Ña Zoila que
estaba acomodando, sobre unos zarzos de ramas, unos pedazos de carne para hacer
charque vio en el patio del rancho de enfrente a su vecina, doña Rosa, la
esposa de don Deogracias Quiroga, y cruzó la calle para ir a hablar con ella.
Después de los
saludos y con tono de misterio le dijo:
—¿Anoche no
vido nada Ña Rosa?…
—¡No!… Dende
que vicie las luces n’el patio’el finau Quinteros apenitas se pone el sol
cierro la puerta con la tranca y ya no salgo más… Endemás le tengo prometida
una novena a la Virgen’e Itatí por l’alma’l viejo…
La otra miró
hacia todos los lados, temerosa y continuó:
—Pues anoche,
aparecieron otra vez…
Se santiguó
doña Rosa y exclamó:
—¡Jesús, María
y José!…
—Sí, salí pa
ver que eran unos ruidos que sentí cerca’l gallinero, cuando escuché ruido de
pasos, dispués distinguí la luz y oí como un quejido…
—¡Ajá!… ¿Y
dispués?…
—Dispués no
quise saber más nada, me metí adentro y ya no salí más…
—Si hasta me
están dando ganas’e mudarme porqué aquí con esas luces ya no se va a poder
vivir, pero… ¡vea quiénes vienen!…
—Son don
Frutos, Leiva y l’oficial…
—Y van pa la
casa’el viejo Quinteros…
Las dos
mujeres se asomaron a la acera para ver el grupo que, a un centenar de metros
más allá, se acercaba al lugar donde la noche anterior había caído Leiva.
De los tres
hombres llamaba de inmediato la atención el cabo que ostentaba en la frente un
vendaje a modo de vincha.
—¿Ande viste
la luz mala?… —preguntó don Frutos.
—Ahí, nomás
comesario, n’el portón del viejo Quinteros. Apenitas lo abrí y metí la cabeza
se apareció.
—¡Ajá!… Y vos
Arzásola, cuando viniste no trompesaste con denguno?…
—Con ninguno,
don Frutos… Venía atento a todos los ruidos así que me hubiera dado cuenta.
—Ta güeno,
dentremos…
Leiva, que era
muy supersticioso dejó que los otros entraran primero, luego se persignó y
penetró también. La casa estaba silenciosa. En el amplio patio algunos coposos
naranjos daban fresca sombra. Don Frutos anduvo un trecho y señalando un trozo
de tierra removida dijo:
—¡Mirá
Arzásola…! ¿Te parece que eso lo haigan hecho las luces malas?…
—¡No!… Eso es
obra de seres humanos…
—Alguno que
haberá andau buscando las botijas’e plata que dicen que tenía enterrada’l viejo
Quinteros —intervino Leiva.
Y enseguida
agregó:
—Pero a la luz
mala yo la vide… ¡Se lo juro!… —Y besó a dos dedos puestos en cruz.
Don Frutos, que
mientras tanto estaba observando, sentado en cuclillas junto a la puertecilla,
unas huellas en la tierra, se incorporó y le respondió:
—Vo lo que
viste jué la lu’e una linterna que te encandiló pa ansí encajarte el garrotaso,
pues…
Titubeó un
momento el cabo y luego confirmó:
—Cierto… pa
luz mala era dimasiau risplandor… ¿Quién haberá sido?…
Desechado el
aspecto supersticioso el rencor le puso un brillo maligno en la mirada.
—Vamoj a ver…
—siguió don Frutos y le ordenó—: Mostrame la herida.
Leiva se desató
el vendaje y le hizo ver el hematoma.
El comisario
lo estudió con todo detenimiento y aun le arrancó algunos quejidos cuando
presionó a su alrededor preguntando:
—¿Te duele
aquí?… ¿Y aquí?… ¿Acá no?… ¡Claro!… Este golpe lo encajó un zurdo…
—¿Un zurdo?… —se
asombró el oficial.
—Sí y está
bien patente… Vamoj a riconstruir la escena… A ver, cabo, meté la cabeza como
anoche…
—Güeno, pero
no vaya na pegar ¡eh! que nu es de jierro…
—Perdé cuidau,
va ser tuito simulau…
Don Frutos se
puso en el lugar donde estaban las huellas y cuando Leiva empujó la hoja de
madera e introdujo la cabeza, indicó:
—Ve, oficial,
el que estaba acá lo encandiló con la linterna que tenía en la derecha y le
sacudió el golpe con la izquierda, por eso el chichón está pa este lau… De
haber sido al revés la magulladura habida que haber estau maj al frente o al
otro costau…
—En efecto…
Tiene usted razón —aseveró Arzásola.
—N’este
vecindario l’único zurdo es Clímaco Barrientos… Y ese nunca se quejó’e las
luces… ¡Hum!… Lo vua a citar pa interrogarlo…
—¿Quiere que
vaya yo, don Frutos? —se ofreció Leiva.
