meses que el pobre estiró las patas, ¡que Dios lo tenga en su santa gloria! y
después llegaron las denuncias y no una, sino muchas…
—Don Serra,
don Pedro Castro, Quiroga y la señora, los hijos’e doña Zoila que viven pa esos
laus las han visto y no creo que mientan…
—Pa mí como el
dijunto supo ser medio agarrau y egoísta es su alma que anda penando —sentenció
Leiva.
—Déjese de
supersticiones, cabo…
—Almas en
pena, supersticiones o lo que sea, pero, ¡algo debe haber! —concluyó don
Frutos.
El capitán
Giménez entró a su cuarto silbando una guarania. Se quitó el saco y luego llamó
a los gritos a su asistente.
—¡Ojeda!…
¡Ojeda!…
—Sí, che
capitán ya voy viniendo — respondió el servidor y llegó empuñando aún la
espumadera ya que hacía el yantar cotidiano para los dos.
—Mirá no te
apurés por la comida… Traeme antes un «tereré» para quitarme la sed…
—Quiere pa con
hojas’e yerba güena o con hojas de menta…
—Hacelo como
quieras…
Extrañado de
verlo con tan buen humor y mientras derramaba en un vaso la yerba mate a la que
agregó fresca agua del pozo, Ojeda preguntó:
—¿Tuvo güenas
noticias de… «allá»?
—¡No! ¿Por
qué?…
—Y como lo veo
tan contento…
—Estoy
contento nomás…
El ex militar
se levantó y se puso a recorrer la habitación a trancos largos, luego mientras
recibía el refresco de manos de su asistente le preguntó:
—Decime, ¿vos
lo conocés a José Asunción Silva?…
Titubeó un
momento el interrogado y, en seguida, contestó:
—Así, todo
junto no… pero separado creo que sí…
—¿Separado?…
¿Y cómo?…
—Güeno: José
conocí muchos, Asunción es la capital’e nojotro país y Silva está el dueño de
la carnicería…
Rió Giménez de
la ingenuidad de su asistente y asintió:
—Así es, tenés
razón…
Bebió el
«tereré» y luego fue a tenderse en el lecho para recordar.
Desde hace
varios días frecuentaba la escuela para conversar sobre la organización de la
Asociación Cooperadora. Aunque con cierto recelo al principio bien pronto se
contagió del fervoroso entusiasmo de la maestra y se dispuso a poner su mejor
voluntad para paliar en algo las enormes necesidades de la escuelita y sus
alumnos.
Poco a poco
fueron dejando de lado los temas escolares y una mayor intimidad los llevó a
hablar de sus problemas y deseos. Él no le ocultó su condición de hombre casado
y de revolucionario en potencia, pero muchas veces, al recibir o entregar un
papel sus manos se rozaban y ambos quedaban confusos hablando del tiempo o de
los niños.
Esa mañana
había ido a verla para comunicarle el resultado de su gestión ante un padre
reacio a enviar a sus hijos al aula, cuando ya los niños salían de regreso para
sus hogares y quedaron un rato conversando en la sala vacía. De pronto vio, sobre
el escritorio un libro del poeta colombiano y lo empezó a hojear.
—¿Le gustan
las poesías, capitán? —preguntó ella.
—Sí y alguna
vez también escribí algunas… Cosas de juventud… —se apresuró a explicar.
—Me gustaría
conocerlas…
—Como todas
mis pertenencias ellas también quedaron «allá»… Quizá las hayan quemado… —Es una
lástima…
—¿Por qué?…
—Porque sin
haberlos leído creo que sus versos deben ser como usted.
—¿Y cómo soy
yo?…
Enrojeció ella
y, luego, respondió:
—Perdóneme la
comparación pero yo lo asocio al palo borracho…
—No creo beber
tanto como para eso…
—Lo digo porque
ese árbol se presenta a la vista como rudo, y cubierto de espinas, pero, sin
embargo ¡qué bellas son sus flores!, dan la impresión que fueran orquídeas y,
luego, adentro de su fruto tiene la suavidad de su seda… Quien no lo trata a
usted y lo juzga por la apariencia no puede saber el tesoro de ternura que
lleva en su corazón.
Entró la
portera para anunciar que la comida ya estaba en la mesa y tras de rehusar la
invitación a compartirla Giménez volvió a su casa lleno de una profunda alegría
que se reflejaba en su rostro y en sus actos y que hacía que Ojeda, en la
cocina mientras preparaba el almuerzo, se dijera:
—¿Qué tendrá
mi capitancito?… ¡A ver si me lo han ojeau!…
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