—No, m’hijo
—replicó don Frutos y al ver la expresión de su subordinado agregó suavemente
pero con firmeza —: Y si te querés poner vo a risolver esto por tu cuenta te
vua a encajar tal talerazo que ese bulto que tenés va a quedar petizo al lau
del otro…
—No ha de, don
Frutos —condescendió el cabo de mala gana.
—Muchas
gracias, Juan Moreira —dijo don Frutos entregándole el mate al cabo que quedó
frente a él sorprendido.
—¿Por qué, pa
Juan Moreira, comesario? —preguntó.
—Por esa
vincha… Estás igualito que un gaucho pa’l carnaval —rió el interrogado mientras
Leiva refunfuñando y masticando sus rencores fue a dejar el mate en la cocina y
volvió a sentarse en una silla, en un rincón.
En ese momento
entró el agente de guardia y advirtió:
—Don Frutos…
ahí está Clímaco Barrientos, al que usté lo hizo llamar…
—Está bien,
hacelo pasar…
Arzásola que
leía en una mesita de un costado dejó el libro y se dispuso a actuar si sus
servicios de sumariante eran requeridos.
Barrientos
entró haciendo dar vueltas entre las manos a su aludo sombrero y miró inquieto
hacia la esquina donde se hallaba el malhumorado cabo Leiva.
Se detuvo
frente al escritorio del comisario y dijo con aire que quiso ser de protesta.
—Vengo nicó a ver
pa qué me hizo llamar.
Sin inmutarse
don Frutos le dijo:
—Perdoná
Clímaco, pero quisiera saber si vo no viste las luces malas en lo de don
Liborio…
—¡No!… Yo no
las vi nada…
—Y, entonces,
si no es de miedo a las luces esas ¿cómo pa es que hace un tiempito que no se
te ve por la noches n’el boliche?… Antes no solía faltar ni cuando llovía…
—Creo que no
tengo ninguna obligación pa dir… Voy cuando se me dea la gana…
—No te enojés
que va a ser pa tu bien… pero es el caso que yo me he puesto a pensar…
—Me he puesto…
—interrumpió Arzásola sin poderse contener ante el barbarismo de su jefe.
—¿Qué te has
puesto? ¿La gorra o el sombrero? —le dijo don Frutos.
—Perdone, pero
no se dice «me he ponido», sino «me he puesto».
—Vo dejame a
mí que si yo le haulo en difísil este no me va a entender…
Suspiró
resignado Arzásola y don Frutos continuó el interrogatorio:
—Güeno, el
caso es que yo… —se detuvo, miró intencionalmente al oficial y agregó— he
pensau que dos y dos son cuatro…
—Y eso que
tiene que ver conmigo, pues… —replicó Barrientos a quien todos estos preámbulos
estaban poniendo sumamente nervioso.
—Pues que lo
mismo resultá’e vo y las luces malas…
—No entiendo…
—Sencillo: vo
vas al boliche, no hay luces malas, vo no aparecé por lo ‘e don
Pedro y salen
las luces malas…
—Casualidá…
—Sí, m’hijo,
una casualidá jué que no le rompiste el mate a Leiva anoche…
—¡Ahijuna!…
—se levantó el cabo furioso y Barrientos se replegó hacia el escritorio.
—Sentate,
Leiva, que entuavía no hemos terminau…
—¡No sé nada!…
¡Yo no sé nada! —casi gritó Clímaco que se había puesto pálido—. Déjeme dir…
—Si no juera
que endemás sos surdo te hubiera dejau, pero el que le hiso eso al cabo era
surdo como vos… ¿Y aura, queré declarar de una vez o no?
Se empecinó el
otro y repuso:
—Yo no juí y
no sé nada de las luces esas…
—Entonces, si
no querés confesar conmigo yo me vua a dir con l’ofisial a dar una güelta y te
via a dejar con el cabo pa que te interrogue…
Pero a
Barrientos que conocía por oídas la fama de Leiva le bastó mirar el vendaje que
ocultaba el chichón de la frente y, sobre todo, el gesto de malévola satisfacción
que hiciera aparecer en su rostro esa sugerencia para decidirse.
—No, don
Frutos… prefiero con usté… juí yo…
—¡Vos!
¡Añamembú!… —tronó Leiva y se levantó agresivo, pero don Frutos le clavó los
ojos fijamente y, vencido por la autoridad, volvió a su asiento.
—Perdone,
cabo… —se explicó Clímaco— jué sin querer… Sentí ruido y me asusté…
—¿Qué andabas
buscando por allí? —continuó don Frutos.
—Y, como
decían que el viejo Liborio sabía enterrar en botijas su dinero quise ver si
era cierto…
El comisario,
al oírlo, se pasó la mano por la barbita en un gesto que le era habitual cuando
se sentía preocupado y luego de una breve pausa sonrió, y dijo:
—¡Ajá!… Pues
aura te vua a dar permiso pa que lo hagás de día. A vos y a tuitos los que
quieran buscar, pero si encuentran algo tienen que pagar el 10 por ciento’e
impuesto a los tesoros perdidos…
—¿De veras?…
¿Me va a dejar? —dijo Barrientos.
—Sí, l’ofisial
va a hacer un plano del patio y a tuito el que quiera buscar le vua a señalar
una parte, pero eso si… dispués de hacer los pozos tienen que emparejar el
terreno con un rastrillo.
—¡Cómo no, don
Frutos!…
—Pero no te
alegrés tanto que vos tenés que arreglar una cuenta…
—Cierto
—aceptó Barrientos y volvió a mirar al cabo que seguía con gesto sombrío en su
asiento.
—A ver…
violación’e domicilio, atentau contra la utoridá, lesiones… ¡hum!… Son muchos
cargos, Clímaco…
—Me va a poner
preso, entonces… ¡Qué lástima, porque loj otro me se van a adelantar y van a
sacar el «tapau»!
—No te
aflijás… Vos solés trabajar’e pintor, ¿no?…
—Así es, don
Frutos.
—Güeno, te vua
a perdonar tuitas esas cosas con la condición que pintés la escuelita. El
capitán Giménez te va a dar los útiles y la cal.
—¡Cómo no, don
Frutos! —aceptó Clímaco satisfecho con el arreglo.
—Además le
tenés que traer a Leiva una botella’e caña pa que se haga compresas n’el golpe…
—¿Compresas de
caña, don Frutos? —se asombró el otro.
—Sí, m’hijo…
la caña tiene alcol y l’alcol es lo mejor pa desinfetar heridas y machucones…
Apenas corrió
la noticia que don Frutos concedía permiso para que se buscaran las afamadas
«botijas con plata» en el patio de don Liborio fueron muchos los llegaron a la
comisaría en procura de la correspondiente autorización.
Arzásola había
confeccionado un sencillo planito y dividido el mismo en varias parcelas que
don Frutos ofrecía al interesado.
—Tenés pa
elegir… aquí un lindo lote’e tres por tres… aquí otro de dos por cuatro… o si
no este de cuatro por cuatro junto a la paré…
—Deame el más
grande don Frutos…
—Está bien,
pero ricordá que dispués que busqués me tenés que dejar el terreno bien parejo
con el rastrillo…
—Pierda
cuidau, don Frutos…
—Y si te
olvidás, Leiva andará por ahí pa hacerte hacer memoria ¡eh!…
Una tarde el
oficial, que no se explicaba la extraña actitud de su superior, aprovechando un
momento en que se encontraban solos le dijo:
—¿Pero usted
cree que, realmente hay algo escondido en ese terreno?
—¡Y cómo no!…
Vas a ver que montón’e plata va a salir…
—Lo que es hasta
ahora solo han sacado zapatos viejos, latas y cascotes…
—Porque no
saben buscar… Ya vas a ver cómo, algún día, alguien encuentra que hay mucho
dinero… vamos a ver cómo trabajan…
Salieron,
caminaron unas cuadras y llegaron al patio. Como ya había transcurrido cierto
tiempo, muchos habían explorado su pedazo al dedillo y abandonado la búsqueda,
pero eso sí, dejando su concesión bien arreglada conforme a las indicaciones de
Leiva.
Solo quedaban,
ya en el fondo de la casa, dos hombres en su labor. Uno de ellos estaba
efectuando un profundo agujero y don Frutos, asomándose al borde le indicó:
—Tené cuidau
que no te vayas a salir’l otro lau, Terencio…
El aludido
arrojó el pico al suelo y exclamó:
—Tanto
trabajar al cuete y no hallamos nada… Habían sido tuitos cuentos los del
«tapau»… Yo renunceo…
Salió de la
excavación y ya iba a tomar sus cosas para alejarse cuando el cabo le indicó
severo:
—Antes de
dirte golvé a meter la tierra ande la sacaste y emparejá el terreno, pues…
Terencio gruñó
algo entre dientes y empuñando la pala comenzó a cumplir con lo ordenado
mientras don Frutos salía con Arzásola.
—¿Vio que no
había nada de utilidad, comisario? —expresó el oficial.
Rió don Frutos
y agregó:
—Vamos a verlo
al capitán Giménez pa que con su asistente, Leiva y los alumnos maj grandecitos
e’ la escuela, aprovechen tuito ese terreno removido pa hacer una güerta con
las semillas que hace una semana le encargué a don Pedro… Así dentro’e poco no
va a faltar verduras pa’l «Comedor Escolar»…
Dándose cuenta
de la argucia de su jefe para hacer trabajar a sus reacios convecinos, el
oficial también se echó a reír…
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